De forma un tanto brusca, Wallander se vio arrancado del sueño algo después de las cinco de la madrugada del jueves. Tan pronto como abrió los ojos, supo cuál había sido la causa de tan súbito despertar. En efecto, había olvidado una cosa: la promesa hecha a Ann-Britt Höglund de que aquella misma tarde acudiría en su lugar a dar una charla sobre el trabajo de la policía ante una asociación literaria femenina de Ystad.
Quedó inmóvil, en la oscuridad, aterrado ante la idea de haber olvidado aquello por completo. De hecho, no había preparado nada en absoluto, y ni siquiera había elaborado un guión que sirviese de apoyo a su exposición.
Sintió cómo el desasosiego se le asentaba en el estómago. Lo más probable era que aquellas mujeres ante las que tendría que hablar hubiesen visto la fotografía de Eva Persson. Por otro lado y a aquellas alturas, Ann-Britt ya les habría anunciado que sería él, y no ella misma, quien daría la conferencia.
«No lograré salir airoso», se lamentó. «Todas esas señoras no verán ante sí más que a un brutal maltratador de mujeres y no al hombre que soy en realidad, quienquiera que sea».
Permaneció tendido en la cama mientras se esforzaba por hallar una escapatoria. El único que podría haber dispuesto de tiempo para sacarlo de aquel atolladero era Hanson, pero ya sabía que era imposible, Ann-Britt lo había hecho reparar en el detalle de que Hanson era, en efecto, incapaz de expresarse en público a menos que la exposición versase sobre caballos. Todos sabían que la vida del colega transcurría en un murmullo perpetuo y que tan sólo quienes lo conocían bien lograban comprender qué quería decir exactamente.
Wallander se levantó a las cinco y media, consciente de que no le cabía albergar la menor esperanza de rehuir aquella responsabilidad. Se sentó ante la mesa de la cocina y extrajo su bloc de notas. En el encabezado de la hoja plasmó el título: Conferencia. Acto seguido se preguntó qué les habría contado Rydberg a un grupo de mujeres sobre su profesión de policía, si hubiese estado vivo. Sin embargo, sospechaba que Rydberg jamás se habría dejado convencer para aceptar una intervención pública de aquella índole.
A las seis de la mañana, la misma palabra seguía ocupando la hoja tan solitaria como al principio. A punto estaba de darse por vencido cuando, de pronto, se le ocurrió qué podía hacer. Les contaría lo que estaban haciendo en aquellos momentos; sí, les hablaría acerca de la investigación del asesinato del taxista. Podría incluso, ¿por qué no?, comenzar por el entierro del joven Stefan Fredman. «Unos días en la vida de un policía…». Tal y como era, sin adornos ni eufemismos. De modo que logró escribir unas cuantas columnas con palabras clave y decidió que no evitaría tocar el asunto del suceso con el fotógrafo. Era consciente de que podrían interpretarlo como una apología de sí mismo, lo que, por otro lado, no sería más que la pura verdad. No obstante, él era el único que conocía la realidad de los hechos.
A las seis y cuarto dejó el bolígrafo. La sensación de malestar ante lo que se le avecinaba no se había atenuado lo más mínimo, pero, al menos, ya no se sentía tan vulnerable. Cuando se disponía a vestirse, procuró hacerlo con una camisa limpia que pudiese utilizar por la noche. Sólo le quedaba una en el fondo del armario, pues el resto de sus camisas se hallaban arrumbadas en un gran montón en el suelo: en efecto, hacía ya mucho tiempo que no ponía una lavadora.
Minutos antes de las siete llamó al taller para preguntar por el coche. La conversación resultó deprimente: al parecer, estaban considerando la posibilidad de reemplazar todo el motor. El dueño del taller le prometió que le daría un presupuesto a lo largo del día. El termómetro que tenía en el marco exterior de la ventana de la cocina indicaba que estaban a siete grados. Soplaba una leve brisa y algunas nubes quebraban el azul del cielo, pero no llovía. Siguió con la mirada el penoso caminar de un hombre de edad que avanzaba por la calle. El anciano se detuvo junto a una papelera y se puso a rebuscar con la mano en el interior, pero no halló nada. Wallander pensó en la noche anterior. La animosa sensación de envidia se había extinguido ya y ocupaba ahora su lugar un vago sentimiento de nostalgia. No en vano, cuando Sten Widén desapareciese de su existencia, ¿quién quedaría como testigo de sus lazos con los años vividos? Muy pronto no le quedaría nadie.
Pensó en Mona, la madre de Linda. Ella también había roto los vínculos que los unían. El día en que ella le hizo saber que pensaba dejarlo, él se quedó inerme, sin opción a nada, pese a que, en el fondo de su corazón, él ya presentía que aquello sucedería. Sabía que ella había vuelto a casarse no hacía mucho. Hasta entonces y a intervalos de tiempo más o menos regulares, había estado intentando convencerla de que volviese con él, de que podían empezar de nuevo. Ahora, después del nuevo matrimonio de su ex mujer, no acertaba a comprenderse a sí mismo. En el fondo, él no deseaba retomar su relación con Mona. Lo cierto era que no soportaba la soledad, pero que jamás habría podido volver a compartir la vida con ella. A decir verdad, aquella ruptura era necesaria, además de haberse producido demasiado tarde. Como quiera que fuese, ella estaba ya casada con un asesor de seguros aficionado al golf. Wallander no lo había visto jamás, aunque sus voces se habían cruzado al teléfono en alguna que otra ocasión. El individuo tampoco era del gusto de Linda, pero Mona parecía encontrarse satisfecha, incluso tenían una casa en algún lugar de España, de modo que, por lo que parecía, el hombre tenía dinero, algo que Wallander jamás había podido ofrecerle a ella.
Abandonó aquellos pensamientos en el mismo momento en que salía de su apartamento. Ya camino de la comisaría, retomó la reflexión acerca de lo que diría en su charla de aquella noche. Un coche patrulla pasó a su lado y el conductor le preguntó si quería que lo llevasen, pero Wallander rechazó agradecido el ofrecimiento, pues prefería ir a pie.
A la puerta de la comisaría había apostado un hombre para él desconocido. Cuando Wallander se disponía a entrar, el hombre se dirigió a él. Wallander lo reconoció sin poder ubicarlo.
—Kurt Wallander, ¿no es así? —preguntó el hombre—. ¿Tienes un minuto?
—Eso depende. ¿Quién eres?
—Harald Törngren.
Wallander movió la cabeza.
—Yo fui quien tomó la fotografía.
Wallander cayó entonces en la cuenta de que reconocía aquel rostro de la última conferencia de prensa.
—¿Quieres decir que fuiste tú quien se escurrió a hurtadillas por el pasillo de la comisaría?
Harald Törngren, que rondaba la treintena, tenía el rostro alargado y llevaba el pelo corto, exhibió una sonrisa elocuente.
—Lo cierto es que iba buscando unos servicios. Y nadie me dio el alto ni me preguntó adonde iba.
—Bien, ¿y qué quieres?
—Bueno, pensé darte la oportunidad de hacer algún comentario a propósito de la fotografía. Me gustaría hacerte una entrevista.
—Sí, claro. Lo que sucede es que no piensas escribir lo que yo diga.
—Y tú, ¿cómo lo sabes?
Wallander consideró la opción de pedirle que se largase, pero, al mismo tiempo, entendía que de aquel modo se le ofrecía al menos una posibilidad.
—De acuerdo, pero quiero que alguien presencie la entrevista y escuche todo.
La sonrisa volvió a dibujarse en el rostro de Törngren.
—¿Un testigo presencial?
—Sí. Mis experiencias con los periodistas no han sido muy positivas.
—Si lo deseas, puedes llevar diez testigos.
Wallander miró el reloj, que indicaba las siete y veinticinco.
—Bien, te concedo media hora. Ni un minuto más.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo.
Entró seguido del periodista. En la recepción, Irene le comunicó que Martinson ya había llegado. Wallander le pidió a Törngren que aguardase mientras él se dirigía al despacho del colega, al que halló entregado a la búsqueda de algún documento en su ordenador. Wallander le explicó brevemente su encuentro con el periodista.
—¿Quieres que me lleve una grabadora?
—No, será suficiente con que tú estés presente. Siempre que, después, recuerdes lo que yo haya dicho, claro está.
De repente, Martinson pareció vacilar.
—¿No sabes las preguntas que piensa hacerte?
—No. Pero sé lo que ocurrió.
—Ya, con tal de que no estalles…
Wallander se sorprendió.
—Yo siempre digo lo que pienso, ¿no?
—Bueno, a veces.
El inspector comprendió que Martinson tenía razón.
—Está bien. Lo tendré en cuenta. Vamos allá.
Se sentaron en una de las salas de reuniones más pequeñas. Törngren colocó sobre la mesa su minúscula grabadora mientras Martinson se mantenía algo apartado.
—Ayer estuve hablando con la madre de Eva Persson —comenzó Törngren—. Han decidido denunciarte.
—¿Cuál será el motivo de la denuncia?
—Agresión. ¿Tienes algún comentario que hacer al respecto?
—No hubo agresión, en ningún momento.
—Bueno, pero eso no es lo que ellas opinan. Además, recuerda que tengo una fotografía.
—¿Quieres saber lo que ocurrió realmente?
—Sí, claro. Me gustaría mucho escuchar tu versión.
—No es una versión. Es la verdad.
—Es su palabra contra la tuya.
Wallander comprendió lo absurdo de sus expectativas y se arrepintió enseguida de haberse prestado a aquello. Pero ya era, desde luego, demasiado tarde. De modo que le contó los hechos tal y como éstos se habían desarrollado. De repente, Eva Persson atacó a su madre. Wallander intentó interponerse. La muchacha estaba fuera de sí. Y entonces él le dio una bofetada.
—Tanto la madre como la hija niegan la veracidad de tu versión.
—Ya. Y a pesar de todo, eso fue lo que pasó.
—¿Te parece verosímil que una niña golpee a su madre?
—Eva Persson acababa de confesarse coautora de un crimen. Nos hallábamos en una situación muy tensa. En esos casos, pueden producirse reacciones inesperadas.
—Bien, pero Eva Persson me confió ayer mismo que se vio obligada a confesar.
Wallander y Martinson se miraron sin comprender.
—¿Que se vio obligada?
—Así es. Eso fue lo que dijo.
—¿Y quién se supone que la obligó?
—Los agentes que la sometieron a interrogatorio.
Martinson se levantó indignado.
—¡Ésa es la porquería más grande que he oído en mi vida! —exclamó—. Has de saber que aquí no utilizamos medidas de presión en los interrogatorios.
—Pues eso fue lo que dijo. Así que ahora se retracta de todo y sostiene que es inocente.
Wallander clavó sus ojos en los de Martinson, que no dio muestras de querer añadir nada más. El inspector, por su parte, se sentía ya totalmente tranquilo.
—Estamos aún lejos de haber terminado los preliminares de la investigación —anunció—. Eva Persson está ligada al crimen. El que ahora quiera retractarse de su declaración inicial no cambia las cosas en esencia.
—¿Quieres decir que está mintiendo?
—No deseo responder a esa pregunta.
—¿Por qué no?
—Porque equivaldría a ofrecer información sobre una investigación previa en curso. Información que no podemos revelar aún.
—En cualquier caso, tú sostienes que ella está mintiendo, ¿cierto?
—Ésas han sido tus palabras, no las mías. Yo no he hecho más que contarte lo que sucedió.
Wallander ya veía ante sí los titulares, pero estaba convencido de estar haciendo lo correcto. El que Eva Persson y su madre recurriesen a tan astuta argucia no les facilitaría la investigación lo más mínimo como tampoco les sería favorable que los periódicos vespertinos terminasen por dedicar largos reportajes sensibleros a las dos mujeres.
—La muchacha es muy joven —advirtió Törngren—. Y sostiene que fue inducida por su amiga, mayor que ella, a participar en unos sucesos que desembocaron en tragedia. ¿No te parece eso lo más verosímil, no crees que es ahora cuando Eva Persson está diciendo la verdad?
Wallander consideró brevemente si debería revelar cuanto sabían sobre Sonja Hökberg, pues los últimos hallazgos aún no se habían hecho públicos y, aunque comprendió que no tenía potestad para hacerlo, el simple hecho de conocerlos le daba cierta ventaja.
—¿A qué te refieres con «lo más verosímil»? —inquirió.
—Que Eva Persson dice la verdad, que fue inducida a cometer el delito por su compañera.
—No olvides que tú y tu periódico no sois los responsables de la investigación o la resolución del asesinato de Lundberg. Los responsables somos nosotros. Si deseáis extraer vuestras propias conclusiones y dictar una sentencia, ni que decir tiene que nadie puede impedíroslo. Pero ten en cuenta que la realidad terminará por resultar muy distinta. Claro que dudo mucho de que le concedáis demasiado espacio en vuestro periódico a eso.
Wallander dio una palmada sobre la mesa en señal de que daba por concluida la entrevista.
—Gracias por concederme algo de tu tiempo —dijo Törngren mientras recogía su grabadora.
—Martinson te acompañará a la salida —repuso Wallander ya en pie.
Abandonó la sala sin estrecharle la mano. Fue a buscar su correo sin dejar de pensar en cómo calificar la conversación con Törngren, si realmente había sido positiva. ¿Debería haberse expresado en otros términos en algún momento? ¿Hubo algo que pasó por alto y que debería haber dicho? Con las cartas bajo el brazo fue a buscar una taza de café y entró en su despacho. Resolvió que la charla con Törngren había sido, sin duda, positiva, aunque, por supuesto, él era incapaz de predecir el tono del artículo que publicaría el periódico. Se sentó a la mesa y comenzó a hojear el correo, pero no halló nada tan urgente que no pudiese esperar. Entonces recordó la visita que había recibido el día anterior, la del doctor Enander. Wallander rebuscó en sus cajones hasta encontrar sus notas y llamó al departamento de Patología de Lund. Tuvo suerte pues enseguida lo pasaron con el médico con el que deseaba hablar. Wallander le refirió brevemente la opinión de Enander mientras el patólogo escuchaba atento y anotaba la información que le ofrecía Wallander. Tras prometer que se pondría en contacto con Wallander si aquello modificaba en alguna medida el informe médico ya elaborado, el doctor se despidió de él.
A las ocho en punto, Wallander se levantó y se dirigió a la sala de reuniones, donde tanto Lisa Holgersson como el fiscal Lennart Viktorsson ya ocupaban sus puestos. Ante la sola visión del fiscal, Wallander sintió el flujo de la adrenalina a través de su cuerpo. Cualquier otra persona que hubiese aparecido en una fotografía en las páginas centrales de un periódico se habría encogido bajo los efectos de la turbación y el temor. Pero Wallander había sufrido su acceso de debilidad el día anterior, cuando se marchó de la comisaría, y aquélla se había visto reemplazada por un talante combativo. Así pues, se acomodó en su silla y tomó la palabra de inmediato.
—Como todos sabéis, ayer apareció en un periódico vespertino una fotografía de Eva Persson inmediatamente después de que yo le hubiese propinado una bofetada. Pese a que tanto la madre como la hija afirman algo muy distinto, lo que sucedió fue que yo me interpuse entre ambas cuando la joven la emprendió a golpes con su madre. Le di la bofetada para tranquilizarla, y sin hacer uso de una fuerza desmedida, pese a lo cual la chica perdió el equilibrio y cayó al suelo. Esto es lo que le he contado al periodista que se las arregló para colarse en la comisaría. Me he entrevistado con él esta mañana con Martinson como testigo.
Dicho esto, hizo una pausa que aprovechó para calibrar la expresión de los rostros que lo observaban antes de proseguir. Lisa Holgersson no parecía muy satisfecha y él se figuró que la jefa habría preferido que se le hubiese reservado la prerrogativa de tomar la iniciativa.
—Me han informado de que se llevará a cabo una investigación interna sobre el suceso, y yo estoy más que de acuerdo. Bien, dicho esto, creo que lo mejor será que pasemos a tratar otro asunto mucho más urgente: el asesinato de Lundberg y lo que en verdad le ocurrió a Sonja Hökberg.
Tan pronto como él guardó silencio, Lisa Holgersson tomó la palabra. A Wallander le disgustaba la expresión de su rostro y persistía en la sensación de que ella, en cierto sentido, lo estaba traicionando.
—Comprenderás que, a partir de este momento, no podrás celebrar más entrevistas con Eva Persson —advirtió ella.
Wallander asintió.
—Sí, hasta yo soy capaz de comprender esa medida.
«A decir verdad, debería haber dicho algo muy distinto», se reprochó. «Debería haber mencionado que una de las obligaciones elementales de un comisario jefe es apoyar a su personal. Por supuesto que no de forma indiscriminada ni a cualquier precio, pero sí mientras no fuese más que su palabra contra la de los demás. Pero, claro, a ella le parece más cómodo apoyarse en una mentira en lugar de apostar por una verdad que se revela como clara fuente de conflictos».
Viktorsson vino a interrumpir el hilo de sus pensamientos cuando alzó la mano para pedir la palabra.
—Ni que decir tiene que yo seguiré muy de cerca esta investigación interna. Y, por lo que respecta a Eva Persson, es muy posible que debamos tomar en serio su nueva versión de los acontecimientos. Lo más probable es que todo sucediese como ella asegura y que Sonja Hökberg fuese la única responsable tanto de la planificación como de la comisión del delito.
Wallander no daba crédito a lo que oía. Recorrió con la mirada los rostros de sus colegas en busca de un punto de apoyo. Hanson, con su habitual camisa de cuadros, parecía absorto y ausente. Martinson se rascaba la barbilla, mientras que Ann-Britt, por su parte, permanecía silenciosa, hundida en su silla. Nadie lo miraba a los ojos, pero él lo interpretó como un indicio del respaldo que necesitaba.
—Eva Persson miente —sentenció—. Su primera versión era la verdadera. Y, si nos aplicamos, lograremos demostrarlo.
Viktorsson hizo ademán de querer decir algo, pero Wallander se lo impidió. Dudaba de que supieran lo que Ann-Britt le había revelado por teléfono la noche anterior.
—Sonja Hökberg fue asesinada —anunció—. La forense nos comunicó que ha hallado una herida provocada por un fuerte golpe en la parte posterior del cráneo. Un golpe que puedo ser mortal pero que en cualquier caso, la dejó inconsciente o al menos aturdida. Y lo más seguro es que alguien la arrojase después a la maraña del cableado eléctrico. Pero ya no tenemos por qué dudar de que haya sido asesinada.
Tal y como había sospechado, estaba en lo cierto: aquello fue una sorpresa para todos.
—Debo subrayar que aún no es más que un juicio preliminar de la forense —precisó—. Es decir, que puede haber más descubrimientos.
Nadie hizo comentario alguno y Wallander se dio cuenta de que tenía el mando de la situación. Se sentía provocado por la aparición de la fotografía en el periódico y aquella circunstancia le infundió renovadas energías, aunque, sin lugar a dudas, nada lo irritaba tanto como la manifiesta falta de confianza de Lisa Holgersson.
Retomó su exposición con una relación exhaustiva de los hechos.
—Johan Lundberg resulta asesinado en su taxi. Se trata, a primera vista, de un atraco planeado a toda prisa que concluye con resultado de muerte. Las chicas confiesan que necesitaban dinero, pero no exactamente para qué. No se esfuerzan por desaparecer después de haber cometido el delito y, cuando por fin damos con ellas, ambas se confiesan culpables casi de inmediato. Sus versiones coinciden y ninguna de las dos da muestras de arrepentimiento perceptible. Por otro lado, hallamos las armas del crimen. Después, Sonja Hökberg se da a la fuga huyendo de la comisaría, lo que debemos atribuir a un impulso. Doce horas después es hallada cadáver en una de las unidades de transformadores de Sydkraft. Y una cuestión crucial que aún queda por resolver es la de cómo llegó hasta allí. Asimismo, ignoramos por qué fue asesinada. Al mismo tiempo, se produce un acontecimiento que no debemos menospreciar y que no es otro que el hecho de que Eva Persson decida retractarse de su confesión inicial para inculpar a Sonja Hökberg, proporcionando nueva información imposible de verificar, puesto que la inculpada está muerta. La cuestión es cómo llegó a saberlo Eva Persson. O, mejor, está claro que lo sabía. Sin embargo, la noticia del asesinato aún no se había hecho pública y no la conocía más que un número muy reducido de personas, un número que ayer, cuando Eva Persson modificó su declaración, aún era menor.
En este punto, Wallander guardó silencio. El grado de atención de los presentes había crecido, pues el inspector acababa de determinar las cuestiones decisivas para la resolución del caso.
—En otras palabras, lo que hemos de averiguar es qué hizo Sonja Hökberg cuando salió de la comisaría —sintetizó Hanson.
—Sí. Sabemos que no fue a pie hasta la estación de transformadores —les recordó Wallander—. Aunque no podamos probarlo al cien por cien. Pero creo que contamos con los indicios suficientes como para partir de la base de que accedió al lugar en coche.
—Espera, ¿no creéis que os estáis precipitando? —objetó Viktorsson—. ¿Qué nos hace pensar que no estaba muerta cuando llegó a la estación eléctrica?
—Aún no he terminado —replicó Wallander—. Cierto que existe esa posibilidad.
—¿Tenemos algún argumento en contra?
—No.
—En ese caso, ¿no es eso lo más verosímil, que Hökberg estuviese muerta cuando condujeron su cuerpo hasta el lugar donde la hallamos? De otro modo, ¿cómo asegurar que se dirigió hasta allí por voluntad propia?
—Porque conocía a quien la llevó.
Viktorsson negó con la cabeza.
—¿Por qué querría nadie ir a una de las instalaciones de Sydkraft que además está situada en medio de una plantación? Por otro lado, estaba lloviendo, ¿no es así? Todo ello nos indica, en mi opinión, que lo más probable es que ya estuviese muerta cuando llegó al lugar.
—Bueno, ahora soy yo el que piensa que eres tú quien va demasiado aprisa —observó Wallander—. Por ahora, estamos subrayando las opciones posibles, pero no creo que sea el momento de elegir. Todavía no.
—¿Quién la llevó en su coche? —intervino Martinson—. Si lo supiéramos, conoceríamos también la identidad de su asesino, pero no el móvil.
—A eso llegaremos más tarde —advirtió Wallander—. Mi teoría es que Eva Persson no pudo enterarse de la muerte de Sonja Hökberg más que a través de su asesino o de alguien que estaba al corriente de los hechos.
En este punto se volvió a mirar a Lisa Holgersson.
—Lo que significa que Eva Persson es la clave del misterio. Es menor de edad y está mintiendo, pero debemos presionarla de modo que nos revele cómo llegó a conocer el hecho de que Sonja Hökberg estaba muerta.
Dicho esto, Wallander se puso en pie.
—Puesto que no he de ser yo quien se dedique a interrogar a Eva Persson, emplearé mi tiempo investigando otros asuntos hasta que consigamos la respuesta que deseamos.
Abandonó entonces la sala a toda prisa, no poco satisfecho de su salida triunfal. No se le ocultaba que había sido una demostración algo pueril, pero pensaba que o mucho se equivocaba o su ardid surtiría el efecto deseado. Se figuró que el cometido de interrogar a Eva Persson recaería, sin duda, sobre Ann-Britt y estaba seguro de que la colega sabía perfectamente cuál debía ser el objetivo de sus preguntas, con lo que no tenía por qué ayudarla a prepararse. Wallander tomó su cazadora, decidido a invertir el tiempo en intentar hallar la respuesta a otra pregunta sobre la que no dejaba de reflexionar. Una pregunta, por otra parte, cuya respuesta esperaba le permitiese, aunque a la larga, acorralar desde dos frentes distintos a la persona que había asesinado a Sonja Hökberg. Antes de abandonar el despacho, sacó dos fotografías de uno de los archivadores que contenían el material de la investigación y se las guardó en el bolsillo.
Bajó a pie hasta el centro. Había algo extraño en toda aquella historia que no dejaba de inquietarlo. ¿Por qué había sido asesinada Sonja Hökberg? ¿Por qué había tenido que suceder de modo que gran parte de Escania quedase a oscuras? ¿Cabía pensar que todo hubiese sido producto de la casualidad?
Cruzó la plaza Torget hasta ganar la calle de Hamngatan. El restaurante en que Sonja Hökberg y Eva Persson habían estado tomando unas cervezas seguía cerrado. Echó un vistazo a través del cristal de una de las ventanas y comprobó que había alguien en el interior del local. Dio unos toquecitos en la ventana, pero el hombre continuó entregado a la tarea de colocar algo tras la barra, de modo que Wallander golpeó de nuevo con más intensidad. Entonces, el hombre miró hacia la ventana, Wallander lo saludó con la mano y el hombre se acercó. Al reconocer al inspector, sonrió y fue a abrir la puerta.
—¡Pero si no son ni las nueve de la mañana! —observó—. ¿Ya te apetece una pizza?
—Sí, algo así —bromeó Wallander—. Aunque un café tampoco estaría mal. Pero también quería hablar contigo.
István Kecskeméti había emigrado desde Hungría hasta Suecia en 1956. Había dirigido diversos restaurantes en Ystad durante años. Wallander solía acudir a su establecimiento cuando no tenía ganas de prepararse la cena. Era muy hablador, pero Wallander lo apreciaba. Además, ahora sabía que el inspector padecía diabetes.
Aquella mañana, István estaba solo en el restaurante. Procedente de la cocina se oía el ruido del mazo sobre la carne, aunque el almuerzo no empezaría a servirse hasta las once. Wallander se sentó a una mesa situada al fondo del local. Mientras aguardaba a que István le sirviese el café, se preguntó dónde se habrían sentado a tomarse la cerveza las dos muchachas aquella noche, antes de pedir el taxi. István llegó con dos tazas que dejó sobre la mesa.
—Ya no vienes mucho por aquí —le reprochó—. Y resulta que, cuando decides venir, todavía está cerrado. Lo que me dice que no has venido en busca de comida, sino de algo distinto.
István abrió los brazos con un gesto resignado que aderezó con un suspiro.
—Todo el mundo quiere que István le ayude. Todos me llaman a mí, asociaciones deportivas, organizaciones de asistencia social, el que desea abrir un cementerio para animales…, todos quieren mi patrocinio. Todos desean que István contribuya a cambio de publicidad, pero ¿cómo puede hacerse publicidad de una pizzería en un cementerio de animales?
Lanzó otro hondo suspiro antes de proseguir.
—¿No habrás venido tú también a pedirme algo así, verdad? ¿No querréis que István colabore con una aportación económica a la policía sueca?
—No, no temas. Bastará con que respondas a algunas preguntas —tranquilizó Wallander—. ¿Estuviste aquí el miércoles pasado?
—Yo siempre estoy aquí, pero el miércoles pasado…, hace ya bastantes días, ¿no?
Wallander puso las fotografías sobre la mesa. El local estaba en penumbra.
—Fíjate bien, a ver si las reconoces.
István tomó las fotografías y se dirigió a la barra con ellas en mano. Una vez allí, las observó largo rato antes de regresar a la mesa.
—Creo que sí.
—Imagino que habrás oído hablar del asesinato del taxista, ¿no así?
—Sí, es tremendo que puedan suceder cosas así. Y, además, a manos de unas chiquillas.
En ese momento István cayó en la cuenta.
—¿Quieres decir que fueron estas dos?
—Así es. Aquella noche estuvieron aquí, de modo que es importante que me digas cuanto puedas recordar, dónde estaban, si venían acompañadas…
Wallander veía que István se esforzaba de veras por ayudarle, que lo intentaba, de modo que se dispuso a esperar pacientemente. István volvió a tomar en su mano las fotografías y se puso a caminar por el establecimiento, entre las mesas. Muy despacio, vacilante, el dueño del restaurante buscaba mentalmente a sus clientes entre las mesas. «Está intentando situar a los clientes de aquella noche», constató Wallander. «Es decir, está procediendo tal como yo mismo habría hecho. La cuestión es si los localizará en su memoria».
Entonces, István se detuvo junto a una mesa situada cerca de una de las ventanas. Wallander se puso en pie y se dirigió allí.
—Creo que se sentaron aquí.
—¿Estás seguro?
—Bastante.
—¿Qué lugar ocupaba cada una de ellas?
István pareció titubear de nuevo y Wallander se rindió a una segunda espera, mientras que aquél rodeaba la mesa una y otra vez, hasta que concluyó aquella especie de ronda. Como si de dos menús se hubiese tratado, dejó las fotografías de Sonja Hökberg y de Eva Persson cada una en su lugar.
—¿Estás seguro?
—Sí.
Sin embargo, Wallander notó que István fruncía el entrecejo y concluyó que debía de seguir buceando en su memoria.
—Algo sucedió durante la noche —explicó de pronto—. Las recuerdo porque dudaba mucho de que una de ellas hubiese cumplido los dieciocho.
—Pues sí, no los tiene —aclaró Wallander—. Pero eso no importa.
István llamó en voz alta a alguien que respondía al nombre de Laila y que se hallaba en la cocina. Al final, una pinche con sobrepeso apareció avanzando con un suave balanceo.
—Siéntate —le pidió István al tiempo que le señalaba una silla. La muchacha tenía el cabello rubio y él la acomodó en el lugar que había ocupado Eva Persson.
—¿Qué pasa? —quiso saber la joven Laila, cuyo profundo acento de Escania le resultó impenetrable incluso a Wallander.
—Tú siéntate, anda —insistió István.
Wallander aguardaba paciente mientras veía los esfuerzos del hombre por rememorar lo sucedido.
—Sí, aquella noche sucedió algo —repitió.
Finalmente, se acordó. Entonces le pidió a Laila que se sentase en la otra silla.
—Sí, eso es. Las chicas se cambiaron de lugar —anunció István—. En algún momento de la noche, se cambiaron de sitio.
Laila regresó a la cocina y Wallander se sentó en la silla que Sonja Hökberg había ocupado durante la primera parte de la velada, desde la cual se veía una de las paredes del restaurante y la ventana que daba a la calle. Pero el resto del establecimiento quedaba a sus espaldas. Sin embargo, al cambiar de sitio, la puerta de entrada al establecimiento quedó frente a él. No obstante, como había una columna y un reservado en el centro, sólo podía ver una de las mesas. Una para dos personas.
—¿Había alguien sentado a aquella mesa? —preguntó al tiempo que señalaba—. ¿Podrías recordar si vino alguien más o menos cuando las dos muchachas se cambiaron de sitio?
István hacía esfuerzos por recordar.
—Pues sí —declaró al fin—. Sí que había alguien. Vino una persona que fue a sentarse justo a aquella mesa, aunque no sé si lo hizo cuando las chicas se cambiaron.
—¿Podrías describir a esa persona? ¿Sabes quién es?
—Era la primera vez que lo veía, pero no es difícil de describir.
—Y eso, ¿por qué?
—Porque tenía los ojos oblicuos.
Wallander no alcanzaba a comprenderlo.
—¿Qué quieres decir con exactitud?
—Pues que era chino. O, por lo menos, asiático.
Wallander meditó unos segundos. Tenía la sensación de haberse aproximado a algo crucial.
—¿Permaneció allí sentado después de que las chicas se hubiesen marchado en el taxi?
—Sí, una hora, como mínimo.
—¿Intercambiaron algún saludo, algún gesto?
István hizo un gesto con la cabeza.
—No lo sé, la verdad, yo no me di cuenta de nada, pero pudo.
—¿Recuerdas cómo pagó la cuenta aquel hombre?
—Creo que utilizó una tarjeta de crédito, pero no estoy seguro.
—¡Estupendo! —exclamó Wallander—. Pues quiero que busques esa cuenta.
—¡Pero si ya está enviada! Creo que pagó con American Express.
—Pues buscaremos tu copia —se empecinó Wallander.
Para entonces, los cafés que tenían sobre la mesa se habían enfriado, pero, de pronto, sintió que debía apresurarse. «Sonja Hökberg vio a una persona que se acercaba por la calle», reconstruyó para sí. «Entonces se cambió de lugar para poder verla mejor. Aquella persona era el hombre asiático».
—¿Qué es lo que estás buscando, si puede saberse? —inquirió István.
—Por ahora lo único que pretendo es comprender qué sucedió —aseguró Wallander—. Aún no he superado ese estadio.
Se despidió de István y salió del restaurante.
«Así que un hombre de ojos oblicuos», se repitió.
De repente, el desasosiego volvió a adueñarse de él. Apremió el paso. En efecto, algo le decía que debía apresurarse.