18
Diez minutos más tarde Kris pidió silencio mientras Nelly y Jack retiraban los micros de la habitación. Al principio los senadores se sentían un tanto desconcertados, pero a medida que los crujidos y pitidos se multiplicaron, empezaron a fruncir el ceño.
—¿Esto es normal? —preguntó Krief mientras Kris servía el té que había en la bandeja que pidió antes de abandonar el salón de baile.
—Si algo ha cambiado desde que soy princesa —observó Kris—, es que el servicio de habitaciones trabaja mucho más rápido. Increíble. Al menos los hoteles se toman muy en serio esto de la realeza.
La conversación transcurrió en tono distendido hasta que Jack avisó.
—He terminado.
¿Nelly?
Solo un momento más. Algo emitió un zumbido, después echó chispas desde la araña de luces y cayó hacia el suelo describiendo una espiral de muerte. Jack lo atrapó antes de que alcanzase la alfombra.
—Listo —convino Nelly.
—¿Podemos unirnos a ustedes? —preguntó Tommy y, al ver que todos respondieron afirmativamente, ayudó a Penny a entrar despacio en la habitación. Esta vez fue ella quien ocupó la silla con exceso de relleno y él quien dobló las piernas para sentarse junto a ella.
Hacen buena pareja. Kris se tragó un suspiro. Cuando uno se encuentra mal, el otro carga con el peso, y cuando es necesario, intercambian sus papeles sin protestar. No es una mala base para una relación de por vida. No siento envidia, pero me gustaría tener una parecida.
Kris miró despacio a todo el grupo. Abby permanecía junto a la puerta de la habitación de Kris, con Jack a su lado. ¿Habrían hablado de los conejos que aquella mujer seguía sacando de sus baúles o algo así? Penny y Tom tenían la silla grande. Las dos senadoras ocupaban los extremos del sofá. El senador LaCross estaba sentado en la silla de respaldo recto que solía utilizar Abby. El inspector Klaggath observaba de pie junto a la puerta, como si no estuviera seguro de si quedarse o marcharse. Kris prefería que estuviera presente, por lo que se aclaró la garganta y preguntó.
—¿Hacia dónde se dirige Turántica?
La cuestión provocó dos o tres discusiones al instante, siempre con al menos un senador hablando para la habitación en general y para nadie en particular. Kris dejó que el jaleo se prolongase unos minutos, tras los que movió el dedo rápidamente para que Klaggath se apartase de la puerta y se colocase junto a su silla. Cuando la casualidad quiso que todos los interlocutores se callasen al mismo tiempo, Kris aprovechó el silencio repentino para decir:
—En definitiva, que en realidad no lo sabemos.
Los senadores intercambiaron sus miradas y centraron su atención en Kris.
—No, nada —admitió Showkowski.
—Inspector Klaggath, usted tiene acceso a la red de la Policía. ¿Dispone de información adicional sobre la que trabajar?
—No, señora. Como decía, distintos equipos especiales fueron enviados a diferentes redes de cuya existencia yo no estaba al tanto. Mis hombres no pueden acceder a ellas. No sé más que usted.
—¿Senadores?
—¿Qué sabemos? —preguntó Krief mirando a los demás—. No mucho. Le he pedido a mi equipo que haga algunas llamadas. No consiguen encontrar a ocho senadores. Entiendo que también faltan algunos representantes. Según me han dicho distintos testigos presenciales, los equipos especiales de la Policía se llevaron corriendo a al menos cuatro.
—¿Los informativos conocen ya esta historia? —preguntó Kris.
Sin alterar la puesta de sol tras el océano que llenaba la pared de detrás de Kris, Nelly convirtió la parte que quedaba junto a la habitación de Tom en cinco pantallas que mostraban las noticias del momento.
—El incendio es la noticia principal —dijo el ordenador—. Las dos estaciones que no cubrían el suceso del gato dicen que el cuerpo de bomberos respondió tarde al incendio. Las demás señalan que operaciones como la del rescate del felino ayudan a los equipos de bomberos a mantenerse en forma.
—Así que de momento los medios están ocupados en una pelea de gatos —observó Kris con sequedad. Se escucharon varios resoplidos en la habitación.
—Quisiera señalar —dijo LaCross, que inclinó su alargado cuerpo hacia delante— que ni siquiera sabemos con certeza si nuestros colegas se hallan bajo arresto. Tal vez les hayan asignado algún tipo de protección especial. Tal vez el presidente sepa que alguien pretendía atentar contra ellos. Es posible que estemos interpretando la situación del modo más equivocado.
—Oh, Señor —rezó Krief—, ojalá tenga razón.
—Quizá estemos a punto de averiguarlo —dijo Nelly antes de modificar el paisaje de la puesta de sol que abarcaba la pared de detrás de Kris. A continuación apareció un primer plano del presidente sentado ante su escritorio. Proyectado a lo alto y ancho del muro, parecía alcanzar los seis metros de estatura.
—Nelly, redúcelo a tamaño natural —solicitó Kris.
—No puedo hacerlo, Kris. Se ha pedido a todos los medios que emitan de esta manera y han activado la anulación para que la imagen ocupe la totalidad de la pantalla. —A Kris no le pareció del todo bien. A un político no le costaría habituarse a esa clase de poder.
—Conciudadanos, esta noche debo comunicarles una noticia poco halagüeña. Como muchos de ustedes saben, se ha declarado un incendio en el Capitolio de nuestro planeta. A pesar de los enormes esfuerzos de nuestro cuerpo de bomberos, el edificio ha quedado destruido por completo. Pero que nadie se llame a error, esto no ha sido un simple accidente. Se trata de un ataque planeado. Lo que es más, se trata de un ataque contra la institución más preciada de nuestra democracia.
La pantalla de la pared proyectó la imagen de otra cámara. El presidente Iedinka se inclinó hacia delante con actitud vehemente.
—Lo que es peor, este vil atentado es obra de aquellos de quienes menos podrían sospechar. De aquellos que les mintieron y convencieron de que actuaban en su interés. De algunos de sus representantes. Algunos de ellos pertenecientes a mi partido político. Ellos son quienes provocaron el incendio que arrasó el Capitolio.
La imagen parpadeó. La pantalla pasó a mostrar una vista general de una veintena de hombres y mujeres desaliñados mientras el presidente citaba sus nombres.
—Dios mío —jadeó Kay—, tiene a nueve senadores. Ahí está el pobre Earlic. Ha perdido sus gafas.
—Tiene también nueve, diez, once representantes —contó LaCross—. ¿Los reconocen? Ninguno forma parte de la dirección, pero todos son líderes de una camarilla independiente. Cada uno de ellos representa mucho más que un simple voto.
—¿Cómo votará el resto de sus camarillas? —preguntó Kris.
—No lo sé —contestó Showkowski—. No podemos más que suponerlo, y yo apuesto a que el bueno de Izzic ha enviado a su gente para ayudarlos a formarse una opinión. ¿Qué apuestan a que esto es solo el principio?
Como si pretendiera contestar a la senadora, el presidente continuó.
—Estamos interrogando a estas personas con el máximo respeto que se puede mostrar por los derechos civiles de quienes traicionan a su planeta, se olvidan de su deber y engañan a sus electores. Si bien nuestro cuerpo de Policía está trabajando a su máxima capacidad, debemos reconocer que los ataques lanzados de forma insistente contra nuestra economía y nuestra sociedad han llevado al límite a nuestros agentes. Así pues, hoy hago un llamamiento a la milicia planetaria para que preste su apoyo a la Policía en los asuntos relacionados con estos ataques.
—¿Quién es la milicia? —preguntó Kris.
—Oh, cielos, no es algo tan antiguo. Es un anacronismo —dijo el senador LaCross, que agitó la mano como para alejar a la milicia de sí—. Sus orígenes se remontan a los años inmediatamente posteriores a la fundación del planeta, cuando pensábamos que tendríamos que defendernos de los asaltos de los alienígenas iteeche.
—¿Quién integra la milicia? —preguntó Kris con más exactitud.
—No tengo ni idea —respondió LaCross mirando a las senadoras—. Yo desde luego no conozco a nadie que forme parte de ella.
—La utilizamos como invención legal con la que dotar de estructura a la Policía auxiliar —explicó Klaggath—. Hay seis batallones aquí en Heidelburg. Los cuatro primeros son meros clubes donde los miembros se reúnen para emborracharse. Muy sociales. El quinto lo compone nuestra Policía auxiliar. Creo que los hospitales proporcionan el principal equipo de emergencia con el sexto. No sé si hay más.
—Hay doce —reveló Nelly—. Seis de ellos se organizaron el año pasado. Se basan en los trabajadores de las fábricas.
—¿Quién está en sus listas? —preguntó Klaggath adelantándose a Kris.
—Esa información no está disponible en este momento —respondió Nelly un tanto avergonzada—. Ha sido de dominio público hasta las seis de esta noche; después fue retirada de la red.
—Mira a ver si encuentras algún sitio que hayan pasado por alto —le ordenó Kris, que enseguida pensó en otra alternativa—. Comprueba también si Vigilancia SureFire continúa en su red.
—Sigue en la red, pero el nivel de tráfico ha descendido —confirmó Nelly—. He continuado monitorizándolos siempre que he tenido ocasión —añadió como si se sintiera orgullosa de sí misma. ¿Habría alguien aparte de Tru que pudiera decirle a Kris qué aspectos del comportamiento del ordenador se debían a la actualización y cuáles al maldito chip? ¿Le serviría de algo saberlo? ¿A cuántas crisis debía enfrentarse Kris?
—¿Crees que Iedinka ha sustituido a una buena parte del equipo de Sandfire? —dijo Jack, haciendo que Kris se centrara de nuevo en el problema de los humanos.
—¿Qué pensarías tú? Klaggath, ¿cree que el actual cuerpo de Policía es lo bastante numeroso para fundar un estado policial? —preguntó Kris.
—Ni es lo bastante numeroso ni está dispuesto —gruñó el inspector—. Algunos liberales dudan que respetemos los derechos humanos, pero no creo que nadie ponga en tela de juicio nuestro compromiso con los derechos civiles. La Policía no funda estados policiales —concluyó, sus ojos fijos en los del senador LaCross.
—No obstante el presidente no cuenta con usted —señaló Kris.
—Un momento, señores, parece que ha llegado al punto álgido —anunció Jack. Los demás guardaron silencio.
—Por todo ello, estimados conciudadanos, supone un gran pesar para mí llegar a la conclusión de que este complot no me deja alternativa. Para garantizar la seguridad del planeta, como en su día juré hacer, debo declarar la Ley Marcial. Soy muy consciente de que nuestra Constitución no contempla este tipo de decisiones extremas. Así y todo, nuestra carta magna no debe entrañar un pacto suicida. Ante estos ataques intolerables contra nuestra democracia, he llegado a la conclusión de que no nos salvaremos si no respondemos con la misma contundencia.
—Oh, Dios mío —dijo Krief, que se levantó poco a poco.
—Si se fijan, no ha podido o no ha querido enumerar los ataques a los que se refería —señaló LaCross.
—Por la Orden Uno de la Ley Marcial, la cual firmé antes de esta transmisión, declaro el Congreso suspendido hasta que llevemos a cabo una investigación completa de esta conspiración y encontremos a todos los implicados. Hasta el momento, los interrogatorios que hemos realizado nos han dado pruebas claras y fehacientes de que los conspiradores son los peones de otro planeta que no le desea a Turántica sino el peor de los males.
—Diferir la respuesta a estas acciones hostiles equivaldría a poner en peligro la vida de aquellos que serán llamados a luchar por la supervivencia de Turántica. Por lo tanto, he de declarar, con efecto inmediato, el estado de guerra entre Turántica y Hamilton. Si algún planeta comete la insensatez de aliarse con las fuerzas que actúan contra nosotros, puede considerarnos su enemigo.
La cámara recogió la bandera de Turántica (naranja, gris y negra) que colgaba detrás del presidente. Por los altavoces de la sala comenzó a sonar una enérgica música marcial. Momentos más tarde, la pantalla se dividió en cinco partes para mostrar a los presentadores de las principales cadenas de informativos y la música pasó a un segundo plano. Kris empezó a contar mentalmente, muy despacio: uno, dos, tres… Llegó a treinta y cinco antes de que el primer presentador reaccionase y comenzase a farfullar algo que no sirvió más que para acentuar su sorpresa. Otra pantalla mostró otro busto parlante que hablaba jocosamente sobre la razón que tenían, sobre que Hamilton estaba detrás de todo aquello y de que ahora se llevaría la paliza que se merecía.
—Apagar —ordenó Kris. En parte esperaba que la pantalla se negase, pero enseguida aparecieron de nuevo el arrebol crepuscular y las olas levemente irisadas que lamían las arenas blancas de una playa virgen. Un paisaje precioso. Tranquilo. Irreal.
Lo cambiaré, dijo Nelly antes de sustituir aquella vista por un cielo moteado de estrellas. Dos lunas iluminaban un valle nevado y rodeado por árboles de hoja perenne. Lo que aquel cielo prometía quedaba a discreción del espectador.
Es hora de que cambie algo, pensó Kris.
«¡No puede hacerlo!» «¡Lo está haciendo!» «¡Debemos detenerlo!» «¿Tiene idea de cómo?» «¡Cualquier cosa que hagamos será hacerle el juego a él!» «¡Pero no podemos quedarnos de brazos cruzados!» Los senadores ya no sabían qué más decir.
Nelly, necesito nanoespías capaces de sobrevivir y reconocer el astillero de arriba.
Tru me dio una copia de parte de la correspondencia que mantenía con varios viejos amigos que investigaban los problemas de supervivencia de los nanoespías en un entorno bien protegido. Se aconseja construir unidades espía, unidades defensivas y centros de mando para aprovecharlos al máximo. Tengo los diseños que los expertos creen que funcionarían mejor, pero no han sido sometidos a ninguna prueba.
Inicia un informe para Tru sobre el modo en que aplicas los diseños de su grupo. Este es el momento perfecto para llevar a cabo un trabajo de campo.
Tengo los restos de las unidades de reconocimiento de hoy.
Entonces ponte a trabajar. Me gustaría tenerlas pronto para que alguien pueda pasarlas aprovechando el cambio de turno de las once.
Se formó un murmullo en respuesta. La senadora Krief miró a Kris.
—Se oyen todo tipo de historias sobre las habilidades de los Longknife. Se diría que pueden obrar milagros. ¿Por casualidad tiene algún milagro guardado en la manga? Nos vendría muy bien para detener esta guerra.
—Creo que ni siquiera un milagro impediría que Izzic iniciase esta guerra demencial. —LaCross meneó la cabeza.
—Y también corren rumores —dijo Kris al tiempo que se ponía de pie— de que los Longknife son simples humanos. —Además, si pudiera hacer algún milagro, preferiría mantenerlo en secreto—. Mi padre, como primer ministro, hace cuanto puede para que su leal oposición disponga de las mínimas vías de acción posibles. Con todo, aquella no ceja en su empeño. No cabe duda de que siempre quedan opciones.
—No creo que el primer ministro Longknife llegase nunca a declarar la Ley Marcial y la guerra y a disolver el Parlamento en la misma tarde —dijo la senadora Krief, levantándose también.
—En eso estoy de acuerdo con usted. Entiendo que ninguno de ustedes habría votado en apoyo de la guerra —dijo Kris, que no necesitó decir más para que el resto de invitados se pusiera de pie.
—Hace más de treinta años que formo parte de la Asamblea y el Senado —dijo LaCross—. Esta tarde no se hablaba de guerra en los despachos cuando se levantó la sesión. —Miró al techo y movió los labios de modo casi imperceptible—. El partido conservador, el liberal, el de los granjeros… Izzic no tenía ni cinco votos de cada cien.
Krief meneaba la cabeza.
—Conozco a los que lo rodean. No podrían participar en ninguna conspiración extraplanetaria. Cielo santo, la gente que ha arrestado nunca participó en la misma votación, excepto tal vez alguna resolución de aplazamiento. Hablando de lo cual, sugiero que levantemos la sesión y vayamos a casa de uno de mis partidarios. Aunque no tenga una fortaleza, podrá ofrecernos al menos un lugar donde sabremos con antelación que los matones vienen a arrestarnos.
—Parece una idea sensata. Necesita defender su libertad si piensa hablar en nombre de su gente —dijo Kris mientras Jack abría la puerta y ella despedía a los invitados—. Como representante de Bastión, no quisiera entrometerme en sus asuntos internos. Creo que el último aviso iba dirigido a mí y al Gobierno de mi padre. —Esta última escena fue presenciada por al menos cuatro guardias y una pareja vestida de etiqueta que se dirigía al ascensor. Buen público.
Kris mantuvo la mano en el codo de Klaggath hasta que se quedaron solos, excepto por los guardias de fuera.
—Me preocupa la última indirecta que el presidente dejó caer al final. Temo que ordene colocar una bomba o que planee un asesinato. ¿Podría reforzar mi guardia y enviarme un informe, por ejemplo, a las diez y cuarto?
—¿Tan rápido? —dijo el inspector, que la miró enarcando una ceja—. Ya sabe, también es mi planeta. Hay mucha gente que no aprobará lo que nuestro querido presidente está haciendo.
—Y que incluso podría tomar la calle. Sí, lo entiendo, inspector, pero creo que mi pequeño grupo ocupa un lugar preferente en la lista que alguien tiene de gente que dejar fuera de juego. Es mejor que nadie se acerque a nosotros.
Klaggath asintió como si le hubieran prohibido subir a un bote salvavidas y se marchó. Kris cerró la puerta.
Nelly, ¿qué tienes?
Solo dos. Estarán enseguida.
Kris ocupó su silla en silencio. Nadie dijo una palabra hasta que Nelly anunció:
—Despejado.
—No puede quedarse ahí sentada —le espetó Penny, que aún tenía los labios amoratados—. No puede dejar que los cabrones que me hicieron esto se salgan con la suya.
Kris no dijo nada. En cierto modo le agradaba ver que no era la única que deseaba meterse donde solo un necio se adentraría. Enarcó una ceja para mirar a Tom y dejó que su vista se escurriera hasta Jack. Nunca aprobaban que hiciera nada que pudiera meterla en un lío, a ella y, a veces, a ellos también.
Jack se mantuvo de pie, con los brazos cruzados y los labios fruncidos en actitud meditabunda.
Tom miró a Penny.
—¿Sabes, Kris? En el sistema París dijiste que teníamos que impedir una guerra entre la Tierra y Bastión. Dijiste que si dejábamos que se enfrentaran, el resto del espacio humano se hundiría hasta el cuello en la mierda durante generaciones. Dijiste muchas cosas, pero no dijiste nada sobre nadie en particular. No pronunciaste ni un solo nombre. Me da la impresión de que se te da muy bien luchar por tus ideales. Pero ¿qué puedes decirnos a Penny o a mí? —Tom se giró para mirar a Kris—. ¿Viniste aquí porque alguien cometió la temeridad de robar lo que un Longknife pensaba que le pertenecía? ¿Eso era yo? Bien, quizá no sepa mucho de Turántica, pero sé que les debemos una a Klaggath y a los niños que vimos en la Cima de Turántica, e incluso a aquel taxista que se ofreció a llevarnos cuando podría haber dejado que me muriese. Tal y como yo lo veo, les debemos algo mejor. Al menos, esa es la deuda que creo que debo saldar por ponerme este uniforme.
Un sentimiento noble para alguien que no sabía muy bien si podía usar su arma contra los bandidos de los pantanos de Olimpia. Había madurado mucho desde que se puso el uniforme para pagar su crédito universitario universidad. Tal vez Kris fuese una buena influencia. Quedaba Jack. Clavó los ojos en él.
—¿Tienes algo que decir?
El agente de seguridad se pasó un dedo sobre sus labios aún fruncidos y le devolvió la misma mirada pétrea.
—Les has soltado un buen sermón a los senadores. ¿Es posible que viera pasar a alguien por el pasillo? —Kris asintió—. De modo que tienes más testigos aparte de los polis. Tú y la maldita suerte de los Longknife. —Jack se puso firme—. A sus órdenes, majestad.
—¿No vas a decir lo que piensas?
—¿Para qué? Ya has tomado una decisión, y al contrario que la pobre Penny y que Tom, sé muy bien qué estás maquinando.
—Tommy me conoce desde antes que tú.
—Tom no te conoce como yo. Insisto, señora. ¿Dónde atacamos y cuándo?
Kris no pudo contener una risita. ¿Qué le pasaba a Jack? Justo cuando creía que lo conocía como la palma de su mano, el agente actuaba del modo más imprevisto y la hacía preguntarse si alguna vez llegaría a comprender qué lo exaltaba, emocionaba o airaba.
—Disculpen, pero ¿tengo voto en esto? —preguntó Abby.
—Usted es de la Tierra —le recordó Jack—. No tiene voto en los asuntos de Bastión.
Abby apartó a Jack con el codo.
—Aun así tengo voz en lo concerniente a mi delicado pellejo. Debo decir que no guardo nada en mis baúles con lo que pueda luchar en una guerra. Incluí lo necesario para rescatar a Tom. Nada más. Esto va mucho más allá de lo que hablamos en un principio.
—¿Y de dónde salieron todos esos baúles adicionales? —preguntó Kris.
—¿Qué baúles adicionales? —resopló la asistente.
—Los que se unieron a nosotros en algún momento entre cuando salimos de mi habitación y cuando llegamos al punto de control del aeropuerto —dijo Kris.
—Siempre hubo doce baúles.
—Harvey sacó seis —señaló Jack. Entró en la habitación de Kris—. Creo que hasta se diferencian a simple vista. No son del mismo color que los otros.
—Sí que lo son —insistió Abby. Jack eligió dos. El tono era similar, pero no exactamente el mismo.
Kris eliminó la escasa distancia que las separaba. Escudriñó a su asistente: ojos, labios, tensión corporal.
—¿Usted en qué bando está?
La mujer sostuvo la mirada de Kris sin alterar el ritmo de su respiración ni su postura, los ojos fijos, las aletas de la nariz inmóviles. A continuación, inclinó la cabeza ligeramente hacia la derecha.
—En este juego hay muchos bandos. ¿Alguna vez he hecho algo que le haya hecho dudar de que yo vele por sus intereses?
—Eso no es una respuesta —señaló Jack.
Kris mantuvo los ojos ensartados en la supuesta asistente, cuya sonrisa nunca llegaba a extenderse más allá de su labio inferior. Tras echar al aire una moneda imaginaria, Kris regresó a su asiento.
Joder, esto se pone interesante. La traición del capitán de la Tifón dejó a Kris aislada y sola mientras decidía amotinarse. Ahora tenía tiempo para pensar. Para reflexionar. Tal vez no fuese buena idea. Si una princesa se alza en armas contra el Gobierno de otro planeta, ¿significa que hay una guerra entre sus respectivos mundos? Una cuestión interesante. Apuesto a que los historiadores se divertirán como niños intentando encontrar un precedente.
Penny y Tom le daban todo su apoyo. Jack estaba dispuesto. Abby era la única voz de la razón, pero más que nada porque no encontraba nada en sus bolsas mágicas que pudiera utilizar para arreglar aquel desastre. Ella y tres senadores. Buena compañía. Nadie sabía qué estaba ocurriendo fuera de la diminuta burbuja que era Turántica. Nadie sabía si una flota de combate de Hamilton se estaría reuniendo en algún punto de salto aislado, lista para aplastar aquel planeta bajo su talón.
Cualquier persona con dos dedos de frente levantaría las manos a la espera del resultado.
Kris meneó la cabeza. Los Longknife no acostumbraban a quedarse de brazos cruzados. ¿Cuándo había hecho el abuelo Peligro lo más sensato? Y si el bisabuelo Ray no se hubiera casado tan bien, Kris no estaría mejor que todos los que hoy tenían que arriesgar su vida por ella.
Respiró hondo y dejó que sus labios se extendieran hasta formar una sonrisa descerebrada.
—Damas y caballeros. En este momento, por la autoridad que algunos creen que me corresponde, cancelo la declaración de guerra entre Turántica y Hamilton. Este grupo de personas de ideas afines hará cuanto esté en su mano para garantizar que las fuerzas de Turántica no ejecuten ningún tipo de acción ofensiva contra Hamilton.
—¿Se lo va a decir a alguien de Turántica? —preguntó Abby.
—Oh, ¿por qué importunarlos con menudencias? Por lo que parece, todo el mundo está muy ocupado. Lo último que yo quisiera es darles más dolores de cabeza.
—Sí —dijo Tom—. Quizá si se mantienen ocupados de verdad, no se den cuenta de qué anda haciendo este grupito. —Le dirigió a Kris una de sus sonrisas ladeadas—. Bien, princesa, ¿cuál es el plan?