16
—Amable de usted pasarse —gruñó Sorir—. Han parado a Nabil. No tienen nada contra él, pero tendrán si encuentran al muchacho que buscan. Ese muchacho debe desaparecer. Aquí, ponga esto —le dijo, desplegando ante ella una prenda que cubría de los pies a la cabeza y que había visto que vestían algunas mujeres en la calle—. Fuera zapatos —ordenó—. Debe ir descalza.
Kris se quedó conmocionada; Nabil y los chicos no tenían culpa alguna. ¿Qué les haría el sargento del uniforme gris? Atónita, se descalzó y se quitó la gorra. Al cubrirse con la túnica, comprobó automáticamente la antena de Nelly. Si me entregase… Nabil no ganaría nada. Siga adelante, soldado.
—Camine como si estuviera embarazada y sígame —le indicó Sorir.
—¿Cómo caminan las embarazadas?
—Habrá visto a otras mujeres…
Kris la interrumpió:
—No entre la gente que conozco.
Sorir cogió una lata enorme de concentrado de tomate.
—Tenga, ponga dentro de pantalones. —Kris obedeció; debía de pesar unos quince kilos. Perdió el equilibrio y empezó a moverse con dificultad.
—¿Así caminan las embarazadas?
—Más o menos. Sígame. —Sorir se escabulló por la parte de atrás y llevó a Kris rápidamente por el callejón hasta una puerta pequeña que daba a una escalera estrecha. En lo alto de la misma había una habitación amplia y poco iluminada. Las ventanas próximas a los aleros del tejado dejaban entrar la luz justa para poder ver las motas de polvo, varios montones de ropa de color oscuro y diversos fardos voluminosos de telas de colores vivos. En la penumbra, bien ocultas bajo sus túnicas, cuatro mujeres trabajaban en sus tejidos, añadiendo poco a poco líneas de hilo a tres tapetes a medio hacer que colgaban de las paredes. Tres niños pequeños les hacían compañía mientras dos bebés yacían en sus canastillas. La estancia olía a polvo y tela, a mujeres y niños. Una mujer menuda levantó la vista de la tela que tenía ante sí. El velo de su túnica ocultaba su rostro, pero Kris se estremeció al sentir unos ojos penetrantes de los que no escapaba nada.
—Así que es esta —dijo con firmeza la anciana que se ocultaba bajo la túnica—. Pides mucho, esposa de mi hijo menor.
Sorir hizo una reverencia.
—Solo pido lo que necesita. Él y todos nosotros.
—¿Estás segura? —preguntó la anciana, que estiró la mano hacia Kris y encontró el codo de esta con solo dos intentos—. Entonces haremos lo que Alá desee. Trabajarás con Tina. Es la más lenta de todas; quizá puedas ayudarla. Está embarazada y podrá enseñarte cómo se supone que debes andar. Caminas como soldado.
—Intentaré no hacerlo —dijo Kris siguiendo a la anciana.
Sorir se dio la vuelta para marcharse pero apenas dio un paso se detuvo de nuevo.
—No está descalza, jovencita.
—Me quité los mocasines —dijo Kris.
—Pero lleva medias. Una mujer decente nunca se pondría esas cosas.
Kris se miró por dentro de la túnica. Por encima del bodi blindado solo llevaba la camisa y los pantalones. Se suponía que debían protegerla. Allí la haría destacar como si llevase un traje de payaso. Hechas de superseda de araña, no podría cortar los pies con unas tijeras.
—Un momento —dijo Kris mientras se quitaba la camisa y los pantalones, que se perdieron bajo un montón de trapos. La faja podría volvérsela a poner. El bodi le llevó más tiempo. Nelly ya llevaba contados ocho o nueve coches patrulla detenidos en la zona cuando Kris se desprendió de la protección.
La anciana la cogió, la alzó ante sí para examinarla bien, la olfateó y dijo:
—¿Qué hacemos con esto?
—Dáselo a Tina y dile que se lo enrolle en barriga —sugirió Sorir.
—No. No haré eso a mi nieta mayor —dijo la anciana—. Tú, la forastera, enróllatelo tú. Que no se diga que sabíamos qué ocurría aquí.
—Me la pondré —dijo Kris, cogiéndola de nuevo. Volvió a colocarse la faja blindada (Al menos no me dejarán la barriga como un colador, pensó) y se enrolló los pantis alrededor del tronco, anudándoselos a la espalda. Sujetaban la lata de concentrado de tomate a la perfección.
Sorir se inclinó hacia atrás, la miró detenidamente de arriba abajo y dijo:
—Tendrá que valer. Pero, mujer, es demasiado alta.
—Lo mismo dice mi madre —contestó Kris—. Gracias por arriesgarse tanto por mí. Espero que Nabil esté bien.
—La suerte de Nabil será la que Alá desee. Pero asegúrese todo esto no sea inútil —le pidió Sorir mientras pasaba junto a ella para marcharse.
Kris se dio media vuelta para ir con Tina. Esta estaba sentada frente a un tapete. Levantó la vista para mirar a Kris a través del velo de su túnica, que no dejaba atisbar ni un solo rasgo de su rostro.
—Ven, pon junto a mí. Puedo darte los hilos para que tú los pases por encima del telar. Después vuelves a dármelos a mí. Así no tendré levantarme tan a menudo. Bebé y yo te agradeceremos mucho.
—¿Cuándo sales de cuentas? —le preguntó Kris. No sabía mucho sobre el embarazo, pero la pregunta siempre parecía adecuada.
—Solo queda otro mes. Es mi primero —dijo la mujer. Ni siquiera la túnica conseguía ocultar el orgullo que desprendían sus palabras.
La Policía está registrando una tienda detrás de otra, buscándote, avisó Nelly. Los polis encargados de los registros lo ignoran, pero los agentes que dirigen la operación están casi seguros de que buscan a la princesa Longknife.
Oh, magnífico. Tanto disfrazarme para esto. ¿Cómo va el análisis de datos?
Estoy en ello. La respuesta de Nelly sonó un tanto evasiva.
Seguro que ya tienes un informe preliminar.
No quiero darte un informe preliminar para tener que cambiarlo después.
Nelly, ¿tienes miedo de cometer un error?
Si te digo lo que creo que hemos averiguado, querrás enviárselo a distintas personas. Eso supondría para nosotras un riesgo mayor del que ya estamos corriendo. Quiero estar segura.
Y todavía no estás del todo segura de haber encontrado…
Láseres de gran diámetro propios de la Marina. Tres cadenas de producción para los láseres de veinte centímetros y cadenas de producción independientes para los de treinta y cinco, cuarenta y cuarenta y cinco centímetros.
¡Cuarenta y cinco centímetros! ¿Crees que La Soberbia de Turántica podría portar un armamento de la clase Presidente? Kris se acordó del crucero que los había llevado hasta allí. Despojado de todos sus lujos, el casco era inmenso. Con una gruesa capa protectora de hielo y una decena de láseres de cuarenta y cinco centímetros, ¿podría enfrentarse a los buques de guerra que Kris esquivó durante el combate del sistema París? Sin duda. ¿Ritmo de producción de esos mostrencos, Nelly?
Estoy trabajando en ello. Y recuerda, la eficacia de los láseres depende de la fábrica en que los construyan. Aún no hemos encontrado su origen.
Nelly, ¿conoces el antiguo dicho?: «Donde hay humo, hay fuego». No fabricas láseres si no dispones de la energía necesaria para dispararlos. Hemos encontrado la pistola humeante. Los muelles de Alta Turántica están convirtiendo sesenta o setenta buques mercantes en la novena flota más numerosa del espacio humano.
Y no ves el momento de contárselo a alguien.
No, Nelly, esperaremos. Termina tu análisis. Después empieza a convertir los nanos en algo que pueda volar a varios kilómetros de aquí y llama a quienes deban saber esto.
Una llamada remota a casa. Así podríamos quitárnoslos de encima. Por cierto, acaban de entrar cuatro polis al local de abajo.
—Vienen —dijo la anciana antes de que a Kris le diera tiempo a avisarlas. Las mujeres se concentraron en su trabajo. Kris pasó el hilo adelante y atrás entre la muchacha y ella, siempre en silencio. Intentó encorvarse; el peso de la lata de tomate le hacía daño en la espalda. Posó el hilo en el suelo, se llevó la mano a la cintura e intentó aliviar el dolor. La mujer hizo su parte y estiró la mano con el hilo.
—Eso es lo que pasa cuando llevas niño. —Kris casi pudo oír su sonrisa a través de su voz.
Se oyó ruido en las escaleras: hombres gritando, tablones crujiendo al ritmo de las pisadas fuertes. Los dos niños de más edad (no tendrían más de dos o tres años) corrieron hacia la puerta. El tercero se aferró a la ropa de su madre, gimiendo. Un hombre ataviado con una túnica blanca que le llegaba a los pies, un chaleco negro y un pequeño sombrero sin ala se acercó a la puerta.
—Estas mujeres son mi esposa, su madre y familia. Son harén. Ningún hombre que no sea pariente puede mirarlas.
Los policías apartaron al hombre de un empujón. Tres hombres vestidos con el uniforme gris de Vigilancia SureFire entraron con aire arrogante. Uno de los pequeños corrió a refugiarse en los brazos de su padre, gritando «Pa-pá», «Pa-pá». El hombre lo abrazó e intentó tranquilizarlo. El otro niño se escabulló dando chillidos hacia la otra mujer. El tercer niño se unió al coro con un berrido. Los bebés de las canastillas también querían participar en el alboroto. La anciana se enfrentó a los hombres de gris, sacudiendo las manos bajo su túnica como una niña que jugase a los fantasmas bajo una sábana. Su voz sonaba alta y fuerte y hablaba con fluidez en un idioma que Kris no comprendía.
Bueno, yo sí la entiendo, dijo Nelly, y está llamando a esos polis cosas que harían ponerse colorado a un camello, y sin necesidad de recurrir a la blasfemia.
—¿Quiere hacerla callar? —le exigió el agente con galones de cabo al hombre de la túnica blanca.
Este empezó a hablar, aunque no hizo sino añadir más ruido. Cuando el jaleo alcanzó nuevas cotas, los dos agentes de gris que permanecían detrás del cabo se estremecieron.
—Ig, cachee a esa cotorra —ordenó el cabo, que se interpuso entre el dueño del harén y la mujer a la que quería que registrasen.
—No puede hacer eso —gritó el hombre.
El cabo fue a apartarlo de un empujón, pero el niño que el hombre llevaba en brazos le golpeó en la mano. El cabo la retiró para que el pequeño no se la mordiera.
El dueño del harén le gritó algo a su suegra y siguió discutiendo con el cabo.
—Conozco mis derechos. Los descreídos no pueden tocar nuestras mujeres con sus manos lujuriosas. ¡Debe llamar una mujer! ¡Debe! ¡Lo demandaré! El cuñado de mi hijo es en colegio de abogados. ¡Demandaré!
La anciana, entre tanto, apartaba de sí las manos de Ig mientras este se empeñaba en seguir la orden recibida.
Por fin, el cabo decidió poner orden dando un grito.
—¡Está bien! No busquen más. Llamaré a una mujer.
Los hombres de gris se retiraron a la entrada. Al dueño del harén y su suegra se unió su esposa mientras los tres intentaban calmar a los pequeños. La otra mujer tranquilizó a los bebés. Tina y Kris continuaron trabajando en su tapete.
Cinco minutos más tarde, una mujer corpulenta vestida con el uniforme gris de los vigilantes, en el que destacaban los galones de sargento, se abrió paso a empujones entre los hombres.
—¿Algún problema, cabo?
—Sí, señora. Estas mujeres están empeñadas en que solo las cachee otra mujer.
—No me llame «señora», cabo. Trabajo para ganarme la vida. ¿Tengo pinta de ser la princesa Longknife?
—Su belleza lo ha deslumbrado —dijo alguien detrás del cabo.
La sargento apartó al cabo de un codazo no demasiado leve y se acercó a la diminuta abuela. Le levantó la túnica unos centímetros hasta dejar a la vista sus pies menudos y arrugados.
—Estamos buscando un muchacho, de metro ochenta de alto. ¿Esta viejecita le parece muy alta, cabo?
—No, sargento.
—Bien. ¿Han cacheado al hombre?
—Sí, abajo. Es el propietario del local, y es demasiado gordo y bajo para ser el muchacho que buscamos —contestó con una sonrisa desagradable.
El propietario lo miró con unos ojos que ardían de rabia bajo sus cejas negras y espesas.
La sargento se acercó a la siguiente mujer.
—Quizá este sea nuestro muchacho, hecho un ovillo. —Le levantó la túnica de un tirón y vio al bebé que mamaba plácidamente de su pecho.
El cabo intentó apartar de la sargento al propietario del local. La diminuta abuela le dio un fuerte manotazo al cabo en la rodilla, lo que obligó al vigilante a dar saltos sobre una pierna mientras los otros dos guardias seguían intentando liberar a la sargento. Por supuesto, los niños se sumaron al alboroto poniéndose a gritar como si llevasen días sin comer.
Cuando por fin las cosas se calmaron, el propietario y su suegra fueron puestos bajo custodia en un rincón de la estancia con dos niños colgados de ellos. Su esposa continuó intentando apaciguar al pequeño que llevaba bajo su túnica y la sargento le hizo a la otra madre, que ahora estaba cambiándole el pañal sucio a un niño, un cacheo que no extendió más allá de una palmada en la espalda.
—Ustedes dos —dijo señalando a Tina y Kris y haciéndoles un gesto con la mano para que se apartasen de los demás—. Allí, ahora.
Kris le tendió la mano a Tina para ayudarla a levantarse. La muchacha se puso de pie, se llevó las manos a los riñones, gimiendo, y caminó como un pato, con una mano bajo la barriga y la otra a la espalda, hacia donde la sargento les indicó. Kris puso todo su empeño en imitar a la futura madre. Notaba menos presión en la espalda si ponía una mano debajo de la lata. Era imposible de asegurar en la penumbra, pero la sargento pareció quedarse pálida.
—Pónganse de espaldas a esa pared —les ordenó.
Tina obedeció, lo que hizo que su barriga sobresaliera un poco más. Kris se pegó a la pared con la cabeza agachada y el cuerpo todo lo encorvado que podía.
—Levántense la falda. Déjenme ver sus pies.
Tina siguió la indicación utilizando la mano que tenía bajo la barriga. De nuevo, Kris repitió sus movimientos.
A todas luces descontenta por no haber descubierto nada, la sargento estiró el brazo hacia Tina. La muchacha perdió el equilibrio y tropezó con la vigilante, gritó y cayó de lado sobre un montón de fardos de hilo. La túnica se le levantó de tal modo que todos pudieron ver sus piernas desnudas… y Kris comprobó además que no llevaba más ropa debajo.
—¡El bebé, ya viene! —La voz de la muchacha se perdió en el alboroto cuando los adultos empezaron a gritar; los niños, a chillar; y los guardias, que no sabían qué hacer, se retiraron a la entrada. Kris soltó un gritó y se arrodilló entre las piernas de Tina, sacudiendo las manos y señalando nerviosamente.
La sargento corrió hacia la puerta.
—Aquí no hay más que un hatajo de putas locas que no saben más que andar descalzas y quedarse preñadas.
—¿Va a ayudarla a tener el bebé? —le preguntó el cabo cuando la sargento pasó junto a él.
—¿Por qué clase de mujer me toma? —bufó ella.
Los niños lloraban; Tina dio algunos gritos más para alentarlos a marcharse. En menos tiempo del que una tropa descalabrada tardaba en abandonar la liza, los guardias habían desaparecido.
—¿Qué crees estás haciendo? —le preguntó la diminuta abuela a Tina mientras la anciana volvía a cubrir como era debido las piernas de la muchacha con su túnica.
—Practicando —contestó Tina, que dio otro grito.
—Así no es como te enseñó a respirar Milda. Y si haces así, dolerá mucho más que dolió a mí con cualquiera de los míos.
—Pero ellos no lo saben —explicó Tina con tono de niña traviesa.
La mujer menuda le dio un manotazo a su nieta y se giró hacia Kris.
—Alá nos ha sonreído esta vez. ¿Hasta cuándo seguirá mostrándonos su piedad?
—Intentaremos sacarla lo antes posible —respondió su yerno cuando se colocó junto a ella.
—Necesito encontrarme en mi destino a las seis o las siete —dijo Kris.
—Es claro tienes que arreglarte para fiesta —añadió la anciana con tono cortante.
—Sí, tengo orden de presentarme en una fiesta esta noche.
El comentario provocó algunos murmullos entre las mujeres, pero la abuela se limitó a menear la cabeza.
—¿Qué clase fiesta será esa que tienen que ordenarte ir?
—La clase de fiestas a las que suelo asistir yo.
—Niñas, no envidiéis a esta. Encuentra esfuerzo donde vosotras encontraríais alegría.
Un muchacho subió corriendo por las escaleras. Sin detenerse, se lanzó hasta donde Tina estaba tendida. Kris no comprendía el idioma en el que hablaban, pero sabía que sus palabras fluían llenas de miedo y cariño. Cuando terminaron, el joven se levantó y miró a Kris, seguro de qué túnica era la que la escondía.
—Un taxista la llamará dentro cinco minutos. Está esperando a un hombre enfermo que va dentista. Tenga.
El hombre empezó a quitarse el chaleco y la túnica que llevaba. Kris se dispuso a sacarse su túnica por la cabeza, pero la abuela la detuvo.
—Espera mi nieto se haya ido.
—Pero, abuela, es una descreída. No tiene pudor.
—Pero yo sí y no permitiré marido de mi nieta sienta deseos de djinn descreída. —El muchacho, ahora en pantalones y camiseta blanca, conjunto que se consideraba púdico en seiscientos planetas, se encogió de hombros y desapareció escaleras abajo.
Kris se pasó la túnica por la cabeza, se quitó la faja y volvió a ponerse los pantis transparentes.
—¿Por qué lleva eso una mujer respetable? —inquirió la abuela.
—Porque detiene las balas de cuatro milímetros que te disparan a quemarropa —contestó Kris sin levantar la vista.
—Oh —dijo la mujer con sorpresa y quizá incluso dando su visto bueno—. ¿Tanto temes al mundo que necesitas vestir así?
—¿No la reconoces, madre? Algunas vimos su foto ayer en las noticias. —Al ver que la anciana no respondía, su hija prosiguió—. Es la princesa Longknife, más rica que Alí Babá, más poderosa que…
—Y ahora huyo despavorida —intervino Kris mientras terminaba con el traje y contoneaba las caderas para colocarse la faja—. No tengo palabras para agradeceros todo lo que habéis hecho por mí.
La mujer menuda se colocó frente a ella.
—¿Es cierto no tuviste valor de llevarles medicina a moribundos que la necesitaban en Norte? ¿Que tú, que tienes tanta riqueza, has permitido todos vivamos con miedo enfermedad se extienda porque nuestro Gobierno no quería darte el dinero que exigías? Si es cierto, sin duda vives en pobreza.
—Abuela, juro por el amor que siento por mi padre y mi abuelo que estos habrían enviado hasta la última gota de la vacuna aquí y a toda la población de este planeta sin pedir ni un centavo a cambio, si no la hubiesen robado de nuestro almacén —afirmó Kris con los ojos clavados en el velo de malla gris de la túnica de la anciana.
La mujer ayudó a Kris con la túnica blanca y se inclinó para coger el chaleco que su nieto había dejado caer.
—Te creo. Deben de ser almas muy podridas para robarte y, aun siendo tan poderosa, hacerte temerlas tanto como para vestirte así.
—Y para ir por ahí obligando a la gente como vosotras a ayudarme —dijo Kris al tiempo que pasaba los brazos por el chaleco.
—Ten tu sombreo —dijo Tina, alcanzándoselo.
Kris aprovechó el momento para comprobar su antena. ¿Funciona bien, Nelly?
Ha sufrido lo suyo, pero servirá para seguir controlando a los payasos que nos persiguen.
Cuando Kris se puso el sombrero, confeccionado en varios colores, la abuela le trajo un chal.
—Que Alá te bendiga y te acompañe —le dijo mientras le ponía la prenda sobre los hombros, haciendo que la princesa se sintiera bendecida de verdad.
Sorir apareció en la puerta de las escaleras. Su llegada desató una discusión que según Nelly trataba sobre la falta de educación y de modales de los vigilantes. Aquella estancia no fue el único lugar donde los fieles les dieron una lección de etiqueta. La que prometía ser una larga conversación se vio interrumpida cuando Sorir se acercó a Kris y le entregó un saquito.
—Han mandado a Abdul a casa. Aquí tiene su uniforme de camarera, su bolso y su gabardina. También he incluido un pañuelo para cabeza. A veces mujeres llevamos borde sobre la boca —dijo haciéndole una demostración—. Pocos dudarían ni de una camarera del Hilton que hiciera eso. Espero le sirva de ayuda hoy.
Guardó un breve silencio y preguntó:
—¿Ha valido la pena todo esto?
—Vea las noticias esta noche —fue todo lo que Kris pudo decirle. Si su plan salía bien, ni siquiera Sandfire podría mantener en secreto lo que estaba ocurriendo en los muelles espaciales.
Por otro lado, hasta el momento solo ella y Nelly sabían qué estaba ocurriendo sobre sus cabezas.
Sorir levantó la túnica de Kris y empleó unos cordones gruesos para atarle el vestido y la gabardina a la cintura.
—Ahora sí que empieza a parecer un hombre con carnes. Ahora déjeme añadirle unas arrugas en rostro —dijo mientras sacaba un lápiz graso. Cuando Kris se encaminó a la planta baja, era incapaz de reconocerse.
Con todo, la abuela tenía otra sugerencia que hacer.
—Vas al dentista. Necesitas un diente enfermo. Masca esta bola de hilo rojo. Si Alá quiere, hasta parecerá que vas escupiendo sangre. —Kris lo tomó, respiró hondo y corrió escaleras abajo, momento en que descubrió que por fin las nubes habían decidido soltar un poco de lluvia. Cuando unas gotas gruesas se deslizaron sobre su maquillaje deseó que su atavío fuese impermeable.
Sin embargo, el propietario del local estaba a su lado y abrió un paraguas. La llevó desde la escalera hasta la puerta de atrás y desde ahí a su tienda de tapetes. Caminando aprisa y sin dejar de hablar en árabe, la guió hasta la puerta delantera antes de darle un segundo para ver bien los montones de alfombrillas que cubrían el suelo o que colgaban del techo.
Un taxi bloqueaba el tráfico; el joven conductor gritaba y la llamaba por señas haciendo gestos exagerados mientras los conductores que esperaban detrás de él hacían lo mismo y machacaban el claxon de sus automóviles. Kris esperaba que la llevase Abu, pero no había tiempo para vacilar ni discutir. En cuanto se montó en el asiento de atrás y se guardó el paraguas, el coche salió disparado bajo una lluvia de bocinazos.
El muchacho que conducía parecía aliviado por haberse puesto en marcha. Tenía sus ventanillas bajadas y por la radio sonaba con fuerza una música que quizá estuviera relacionada de alguna manera con la cultura de sus padres, aunque Kris dudaba que estos lo admitieran. El chico mascaba un trozo de chicle, al son de la música. Cuando se detuvieron en un semáforo, empezó a dar golpecitos sobre el volante como si este fuese un tambor.
No le preguntó a Kris adónde quería que la llevase.
Habían recorrido seis manzanas, virando en cada esquina, antes de que el taxista volviese la cabeza.
—No nos sigue ninguno de esos cagarros de camello. Han levantado un control cuatro calles más adelante. ¿Está lista para saltárselo?
—¿Saltárnoslo? —dijo Kris. ¿Qué clase de loco me han asignado esta vez?
—Ya sabe, abrirnos paso por en medio. Dejarlos de piedra. Yo tocaré la música y usted será serpiente. La llevaré de vuelta a su casa.
—¿Qué le parece si no hacemos nada para llamar la atención?
—Sin llamar atención. Eso es lo que quiere —dijo antes de ponerse en marcha de nuevo, solo que ahora tamborileaba en el volante al ritmo de la música incluso mientras conducía—. Eso es lo que tendrá; usted manda.
El embotellamiento del control alcanzaba las dos manzanas de longitud. Kris esperaba que fuese más grave, pero había muchos coches aparcados junto a la carretera, gente que prefería esperar antes que ver cómo los vigilantes husmeaban en sus vehículos. Kris se asomó por la ventanilla, la cabeza apoyada en la bandeja de atrás. La mayoría de los coches no tardaba en cruzar el control. A uno o dos les indicaron que se hicieran a un lado para realizar una comprobación más minuciosa.
Kris deslizó una mano por su túnica blanca y palpó los bultos de la ropa que llevaba atada. Al igual que antes, ahora tampoco podía arriesgarse a que la cachearan.
Nelly, ¿tienes un informe completo sobre esa fábrica?
Listo.
¿Hay planos para hacer mensajeros en tu base de datos?
Varios. Puedo migrar parte del material autoorganizativo de Tru a los nanos. Con unos miligramos de esa sustancia, puedo construir cuatro mensajeros de buen tamaño con la mitad de lo que quede. Espero que no necesites ponerme la corona esta noche.
Puedo pasar sin ella. Dale a un mensajero el número de teléfono de la senadora Krief y envíalo al norte. Manda el segundo al oeste con el número de la periodista de la que Klaggath habló bien ayer. Dirige el tercero a mi suite y envíalo al este. El último es para el embajador. Mándalo al sur.
Todos viajarán dos kilómetros y buscarán el acceso a la red más cercano, se conectarán y empezarán a transmitir. ¿Debo hacer que intenten recuperarse en alguna parte?
No, diles que se disuelvan por completo. Que no queden pruebas. Pero indícale al mensajero del embajador que solo viaje un kilómetro.
Están en camino.
Ahora esperemos que la lluvia dure un poco más.
La fila avanzaba despacio. Los vigilantes apartaron más coches para inspeccionarlos en detalle, apuntando con sus armas a los ocupantes de uno de ellos, a los que ordenaron levantar las manos. Hacía bochorno y el aire arrastraba un vapor espeso. Un coche intentó abandonar la fila, pero un vigilante de uniforme gris se acercó corriendo al conductor y le ordenó que volviese a su sitio.
—Pero tengo pipí —dijo un niño con voz quejumbrosa.
El sargento no mostró la menor empatía por el pequeño.
—Usa una botella.
El taxista de Kris subió el volumen de la música y pasó a utilizar las palmas de las manos en su tamborileo, que cobraba fuerza por momentos. A cinco coches de distancia aún del control, empezó a llamar la atención de los inspectores de gris. Los gemidos de Kris ya no eran fingidos. Le tiritaban los dientes de tal modo que su cráneo parecía ir a fracturarse de un momento a otro.
Sin embargo, ya no tenía la boca seca. Carraspeó y escupió, dejando un charquito rojo en el asfalto.
Nelly, ¿cuánto puede tardar la llamada en llegar al embajador?
El mensajero debía viajar con viento de costado. Podría tardar un poco.
La música seguía sonando. Los coches avanzaban a trompicones. En el resto de vehículos también se oía música, siempre de emisoras distintas. Kris apoyó la cabeza contra la puerta del coche, pero la apartó sobresaltada. La puerta vibraba como un láser sobrecalentado.
El coche que iba delante se alejó, haciendo chirriar los neumáticos. El taxista avanzó poco a poco. El hombre de gris lo miró con gesto grave, se inclinó y apagó la radio.
—Llevo media hora queriendo hacerlo.
—Eh, jefe. ¿Por qué ha hecho eso? Es buena música. Relaja mis nervios —protestó el taxista, que no dejaba de golpetear el volante con las palmas, ahora sin ningún ritmo que seguir.
—¿Adónde van?
—Al dentista, en el centro. El viejo de atrás, mal diente. Duele demonios. Dijo me pagaría doble si llevaba rápido. Hasta que me hicieron parar. Me cuestan muy caro, jefe.
—Peor será si no encontramos a quien buscamos. Déjeme ver su permiso. —El taxista estiró el brazo para coger sus papeles, pero se tomó su tiempo para sacar el permiso del sobre protector de plástico que usaba para mostrárselo a los clientes. Mientras perdía el tiempo, se empezaron a oír gritos entre los dos coches de los vigilantes y el coche patrulla que había aparcado junto al control.
¿Nelly?
Han interceptado uno de los mensajes.
¿Interceptado o solo escuchado?
No puedo asegurarlo, pero saben que ha salido un mensaje que preferirían que no hubiera salido… y saben desde dónde se envió.
Por fin, el taxista extrajo el permiso, pero el guardia solo lo miró por encima, puesto que repartió su atención entre el papel y alguien que le gritaba desde uno de los coches.
—¿Cómo se llama? —le preguntó a Kris mientras le devolvía el documento al taxista. El coche patrulla se puso en marcha en dirección sur.
—El abuelo no habla idioma tan bien como mí —explicó el taxista antes de lanzarle un torrente de frases en árabe a Kris, que gruñó, se llevó la mano al moflete hinchado y masculló algo. Sus palabras se perdieron en el aire cuando el primer vehículo lleno de agentes de Vigilancia SureFire salió disparado detrás del coche patrulla.
—Saeed ab Towaan —dijo el taxista.
—Circule —ordenó el hombre de gris mientras se daba media vuelta y corría hacia el último coche que quedaba, presionado por los gritos de un cabo.
—Espere a que se vayan —susurró Kris.
—Ya había pensado en eso —contestó el taxista, que de pronto se expresaba con la misma corrección gramatical que Kris. Aguardó a que el cruce quedase despejado, aceleró poco a poco… y buscó una emisora distinta en la radio, una que a Kris le pareció interesante, después de bajar el volumen.
Varios coches pasaron como exhalaciones junto a ellos, intentando recuperar el tiempo perdido en el control. El taxista se reincorporó el tráfico y miró a su pasajera.
—Bien, ¿adónde desea ir?
—Al elevador —contestó ella antes de escupir la bola de hilo.
—Un viajecito rápido a la judía —dijo él, que puso el intermitente antes de cambiar de carril—. Supongo que sabe de qué iba todo eso.
—Tal vez —respondió Kris.
—Pero el tío Abu me dijo que probablemente usted no me contaría nada.
—En su lugar, yo le haría caso a su tío —dijo Kris mientras se retorcía para quitarse el chaleco y sacaba los brazos de los de la túnica para poder desatarse la gabardina y el uniforme de camarera.
—Sí, pero los tontos viejos se asustan por todo. Cuando eres joven, tienes que vivir un poco —aseveró con una sonrisa.
—Acepte un consejo de una tonta joven. Hágales caso a los tontos viejos y tal vez tenga la oportunidad de vivir un poco —le recomendó Kris mientras desplegaba el uniforme marrón y se contoneaba para librarse de la túnica.
—Sí que parece un asunto grave —observó el muchacho, aunque no tardó en recuperar su aire desenfadado—. ¿Sabe? Es la primera chica que se desnuda en mi taxi. Abu me dijo que a él ya le había pasado, pero pensaba que quería colarme una trola. Espere, no me estropee la vista —dijo cuando Kris se bajó del asiento y se ocultó en el hueco para las piernas.
—Lo siento —dijo ella al ponerse el vestido por la cabeza.
—Oh, cielos, no es justo. Arriesgo mi precioso y joven cuello para ayudar a esta hermosa chica descreída y ni siquiera se me permite mirar un poquito.
Kris se colocó bien el vestido y comenzó a abotonárselo.
—¿Quién le dijo que la vida es justa?
El taxista la miró por el retrovisor.
—Al menos tiene unas buenas peras. —Kris no consiguió disimular una risita. Por otra parte, si el muchacho estaba acostumbrado a ver mujeres ocultas bajo aquellas túnicas amplias, tal vez sus pechos eran la única referencia que tenía. Terminó de abrocharse el uniforme.
—Está muy arrugado —observó el conductor. Kris lo miró y tuvo que darle la razón. Si se deshacía de la gabardina durante el regreso, el uniforme descuidado podría llamar la atención del equivalente a sargento del hotel, quien podría ordenarle que se volviera a casa. El problema era que nunca lo convencería de que su casa era la suite presidencial.
Tendría que pensarlo bien.
La llegada a la estación de elevadores pospuso la meditación. Kris vio que el precio del paseo alcanzaba los tres dígitos, pero en el bolsillo apenas tenía unas monedas. El muchacho se rió y rechazó la tarjeta de crédito que Kris le ofreció.
—El tío Abu me dijo que tal vez no tendría dinero para el taxi. Corre a su cargo —dijo antes de sacar algo de dinero de su bolsillo—. Tenga, para el billete de la judía.
—No puedo aceptarlo —dijo Kris vacilando.
—Y yo no pienso pasar esa tarjeta por mi taxi. A ninguno nos conviene dejar ningún rastro y usted necesita regresar al cielo. Somos árabes, princesa, no idiotas. Pero empiezo a preguntarme si su pueblo lo es.
—No somos idiotas —dijo Kris, aceptando el dinero—. Solo somos orgullosos y obstinados.
—Y quizá no estén acostumbrados a vivir en nuestras calles —observó el taxista con una gravedad que no encajaba con su juventud—. Le diré al tío que la traje sana y salva a la judía. ¿Cree que necesitará ayuda?
Kris levantó la vista hacia la cima del colosal elevador.
—No es la primera vez que subo. Creo que podré apañármelas sola.