12

Martinson esperaba sentado en el comedor.

Eran las diez de la noche del jueves. El tenue parloteo de una radio se oía procedente de la sala de operaciones, a la que llegaban todas las urgencias nocturnas. El resto del edificio estaba sumido en un apacible silencio. Martinson tenía ante sí una taza de té y estaba mordisqueando una galleta cuando Wallander se sentó frente a él sin quitarse el chaquetón.

—¿Qué tal fue la conferencia?

—Eso ya me lo has preguntado antes.

—Yo solía disfrutar hablando en público, pero eso era antes. Hoy ya no sé si podría.

—Estoy convencido de que lo harías mucho mejor que yo. Pero, si de verdad deseas saberlo, pude contar hasta diecinueve mujeres, todas ellas de mediana edad, que me escuchaban llenas de admiración, si bien con algo de repulsa cuando llegué al punto de los aspectos más sangrientos de esa labor policial que tan útil resulta para la sociedad. Todas se mostraron muy amables y formularon preguntas educadas y algo absurdas que yo respondí de un modo que, con total certeza, habría hecho las delicias del director nacional de la policía. ¿Estás satisfecho?

Martinson asintió mientras retiraba con la mano las migas de galleta de la mesa antes de tomar su bloc de notas.

—A ver, empezaré por el principio. A las nueve menos diez minutos suena el teléfono de la centralita. El agente de guardia me pasa la llamada, puesto que no se trata de ninguna redada ni movilización de urgencia y sabe que yo me he quedado trabajando. De no haber estado yo aquí, el agente le habría pedido a la persona que llamaba que volviese a ponerse en contacto con nosotros mañana. Quien llamó era un hombre llamado Pålsson, Sture Pålsson, aunque no alcancé a oír bien todos sus títulos y cargos. Pero es el responsable del depósito del departamento de Patología de Lund que, por lo que se ve, ya no se llama depósito; en fin, tú sabes a qué me refiero, a las cámaras frigoríficas, destinadas a la conservación de los cadáveres que esperan la autopsia o que los recojan de la funeraria. A eso de las ocho notó que una de las cámaras no estaba totalmente cerrada. Al sacar la camilla comprobó que el cuerpo había desaparecido y que un relé eléctrico ocupaba su lugar. Llamó al conserje que había estado de servicio en el turno anterior, un hombre llamado Lyth, que afirmaba poder asegurar que el cuerpo estaba allí a las seis de la tarde, cuando se marchó a casa. De lo que cabe deducir que desapareció entre las seis y las ocho. En la parte posterior de la sala del depósito hay una entrada directa desde el patio. Pålsson ordena entonces examinar la puerta y descubre que han forzado la cerradura. Así que, sin dilación, llama a la policía de Malmö, y todo se pone en marcha de inmediato. Quince minutos más tarde un coche patrulla llega al depósito, pero al saber que el cuerpo desaparecido procede de Ystad y que había sido objeto de examen médico pericial para una investigación, le piden a Pålsson que se ponga en contacto con nosotros. Y eso fue lo que hizo.

Llegado a este punto, Martinson volvió a dejar el bloc sobre la mesa.

—Es decir, que la búsqueda del cuerpo es cometido de los colegas de Malmö —añadió—. Aunque también nos incumbe a nosotros, claro.

Wallander reflexionó un instante. Toda aquella situación se le antojaba en extremo extraordinaria y desagradable por demás. La desazón no cesaba de crecer en su interior.

—Bien, es obvio que los colegas de Malmö intentarán localizar huellas dactilares —apuntó—. La verdad, no tengo ni idea de cómo estará tipificado el delito de «secuestro de un cadáver». ¿Ejecución arbitraria del propio derecho, tal vez? ¿O perturbación de la paz de un difunto? Comoquiera que pueda denominarse, siempre existe el riesgo de que no se lo tomen muy en serio. Me figuro que Nyberg habrá logrado aislar alguna huella dactilar en la unidad de transformadores, ¿no crees?

Martinson intentó hacer memoria.

—Creo que, sí pero ¿quieres que lo llame para asegurarnos?

—No, déjalo. Lo que sí sería conveniente es que los colegas Malmö localizasen algunas huellas en el relé y en el interior de la cámara del depósito.

—¿Quieres que se lo diga ahora mismo?

—Sí, será lo mejor.

Martinson salió para llamar a Malmö mientras Wallander iba por un café e intentaba comprender el curso de los acontecimientos. Estaba claro que había surgido una conexión, por más que no fuese la que él se había imaginado. Sabía por experiencia que podía tratarse de una curiosa coincidencia. Pero, en aquella ocasión, tenía el presentimiento de que no era el caso. Alguien había irrumpido en un depósito de cadáveres para llevarse uno de los cuerpos y había dejado a cambio un relé eléctrico. A Wallander lo asaltó el recuerdo de algo que Rydberg le había dicho hacía ya muchos años, en los albores de su relación profesional. Los criminales suelen dejarnos algún mensaje, a modo de saludo, en el lugar del crimen. Hay ocasiones en que dicho mensaje es intencionado. Pero otras veces aparecen por error.

«Bien, es evidente que, en este caso, no se trata de ningún error», resolvió. «Nadie se pasea por ahí con un relé de gran tamaño por casualidad. Y mucho menos se lo deja olvidado en una camilla de un depósito de cadáveres. De lo que se desprende que la idea era precisamente que lo hallásemos allí. Nosotros, no los médicos, claro. De modo que es un mensaje para la policía».

La otra cuestión también estaba más que resuelta. ¿Por qué se llevaría alguien un cadáver? Cierto que había ocasiones en que esas cosas sucedían, si el difunto había pertenecido a alguna secta extraña y singular. Pero no era verosímil que Tynnes Falk perteneciese a ningún movimiento de esta índole. Claro que tampoco podían estar totalmente seguros de ello, pero no parecía muy probable. De modo que no quedaba más que una explicación plausible. El cadáver había sido retirado a fin de ocultar algo.

En ese punto de su razonamiento, regresó Martinson.

—Bien, estamos de suerte. No habían arrojado el relé en un rincón, sino que lo habían metido en una saca de plástico.

—¿Y las huellas dactilares?

—Están en ello.

—¿Alguna pista sobre el paradero del cadáver?

—Nada.

—¿Algún testigo?

—Parece que no.

Wallander lo hizo partícipe de las reflexiones a las que se había entregado mientras él llamaba por teléfono y Martinson se mostró de acuerdo con sus conclusiones. La presencia del relé no era fruto de una casualidad y el cuerpo había desaparecido para evitar que se descubriese algún detalle que deseaban mantener oculto. El inspector le reveló además lo relativo a la visita del doctor Enander y a la conversación mantenida con la ex mujer de Falk.

—La verdad es que no le atribuí demasiada importancia —confesó—. Se supone que hemos de poder confiar en los forenses, ¿no?

—Bueno, el que hayan secuestrado el cadáver no tiene por qué significar que Tynnes Falk haya sido asesinado.

Wallander comprendió que la observación de Martinson bien podía ser correcta.

—Sí, claro, pero a pesar de todo… Me cuesta imaginar otra explicación que la del temor a que se descubriera la auténtica causa de la muerte —insistió.

—¿Quién sabe si no se había tragado algo?

Wallander alzó las cejas en señal de asombro.

—¿Cómo?

—Diamantes, drogas; no sé, algo así.

—Eso sí que lo habría descubierto la forense.

—Y entonces, ¿qué hacemos?

—¿Quién era Tynnes Falk? —preguntó Wallander—. Puesto que archivamos el caso, no llevamos a cabo ninguna indagación acerca de su vida o su personalidad. Sin embargo, el doctor Enander se tomó la molestia de venir hasta aquí para poner en tela de juicio la causa oficial de su muerte. Y cuando hablé con su ex mujer, ella aseguró que Falk se había mostrado inquieto de vez en cuando y que tenía muchos enemigos. En realidad, la señora Falk mencionó bastantes datos que indican que el sujeto no era un hombre sencillo.

Martinson pareció sorprenderse.

—¿Un asesor informático que tenía enemigos?

—Eso fue lo que dijo. Ninguno de nosotros ha hablado con ella en serio.

Martinson tenía consigo el archivador que contenía los escasos detalles sobre el caso de Tynnes Falk.

—Tampoco nos pusimos en contacto con sus hijos ni con ninguna otra persona de su entorno, puesto que creíamos que la muerte se había producido por causas naturales.

—Bueno, pero en eso estamos aún —le recordó Wallander—. O, al menos, esa hipótesis es tan probable como cualquier otra. En cambio, lo que sí ha quedado claro es que existe una conexión entre este hombre y la persona de Sonja Hökberg. Y quizá también con la de Eva Persson.

—¿Y con Lundberg?

—Cierto, quizá también con el taxista.

—En cualquier caso, podemos estar seguros de que Tynnes Falk estaba muerto cuando Sonja Hökberg fue carbonizada —señaló Martinson—. Es decir, que él no pudo matarla.

—Así es. Y si suponemos que, pese a todo, Falk fue asesinado, también podemos jugar con el supuesto de que fue la misma persona quien los mató a ambos.

Wallander sintió que la sensación de malestar que había empezado a experimentar crecía sin freno, que comenzaban a rozar algo que escapaba por completo a su comprensión. «Hay aquí un doble fondo», sentenció para sí. «De modo que hemos de profundizar aún más».

Martinson lanzó un bostezo y Wallander cayó en la cuenta de que el colega solía estar ya en la cama a aquellas horas.

—En fin. La cuestión es si podemos resolver mucho más con respecto a este asunto —comentó—. El ir en busca de cadáveres desaparecidos no figura entre nuestras competencias.

—Aunque sí podríamos echarle un vistazo al apartamento de Falk —observó Martinson al tiempo que profería un nuevo bostezo—. Vivía solo, así que podríamos empezar por ahí, antes de hablar de nuevo con su mujer.

—Su ex mujer —precisó Wallander—. Estaba separado.

Martinson se puso en pie.

—Bueno, yo me voy a dormir. ¿Qué ha sido de tu coche?

—Estará listo mañana.

—¿Quieres que te lleve a casa?

—No, gracias, me quedaré un rato más.

Martinson no se retiró todavía, sino que permaneció un instante con las manos apoyadas sobre la mesa.

—Comprendo que estés indignado por la fotografía del periódico —comentó al fin.

Wallander le clavó una mirada penetrante.

—¿Tú qué opinas?

—¿Sobre qué?

—¿Crees que soy culpable o inocente?

—Bueno, está claro que le propinaste una bofetada, pero yo creo que sucedió tal y como tú dijiste, que la chica atacó a su madre.

—Ya, bueno. De todos modos, lo tengo decidido: si me abren un expediente, dejo la policía.

El inspector quedó perplejo ante sus propias palabras pues, a decir verdad, la idea de solicitar el despido en el caso de que la investigación interna arrojase un resultado desfavorable para él no se le había pasado por la cabeza hasta aquel momento.

—Entonces se cambiarán los papeles —observó Martinson.

—¿A qué te refieres?

—Pues que, en ese caso, seré yo quien deba convencerte de que te quedes.

—No lo conseguirías jamás.

Martinson recogió su archivador y se marchó sin replicar palabra. Y allí permaneció Wallander, a solas, hasta que, transcurridos unos minutos, dos de los agentes del servicio nocturno entraron en el comedor. Le hicieron un gesto a modo de saludo. Wallander oía ausente su conversación: uno de ellos estaba pensando en comprarse una motocicleta nueva para la primavera.

Una vez que se hubieron servido el café, los dos policías abandonaron la sala y Wallander se vio solo de nuevo. Sin que él mismo tuviese clara conciencia de ello, una determinación empezaba a fraguarse en su mente.

Miró el reloj y comprobó que estaban a punto de dar las doce. Sabía que, en realidad, debería aguardar hasta la mañana siguiente pero la desazón lo impelía a actuar.

Poco antes de las doce de la noche, abandonó la comisaría.

Pero llevaba en el bolsillo las ganzúas que solía guardar en el cajón inferior del escritorio.

No le llevó más de diez minutos subir hasta la calle de Apelbergsgatan. Soplaba una leve brisa y estaban a pocos grados de temperatura bajo un cielo encapotado. Tenía la sensación de hallarse en una ciudad desierta. Unos vehículos pesados pasaron ante él camino a los transbordadores que los llevarían a Polonia. Wallander recordó que fue aproximadamente a aquella hora de la noche cuando falleció Tynnes Falk, a juzgar por la indicación horaria del comprobante del cajero que habían hallado salpicado de sangre y arrugado en su mano.

Wallander se detuvo al abrigo de la oscuridad y se dispuso a observar desde fuera la casa que correspondía a la dirección de la calle de Apelbergsgatan, número diez. No había luz en el último piso, donde vivía Falk. Y tampoco en el piso de debajo, aunque sí en una de las ventanas del siguiente apartamento. Wallander sintió un escalofrío pues allí, precisamente y hacía ya muchos años, había caído él víctima del sueño en los brazos de una desconocida, mientras se hallaba en un estado tal de embriaguez que no sabía ni dónde estaba.

Vacilante, tanteó las ganzúas que llevaba en el bolsillo. Era consciente de que aquello que estaba a punto de acometer era tan ilegal como innecesario. Bien podía esperar hasta el día siguiente y conseguir las llaves del apartamento, pero se sentía tan acuciado por la preocupación que no pudo resistirse. En efecto, él sentía un profundo respeto por su desasosiego, que solía manifestarse sólo cuando su intuición le advertía que el tiempo apremiaba.

El portal no estaba cerrado con llave. Ya dentro, comprobó que la escalera estaba a oscuras, pero él había caído en el detalle de llevarse una linterna. Aplicó el oído antes de comenzar a subir los peldaños. Intentaba recordar aquella otra ocasión en la que había visitado la casa, en compañía de la desconocida. Pero no logró rememorar ninguna imagen de la aventura. Finalmente, ganó el rellano de la última planta, donde se encontró con que había dos puertas. Sabía que Falk vivía en la de la derecha. De nuevo aguzó el oído, que aplicó a la puerta de la izquierda. No había el menor ruido. Con la pequeña linterna entre los dientes, sacó las ganzúas del bolsillo. Si Falk hubiese tenido una puerta blindada, se habría visto obligado a abandonar en el acto. Pero no había más que una cerradura de seguridad de las corrientes. «Lo que no encaja con lo que decía su mujer sobre el temor que le infundían esos supuestos enemigos», observó para sí, «Deben de ser figuraciones suyas».

Pese a todo, le llevó más tiempo de lo que él suponía abrir aquella puerta, lo que provocó en él la reflexión de que tal vez no sólo necesitase prácticas de tiro. Notó que comenzaba a transpirar copiosamente. Los dedos no respondían y los sentía torpes en el manejo de las ganzúas. No obstante, al final logró vencer la cerradura. Con gran cautela, abrió la puerta y aguzó de nuevo el oído. Por un instante le pareció que el sonido de la respiración de alguien llegaba hasta él de entre la oscuridad. Enseguida desapareció la sensación y entró en el vestíbulo antes de cerrar con sigilo la puerta tras de sí.

El primer detalle del que solía tomar nota cuando entraba en un apartamento extraño era el olor. Pero aquel vestíbulo no despedía ningún aroma en absoluto. Como si el apartamento hubiese sido de nueva construcción y nadie lo hubiese habitado nunca. Grabó aquella sensación en su memoria y, linterna en mano, procedió a examinar la vivienda, siempre alerta a cualquier presencia imprevista. Una vez que se hubo asegurado de que se encontraba solo, se quitó los zapatos y echó todas las cortinas antes de encender ninguna lámpara.

Cuando Wallander se encontraba en el dormitorio, sonó el teléfono. Se llevó un sobresalto. El timbre se dejó oír de nuevo mientras contenía la respiración. Saltó el contestador automático en la sala de estar y el inspector se apresuró a acudir sorteando la oscuridad, pero nadie dejó ningún mensaje. No se oyó más que el ruidito sordo que emite el auricular cuando vuelve a su lugar. ¿Quién habría llamado a medianoche a una persona que estaba muerta?

Wallander se dirigió a una de las ventanas que daban a la calle miró con sumo cuidado a través de la abertura de la cortina. Pero la calle aparecía desierta. Se esforzó por penetrar la oscuridad con la mirada, pero no, allí no había nadie.

Tras haber encendido la lámpara del escritorio, comenzó a inspeccionar la sala de estar. Se colocó en el centro de la habitación y miró a su alrededor. «Aquí vivió un hombre llamado Tynnes Falk», se dijo. «Su historia comienza con una sala de estar recién limpia en la que todo parece estar bien colocado, lo más opuesto al caos que quepa imaginar. Mobiliario en piel y motivos marinos en las paredes, una de las cuales queda oculta tras una librería».

Se acercó hasta el escritorio donde halló una brújula de cobre. El cartapacio de color verde estaba vacío y una serie ordenada de bolígrafos se extendía junto a un candil de arcilla.

Wallander continuó hacia la cocina. Había una taza en la encimera y un bloc de notas sobre el mantel a cuadros que cubría la mesa. Encendió la luz de la cocina y leyó: «la puerta del balcón». «¡Vaya, a ver si vamos a parecernos Tynnes Falk y yo!», exclamó para sí. «Ahora resulta que los dos tenemos un bloc de notas en la cocina». Volvió a la sala de estar y abrió la puerta del balcón, que se resistía al cerrar. Dedujo que Tynnes Falk no había tenido tiempo de arreglarla. Prosiguió avanzando hacia el dormitorio. La cama de matrimonio estaba hecha. Se arrodilló para mirar debajo, donde halló un par de zapatillas de casa. Abrió el armario y después los cajones de una cómoda. Todo cuanto iba encontrando allí estaba en perfecto orden. Volvió a la sala de estar y al escritorio. Bajo el contestador automático había un libro de instrucciones. No había olvidado llevarse un par de guantes de plástico, de modo que lo abrió para leerlo. Cuando estuvo seguro de poder escuchar los mensajes sin borrar ninguno de ellos, pulsó el botón de reproducción.

El primer mensaje era de un tal Janne, que llamaba para preguntar cómo se encontraba sin mencionar la hora a la que llamaba. Las dos llamadas siguientes no dejaron en la grabadora más que el sonido de la respiración de alguien. A Wallander le dio la impresión de que había sido la misma persona en ambas ocasiones. El cuarto mensaje era de un sastre de Malmö que le avisaba de que sus pantalones estaban listos y que podía pasar a recogerlos. Wallander anotó el nombre de la sastrería. La siguiente llamada registrada volvía a dejar el sonido de alguien que respiraba junto al auricular. Aquélla era la llamada que acababa de producirse en presencia de Wallander. Volvió a escuchar la cinta al tiempo que se preguntaba si Nyberg y sus técnicos serían capaces de determinar si las tres respiraciones procedían de la misma persona.

Dejó el libro de instrucciones en su lugar y prosiguió con la inspección del escritorio, sobre el que había tres fotografías, dos de las cuales pertenecían, con toda probabilidad, a los hijos de Falk. Un chico y una chica. El chico aparecía sonriente sentado sobre una piedra en un paisaje tropical. Wallander estimó que tendría unos dieciocho años. Miró la parte posterior de la fotografía y leyó: «Jan 1996, Amazonas». Concluyó, pues, que el Janne cuya voz se había registrado en el contestador era su hijo. La muchacha tenía menos edad. Estaba sentada en un banco rodeada de palomas. Wallander miró el reverso, donde pudo leer: «Ina, Venecia, 1995». La tercera fotografía mostraba a un grupo de hombres que posaban ante un muro blanco. No era muy nítida. Wallander fue a mirar el reverso de ésta también, pero allí no había indicación alguna de lugar y fecha. Abrió el primer cajón del escritorio, donde halló una lupa con la que examinó los rostros de los sujetos de la foto. Eran todos de edades diferentes y a la izquierda del grupo descubrió a un hombre de origen asiático. Wallander dejó la fotografía e intentó razonar, pero nada parecía encajar. En cualquier caso, él se guardó la fotografía en el bolsillo interior de la cazadora.

Después levantó el cartapacio para ver si había algo debajo, pero no halló más que una receta recortada de una revista: fondue de pescado. Comenzó entonces a revisar los cajones. Todo tenía el mismo sello de un orden modélico. En el tercer cajón, encontró un libro bastante grueso que, según rezaba en la cubierta, grabado en letras doradas, era un cuaderno de bitácora. Wallander lo abrió por la última página. El domingo 5 de octubre, Tynnes Falk había plasmado sus últimas anotaciones en lo que, a todas luces, no era sino su diario personal. Decía allí que el viento había amainado y que estaban a tres grados de temperatura. El cielo estaba despejado. Había limpiado el apartamento, tarea en la que había invertido tres horas y veinticinco minutos, lo que suponía un ahorro de diez minutos con respecto a la vez anterior.

Wallander frunció el entrecejo, algo desconcertado ante las anotaciones sobre la limpieza.

Después leyó la última línea: «Por la noche, paseo corto».

Wallander estaba no poco sorprendido. Cuando Falk murió junto al cajero automático, no pasaban más que unos minutos de las doce de la noche de aquel 6 de octubre. ¿Qué significaba aquello? ¿Acaso había dado ya aquel paseo nocturno y salió a caminar por segunda vez?

El inspector retrocedió hasta las anotaciones del 4 de octubre:

«Sábado, 4 de octubre de 1997.

»El viento ha persistido racheado todo el día. Según el Instituto Sueco de Meteorología e Hidrología, sopló a una velocidad de entre ocho y diez metros por segundo. Un banco de nubes desgarradas ha estado circulando por el cielo. La temperatura era de siete grados a las seis de la mañana. A las dos de la tarde, había ascendido a ocho, para descender de nuevo por la noche hasta los cinco grados. El espacio aparece hoy vacío y abandonado. No hay mensajes. C. no contesta a mis llamadas. Todo está tranquilo».

Wallander releyó las últimas frases, pues no las comprendía. Había en ellas un mensaje misterioso que él era incapaz de descifrar. Siguió hojeando el libro y comprobó que Falk anotaba a diario las condiciones climáticas bajo las que se encontraban. Además, solía referirse al «espacio», que unas veces se presentaba vacío y otras le hacía llegar mensajes, si bien no era posible dilucidar cuál pudiera ser su naturaleza o contenido. Finalmente, cerró el libro.

Había allí otro detalle que le resultaba, cuando menos, extraordinario: aquel hombre no mencionaba el nombre de ninguna persona en todo el libro, ni siquiera el de sus hijos.

El cuaderno de bitácora contenía exclusivamente informes meteorológicos y las anotaciones relativas a los mensajes recibidos o no desde el espacio. Aquí y allá aparecían también las indicaciones horarias precisas de su limpieza dominical, con la duración exacta de la misma.

Wallander volvió a dejar el libro en el cajón.

Empezaba a preguntarse si Tynnes Falk estaría cuerdo, pues aquellas notas parecían redactadas por un maníaco o por un perturbado mental.

Se levantó para volver a colocarse junto a la ventana. La calle seguía desierta. Era ya más de la una.

Regresó al escritorio y continuó con su inspección de los cajones. Tynnes Falk había sido propietario de una sociedad anónima de cuyas acciones él era propietario único y de cuyos estatutos conservaba una copia en una carpeta. Se dedicaba, asimismo, a la asesoría y el mantenimiento de sistemas informáticos de nueva instalación. Sin embargo, no había ninguna aclaración ulterior acerca de en qué consistía realmente aquella actividad o, al menos, Wallander no supo interpretarlo. En cambio, sí que tomó nota de que, en la cartera de clientes de Falk, figuraban varios bancos y también la central de suministro energético Sydkraft.

Por lo demás, no halló ningún dato sorprendente o llamativo.

Y cerró el último cajón.

«Tynnes Falk es una de esas personas que no dejan tras de sí rastro alguno», pensó. «Todo cuanto lo rodeaba resulta paradigmático e impersonal, todo limpio y neutro. Imposible atisbar su personalidad».

Wallander se puso en pie dispuesto a examinar el contenido de la librería. Convivía en ella una mezcla de todo tipo de literatura en sueco, inglés y alemán. Pero había, asimismo, una notable cantidad de libros de poesía. Wallander extrajo uno, al azar. Sus páginas se abrieron por sí solas, lo que indicaba que había sido objeto de repetidas lecturas. En otro apartado de la librería halló también una serie de gruesos volúmenes sobre historia de las religiones y sobre filosofía, así como algunos títulos de astronomía y acerca del arte de la pesca del salmón. Dejó la librería y se puso en cuclillas ante el equipo de música. Comprobó que el asesor informático poseía una colección musical bastante variada, pues había tanto ópera y cantatas de Bach como ediciones musicales recopilatorias de Elvis Presley y de Buddy Holly. Por último, componían la colección algunos discos con sonidos grabados del espacio y del fondo del mar. En un mueble situado junto al equipo, aparecían bien ordenados algunos viejos LP de vinilo. Wallander no salía de su asombro, pues había entre ellos grabaciones de Siw Malmkvist[10], pero también del saxofonista John Coltrane. Sobre el aparato de vídeo había varias películas originales. Una sobre los osos de Alaska, otra, editada por la NASA, en la que se describía la época de los Challenger en la historia espacial americana. Entre todas ellas había también una película pornográfica.

Wallander se levantó, pues empezaban a dolerle las rodillas. Ahí se quedó, incapaz de hallar ninguna otra conexión más clara. Pese a todo, estaba convencido de que dicha conexión existía.

El asesinato de Sonja Hökberg tenía que estar relacionado con la muerte de Tynnes Falk, de un modo u otro. Así como con el hecho de que su cuerpo hubiese desaparecido.

¿No estarían aquellos hechos relacionados a su vez con Johan Lundberg?

Wallander sacó la fotografía que se había guardado en el bolsillo y la restituyó a su lugar. En efecto, no deseaba que nadie descubriese su visita nocturna. Tal vez la ex mujer de Falk tuviese un juego de llaves y los dejase entrar un día y, en ese caso, no quería que ella echase nada en falta.

Comenzó a apagar las luces y descorrió después las cortinas. Escuchó con suma atención antes de abrir la puerta con cuidado. Se aseguró de que las ganzúas no habían dejado ningún arañazo.

Ya en la calle, permaneció inmóvil durante un instante y miró su alrededor. La ciudad estaba vacía y silenciosa. Echó a andar calle abajo, hacia el centro. Era la una y veinticinco.

En ningún momento se percató de la sombra que, silenciosa y apartada, iba siguiendo sus pasos.