Capítulo 26

26

Kris se detuvo en lo alto de las escaleras de casa Nuu. La espiral blanquinegra serpenteaba a sus pies hasta desembocar en medio del vestíbulo. Eddy solía perseguirla por sus recodos, ella por lo blanco y él por lo negro. ¿Qué tenía el color negro que tanto embelesaba al pequeño de seis años?

Jamás conocería la respuesta a esa pregunta.

No dejaba de resultar extraño que obtener la respuesta a una pregunta no sirviera para despejar otras incógnitas.

En cualquier caso, aquel era un día, si no para obtener respuestas, al menos para darlas. Tenía orden de personarse en la oficina del general McMorrison para explicar qué había hecho.

La última vez que se le pidieron cuentas, el abuelo Peligro y Ray permanecieron en el vestíbulo para ofrecerle, si no su ayuda, al menos su comprensión tácita por haber actuado de acuerdo a la tradición de los Longknife.

El abuelo Peligro había salido a resolver algunos asuntos habituales. El bisabuelo Ray no le había devuelto la llamada que ella le hizo la noche anterior. Los reyes eran personas ocupadas. Además quizá le conviniese quitarse a la Marina de en medio antes de enfrentarse a la familia.

La tía Tru llamó tan solo unos segundos después de Mac. A pesar de la disconformidad de Nelly, Tru era la tercera en la lista de tareas pendientes de Kris.

Jack esperaba al pie de las escaleras.

—Tu coche está aquí.

Kris se alisó el uniforme blanco de la Marina. Los galones eran optativos para ese traje, por lo que prefirió no ponérselos. Fuera cual fuese la finalidad de aquella reunión, quería salir victoriosa o hundirse por sí misma en lugar de escudarse en la gloria que algunos decían que no le correspondía. El eco de sus tacones cesó cuando se detuvo para dejar que Jack le abriese la puerta principal. El agente de seguridad también abrió la puerta de un sedán modesto (aquel día no se usaría la limusina) para que se acomodase en el asiento de atrás. Él se sentó delante, junto a Harvey.

El anciano chófer ya sabía adónde se dirigían aquella mañana. Introdujo la dirección «Marina, cuartel general» por medio de un acceso rápido y puso el coche en marcha. Se instaló un largo silencio propio de un funeral. Aun así, Kris se encontraba entre amigos, lo más parecido a unos amigos que podría tener jamás.

Dejó que su mirada se pasease por las calles familiares de Bastión y se fijó en cómo los muros de los edificios nuevos brotaban de fosos inmensos, tan vacíos como las respuestas a algunas de sus preguntas.

Una muralla de dinero la separaba de Tom, Penny y Jack.

Un foso aún más profundo la separaba de Hank. Kris se hartó de ser una Longknife mucho antes de correr a alistarse en la Marina. Se hartó de los politiqueos de padre y de la vida social de madre. Estaba lista para probar suerte donde terminaban los comunicados de prensa rimbombantes y comenzaba la verdad.

Hank no había llegado aún. Quizá no se presentase. Hank Smythe-Peterwald XIII seguía siendo el hijo de Henry Smythe-Peterwald XII, a quien quería y era fiel. Quizá cuando Hank leyese la letra pequeña de su certificado de nacimiento, cuando conociese el negocio familiar con más detalle del que facilitaban los informes oficiales, quizá entonces Kris podría hablar con él.

Ahora solo era un globo llenado con el aire caliente de su padre.

El coche se detuvo frente a la antigua fachada de hormigón del cuartel general de la Marina. Una bandada de palomas salió volando cuando Jack le abrió la puerta. Pasó el control de seguridad sin detenerse y se encaminó por los pasillos de baldosas pulidas en dirección a la oficina del jefe del Estado Mayor. La cita era a las ocho cero cero. No estaba mal, teniendo en cuenta que había desembarcado de la Barbarroja la noche anterior a las nueve y media. O bien Penny se estaba dando mucha prisa en clasificar los informes o bien Mac tenía algunos pajaritos detrás de ella.

La secretaria la hizo pasar sin demora. Jack se dejó caer en una silla, abrió una revista y, como de costumbre, se sumió en una falsa lectura. Desde el punto de vista físico, Kris no tenía nada de lo que preocuparse allí. Aquella mañana lo único que podía morir era su espíritu.

Con movimientos lo bastante precisos para hacer sentirse orgulloso a cualquier sargento de artillería, Kris se puso firme. Su saludo complementó a la perfección el estado impoluto de su uniforme. Mac sacudió la mano de forma imprecisa delante de su frente sin apartar la vista de los tres documentos que estaba leyendo al mismo tiempo.

No le dio permiso para descansar.

Kris se mantuvo rígida como una tabla mientras las gotas de sudor se deslizaban por su espalda.

—Ha montado un buen follón —dijo el general McMorrison, que seguía sin levantar la vista.

—Se habría montado un follón más grande si no hubiera hecho nada.

El «Hmm» del general no le dijo nada.

—Hay una revolución o una rebelión o lo que quiera que sea que está complicando las cosas en Turántica.

—Sí, señor. —Dos días después de que Kris abandonase el espacio de Turántica, un destacamento especial bastante numeroso procedente de Bastión se situó en la órbita de aquel vapuleado planeta. La Marina llevó vacunas contra diversos tipos de ébola y restauró los equipos de comunicaciones. Todas las facciones recibieron a la Marina con los brazos abiertos (aunque esta, oficialmente, se mantuvo distante) mientras distribuía las vacunas y reparaba los vínculos de telecomunicaciones establecidos entre Turántica y el resto del espacio humano. Lo último que llegó a oídos de Kris fue que el presidente Iedinka había sufrido un accidente, que había muerto por causa natural o que lo habían asesinado. En lo que sí coincidían todos los informes era en que ya no se contaba entre los vivos. Ahora el pueblo de Turántica trabajaba para afianzar los cabos sueltos de su Administración.

—¿Tiene algo que ver con la muerte del presidente? —le preguntó Mac mirándola por primera vez.

—No que yo sepa, señor. Sospecho que me encontré con varias de las figuras de mayor relevancia en Turántica, pero ni las alenté a hacer nada ni les prometí nada en nombre de Bastión.

—Es bueno saberlo, princesa Kristine.

De modo que todo aquello era para echarle un rapapolvo a la «princesa». No tenía modo de apelar. Guardó silencio.

—Prolongó su permiso en exceso. También faltó a una operación con la nave.

—Tenía entendido que la Fogosa permanecería atracada cuatro semanas, señor, mientras Muelles Nuu trabajaba con el Uniplex.

—No. El ingeniero de la Fogosa aceleró los trabajos del astillero. Además, parece que el asunto del metal tonto mueve mucho dinero, de modo que Empresas Nuu actuó más rápido de lo que se creía posible en un principio. —El abuelo Al debía de querer embolsarse un buen pellizco para acelerar tanto el proceso.

—La Fogosa partió la semana pasada para continuar las pruebas. Y obtuvo unos resultados sobresalientes.

—No imaginaba que el ingeniero decidiría salir sin contar con la ayuda de mi ordenador personal durante las pruebas, señor.

—Al parecer los nuevos ordenadores que se emplearon durante las pruebas se financiaron con otros fondos, princesa. Usted no es irremplazable.

—No, señor. No he dicho que lo sea, señor. No obstante, señor, cuando supe que no podría salir de Turántica debido a la cuarentena, hablé con las autoridades militares locales de la embajada. Debieron de redactar un informe donde constasen mis circunstancias en aquel momento.

El general hojeó sus documentos.

—No, aquí no consta nada, princesa. Ni una palabra. Ah, disculpe, aquí hay un informe de la embajada. Parece que no tiene reparos en abusar de su condición de princesa. Hizo perder el tiempo a varios empleados. Impidió que elaborasen informes con normalidad. Puso en juego la vida de varios de ellos. A primera vista, su conducta se amolda perfectamente al comportamiento habitual de los Longknife.

—La embajada no menciona que mantuve una consulta con ellos.

—Ni una palabra, princesa.

Kris podía protestar de muchas maneras. También lo hice. No son justos. Alguien actúa contra mí. Ninguna parecía propia de una oficial de la Marina. No dijo nada.

Su silencio le valió otro «Hmm».

—Tengo entendido que el almirante Crossenshild le hizo una oferta de trabajo. Le propuso trabajar en recopilación o análisis de inteligencia.

—Sí, señor, lo hizo.

—La rechazó.

—Sí, señor, la rechacé.

—Descanse, teniente. ¿Le importaría explicar por qué la rechazó? Puede sentarse —dijo señalando una silla que había junto a su escritorio.

Kris pasó a descansar… sin inclinarse más de una décima de grado. Ocupó la silla ofrecida e intentó aplacar la tormenta que sacudía sus tripas, su sangre y su cabeza. Esta «sesión de consejería» no es justa. No está bien. Pero los tenientes no debían decirles esas cosas a los generales que lucían cuatro estrellas, ni siquiera aunque fuesen la mocosa del primer ministro y además princesa. Y sobre todo, no les convenía manifestar su desacuerdo cuando tenían su bagaje familiar.

—¿Sabe, teniente? Esta última, eh… experiencia suya… evidencia de alguna manera algo en lo que Crossie y yo estamos de acuerdo. Siempre está involucrada en alguna situación irregular. Demonios, pero supo encontrar una solución irregular para una situación más que irregular.

—Sí, señor. Hice lo que tenía que hacer. Pero eso no significa que disfrutase haciéndolo o que fuese buena si lo hiciera con asiduidad.

—¿Por qué no?

Kris respiró hondo. ¿Entendería alguien lo que estaba a punto de decir?

—Señor, en mi familia se ha convertido en tradición el hacer lo que es preciso en las situaciones más adversas.

—Es un modo de decirlo —comentó el general mientras una sonrisa imperceptible intentaba curvar las comisuras de su boca.

—Nunca deseamos vernos en ese tipo de situaciones límite —dijo sin más. Si Mac supo apreciar la sencillez de sus palabras, si la había entendido, no necesitaba añadir más. Si no sabía a qué se refería, seguir hablando no le serviría de mucho.

Mac se recostó en su silla y asintió despacio.

—En ese tiene razón. A veces me pregunto si la gente de Crossie no se divertirá demasiado con lo que hace.

—Señor, no quiero convertirme en alguien que disfrute con ese tipo de cosas. No creo que fuese bueno para Bastión tener a un condenado Longknife para quien eso sea un placer.

—Ese sería un panorama inquietante. No diga nada más. Hablaré con Crossenshild. No seguirá molestándola. —Mac rompió uno de los documentos—. Pero ha regresado de su permiso con demasiado retraso —añadió como un buitre que llegase tarde a la pitanza—. Podría imputarle distintos cargos, pero no creo que a su papaíto le hiciera mucha ilusión ver su rostro en todos los informativos. Quizá no esté al corriente de las últimas noticias de Bastión, pero el primer ministro ha perdido algunos comicios locales y la oposición no le está dando ninguna tregua. Usted podría dimitir por, digamos, motivos de salud a fin de concentrarse en sus obligaciones monárquicas.

Kris no se molestó en considerar la oferta.

—Señor, no tengo intención de dimitir, y permítame ponerlo en aviso. —Los tenientes de corbeta no ponían en aviso a los generales que lucían cuatro estrellas. Así eran las reglas. Kris no había roto ni una maldita regla en toda la mañana. Era el momento de saltarse alguna—. Si me imputa, será complicado demostrar que no hablé con la embajada tal como exigía el reglamento. No es frecuente que vaya a un sitio y la gente no me reconozca.

Mac miró otro documento, suspiró y lo rompió.

—Le dije a Crossie que no funcionaría. Bien, princesa, ¿qué hago con usted?

—Señor, soy una teniente de corbeta en servicio y debe de haber muchos lugares a donde pueda mandarme para deshacerse de mí sin preocupación —aseguró atreviéndose a sonreír.

—La envío a una selva calurosa y húmeda, mando a los peores marineros y marines que tenemos y usted rehabilita el maldito comando… incluido uno de los oficiales que siempre he querido ver dimitir —dijo el oficial meneando la cabeza.

»La nombro alférez bajo el mando de un capitán inflexible… y usted lo releva por cargos y gana una guerra en la que yo no quiero participar. Le adjudico el peor trabajo a bordo de una nave y usted se fuga, provoca una crisis diplomática y me devuelve una situación a punto de resolverse de modo satisfactorio. Jovencita, no se me ocurre ningún lugar a donde pueda enviarla para que haga algo parecido a lo que yo planee en un principio.

—Tiene que haber algún lugar —dejó escapar Kris antes de recordar que los oficiales novatos no son quien para rogarles nada a los generales.

Mac cogió otro documento.

—Es muy interesante el modo en que se manejó en la nave, cómo se defendió de aquel crucero.

—Sandfire no contaba con una tripulación entrenada —señaló Kris—. Y aunque la mía era reducida, se trataba de una nave pequeña.

—Pero con problemas estructurales. ¿Quién iba a instalar láseres en una nave sin dotarlos de refrigeración? Incluso los pequeños de treinta centímetros. Y ese sistema de control del disparo. Menuda basura.

—Sí, señor.

—Superó airosamente los problemas iniciales.

—Nada como un crucero cerniéndose sobre uno para espabilar, señor, y para concentrarse.

—Me lo imagino —murmuró sin despegar la vista del último documento—. Hace veinte años intentamos diseñar una nave patrulla rápida, algo con lo que proteger el planeta. Para tener contentos a los políticos, desperdiciamos una pequeña fortuna en una flota de cien naves. Al final se destinaron a operaciones fronterizas. —Le lanzó una foto a Kris. Esta la miró pero no reconoció la nave.

—Con este asunto del Uniplex, algunos diseñadores creen que se podría intentar producir otra flota de patrulleros. Pequeños, rápidos, con gran aceleración. Deben ser jóvenes para soportar las g. Cuatro láseres de pulso de cuarenta y cinco centímetros podrían perforar un buque de combate si se manejan apropiadamente. Habría que controlar muy bien el disparo, aunque tal vez usted no comparta mi opinión. ¿Le interesaría capitanear su propia nave?

—Sí, señor —contestó Kris casi antes de separar los labios.

—¿Por qué no me sorprende? —El oficial se reclinó en su asiento—. Así y todo, no se desvinculará de la cadena de mando. Algún pobre capitán de corbeta tendrá que soportar a un hatajo de divas tan irresponsables como usted, no me cabe la menor duda. Quizá si encierro a todos los cachorritos traviesos en el mismo sitio, se mantendrán ocupados persiguiéndose los unos a los otros.

Aquella suposición no requería una respuesta por parte de Kris, que amplió su sonrisa.

—No puedo poner a una teniente de corbeta al mando de una nave en servicio. El cargo de capitán solo puede ocuparlo un teniente. Por lo tanto —dijo al tiempo que se levantaba—, me temo que tendré que ascenderla de nuevo.

—Veo que no es algo de su agrado —dejó escapar Kris.

El oficial abrió el primer cajón de su escritorio y sacó un juego de charreteras de teniente, dos bandas gruesas y rígidas, muy distintas a las que Kris lucía sobre los hombros, una de las cuales parecía afectada de anemia.

—Le pedí a mi secretaria que las trajese para mí esta mañana. No tienen nada de especial. Son las que se venden en la tienda de abajo.

—Sabía que me las entregaría a mí —dijo Kris agrandando los ojos.

—La última vez que tuvimos una de estas sesioncitas de consejería, se negó a abandonar. ¿Recuerda por qué?

Kris lo recordaba muy bien. Cuando por fin encuentras las palabras que definen tu alma, nunca las olvidas.

—Soy marina, señor.

—Y empiezo a pensar que es cierto.

Kris se levantó, aceptó los galones, saludó y salió. Quizá estuviese un poco aturdida. Quizá no se moviese con la misma precisión que cuando llegó. Y quizá tuviera los ojos un tanto vidriosos.

Ya en la sala de espera, la secretaria le dirigió aquel tipo de sonrisa dulce que Kris siempre soñó que su madre le dirigiría alguna vez. Jack se puso de pie, miró las charreteras de teniente, y enarcó una ceja.

—Tengo mi propia nave —gorjeó Kris.

—Ay, Dios mío —suspiró Jack—. La Marina no sabe lo que le espera.