Wallander llegó a la comisaría sin resuello. Había caminado a buen paso, pues sabía que Ann-Britt estaría, en aquellos momentos, hablando con Eva Persson y consideraba importante el hecho de que su colega conociese lo que había descubierto en el restaurante de István. Así se aclararían los nuevos interrogantes que dichos descubrimientos habían suscitado. Irene le entregó un montón de mensajes telefónicos que él se guardó sin leer en el bolsillo. Ya en su despacho, marcó el número de la sala donde sabía que se encontraban Ann-Britt y Eva Persson.
—Estoy a punto de terminar —anunció la colega.
—No —rechazó Wallander—. Han surgido un par de preguntas más, así que te recomiendo que propongas una pausa. Voy para allá.
Ella intuyó que se trataba de algo importante, de modo que le prometió proceder como sugería. Wallander la aguardaba con impaciencia cuando la colega salió por fin al pasillo. Él fue derecho al grano, le refirió lo relativo al cambio de posiciones en el restaurante y al hombre que se había sentado a la mesa que Sonja Hökberg podía ver. Una vez que hubo concluido, el inspector comprobó que ella se mostraba algo escéptica.
—¿Un asiático?
—Exacto.
—¿De verdad crees que eso puede revestir alguna importancia?
—Sonja Hökberg se cambió de lugar porque deseaba verle la cara. Eso debe de significar algo.
Ella se encogió de hombros.
—Bien, hablaré con ella, pero ¿qué quieres que le pregunte?
—Por qué intercambiaron sus asientos. Y cuándo. Presta atención Por si miente al responder. Pregúntale también si vio al hombre que se había sentado a su espalda.
—La verdad es que resulta muy difícil detectar si miente o no.
—¿Sigue manteniendo su versión?
—Así es. Sonja Hökberg golpeó y acuchilló a Lundberg. Ella no sabía nada de lo que iba a ocurrir.
—¿Cómo explica haber confesado en una primera versión?
—Se escuda en el miedo que le infundía Sonja.
—¿Por qué le tenía miedo?
—A esa pregunta no responde.
—¿Y tú crees que tenía miedo?
—No. Ahí también miente.
—¿Cómo reaccionó al enterarse de que Sonja ha muerto?
—Guardó silencio. Pero no fue un buen silencio; fue una mala interpretación. En realidad, creo que quedó estupefacta y algo consternada.
—Es decir, que no sabía nada.
—Creo que no.
Ann-Britt no podía demorarse más y se puso en pie para volver con la chica. Ya en el umbral de la puerta, se detuvo un instante.
—La madre le ha buscado un abogado que ya ha redactado una denuncia contra ti. Se llama Klas Harrysson.
A Wallander no le era familiar aquel nombre.
—Un joven y ambicioso abogado de Malmö. Parece muy seguro de ganar el pleito.
Wallander experimentó una repentina sensación de agotamiento que cedió enseguida a un arrebato de ira provocada por la certeza ser víctima de una injusticia.
—¿Le has sacado algo que no supiéramos ya?
—A decir verdad, creo que Eva Persson es un poco tonta, pero sigue aferrándose a la última versión de su historia, sin la menor variación. Te aseguro que suena como una máquina.
Wallander movió la cabeza preocupado.
—El asesinato de Lundberg va más lejos de lo que parece —auguró—. Estoy convencido de ello.
—Pues espero que tengas razón y que no fuese sólo eso, que mataran a un taxista de forma arbitraria, simplemente porque necesitaban dinero.
Ann-Britt volvió a la sala de interrogatorios donde aguardaba Eva Persson, y Wallander regresó a su despacho. Intentó localizar a Martinson, sin éxito. Tampoco Hanson se encontraba en la comisaría, así que comenzó a hojear los mensajes telefónicos que le había entregado Irene. Si bien la mayoría de las personas que lo habían llamado eran periodistas, también halló entre las notas un mensaje de la ex mujer de Tynnes Falk. Wallander apartó aquel mensaje antes de llamar a Irene y advertirle que no le pasase ninguna llamada. Marcó después el número del servicio de información telefónica, donde solicitó el de la central de American Express. Tras explicar el motivo de su llamada, lo pusieron al habla con una administrativa llamada Anita, que lo informó de que ella debía realizar una llamada de control para comprobar que él era, en efecto, quien decía ser. El inspector colgó el auricular dispuesto a esperar la llamada cuando, transcurridos unos minutos, cayó en la cuenta de que le había pedido a Irene que no le pasase ningún recado telefónico. Lanzó una maldición y volvió a llamar a American Express para avisarles de lo ocurrido. La segunda llamada de la central sí fue atendida, de modo que Wallander volvió a explicar el porqué de su llamada y le proporcionó a la administrativa todos los datos necesarios.
—Bien, pero comprenderás que esto me llevará algo de tiempo, ¿verdad? —advirtió Anita.
—Sí, claro. Y tú comprenderás que es de suma importancia, ¿cierto?
—Bueno. Haré cuanto esté en mi mano.
Concluida la conversación, Wallander colgó el auricular para, de inmediato, marcar el número del taller mecánico, donde el encargado le ofreció finalmente un presupuesto que lo hizo enmudecer. Al mismo tiempo, le prometieron que el coche podía estar listo para el día siguiente, no sin antes hacerle ver, a modo de excusa, que lo que disparaba el precio no era la mano de obra, sino el coste de las piezas de repuesto. El inspector les aseguró que iría a recoger el coche a las doce del día siguiente.
Por un instante, permaneció sentado inmóvil e inactivo, con la mente en la sala en la que Ann-Britt estaba interrogando a Eva Persson. Lo irritaba profundamente el hecho de no ser él mismo quien dirigiese el interrogatorio, pues era consciente de que su colega podía flaquear cuando se trataba de presionar al interrogado en aquel tipo de sesiones. Por si fuera poco, consideraba que había sido víctima de un trato indebido e injusto. Además de que Lisa Holgersson había mostrado su desconfianza de forma manifiesta. Y aquello era algo que no podría perdonarle. A fin de aprovechar de algún modo el tiempo de espera, marcó el número de la ex mujer de Tynnes Falk, que atendió la llamada enseguida.
—Hola, soy Wallander. Quería hablar con Marianne Falk.
—¡Vaya, cómo me alegro! Estaba esperando tu llamada.
La mujer tenía una voz limpia y agradable y Wallander pensó que sonaba exactamente igual que la de Mona. Un amago de punzada, quizá de pesadumbre, le atravesó fugaz el alma.
—¿Se puso en contacto contigo el doctor Enander? —inquirió la mujer.
—Así es. Estuve hablando con él.
—Entonces ya sabes que Tynnes no murió de un infarto.
—Bueno, puede que ésa sea una conclusión precipitada.
—¿Por qué? Estoy segura de que lo atacaron.
La mujer hablaba con total convencimiento, lo que despertó en el acto el interés de Wallander.
—Parece que lo esperases.
—¿Qué esperase qué?
—Que le sucediese aquello, que lo atacasen.
—Pues claro que no. Pero Tynnes tenía muchos enemigos.
Wallander extrajo su bloc y tomó un bolígrafo. Con las gafas encajadas sobre la nariz, se preparó para tomar notas.
—¿Ah, sí? ¿Qué clase de enemigos?
—Yo qué sé. El caso es que siempre estaba inquieto.
Wallander rebuscó en su memoria alguno de los comentarios que había leído en el informe de Martinson.
—Era asesor informático, ¿no es cierto?
—Exacto.
—Pues no parece que ésa sea una profesión de alta peligrosidad.
—Bueno, eso depende de a qué te dediques exactamente.
—¿Y a qué se dedicaba él?
—Pues no lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes?
—Pues no.
—Y aun así crees que fue atacado.
—Yo conocía a mi marido, aunque no fuimos capaces de vivir juntos. Pero el último año lo pasó en permanente zozobra.
—¿Y nunca te explicó por qué?
—Él no era de los que hablaban sin necesidad.
—Bien, Acabas de decir que tenía enemigos, ¿no es así?
—Ésas eran sus palabras.
—¿Qué enemigos?
La respuesta de la mujer se hizo esperar.
—Ya sé que puede resultar algo extraño el hecho de que no sea capaz de ofrecer más detalles, pese a haber vivido juntos durante tanto tiempo y a que tuvimos dos hijos.
—Bueno, uno no utiliza la palabra «enemigo» así como así.
—Él viajaba mucho por todo el mundo. Siempre lo hizo. E ignoro quiénes eran las personas con las que se veía durante sus viajes. Lo que sí sé es que, en algunas ocasiones, llegaba a casa de muy buen humor, mientras que otras veces, cuando iba a recogerlo al aeropuerto de Sturup, lo veía preocupado.
—Muy bien, pero algo debió de decirte sobre por qué tenía enemigos y quiénes eran.
—Era poco hablador, pero yo sabía leérselo en la cara.
Wallander empezaba a intuir que aquella mujer estaba sometida a una fuerte tensión.
—¿Querías comentarme alguna otra cosa?
—Yo sé que no fue un infarto. Y quiero que la policía llegue al fondo del asunto.
Wallander reflexionó un instante antes de responder.
—Bien, he tomado nota de cuanto me has dicho. Si precisamos de tu colaboración, volveremos a ponernos en contacto contigo.
—Confío en que averigüéis lo que sucedió en realidad. Es cierto que Tynnes y yo estábamos separados, pero yo seguía queriéndolo.
En aquel punto, abandonaron la conversación, Wallander se preguntaba, ausente, si no sería posible que Mona aún lo amase también, pese a estar ya casada con otro hombre. Albergaba serias dudas sobre ello y se cuestionaba incluso si Mona lo habría amado alguna vez. Ahuyentó enojado aquellos pensamientos y trató de meditar sobre todo cuanto había oído de labios de Marianne Falk. Su desazón no parecía fingida, pero tampoco podía afirmarse que le hubiese proporcionado ningún dato especialmente revelador. De hecho, la idea que, gracias a la información de que disponía, pudiera forjarse acerca de la personalidad de Tynnes Falk seguía antojándosele bastante difusa. Buscó el informe redactado por Martinson y marcó el número del departamento de Patología de Lund, sin dejar de aguzar el oído, atento por si los pasos de Ann-Britt Höglund resonaban por el pasillo. Lo que en realidad le interesaba era el desarrollo y posterior desenlace de la conversación con Eva Persson, pues él estaba persuadido de que Tynnes Falk había fallecido a causa de un infarto y aquel convencimiento no se vería cuestionado por el simple hecho de que su ex mujer estuviese tan preocupada que viese el cadáver de su marido rodeado de supuestos enemigos. No obstante, volvió a hablar con el médico que le había practicado la autopsia a Tynnes Falk para referirle la conversación mantenida con la ex esposa.
—Bueno, no es insólito que el infarto se produzca sin necesidad de historia clínica de insuficiencia cardíaca —aseguró el patólogo—. El hombre al que yo le practiqué la autopsia había muerto por esa causa, sin duda, según reveló la intervención. Lo que me comentaste con anterioridad o lo que acabas de referirme ahora no modifica esa circunstancia en ningún sentido.
—¿Y la herida de la cabeza?
—Se la causó el golpe que recibió al caer sobre el asfalto.
Wallander le dio las gracias antes de colgar el auricular. Una vaga sensación desapacible seguía atormentándolo pese a todo, pues a Marianne Falk no le cabía la menor duda de que Tynnes Falk estaba inquieto.
No obstante, no tardó en cerrar el informe de Martinson, animado por el hecho de que, ciertamente, no tenía tiempo que dedicar a lo que no podían ser más que figuraciones de la gente.
Fue al comedor por un café cuando eran ya casi las doce. Martinson y Hanson seguían fuera, aunque nadie sabía dónde. Wallander regresó a su despacho y revisó una vez más el montón de recados telefónicos. Comprobó que Anita, la administrativa de American Express, no había intentado ponerse en contacto con él. Se colocó junto a la ventana a contemplar el depósito de agua donde unos cuervos chillaban sin cesar. Se sentía impaciente y contrariado. La decisión de Sten Widén de romper con su vida actual lo llenaba de desasosiego, pues lo hacía sentirse como si él hubiese quedado el último en una carrera en la que tal vez no confiase en poder ganar, pero en la que tampoco deseaba llegar en el último puesto. Lo cierto era que no se sentía capaz de formular aquella idea con más claridad, aunque él sabía bien que lo que en realidad lo importunaba era la sensación de que el tiempo, veloz, se le estuviese escapando de las manos.
—No puedo vivir así —exclamó en voz alta—. Aquí tiene que pasar algo, y pronto.
—¿Con quién hablas?
Wallander se dio la vuelta. Martinson se hallaba en el umbral de la puerta y, claro está, él no lo había oído acercarse ya que, en toda la comisaría, nadie se movía de forma más silenciosa que Martinson.
—Pues verás, hablaba conmigo mismo —declaró Wallander resuelto—. ¿A ti no te ocurre nunca?
—Bueno, según mi mujer, yo hablo en sueños. Eso es algo parecido, ¿no crees?
—Ya, bien, ¿qué querías?
—He comprobado en nuestros registros los nombres de quienes están en poder de las llaves de la unidad de transformadores, pero ninguno de ellos figura allí.
—Ya, pero tampoco confiábamos en que así fuese, ¿no?
—He estado pensando en por qué forzaron la cerradura de la verja —reveló Martinson—. Y a mi parecer, no hay más que dos posibilidades. Una es que, simplemente, no tenían la llave de la verja. La otra es que hayan querido hacernos creer algo que aún no hemos comprendido.
—¿Algo como qué?
—Robo, vandalismo, yo qué sé.
Wallander hizo un gesto pausado con la cabeza.
—No, abrieron la puerta de acero con llave de modo que, a mi entender, existe una tercera posibilidad: que quien forzó la verja no fuese la misma persona que abrió la puerta de acero.
Martinson lo miró sin comprender.
—¡Vaya! ¿Y cómo lo explicarías tú?
—No tengo ninguna explicación. Simplemente, ofrezco otra posibilidad.
Agotado el tema de conversación, Martinson abandonó el despacho cuando eran ya las doce en punto. Wallander seguía a la espera hasta que, a las doce y veinticinco, Ann-Britt apareció por fin.
—La verdad, no se la puede acusar de ir demasiado aprisa, precisamente. Me pregunto cómo es posible que una persona tan joven hable tan despacio.
—Tal vez tuviese miedo de decir lo que no debía —sugirió Wallander.
Ann-Britt se había sentado en la silla de las visitas.
—Indagué sobre lo que querías —aclaró la colega—. Ella no vio a ningún chino en el restaurante.
—Yo no dije chino, sino asiático.
—Ya, bueno, pero no había visto a nadie, según dijo. Se cambiaron de sitio porque Sonja se quejó de que había corriente.
—¿Cómo reaccionó a la pregunta?
—Tal y como tú preveías, no se la esperaba. Y ella respondió con una mentira.
Wallander dio una palmada sobre la mesa.
—Bien, entonces, ya podemos estar seguros de que existe alguna relación entre ellas y aquel hombre que entró en el restaurante.
—¿Qué tipo de relación?
—Eso es algo que aún ignoramos, pero te aseguro que no se trata de un asesinato normal y corriente, de los que suelen ser víctima los taxistas.
—De acuerdo, pero no acabo de comprender cómo piensas continuar por esa línea.
Wallander le habló de la llamada que esperaba recibir de American Express.
—Eso nos dará un nombre —observó—. Y, una vez que lo tengamos, habremos dado un paso adelante. Mientras, quiero que hagas una visita la casa de Eva Persson, que le eches un vistazo a su habitación y que averigües quién es y dónde está su padre.
Ann-Britt hojeó sus documentos antes de aclarar:
—Se llama Hugo Lövström. La madre y él nunca estuvieron casados.
—¿No vive aquí, en Ystad?
—No, al parecer tiene su domicilio en Växjö.
—¿Cómo que «al parecer»?
—Pues que, según su hija, es un borracho que vive en la calle. Esa chica rebosa odio. No sabría decirte a quién detesta más, si a su padre o a su madre.
—¿Sabes si padre e hija mantienen alguna relación?
—No lo creo.
Wallander reflexionó un instante.
—Bien, no hemos llegado al fondo —concluyó—. Hemos de dar con la clave de todo este entramado. Es probable que yo esté equivocado, que la gente joven de hoy en día, no sólo los chicos, considere que el asesinato no es nada excepcional. En ese caso, me rendiré…, pero todavía no. Tiene que haber algo que las haya impelido a hacer tal cosa.
—Tal vez deberíamos verlo como un triángulo trágico —aventuró Ann-Britt.
—¿A qué te refieres?
—Estaba pensando que quizá deberíamos estudiar a Lundberg de forma un poco más exhaustiva.
—¿Qué te hace pensar que eso pueda darnos alguna pista? Ellas no podían saber qué taxista iría a recogerlas, ¿no te parece?
—Sí, claro, tienes razón.
Wallander cayó en la cuenta de que la colega estaba meditando acerca de alguna idea, y decidió esperar.
—A ver, a ver, ¿y si lo enfocamos de otra manera? —propuso reflexiva—. ¿Y si, a pesar de todo, se tratase de una acción fruto del impulso del momento? Pidieron un taxi y quizá logremos averiguar adónde pretendían que las llevase, pero imagínate que una de ellas, o quizás ambas, reaccionan al descubrir que el conductor del taxi es precisamente Lundberg.
Wallander comprendió su planteamiento.
—¡Claro, tienes razón! Existe esa posibilidad.
—Las muchachas iban armadas con un cuchillo y un martillo, ese dato ya lo conocemos. Pero recuerda que el equipamiento estándar de las mochilas o los bolsillos de la juventud de hoy en día incluye, cada vez con más frecuencia, algún tipo de arma. Así que las chicas ven que Lundberg es el conductor, lo atacan y terminan quitándole la vida. Aunque suene rebuscado, los hechos pueden haberse desarrollado de este modo.
—Lo cierto es que no resulta más rebuscado que cualquier otra posibilidad —señaló Wallander—. Veamos si Lundberg ha tenido alguna relación con la policía.
Ann-Britt se puso en pie antes de dejarlo a solas en el despacho. Wallander tomó su bloc de notas y comenzó a ordenar y organizar la información que Ann-Britt le había proporcionado. Dio la una en el reloj sin que pudiese sentir la satisfacción de haber avanzado lo más mínimo. Estaba hambriento, de modo que fue al comedor para ver si quedaba algún bocadillo, pero la mesa estaba limpia, así que salió de la comisaría, en esta ocasión con el móvil en el bolsillo, y tras haberle dejado a Irene instrucciones precisas de que le pasase las llamadas de American Express. Se dirigió al restaurante más próximo a la comisaría, donde se percató de que los allí presentes lo reconocían al entrar. Dedujo que la fotografía del periódico habría sido tema de conversación entre buena parte de los habitantes de Ystad, lo que lo hizo sentirse incómodo y lo impulsó a comer a toda prisa. Acababa de salir a la calle cuando sonó el teléfono. Anita estaba al aparato.
—Lo hemos encontrado —anunció la joven administrativa.
Wallander buscó en vano un lápiz y un trozo de papel en el que anotar la información.
—¿Puedo llamarte dentro de diez minutos? —preguntó.
La joven le proporcionó su número directo y Wallander se apresuró a volver al despacho. Una vez allí, la llamó.
—La tarjeta se expidió a nombre de un tal Fu Cheng.
Mientras Wallander anotaba, la joven prosiguió:
—El lugar de expedición es Hong Kong y tenemos una dirección en Kowloon.
Wallander le pidió que le deletrease el nombre de la ciudad.
—El único problema es que la tarjeta es falsa.
Wallander quedó atónito.
—¡¿Cómo?! Entonces, estará bloqueada, ¿no?
—No, no, es aún más grave. No es que la hayan robado, es que se trata de una falsificación. American Express no ha expedido jamás una tarjeta a nombre de nadie llamado Fu Cheng.
—¿Qué quiere decir eso exactamente?
—Para empezar, que no ha estado nada mal descubrirlo tan pronto y que, por desgracia, el propietario del restaurante no llegará a ver el dinero, a menos que su seguro cubra ese tipo de riesgo.
—En otras palabras, que el señor Fu Cheng no existe.
—¡Oh, no! Seguro que existe, pero su tarjeta de crédito es tan falsa como su dirección.
—¿Por qué no me lo has dicho de inmediato?
—Lo intenté…
Wallander le dio las gracias por su colaboración antes de despedirse. Así pues, alguien procedente tal vez de Hong Kong se había presentado en Ystad, en el restaurante de István, donde había pagado su cuenta con una tarjeta de crédito falsa y donde había intercambiado unas miradas con Sonja Hökberg.
Wallander se esforzaba por hallar alguna conexión que le permitiese seguir adelante, pero sin éxito. En efecto, no parecía haber ningún eslabón. «Es posible que no sean más que figuraciones mías», concluyó. «Puede que Sonja Hökberg y Eva Persson sean los monstruos de los nuevos tiempos, del todo indiferentes ante el valor de la vida humana».
Quedó asombrado ante el vocablo que había elegido para referirse a las jóvenes. No en vano había calificado de monstruos a una chica de diecinueve años y a otra de catorce…
Apartó los documentos con gesto cansino. Ya no podría aplazar por más tiempo la preparación del discurso que había prometido pronunciar aquella noche. Pese a tener ya más que decidido que hablaría exclusivamente acerca del trabajo y de la investigación en la que se hallaba involucrado en aquel momento, era imprescindible, al menos, ampliar el guión que habría confeccionado. De lo contrario, los nervios se adueñarían de él.
Comenzó a escribir, aunque no le resultaba fácil concentrarse. El cuerpo carbonizado de Sonja Hökberg se resistía a disiparse ante su mirada interior. Llamó a Martinson por teléfono.
—Comprueba si tenemos algo sobre el padre de Eva Persson —ordenó—. Hugo Lövström, alcohólico y sin techo, que debe de andar por Växjö.
—En ese caso, lo mejor será localizarlo a través de los colegas de Växjö —apuntó Martinson—. Además, yo estoy comprobando los posibles antecedentes de Lundberg.
—¡Vaya! ¿De quién fue la idea? ¿Tuya?
Wallander estaba sorprendido.
—No, lo cierto es que me lo pidió Ann-Britt. Me dijo que ella iba a visitar a Eva Persson en su domicilio. Me pregunto qué creerá que va a encontrar allí.
—Ya, bueno. El caso es que tengo otro nombre para tu ordenador —advirtió Wallander—. Fu Cheng.
—¿Cómo?
Wallander le deletreó el nombre asiático.
—¿Y ése quién es?
—Ya te lo explicaré. Deberíamos celebrar una reunión a primera hora de esta tarde. Yo propongo que nos veamos a las cuatro y media, No nos llevará mucho tiempo.
—¿De verdad que se llama Fu Cheng? —inquirió Martinson incrédulo.
Pero Wallander no respondió.
El inspector dedicó el resto de la tarde a reflexionar sobre lo que diría aquella noche. Apenas había comenzado a trabajar sobre su intervención, pero ya sentía un profundo rechazo por lo que se le venía encima. El año anterior había impartido, en la Escuela Superior de Policía, lo que él mismo consideró una clase lamentable sobre sus experiencias como investigador criminal. Sin embargo y contra todo pronóstico, varios de los alumnos se le acercaron después para manifestarle su gratitud. Ni que decir tiene que él nunca comprendió cuál podía ser el motivo de tal agradecimiento.
A las cuatro y media en punto abandonó la tarea de redacción mientras pensaba que aquello no saldría ni más ni menos que como tuviese que salir. Reunió sus papeles y se dirigió a la sala de reuniones, pero la halló vacía. Intentó pergeñar mentalmente una síntesis de lo que conocían hasta el momento, pero el curso de su pensamiento parecía bifurcarse en direcciones opuestas.
«Es que esto no cuadra», sentenció para sí. «La muerte de Lundberg no encaja en absoluto con las dos muchachas. Las cuales, a su vez, tampoco encajan con la muerte de Sonja Hökberg en la unidad de transformadores. La totalidad de esta curiosa investigación carece de una base lógica. Estamos al corriente de lo sucedido, pero nos falta un “porqué”, inmenso y decisivo».
En aquel preciso instante apareció Hanson seguido de Martinson y, poco después, también Ann-Britt se presentó en la sala. Wallander se sintió aliviado al comprobar que Lisa Holgersson no parecía dispuesta a asistir.
La reunión fue bastante breve. Ann-Britt había realizado su visita a la casa de Eva Persson, y les refirió sus impresiones.
—Todo parecía normal —aclaró—. Viven en un apartamento de Stödgatan. La madre trabaja como cocinera en el hospital y la habitación de la chica tenía el aspecto que cabía esperar.
—¿Viste si tenía pósters en las paredes? —quiso saber Wallander.
—Pues sí, de grupos de música pop desconocidos para mí —repuso ella—. Pero nada llamativo ni fuera de lugar. ¿Por qué lo preguntas?
Wallander no contestó.
La transcripción del interrogatorio con Eva Persson estaba lista, de modo que Ann-Britt les entregó una copia a cada uno. Wallander les refirió lo acontecido durante su visita al restaurante de István, que a su vez lo condujo al descubrimiento de la tarjeta de crédito falsificada.
—Hemos de encontrar a ese sujeto, aunque sólo sea para eliminarlo como sospechoso o implicado en el caso.
Continuaron con la revisión de los resultados de la jornada. El primero en exponer los suyos fue Martinson, seguido de Hanson, que había estado hablando con Kalle Ryss, a quien Eva Persson había señalado como uno de los novios de Sonja Hökberg. Sin embargo, a decir de Hanson, el joven no tenía gran cosa que contar sobre Sonja, salvo que la conocía muy poco.
—Según él, era una joven muy misteriosa —concluyó Hanson—. ¡A saber lo que quiso decir con eso!
Veinte minutos más tarde, Wallander les ofreció una breve síntesis de los hechos.
—Lundberg fue asesinado por una de las chicas, si no por ambas —comenzó—. Y, según ellas mismas sostienen, el móvil fue que necesitaban dinero, así, sin más. Ahora bien, yo no creo que la explicación sea tan simple. De ahí que debamos seguir indagando sobre el móvil. Por otro lado, Sonja Hökberg resultó asesinada, y es evidente que debe de existir entre ambos hechos una relación que nosotros no hemos detectado todavía, un fondo que nos es desconocido. Por eso hemos de seguir trabajando sin menospreciar ninguna posibilidad y sin partir de ninguna en concreto. Sin embargo, es cierto que hay algunas cuestiones que se presentan como más urgentes que otras. ¿Quién condujo a Sonja Hökberg hasta la unidad de transformadores? ¿Por qué la golpearon hasta matarla? Debemos seguir localizando a todos cuantos se hallan en su círculo de amigos y conocidos. Me temo que nos llevará mucho más tiempo del que pensábamos encontrar una solución a todas las incógnitas.
Poco antes de las cinco, dieron por concluido el encuentro y Ann-Britt le deseó suerte en su intervención de aquella noche.
—Me acusarán de agresión contra las mujeres —auguró Wallander en tono quejumbroso.
—No hombre, seguro que no. ¡Con la buena fama que tienes a tus espaldas!
—Ya, sólo que esa buena imagen está más que destruida desde hace tiempo.
Se encaminó a casa, donde halló una carta procedente de Sudán que le enviaba Per Åkeson. La dejó sobre la mesa de la cocina. Tendría que leerla más tarde. Se dio una ducha y se cambió de ropa antes de salir a las seis y media camino del lugar en el que lo aguardaban todas aquellas señoras a las que no conocía. Se detuvo por un instante en la oscuridad a observar la casa iluminada antes de acceder al interior, armado de valor.
Cuando salió del edificio, empapado en sudor, eran ya más de las nueve. Había estado hablando más tiempo del que él había previsto. También las preguntas fueron más de las que él esperaba. En efecto, aquellas mujeres le habían brindado la inspiración necesaria; la mayoría de ellas eran de su misma edad y se sintió halagado por la concentrada atención que, a todas luces, le habían prestado. Tanto fue así que cuando puso punto final a la charla sintió que, en el fondo, le habría gustado quedarse un poco más.
Caminó a casa despacio, sin saber ya a ciencia cierta qué era lo que había dicho exactamente. Pero ellas lo habían escuchado. Y eso era lo más importante.
Por otro lado, había allí una mujer de su misma edad a la que él prestó especial atención. Poco antes de marcharse, intercambiaron unas palabras. Ella le dijo que se llamaba Solveig Gabrielsson. Y Wallander no podía dejar de pensar en ella.
Una vez en casa y sin estar seguro de por qué, escribió su nombre en el bloc de la cocina.
Aún no se había quitado el chaquetón cuando sonó el teléfono y acudió a responder.
Enseguida oyó la voz de Martinson.
—¿Qué tal ha ido la conferencia? —preguntó solícito.
—Muy bien, pero no me habrás llamado sólo para eso, ¿verdad?
A Martinson parecía costarle continuar.
—Aún sigo en el trabajo —prosiguió al fin—. Me pasaron una llamada con la que no sé muy bien qué hacer. Era del departamento de Patología de Lund.
Wallander contuvo la respiración.
—¿Te acuerdas de Tynnes Falk? —continuó Martinson.
—Sí, claro, el del cajero automático. ¿Cómo no iba a acordarme?
—Pues parece que su cuerpo ha desaparecido.
Wallander frunció el entrecejo.
—Pero un cadáver sólo puede desaparecer en un ataúd, ¿me equivoco?
—Si, eso sería lo más lógico; comoquiera que sea, mucho me temo lo han robado.
Wallander no sabía qué decir en tanto que se esforzaba por hallar una explicación.
—Pero aún hay más —anunció Martinson—. En la camilla del depósito ha aparecido un objeto en lugar del cuerpo.
—¿Ah, sí?
—Sí, un relé estropeado.
Wallander no estaba muy seguro de saber qué era un relé exactamente, aunque creía que tenía algo que ver con la electricidad.
—Y no era un relé normal —añadió Martinson—. Sino uno de los grandes.
Wallander notó que su corazón empezaba a latir con acelerada violencia.
—Ya. Un relé de gran tamaño y que se utiliza para…
—Uno de ésos que se encuentran en las unidades de transformadores como aquélla en la que encontramos el cuerpo de Sonja Hökberg.
Wallander guardó silencio durante un instante.
Por fin se había manifestado una conexión.
Sólo que de una naturaleza diferente a la que él había imaginado.