17
El muchacho soltó una carcajada y desapareció entre el tráfico.
Kris se enrolló el pañuelo a la cabeza y se cubrió la mitad del rostro. Agachó la cabeza como cualquiera que fuese a un trabajo que odiaba y esperó con paciencia para introducir el dinero en el torniquete antes de mezclarse con el rebaño que viajaba hacia arriba. Las cuatro en punto era una hora lo bastante próxima al cambio de turno para que no le faltase compañía. Durante la media hora de ascenso no dejó de moverse: pasó tres veces por la cafetería y en ningún momento le dio la sensación de que la siguiesen. Identificó a un vigilante de trayecto que estaba ocupado ayudando a un fontanero a arreglar un desagüe atascado en el aseo de señoras.
También ideó un plan que quizá le permitiría regresar a su suite.
Después de abandonar el transbordador junto con el rebaño, tomó un elevador en dirección al círculo 1, el inmenso paseo que conformaba la cubierta más grande de la estación. Un coche deslizante la llevó desde la parada 1 hasta la parada 22, que quedaba a tres minutos a pie del Hilton. Kris le indicó a Nelly que le ordenase a Jack que se reuniera con ella en la puerta número 3 del vestíbulo.
Limítate a darle el mensaje. No le cuentes nada. No respondas a sus preguntas.
Listo.
¿Ha habido más actividad en la red de la Policía?
No. Corrección: sí. La actividad es cada vez mayor. La información es confusa. Dame diez minutos y podré leerla.
Necesito saber qué está ocurriendo en tres minutos, o será historia. No te preocupes. Tan solo dime si hay una gran actividad policial cerca de nosotras.
Kris mantuvo la cabeza agachada y el paso constante mientras pasaba frente a la primera puerta del Hilton. Estaba despejada. Sin embargo, el largo y solitario camino que comunicaba el vestíbulo con los ascensores presentaba demasiadas oportunidades de que se fijaran en ella y la detuviesen. Siguió caminando.
Tres guardias de seguridad exhaustos vestidos de gris se detuvieron en la entrada principal del vestíbulo justo cuando Kris terminó de pasar. Cuando empezaron a mirar a su alrededor, solo vieron su espalda.
El amplio arco de la tercera entrada conducía directamente a los ascensores. Dos guardias de Vigilancia SureFire se estaban acomodando en la puerta cuando Jack, Klaggath y tres de los agentes de seguridad de Kris pasaron con violencia entre ellos. Kris realizó un giro pronunciado hacia la derecha para reunirse con el grupo. Jack y los agentes dieron media vuelta sin perder un segundo y envolvieron a Kris en un círculo seguro. Volvieron a cargar a través de los guardias de gris con tanta rapidez que estos apenas tuvieron tiempo de abrir la boca antes de que ella se situase al otro lado. Kris escupió las almohadillas que llevaba en los carrillos y se las guardó, junto con el pañuelo, en el bolsillo de la gabardina marrón mientras Jack se la quitaba y Klaggath la envolvía bajo otra de color azul marino, de cuya solapa derecha colgaba una corona de diamantes.
Casi había llegado al ascensor cuando oyó detrás de ella unas pisadas rápidas y un susurro grave.
—Tenemos que hablar con esa camarera.
Kris se dio media vuelta; Jack y Klaggath se giraron para interponerse entre ella y los vigilantes de gris. Uno de los agentes llamó un ascensor.
—¿Qué camarera? —preguntó Kris imitando la voz que ponía su madre cuando su indignación era máxima.
Los dos vigilantes de gris, el más veterano de los cuales ostentaba el rango de sargento, se toparon con la comitiva y se detuvieron en seco. Un capitán parecía encabezar un contingente que pasaba por la puerta principal, aunque se encontraban muy lejos. Los dos que Kris tenía delante murmuraron algo del estilo «esa morena».
—Tenemos asuntos que atender. Cuando sepan qué decir, llamen a nuestra embajada —les aconsejó Kris con tono regio antes de darse media vuelta y entrar en el ascensor, cuyas puertas se cerraron antes de que los hombres de gris pudieran reaccionar.
—Ha sido divertido —dijo riéndose.
—Nos hemos salvado por los pelos —gruñó Jack.
—Solo a mí me podría haber salido bien —señaló Kris.
—¿Y qué es lo que le ha salido bien? —preguntó Klaggath.
—Nada, nada en absoluto —dijo Kris, que se acomodó con recato en el asiento del ascensor y se aseguró de que la gabardina cubriese su uniforme marrón. Uno de los agentes de seguridad le hizo una pregunta a Klaggath con semblante serio. El inspector meneó la cabeza con firmeza, tras lo que todos fijaron la vista en la puerta de la cabina durante el resto del viaje.
Una vez en la suite, Abby se hizo cargo de Kris, a la que llevó al baño casi a rastras, dándole apenas tiempo a quitarse el vestido y la ropa interior reforzada antes de meterla en la bañera.
—Lávese la cara con esto —le ordenó. El maquillaje de Kris se desprendió al instante.
Kris se mantuvo expectante hasta que Nelly la avisó.
—Todo despejado, aunque he tenido que cargarme los cuatro micros que recogimos en el vestíbulo.
—¿Cómo está Penny? —preguntó Kris.
—Todo lo bien que cabe esperar —respondió Abby—. Jack, debería venir aquí. Kris querrá saber lo del mensaje que recibió.
—Lo recibimos —dijo Jack sin más. Kris miró por encima de su hombro, pero el agente de seguridad quedaba fuera de su campo de visión. Por tanto, ella también se encontraba fuera del suyo.
—¿Lo has mirado?
—No he mirado otra cosa desde que llegó. No pinta nada bien. Más armas de las necesarias para pertrechar las naves del muelle. Alguien espera disponer de muchos más buques mercantes dentro de muy poco.
—Mierda. —Kris suspiró, arropada bajo el agua cálida de la bañera, aunque consciente de que tenía que salir—. Abby, alcánceme una toalla. —El albornoz, limpio y esponjoso, la esperaba. Jack se mantuvo a distancia mientras ella terminaba de arreglarse. Qué bueno es.
—Jovencita —dijo Abby—, tiene quince minutos antes de volver a la bañera para que le lave el pelo y la deje presentable para esta noche. No se presentará en ningún baile con ese pelo que más valdría esconder bajo una peluca grasienta.
—Solo porque así es como lo he tenido hoy. —Kris suspiró y le dijo a Nelly que llamase al embajador.
—Sí —respondió este un instante después.
—Señor embajador. He recibido un mensaje muy extraño referente a un proceso de fabricación ilegal de armamento. ¿Por casualidad usted ha visto algo parecido?
—No lo sé —dijo—. Hace poco he recibido un mensaje bastante extenso, repleto de vídeos de fábricas y demás. Se lo pasé a mi oficial de negociaciones mercantiles. No he obtenido respuesta. Kris —susurró, como si así frenase el proceso de distribución digital—, no estoy seguro de que esa información sea legal ni de que favorezca los intereses de Bastión. Si no temiese que ello supusiera la destrucción de pruebas necesarias para corroborar cargos criminales, le sugeriría que borrase el mensaje en su totalidad.
—Es una posibilidad muy interesante que no había considerado —comentó Kris como si fuera la primera vez que pensaba en ello—. Hágame saber lo que opina el abogado de la embajada. Sospecho que tengo una copia del mismo mensaje. Si usted cree que debería ser destruida, me gustaría saberlo.
—La mantendré informada.
—Bien, mi asistente insiste en que debo arreglarme el pelo para esta noche. ¿Lo veré allí?
—Por supuesto —dijo el embajador antes de finalizar la llamada.
Nelly, ponme con la senadora Krief. Un instante después la pantalla mostró a una interlocutora muy agobiada.
—Vaya al grano. Estoy con otras dos llamadas.
—¿Ha recibido un mensaje de cierta extensión esta tarde?
—Estoy con otras dos llamadas hablando con gente que quizá pueda darme más detalles al respecto.
—Entonces supongo que no la veré en el baile de esta noche.
—Oh, nada de eso. No me lo perdería por nada del mundo. Habrá mucha gente a la que necesito darle la tabarra.
—Hasta luego.
Dos horas más tarde, Kris estaba preparada para salir. Sin embargo, Abby cayó en la cuenta de un detalle.
—Supongo que tendrá que usar su tiara de la Marina —dijo la asistente mirando el esqueleto desnudo de la estrafalaria joya de la que madre se había enamorado.
—Bueno, podría decirle a Nelly que use el metal tonto que haya aquí para confeccionar una copia del invento de madre —sugirió Kris.
—Puedo hacerlo —afirmó Nelly entusiasmada ante la idea de probarse a sí misma como joyera.
—Bien pensado, apañémonos con la tiara de la Marina —dijo Kris con los ojos puestos en el bloque de diez kilos de Uniplex que había en uno de los baúles—. Solo puede cambiar de forma tres veces y… —Prefirió no terminar la frase en voz alta.
—Si insiste —dijo Abby, que miró con desdén el sencillo aro de plata proporcionado por la Marina.
—Podría añadirle unos diamantes o unos rubíes —sugirió Nelly.
—Basta. Llevaré la Orden del León Herido. Con ella tengo joya de sobra para cualquier traje. —Puesto que el traje de esta noche era de un hermoso color gris, la faja azul y el medallón de oro combinaban a la perfección. Klaggath tenía un equipo completo y un gesto de preocupación en el rostro cuando tomaron el coche deslizante en dirección a la cima.
—¿Algún problema? —le preguntó Jack.
—Aquí no, pero ocurre algo. Se están asignando unidades a redes nuevas, redes que no sabía que teníamos. Montones de ellas. No hay muchos de nosotros en la red principal.
—¿A qué distancia?
—En el centro de la ciudad. Lejos de la estación.
—¿Algún disturbio?
—No parece probable. Princesa Kristine, ¿su ordenador ha captado algo?
—¿Nelly?
—Nada inusual. Hay un gato subido a un árbol y varios camiones de bomberos intentando rescatarlo. Todas las emisoras de informativos, excepto dos, están cubriendo la historia. Hasta ahora, el gato va ganando.
—Estúpido animal —gruñó uno de los agentes.
—A mí me gustan los gatos —dijo otro.
—Nos espera una larga noche de noticias triviales —concluyó Klaggath.
No si mis amigos y yo podemos evitarlo. Kris sonrió.
La joven se mantuvo en el coche deslizante cuando este pasó por la salida elevada y comenzó a darse media vuelta, encaminándose a la estación inferior. Se imaginó salvándose del largo paseo con aquellos tacones y no teniendo que oír como el tipo de los calzones gritaba su nombre. Debería haber terminado el trayecto.
El destacamento de seguridad desmontó del coche y se topó con otro grupo numeroso de guardaespaldas vestidos de esmoquin e igual de poco dispuestos a apartarse. Mientras Klaggath y un gorila que lo doblaba en tamaño intentaban despejar el embotellamiento, Kris se puso de puntillas para ver quién era la pobre víctima.
—¿Hank?
—¿Kris? Kris Longknife, ¿eres tú?
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó ella asomándose sobre los hombros de tres guardias.
—De momento no puedo hacer mucho —respondió Hank Peterwald con una carcajada. Llamado oficialmente Henry Smythe-Peterwald XIII según multitud de documentos legales, tenía la belleza de rasgos finamente esculpidos que los padres con demasiado dinero tendían a regalarles a sus hijos en la actualidad. Algunos padres; los de Kris, no. También era heredero de una fortuna similar a la de Kris, o incluso superior, según las fluctuaciones diarias de los mercados. Ah, y la tía Tru estaba convencida de que el padre de Hank había intentado liquidar a Kris en varias ocasiones. Padre, como primer ministro que era, consideraba que no había pruebas suficientes para elevar el caso a un tribunal de justicia. Obviando todo eso, Kris llegó a congeniar mucho con Hank cuando se encontraron en el mismo planeta sin ninguno de sus padres.
Kris le hizo una señal con la mano y empezó a apartar a algunos de los gorilas. Jack gruñó; uno de los atentados fallidos contra la vida de Kris tuvo lugar el día después de que Hank y ella disfrutasen de un almuerzo maravilloso. Kris estaba segura de que el joven no había tenido nada que ver con aquel ataque. O casi segura. En cualquier caso, en el ámbito social, le gustaba tenerlo cerca. Y no podría liquidarme aquí, delante de todo el mundo.
Por fin se colocaron frente a frente, se rieron y dijeron al mismo tiempo:
—Bueno, ¿y qué te trae por aquí?
—Los chicos primero —insistió Kris.
—Papá va a poner en marcha una fábrica enorme de productos farmacéuticos. Caley Sandfire insistía en que era la más grande jamás construida y perfecta para mi último trabajo. De todos modos, llegué aquí cinco minutos antes de que cerrasen el muelle. Intentamos marcharnos, pero había media decena de láseres respaldando a un oficial del muelle muy insistente que gritaba «¡Nadie va a ninguna parte!», así que nos quedamos.
—Unas cuatro horas más tarde yo intenté reservar una nave que me sacase de aquí. Y sigo intentándolo —dijo Kris.
—Y no tienen lista la siguiente —comentó Hank meneando la cabeza—. A mi viejo primero le daría un patatús y luego se pondría a cortar cabezas si algo así ocurriera en Vergel. —Kris sabía que lo del patatús lo decía en sentido figurado; en cambio, lo de las cabezas bien podría decirlo en sentido literal, al menos en opinión del abuelo Peligro.
Kris soltó una risa diplomática.
—Arreglar la avería de la red hubiera solucionado muchos problemas. Quería hacer un pedido de vacunas contra el ébola para terminar con la cuarentena. Eh, esa fábrica de productos farmacéuticos de la que hablabas, ¿tiene algo eficaz contra el ébola?
—No lo he comprobado, pero lo consultaré —dijo Hank elevando la vista hacia el vacío que los arropaba, donde se recogían las estrellas y el resto del universo—. Me dicen que el ébola es una jodienda, que se requieren productos y procesos muy específicos. Solo hay tres o cuatro plantas que pueden realizarlos. Eh, ¿no dijo tu abuelo el santurrón que iba a almacenar la vacuna en todos los planetas?
—Así es. —Kris salió en defensa del abuelo Al—. Alguien robó las existencias poco antes de que surgiese el brote.
—Parece que hay muchas coincidencias interesantes —observó Hank—. Pero debo decirte que esta noche llevas un vestido deslumbrante.
Kris sonrió satisfecha e hizo una pirueta. Aquel vestido sin apenas espalda se le ceñía al cuerpo, excepto por la raja que tenía a lo largo del lado derecho.
—Debe de ser divertido bailar con él.
—Desde luego es mejor que aquellas cosas verdes que llevabas la última vez que te vi. Verdes, mojadas, y todo el mundo hambriento. Por cierto, ¿qué tal funcionó aquello que doné?
Kris congeló su sonrisa e intentó petrificar hasta el último músculo de su cuerpo para mantener el gesto. ¿De verdad Hank le habría preguntado eso si conociese la respuesta? Tragó saliva para acondicionar su voz.
—En general, vino muy bien. Aquellos camiones nos hacían mucha falta.
—¿Y los barcos? —preguntó Hank, sin que se observase el menor gesto o estremecimiento en su rostro de belleza excesiva.
—Hubo algunos problemas —dijo Kris, que bajó la vista para escudriñarlo a través de sus pestañas—. El metal inteligente presentaba una avería. Al cambiar su diseño por tercera vez, se desmoronaban.
—Dios bendito, no sabía nada. Espero que no ocurriese en un momento en que os hicieran falta.
¿Qué hago ahora? ¿Le digo la verdad y le amargo el día o le cuento una mentira diplomática para no estropear la diversión? El esmoquin le sentaba de maravilla. ¿Qué más podía pedir una mujer que colgarse de su brazo durante una velada festiva?
—Me encontraba en los rápidos de un río que pasaba por un cañón muy estrecho; cuando me quise dar cuenta, el agua estaba subiendo —dijo Kris.
—Cielo santo. Es terrible, Kris. Lo siento. —Y por un momento su rostro de facciones exquisitas pareció expresar que lo decía en serio. Entonces Kris pudo ver que algo se encendía detrás de los ojos de su amigo, lo que le recordó el consejo de su padre: «Nunca digas nada por lo que te puedan demandar».
—Suena más interesante que lo que estoy haciendo yo —dijo en un tono calibrado a la perfección. Desplegó una sonrisa que no terminó de extenderse hasta sus ojos—. Parece que sigues acaparando toda la diversión.
Hank estiró el brazo hacia la faja del León Herido y tomó el distintivo con delicadeza entre sus dedos. ¿Fue por accidente que una de sus uñas, limada con esmero, se deslizase también entre sus senos?
—En la Tierra debió de gustar lo que hiciste en aquella fiesta del sistema París —dijo mientras a Kris se le escapaba un escalofrío.
Tal vez algún día ella le contase la verdad, pero no ahora, no delante de todo el mundo.
—Ya sabes cómo es ser hijo de buena familia. Unos viejos idiotas deciden poner una corona en la cabeza de mi bisabuelo y un tipo del departamento de artículos domésticos de la Tierra envía una nueva joya para el vestuario de la nueva princesa.
—Sí. Papá está muy orgulloso de que nuestra fortuna date de cuando el papa aún tenía Ejército. Imagino que si rebuscase en mi armario yo también encontraría unos cuantos chismes —dijo Hank, que ya no miraba a Kris como pareja de baile, sino más bien como quien estudiase los movimientos de una cobra.
¿Cómo me verá?
—Disculpa —le dijo Jack, que permanecía a su lado—. Estamos bloqueando las salidas de los coches, y creo que el señor Sandfire está mirando hacia aquí como si buscase a Henry pero sin querer admitirlo.
En efecto, el principal candidato de Kris a archienemigo en aquel planeta y un séquito de bellezas andaban dando vueltas a lo lejos, no lo bastante para forzar el contacto visual, aunque era poco probable que no se encontrasen.
Hank empezó a fruncir el ceño, pero enseguida su semblante se iluminó de nuevo con una sonrisa y señaló con la cabeza hacia Sandfire.
—Me tendrá ocupado media noche con gente a la que solo le interesa poder decir que me estrechó la mano —le dijo a Kris sin perder la sonrisa.
—Yo también tengo que hablar con algunas personas —admitió Kris—. Me sorprende que el embajador Middenmite no me haya asaltado aún.
—El deber me llama —dijo Hank, que se volvió hacia la joven, tomó su mano derecha y se inclinó para besársela. Lo que el pulgar de él hizo en la palma de ella bastaba para que a cualquier chica le flaqueasen las rodillas. Póngase firme, teniente, tiene trabajo que hacer, recuerde.
—Resérvame un par de bailes —dijo Hank, que levantó la vista antes de terminar de erguirse, antes de que su pulgar dejase de jugar con su palma, sus rodillas y todas las partes que había en medio.
—Mataré a todos los arribistas que sea necesario para dejar plazas libres.
—Bien. Te veo dentro de una hora o así —le dijo dándose media vuelta.
—¿Te diviertes? —preguntó Jack.
Kris se encogió de hombros, lo que con aquel vestido provocaba destellos suficientes para convertirla en una amenaza para la navegación.
—Una chica tiene derecho a pasar un rato con una posible alma gemela. —Obviamente, en el carné de baile de Tommy ya solo figuraba Penny.
Jack carraspeó como los aristócratas de la antigüedad y dijo:
—He visto a varios de tus aliados políticos. Será mejor que continúes hacia la izquierda.
Sin abandonarse del todo a la autocompasión, Kris volvió al trabajo. Se abrió paso entre una pequeña multitud de advenedizos que insistían en saludarla antes de que la senadora Krief y ella se encontrasen en el mismo remolino sosegado en medio de un río de gente guapa y bien vestida. Mientras Kris seguía saludando, la senadora le susurró con entusiasmo:
—El presidente se ha superado a sí mismo o, al menos, los idiotas que le dicen dónde y cuándo dar fiestas se han lucido. Cuando le dije al senador Earlic lo que le había ocurrido a Nara, no hizo falta que le expresase mi sospecha de que a mi hija le tendieron una trampa mientras que la suya estaba a salvo en la barbacoa del presidente. Será conservador, pero no es ciego, y esta solo es la última de una larga serie de extrañas coincidencias. Por si fuera poco, hay que añadir la solicitud del Congreso de convocar una votación acerca de si debemos entrar en guerra con Hamilton. Todo ello hace que mucha gente se pregunte si no nos tendrán agarrados por las narices.
—¿Cree que puede echar abajo la votación? —preguntó Kris.
—No tienen ninguna posibilidad. En mi opinión, hoy no han hecho un recuento de miembros. Han efectuado una mala jugada, muy mala.
—¿Y las fotos que recibió hoy?
—No estoy muy segura de lo que tengo, pero he hablado con alguien que sí. Dice que muestran suficientes láseres de dimensiones navales para equipar una flota el doble de numerosa de la que hay en el astillero de abajo. Te hace preguntarte por qué alguien invierte dinero en muchas más armas de las que necesitamos —dijo antes de guardar silencio con aire pensativo.
—¿Qué tamaño tiene la flota mercante de Hamilton? —preguntó Kris.
¿Quieres que responda yo?, dijo Nelly.
No.
—No estoy segura —contestó la senadora—, pero entiendo que es mayor que la nuestra. Mucho mayor. —Enarcó las cejas, alarmada—. Muchísimo mayor que la nuestra.
—Creo que mi ordenador puede responder a eso. Nelly, ¿conoces las toneladas y demás datos de Hamilton?
—La Marina Mercante de Hamilton es poco menos que el triple de la de Turántica en términos de tonelaje estándar total. Sus naves son, de media, un poco más grandes que las turánticas, por lo que el número de naves es más o menos dos coma cinco veces el número de Turántica.
¿Qué te parece, Kris? ¿He sido lo bastante clara para una humana, es decir, sin dar datos precisos sino hablando en términos aproximados que ella pueda interpretar?
Perfecto, Nelly. Incluye un «buena chica» en el informe para Tru.
¡Solo uno!
Por ahora. Ahora, silencio.
La senadora se dirigió a una mesa y se sentó en una silla. Kris hizo lo mismo, tras lo que sus guardias se acercaron para no dejarla sola. Kay meneó la cabeza con gravedad.
—Hamilton no tenía más que una nave patrulla en órbita, al menos la última vez que lo comprobé. Maldito bloqueo de las comunicaciones.
—¿Para cuándo han dicho que lo tendrán arreglado? —preguntó Kris.
—Solo Dios lo sabe, y no quiere decirlo. Ayer anunciaron que van a desmontar todo el sistema para volver a empezar desde cero. Sin embargo, emplearán las mismas partes. ¿Cómo piensan mejorarlo así? —preguntó la senadora elevando la vista al techo y las estrellas imperturbables que colgaban al otro lado—. Peor aún, durante los dos últimos días el problema ha consistido en dejar algunas ciudades fuera de nuestra red local. La primera vez que ocurrió, la noticia se extendió como la pólvora, y hacía hincapié en que la zona debía de haberse contaminado con el ébola y que el Gobierno lo ocultaba. Enviamos un convoy hacia allí sin demora, a través de las montañas y la nieve, nada menos. Todo el mundo se encontraba bien, aunque temían por lo que hubiera pasado con el resto del planeta mientras ellos permanecieron fuera de la red de comunicaciones
—Me alegra oír que no duró mucho.
—Ah, pero hay otras dos ciudades que se han salido de la red, y siempre hay algún medio que menciona lo del ébola.
—No se acabará —dijo Kris.
—O tal vez alguien no quiere que se acabe.
—¿Qué hay de Bremen?
—No se han registrado más muertes. Y Earlic oyó algo muy extraño. A los fallecidos no se les practicó la autopsia. Cremaron los cadáveres sin más.
—Creía que contraer el ébola supone un modo muy cruel de morir, y que es difícil equivocarse en su diagnóstico.
—Así es, aunque el equipo médico de Bremen es muy básico. Aun así, los cuerpos ya son ceniza, y nadie encuentra las muestras de sangre que tomaron para hacer los análisis.
—Si dijeron que era ébola, debieron de hacer pruebas de sangre.
—Sí, tenemos los informes digitales de las pruebas, pero nadie encuentra las muestras de sangre para realizar un segundo análisis. Ha desaparecido todo.
—¿Están seguros de que era ébola? —preguntó Kris.
—Sin duda, tienen cincuenta y siete casos iniciales de ébola.
—¿Casos iniciales?
—Sí.
—¿Cómo de iniciales?
—Otra pregunta interesante. Puesto que solo cuento con la palabra de Earlic de que esto lo supimos por alguien que se enteró por un buen amigo que resulta que conoce a alguien que tiene un pariente en Bremen, comprenderá que es difícil conocer la verdad.
—En otras palabras, un rumor. —Kris intentó sonreír sin sarcasmo, pero aun así el gesto debió de quedarle ácido como el limón.
—¿No es un lío? Estamos tomando decisiones que podrían determinar el futuro de mi hija. Tal vez el de mis nietos. Y las tomamos basándonos en suposiciones y rezándole a Dios. Quizá no todos tengamos un ordenador como el suyo, lo bastante inteligente para no hacerme perder el tiempo dándome datos precisos sobre tonelajes, pero tenemos equipos muy buenos, y no puedo decir qué está ocurriendo a quinientos kilómetros al norte de aquí ni en el sistema estelar vecino —dijo la senadora Krief con una risa amarga—. ¿Sabe una cosa? Es posible que el presidente Iedinka tenga razón y que yo no llegue a saberlo nunca.
—Sí —convino Kris.
La senadora vio a alguien, le hizo una señal con la mano para llamar su atención, se escurrió entre el cordón de seguridad de Kris y se sumergió en una conversación animada. Kris le indicó a Jack con la cabeza que bajasen la guardia, tras lo que el embajador Middenmite le presentó a tres propietarios de otros tantos viñedos. Kris les dirigió una sonrisa encantadora y elogió los vinos que le dieron a probar, siempre con diplomacia, a fin de evitar polémicas mediáticas al día siguiente. Cuando se marcharon, el embajador se quedó atrás.
—Lamenté mucho oír lo que le ocurrió a mi asistente mientras trabajaba para usted. Qué desgracia.
—¿Tiene alguna idea de quién podría haberlo hecho?
—Lo siento, pero debo admitir que en este momento estoy bastante ocupado en otros asuntos. Circulan muchos rumores sobre cómo Bastión lleva años apoyando a Hamilton. No sé de dónde habrán salido. Se dice que están documentados. En nuestros archivos no consta nada que los sostenga.
—Pero ¿los medios tienen «documentación completa» de lo que afirman?
—Bueno, eso dicen. Yo no puedo decir que haya visto algo; ya sabe con qué celo protegen sus fuentes los informativos. Pero sé lo que le hemos comprado a Turántica y es muy buen negocio. Sigo intentando asistir a eventos y decirle a la gente todo lo que hemos hecho, pero nadie parece querer escuchar.
—A nadie le interesa que le cuenten lo que ya sabe.
—Eso dicen. Demonios, ojalá tuviera más archivos de Bastión. Suponía que si necesitábamos algo, podríamos solicitarlo desde casa. No quería documentos confidenciales mercantiles en mi sistema. Me han dicho que la seguridad es buena, pero habrá oído hablar de aquel adolescente o de aquel niño tan adorable de seis añitos que andaban husmeando por la red.
—Cuesta saber hasta dónde hay que arriesgarse y cuándo es demasiado —afirmó Kris mientras el anciano se alejaba, meneando la cabeza. Kris pasó la siguiente media hora estrechando manos con más calma. O aquella noche había menos invitados o ya no eran tantos los que querían presumir al día siguiente de haberle estrechado la mano a una auténtica princesa de Bastión. Kris sospechaba que se trataba más bien de lo último.
Pasada una hora, Kris se preguntó si faltaría mucho para que finalizase la gala real de Hank. Nelly, ¿puedes llamar al ordenador de Hank y ver si te dice dónde está?
—No me gusta esa cara de aburrimiento que tienes —le dijo Jack—. No estarás pensando que te lo pasarías mucho mejor con ese apuesto multimillonario, ¿verdad?
—¿Y si fuese así? —resopló Kris.
Jack se rascó detrás de la oreja, se colocó bien el receptor y se encogió de hombros.
—He pensado en poner a Klaggath al corriente de la enemistad que separa a tu familia de los Peterwald. Me pregunto qué le parecería que te vieras con…
—¿Qué? ¿Un riesgo para la seguridad? Demonios, Jack, Hank sabe tan bien como yo cómo funciona el universo.
—Quizá le parecería un peligro excesivo para tu vida. Kris, apareció en Olimpia, y casi no lo cuentas.
—Dispararon contra mi oficina cuando yo me encontraba almorzando fuera con Hank. Aquello me salvó la vida.
—Kris, sabes tan bien como yo qué ocurrió las demás veces. Maldita sea, mujer, ya eres mayorcita, y tendrías que empezar a comportarte como una chica responsable.
El problema era que Jack tenía razón; actuaba como una chica responsable. Una mujer mayor de verdad. Se giró hacia Jack con el deseo de que este le sugiriera dónde podía encontrar a un hombre, su hombre.
Tommy se alejaba por el camino de los que gravitaban a su alrededor en el instituto. Se acercaban lo bastante para conocerla bien, pero después miraban a su alrededor y se iban con otra. Si tenía que ser la dama de honor de otro de sus mejores amigos, estaba dispuesta a… ¿a qué?
En ese momento, Hank apareció por detrás de Jack. Cuando la vio, su rostro se iluminó con una sonrisa que a punto estuvo de desgajar todo su cuerpo. La saludó con la mano. Kris resopló en un intento de evacuar sus sentimientos encontrados, le contestó con otra sonrisa y le devolvió el saludo. Jack se obligó a sonreír al darse media vuelta. Los dos equipos de seguridad comenzaron a acercarse con cautela mientras sus correspondientes objetivos prioritarios corrían a fundirse en un abrazo.
Kris, tenemos un problema, avisó Nelly.
—Hank, te han dejado libre.
—Le dije a Caley que podía coger a algunos de sus compinches y largarlos, que yo tenía unos bailes pendientes.
¿A qué te refieres con problema?
Hay un incendio en el Capitolio de Turántica.
¿El Capitolio de Turántica?
El Capitolio acoge la asamblea legislativa. El edificio está ardiendo.
Hank pareció distraerse durante dos segundos después de que Kris dejase de mirarlo a los ojos para perder la vista en el espacio, momento en que los dos bajaron los brazos.
—Parece un problema sin importancia —dijo Hank, aunque por el tono de su voz no se infería lo mismo.
—Hay, o había, una votación prevista para mañana para decidir si entrar o no en guerra con Hamilton. Espero que el incendio no sea muy grande —dijo Kris, pero incluso ella notaba el tono de duda que arrastraba su voz.
—Según mis informes, las llamas han envuelto todo el edificio —dijo Hank.
Klaggath señaló a uno de sus agentes, que dio un paso al frente y extendió el brazo con la palma de la mano abierta. Un heliograma del Capitolio apareció ante ellos: la cúpula y las dos alas estaban envueltas bajo un fuego salvaje.
—El edificio está hecho de piedra —dijo Kris—. No puede arder así, ¿no? —Miró a su alrededor.
Uno de los agentes del equipo de Hank le respondió.
—Los informes recogen la existencia de multitud de equipos de comunicaciones y productos químicos. No todo consta en el registro oficial de almacenamiento, y hay más papel del que se esperaba. Aun así, se está extendiendo muy rápido, demasiado.
Hank meneó la cabeza.
—Como diría mi padre, «algo huele a podrido en Dinamarca».
Kris les ordenó a sus entrañas que cambiasen de marcha, por mucho que las hiciera chirriar.
—No conviene bailar mientras Roma arde. «Enturbia las relaciones públicas», dijo alguien una vez. ¿Quieres que pospongamos esos bailes?
—Al parecer Caley viene hacia aquí. Tengo la impresión de que no es de tu agrado.
—Está muy abajo en la lista de gente que me gusta —admitió Kris.
—Bien, yo iré con él y tú irás por tu lado. Quizá algún día terminemos solos en algún lugar tranquilo sin mucho más que hacer.
—Ese es mi sueño —dijo Kris, pero Jack estaba apuntando sobre el hombro de ella. La senadora Krief caminaba hacia Kris junto con otras tres o cuatro personas que parecían importantes—. Te veré cuando pueda —le dijo Kris sin mirar atrás.
Sí miró atrás en cambio cuando la senadora dedicó un segundo a medir la distancia entre su grupo y el de Sandfire. Calvin tenía atenazado a Hank por el codo para llevárselo rápidamente. Tanto Kris como Hank enarcaron las cejas por un momento antes de concentrarse en aquello que tenía tan preocupados a quienes los rodeaban.
—Tenemos un problema —dijo la senadora, que tomó a Kris por el codo y la llevó con los senadores Showkowski y LaCross. LaCross, el más alto, llevaba un esmoquin verde claro. La corpulenta senadora resultaba fácil de identificar con su traje azul brillante contrapesado por una blusa naranja y un pañuelo desenfadado.
—Han arrestado a Kui y Earlic —anunció Showkowski.
—No pueden —dijo LaCross—. Tenemos inmunidad legislativa.
Padre tuvo que lidiar con algunas travesuras poco honradas tanto de miembros de su partido como de la oposición. Kris recordaba oírlo decir, gruñendo entre dientes, que prefería hacer eso antes que sentar precedente por usar cualquier pretexto para encerrar a un congresista y cambiar un voto.
—Cuando se emprende ese camino, ya no hay nada que impida imponer una tiranía. ¡Nada!
Alguien había tomado ese camino a la velocidad del rayo.
—¿Cuáles son los cargos? —les preguntó Kris en voz baja a los senadores, que no dejaban de repetir y negar el mismo informe. Tuvo que formular la pregunta otras tres veces antes de que guardasen silencio.
—Los acaban de detener. Todavía no hay cargos.
¿Nelly?
Estoy buscando. No se ha especificado ningún cargo. La detención no ha sido comunicada por ningún medio.
Kris le pidió a Nelly que repitiera aquello para los senadores.
—¡No puede hacer esto! —exclamaron tres senadores.
—Alguien debe de poder. ¿Quién? —preguntó Kris.
Klaggath respondió.
—Tiene que ser el presidente Iedinka. Ningún poli se atrevería a hacer algo así sin órdenes expresas.
—Lo estoy llamando —dijo Krief mirando al suelo. Un instante después levantó la vista, los ojos abiertos como platos—. No está disponible. Izzic no está disponible y nadie de su equipo contesta mi llamada. ¡Siempre debe de haber alguien para responderle a una senadora!
Aquel parecía un día en el que no procedía utilizar términos como «siempre» o «nunca». Kris miró a su alrededor. No podía verlos, pero no le cabía la menor duda de que cualquier cosa que dijeran allí llegaría a oídos del presidente o a los de la gente de seguridad que se llevaba a rastras a los senadores y congresistas para enchironarlos. Era hora de que se llevara aquella discusión a un lugar más discreto.
—Disculpe —dijo Kris—. Tengo una suite en el Hilton. Cuento también con unos guardias de seguridad que garantizarán la confidencialidad de cuanto hablemos —añadió mirando más allá de ellos.
«Oh», «Está bien», contestaron los guardias, poco convencidos de que fuese necesario.
—¿Por qué no levantamos la sesión por ahora? Y si alguien decide arrestar a alguno de ustedes, al menos podré recurrir a la soberanía de Bastión.
—¿Es una habitación de hotel?
—Oigan, solo soy una princesa novata. Pero dispongo de un equipo de seguridad, y aunque no tuviera el poder diplomático que creo que tengo, serviría para entorpecer el proceso y obligarlos a dialogar.
Ninguno de los senadores pareció muy persuadido, pero Kris ya iba camino del coche deslizante y sus agentes tras ella. Los senadores, atrapados en la burbuja de Kris, la siguieron.
Había empezado el día con la esperanza de conseguir algunas imágenes buenas. Las había conseguido y distribuido, y había visto las reacciones de los demás. De hecho, vio más reacciones de las que esperaba. En el coche deslizante se preguntó si en aquel planeta todo tendría la misma tendencia a deslizarse y alejarse.