Capítulo 9

9

A las nueve, Abby se había superado a sí misma. Tras un inmoral y relajante sesión de belleza, Kris se vistió con un vestido largo de color rojo brillante que habría hecho babear a madre y dejó a Jack preguntándose dónde poner la diana. Kris hizo una mueca.

—Tendrías que pintármela en el cuerpo. —No mostraba un porcentaje tan elevado de su anatomía desde que padre le sacó una foto mientras retozaba por la playa en un caluroso día de verano vestida tan solo con la braga del biquini. Claro que entonces solo tenía cuatro años.

Kris hizo volar la falda dando una vuelta sobre sí misma y descubrió que le gustaba su nuevo yo. Todavía no estaba segura de cómo Abby la había embutido en un sostén resaltante sin espalda ni tirantes, aunque parecía funcionar con pegamento, y Kris no parecía tener intención de quitárselo. La parte de delante se enlazaba a su cuello, se extendía lo justo para tapar lo necesario y después caía hasta la cintura. Estaba orgullosa de aquella estrecha configuración, pues era algo que tenía por sí misma. De ahí colgaban varios volantes vaporosos dispuestos a moverse cada uno a su antojo cuando caminase. Si se movía rápido, su piel se dejaba ver claramente. La mayor parte del tiempo había al menos una capa de color rojo ardiente que la resguardaba del mundo. El material con más peso de todo el conjunto era la faja de la Orden del León Herido, que descendía desde el su costado derecho hasta la cadera izquierda.

Lo único que le suscitaba más curiosidad que ver qué decían sobre su vestido los expertos en moda de aquel planeta al día siguiente era la cara que pondría Sandfire aquella noche cuando viese lo que ella había ganado al desbaratar su plan por arte de magia.

—Y el toque final —dijo Abby mientras sacaba la tiara de oro que compró madre. Kris la miró con recelo. Varias hebras delicadas daban vueltas sobre una filigrana finamente trabajada. La pátina mostraba las marcas del martillo empleado… o una imitación de las mismas. Kris observó un patrón repetitivo y examinó el reverso de la corona. Sí, allí estaba: el diminuto puerto de entrada de datos. Aquel maldito trasto no solo estaba hecho de metal inteligente, sino que además el fabricante había sido demasiado incompetente para incorporar una conexión de radio. Con lo que le gustaba a madre presumir de que databa de la Edad Media de la Tierra, de que fue fabricada en el siglo XX o antes. Abby le colocó la tiara en la cabeza y regresó de nuevo con una automática y con Nelly.

—Y esto lo ponemos aquí —dijo la asistente al acomodar el arma y el ordenador en las caderas de Kris. Un cable fino y bien maquillado para disimular su presencia conectaba a Nelly con el implante de su dueña.

—De haber sabido que tendría que arreglarme así cada dos por tres, habría pedido que me pusieran una clavija secundaria en el ombligo.

—No es un lugar apropiado —comentó Abby arrugando el ceño con gesto sabio—. Una de mis patronas se la hizo poner. Hacía que le sonaran demasiado las tripas. Y cuando un hombre bailaba pegado a ella o se le subía encima, la recepción se iba al infierno.

—Una de sus antiguas patronas —supuso Kris.

—No suelo quedarme mucho tiempo con las estúpidas.

—Entonces ¿mi plan de ponerme al descubierto ante Sandfire es una estupidez?

La asistente dejó de arreglar a Kris por un momento, la miró fijamente y meneó la cabeza con gesto enérgico.

—No lo sabremos hasta que todo haya terminado. Además, se puede decir que la tiene donde quería, y no hay mucho que usted pueda hacer. —Se rió entre dientes—. Es posible que el señor Sandfire lamente no haberle dejado otra alternativa.

—Manos desocupadas por el demonio son usadas y todo eso —convino Kris. No le agradaba la idea de hallarse ante una trampa. Tarde o temprano debía salir. Dio unos pasos para probar los zapatos de casi diez centímetros de tacón que Abby insistía en que eran perfectos para aquel atuendo. El vestido de múltiples capas destellaba a cada paso, y Kris logró mantenerse derecha.

Se detuvo en la puerta de su habitación para mirar a sus amigos. Tommy y Penny esperaban de pie, vestidos con uniforme de gala; el suyo, gallardo; el de ella, desaliñado. Jack tenía un aspecto más pulcro con su frac.

—Muy bien, muchachos, veamos cómo es la vida nocturna de Turántica en la Cima.

—Bueno —dijo Tom a la vez que le ofrecía su brazo—, el fondo ya lo vimos anoche.

En la puerta, Kris encontró cuatro hombres de semblante grave vestidos con frac y corbata blanca y equipados con unos dispositivos comunicadores que llevaban en la oreja, así como dos mujeres ataviadas con vestido largo negro.

—Seis —le dijo a Jack mirando hacia atrás.

Kris prefirió no preguntar quién pagaba; esa debía ser la menor de sus preocupaciones. Con una sonrisa y una señal de asentimiento a su nuevo equipo de seguridad, Kris atravesó el umbral. Por el pasillo se encontraron con dos agentes más. El señor Klaggath había preparado un coche deslizante espacioso y equipado con todo lujo para ellos.

—Todo despejado —le dijo a Jack.

—¿Es necesario todo esto? —preguntó Kris mientras montaba en el coche.

—Princesa, tú haz tu trabajo, que yo haré el mío —dijo Jack mientras se colocaba frente a ella, con cuatro o cinco agentes a cada lado. Penny dio un paso atrás para colocarse junto a Kris.

Como buena princesa, Kris se acomodó en el asiento de la parte trasera del vehículo y se preparó para un largo viaje hacia la Cima de Turántica. El coche inició la marcha, acelerando suave y rápidamente. Nos están observando, avisó Nelly a Kris. Hay varios micros en la araña de luces del elevador.

Cuento con que nos espíen durante toda la noche.

—Sin paradas —dijo Kris, que invitó a Penny a sentarse junto a ella en el sofá durante el que al parecer sería un prolongado paseo.

—No. El astillero cuenta con su propia batería de elevadores, según nos han dicho. Tenemos un expreso desde la estación antigua hasta la Cima.

Kris meditó sobre ello.

—Los astilleros de Nuu comparten el transbordador con Alto Bastión —dijo.

—Bueno, Alta Turántica se enorgullece de tener astilleros que cuentan con elevadores totalmente seguros que comunican el planeta con el astillero —dijo Penny como si estuviera leyendo la portada de un folleto publicitario.

Kris dejó que la conversación se alargase durante un momento y después se tragó un «interesante» antes de dejarlo salir. En lugar de decir nada, miró a Penny enarcando una ceja. La oficial respondió con una sonrisa mínima, como si de pronto también ella encontrase ese tipo de información más interesante que antes.

Nelly, recuérdame que averigüe por qué un muelle espacial necesita su propio transbordador.

Sí, Kris.

Mucho antes de lo que Kris esperaba, el coche deslizante se detuvo con delicadeza. En ese momento se topó con la primera sorpresa de la noche. Esperaba llegar a un salón de baile, tal vez más grande que los que frecuentaba en Bastión, pero, en cualquier caso, un salón de baile. Sin embargo, el espacio que se encontró cuando se abrieron las puertas del elevador, más que un salón parecía un mundo en sí mismo.

A treinta mil kilómetros sobre la superficie del planeta, el cilindro de la estación describía un movimiento rotatorio que permitía que Kris sintiera que el suelo estaba debajo. Los techos de la parte superior solían impedir que la realidad la dejase sin respiración. Allí no había techos. El vacío se extendía sobre ella. A un lado tenía un cristal que permitía ver la vasta negrura espacial y las estrellas desperdigadas. Frente a aquel había un espejo gigantesco que duplicaba y, en cierto modo, ampliaba el espacio. Y en un anillo situado entre ambos, extendiéndose en las dos direcciones y confluyendo sobre ella, estaba aquel lugar único.

Kris decidió que el término «extravagante» no bastaba para describirlo. De pequeña, madre tuvo que recordarle en alguna que otra ocasión que las damas no se quedaban mirando con la boca abierta. «Podrían tragarse una mosca.» Aquella noche, solo el temor de tragarse un micro de vigilancia le permitió cerrar la boca mientras admiraba el sobrecogedor paisaje.

Los coches deslizantes se abrieron en una plataforma de mármol de vistas abrumadoras. Aferrada con delicadeza al brazo de Tom, lo guió mientras daban una vuelta para ver la totalidad del paisaje. Tres amplias escaleras serpenteaban perezosamente alrededor del lugar para que la gente pudiera avanzar unos veinte metros y acceder a distintos escenarios.

—Uau —susurró Tommy por fin.

—El abuelo podría usar este sitio como palacio —dijo Kris.

—Parece que lo construyeron con esa idea en mente —observó Jack con sequedad, lo que le valió una mirada interrogante de Penny. Quizá la construcción de imperios ya no fuese una metáfora.

—Y aquí llega el emperador —susurró Tommy.

De un coche que acababa de llegar se apeó un grupo de mujeres relumbrosas pero mínimamente vestidas. Casi perdido entre el resplandor de las féminas había un hombre vestido de un sobrio negro. Corbata negra, camisa negra y frac y pantalón negros. Su cintura y su cuello despedían destellos dorados: la primera la llevaba rodeada de una faja; del segundo colgaba una señal de oficio apropiada para un chambelán de tiempos pasados.

Kris dirigió a Tommy hasta el hombre oscuro, como los toreros que, sonrientes, se aproximaban a los astados más bravos en las ahora prohibidas corridas de toros.

—Interesante conjunto de joyería —observó Kris al detenerse frente a su anfitrión.

Demasiado enfrascado al parecer en la cháchara con su harén como para percatarse de su presencia, se giró al oírla hablar. Podría haber seguido ignorándola, pero pestañeó al fijarse en las piedras preciosas que lucía Kris. Si llegó a fruncir los labios de un modo imperceptible, prefirió cambiar su semblante al instante siguiente.

—Debo decir lo mismo del suyo —dijo en voz baja.

—El mío me lo tuve que ganar —señaló Kris mientras toqueteaba el medallón de su cintura.

El sultán se pasó la mano perezosamente sobre su peto de oro.

—Esto es una simple chuchería. Me han dicho que tiene algún valor histórico. A mí solo me gusta porque impresiona a las chicas —reconoció mientras le daba una palmadita en los glúteos semidesnudos a una de las piezas de su colección. Kris no se inmutó, sino que mantuvo sus ojos fijos en los de él. A ella no se le pasó por alto que dos de las mujeres que permanecían detrás del hombre oscuro empezaban a alborotarse. Una de ellas se fijó en Tom, que seguía junto a Kris; de inmediato, con disimulados parpadeos y asentimientos, hizo que sus compañeras se fijaran en él. Muy interesante.

Sandfire rehuyó la mirada de Kris y señaló con gesto sucinto el escenario que los rodeaba.

—Permítanme mostrarles lo que algunos denominan mi Cúpula del Placer. —Dio un paso adelante y le ofreció su brazo a Kris. Con una leve reverencia, Tom retrocedió para unirse a Penny y Jack. Los dos séquitos se distribuyeron en semicírculos alrededor de las dos figuras principales; Kris con su destacamento de seguridad a su derecha y Sandfire con su rebaño de bellezas a su izquierda.

Kris dejó que su mirada ascendiese hasta el muro trufado de estrellas, que le causó admiración.

—No cabe duda de que es una cúpula preciosa.

—Sí, pero al igual que sucede con tantas otras cosas en esta vida, lo importante es con qué la llene uno. Me alegré mucho al saber que se encontraba en la ciudad y que, por así decirlo, su vuelo se cancelara. Pero no quiero que solo la gente como nosotros pueda acceder a los placeres de este lugar —dijo Sandfire mientras guiaba a Kris en círculo por la plataforma—. ¿Qué clase de mundos serían los del sector exterior si una vista como esta estuviera reservada para la élite?

Sandfire no extendió la pausa que abrió en su monólogo lo suficiente para que Kris tuviera ocasión de mencionar a la población de Katyville.

—Tenemos restaurantes en los que se cocinan platos procedentes de todos los rincones del espacio humano. —La escalera central transportaba a la gente hasta una zona comercial repleta de cafeterías a pie de calle, carritos ambulantes y zonas con mesas. La escalera derecha descendía hacia una fuente móvil que contaba con sus propios comercios y restaurantes—. El agua no se utiliza como mero espectáculo. Hay un hipódromo donde se practican todo tipo de deportes y juegos acuáticos —dijo señalando hacia arriba—. Disponemos de la tecnología de control del sonido más puntera, de modo que las personas que están disfrutando en una parte no molesten a las que las rodean.

Al pie de la escalera izquierda se extendía un jardín repleto de arriates, setos vivos y mesas pequeñas. A lo lejos, por encima de Kris, decenas de parejas giraban al son de lo que debía de ser un antiguo vals, aunque no oía nada.

Tras ella se abrieron las puertas de un coche, del que empezaron a brotar chillidos de ilusión. Un grupo de niños, cuya edad oscilaba entre los cuatro y los doce años, salió corriendo del elevador bajo la mirada vigilante de sus padres o de sus niñeras, vestidas con remilgo. Se lanzaron por la primera escalera, desoyendo los «No corráis», «Agarraos a la barandilla» y «Lleva a tu hermana de la mano» que los adultos le vociferaban a su estela.

Sandfire sonrió al ver los niños. Era una sonrisa retorcida, como la que despliega una serpiente a la vista del pájaro que piensa devorar.

—Los mundos del sector exterior son jóvenes y prósperos. ¿Cómo podría venir la gente a divertirse aquí si no hubiera un sitio para que sus retoños disfruten también?

—A mí me parece que ya tendrían que estar acostados —observó Kris.

—Pero la gente trabaja en horarios muy distintos. Nuestra población crece tan rápido que muchas de las escuelas tienen que hacer dos y hasta tres turnos. Es algo muy conveniente para los padres, porque trabajen de día o de noche, pueden compatibilizar su horario con el de sus hijos. Sospecho que nuestro Parque de Diversión Juvenil está lleno las veinticuatro horas del día. Es un espectáculo. Si su estancia se alarga, pásese y disfrute del mismo.

—Lo tendré en cuenta —dijo Kris, que sintió un repentino escalofrío por su espalda. Así es como se siente el pájaro.

—Creo que llegamos tarde al baile. —Sandfire sonrió.

—En ese caso, permítame regresar con Tom, y yo le dejaré volver con su señora —dijo Kris optando a conciencia por el singular.

Sandfire entregó a Kris a Tom con naturalidad.

—¿Lo conozco, joven? —le preguntó al hombre al que había secuestrado.

—Me temo que no nos han presentado formalmente —dijo Tom sin sobresaltarse… ni quedarse sin palabras—. Soy el teniente Tom Lien, de la Marina de Bastión. —No le tendió la mano.

—Soy Calvin Sandfire, empresario de cierto éxito. Si alguna vez necesita trabajo, búsqueme.

—Dudo que alguna vez necesite algo así —dijo Tom, que tomó a Kris del brazo y la guió hacia la escalera amplia que los llevaría hasta el jardín de las parejas de bailarines.

—Oh, casi lo olvido —añadió Sandfire tras ellos—. Se ha desatado una plaga de nanos de capacidad y procedencia desconocidas. Por supuesto, nuestros nanos de seguridad están haciendo todo lo posible por controlarlos, pero tal vez prefieran no decir nada que no deseen ver en los noticiarios de mañana. Ya saben cómo son.

—Gracias —dijo Kris con precisa elegancia—. Hemos tenido el mismo problema en mi suite. Según dice mi equipo de seguridad —comentó a la vez que se inclinaba levemente hacia Jack—, tuvieron que destruir todo un enjambre de esos diablillos. Supongo que determinados canales de noticias están dispuestos a todo con tal de obtener una fotografía comprometida de una princesa.

—Un comportamiento lamentable —convino Sandfire mientras, seguido de su harén, se alejaba de la zona del baile—. Es el precio a pagar por la democracia.

—Es muy fácil odiar a ese hombre —dijo Tom al tiempo que descendía con Kris por la escalera de mármol, que estaba cubierta por una gruesa moqueta.

—No se habla de temas confidenciales —le recordó Kris con una sonrisa.

—Bueno, tiene que saber que lo odio a muerte —dijo Tom sin perder su gesto risueño.

—Tom está en lo cierto —observó Jack tras ellos.

—Sí, pero será mejor que esta noche mantengamos la calma —dijo Kris. Al pie de las escaleras los esperaba un hombre vestido con calzón corto y chaleco de tela dorada. Sostenía un báculo de madera tallado con minuciosidad y coronado con una esfera de plata. Cuando Kris alcanzó el último escalón, el hombre golpeó el suelo con el báculo para que todos prestaran atención.

—Permítanme presentarles a su alteza real, la princesa Kristine de Bastión, y a su escolta.

—Empieza el espectáculo, amigos. Cerciorémonos de que los clientes que han pagado rentabilicen la inversión —ordenó Kris con afectada elocuencia.

Al instante siguiente, Kris se sumergió de lleno en la multitud. Tuvo que recurrir a sus más avanzadas tácticas de supervivencia para mantener la sonrisa en la cara y la mano pegada al brazo. Esto, como de costumbre, le resultó más complicado de lo que debería, puesto que algunos hombres consideraban que estrecharle la mano haciendo menos fuerza que un oso socavaba su masculinidad.

Después estaban los que se permitían la libertad de darle besos, unos más carnosos que otros, o de dejarle las mejillas llenas de babas. Nelly, nota para Abby: busque una crema de ligero sabor amargo. A ser posible elaborada con hiedra venenosa.

Si así lo deseas, Kris.

Así lo deseo.

Uno de sus atrevidos asaltantes le confesó que llevaban esperándola desde que subió al elevador. «¿Cómo es que se ha retrasado tanto?»

Kris evadió el interrogatorio sonriendo y girándose para mirar a otro admirador boquiabierto. Así, fueron naciendo las conversaciones más triviales. «¿Está disfrutando de su visita?» «¿Ha tenido ocasión de visitar los cotos de caza del continente norte?» «Debería ver las playas que tenemos en la costa sur. En algunas ni siquiera es necesario llevar bañador», le decían bien con miradas lascivas o bien con risitas tontas que no siempre dependían del sexo de quien le lanzase la propuesta. Kris siempre se las apañaba para no comprometerse con sus respuestas y bailó con distintos jóvenes que creía que no le pisarían los pies. Se equivocó varias veces. Observó que en la burbuja que la rodeaba nadie quiso hablar de política ni de la cuarentena. Habló sin parar, hasta sentirse como un salmón que nadase río arriba. Solo deseó que si alguna vez llegaba a un remanso no necesitase desovar.

De pronto, cuando ya no se sentía capaz de articular un «Hola», «Encantada de conocerlo» o «Qué velada tan espléndida» más, llegó a una balsa tranquila. Cuando la paz empezó a extinguirse, Kris se vio en compañía de una sola pareja. O bien, gracias a algún dios clemente, no sabían qué decirle o bien pertenecían a esa rara subespecie humana que encaraba el silencio sin ningún miedo.

Kris dejó que su sonrisa se marchitase.

—Nunca pensé que el trabajo de princesa pudiera ser tan arduo —le dijo con una breve risa al hombre delgado y medio calvo que vestía de esmoquin blanco.

La mujer que lo acompañaba, rubia y vestida con un traje de fiesta corto de color azul, también dejó escapar una risita.

—Seguro que mi madre diría que más duro era servir al mando de su abuelo Peligro.

—¿Cuándo conoció a mi abuelo? —Los ojos de Kris se iluminaron. Por fin, una conversación de verdad.

—Ella era soldado, la llamaron a filas durante la guerra de Unidad.

—Ay —dijo Kris—. Me contaron que tuve suerte de que viviese lo suficiente para tener descendencia. Parece que compartimos la misma suerte.

—Eso es lo que su madre solía decirle —intervino el hombre, que le dedicó a su esposa aquel tipo de sonrisa que pone un hombre cuando es consciente de lo afortunado que es.

Kris miró a su alrededor. No parecía haber ninguna nueva horda de aduladores al acecho, de modo que se acercó a una mesa, se sentó e invitó a la pareja a unirse a ella.

—¿Cuánto tiempo llevan aquí, en Turántica? —les preguntó.

—Mis padres se establecieron aquí —explicó la mujer—. Conocía a Mel en la universidad. Su familia llegó con los primeros colonos, y él siempre insistió en que yo también echase raíces aquí —dijo mientras ponía su mano sobre la de su marido.

—Mi esposa es demasiado modesta. —El hombre sonrió—. Representa al Duodécimo Distrito Senatorial, mientras que yo soy un simple contable de Industrias Haywood. El volumen de producción es enorme. Turántica es un lugar precioso para criar a un niño. Nuestra hija ha estado esquiando esta tarde y participará en la regata del próximo fin de semana. ¿En cuántos lugares se puede hacer todo eso sin alejarse más de cien kilómetros de casa?

—En pocos. Me gustaría conocer más regiones de su planeta, puesto que por el momento no puedo regresar a casa.

—Oh, sí, es una epidemia horrible —convino la senadora.

—Farmacéutica Nuu tiene una vacuna. ¿No está disponible?

La pareja intercambió una mirada; el hombre miró a otra parte. Su esposa respiró hondo.

—No dispongo de información oficial sobre este asunto, pero algunas personas que conozco han oído cosas al respecto. Como sabrá, no conviene creerse todo lo que dicen los noticiarios. —Kris asintió y se preguntó por qué de pronto la senadora se andaba por las ramas—. El caso es que he oído que hay una sucursal de Nuu en Heidelburg, pero no facilitarán la vacuna hasta que el Gobierno acepte pagar cinco mil dólares de Bastión por dosis.

—Sí —dijo Kris—, es uno de los trucos fiscales del abuelo Al. Fijó ese precio para la vacuna, y después lo dona para desgravar impuestos.

—Esta vez no se ha oído hablar de donarlo —comentó el marido—. Tal vez se deba a los problemas que están sufriendo los sistemas de comunicación y todo eso.

—La donación es el procedimiento habitual —aclaró Kris con sequedad—. Nelly, ponme con el distribuidor en superficie de Farmacéutica Nuu.

—Envié una llamada a ese número la primera vez que se mencionó —dijo el ordenador, que parecía muy orgulloso de sí mismo por ir un paso por delante de su dueña—. No contestan.

—No me importa si no aceptan la llamada, Nelly —insistió Kris, consciente de que su sonrisa ya no tenía nada de agradable—. Activa su teléfono y sube el volumen —ordenó con la esperanza de no estar saltándose demasiadas leyes turánticas del derecho a la intimidad delante de una legisladora en activo. La senadora sonreía.

—Listo, señora —dijo Nelly.

—Soy Kris Longknife, una de las accionistas principales de Empresas Nuu. ¿Con quién hablo?

Harold Winford es el director, intervino Nelly.

Gracias, Nelly, pero quiero que me lo diga él.

—Conmigo —respondió un hombre que parecía estar mareado—, Harry Winford. ¿Quién ha dicho que es?

—Soy Kris Longknife, y puedo hacer que mi ordenador le diga con exactitud a cuánto asciende el valor de mi parte de Empresas Nuu, si eso fuera preciso para que me preste atención.

—No, me acuerdo. Es la princesa Longknife. He oído que esta noche asistirá a un baile o algo así.

—Estoy en el baile; si le sirve de ayuda, puedo subir el volumen para que oiga la música.

—No, no, no será necesario.

—Bien, Harry, los rumores de sociedad cuentan muchas cosas, y he oído que en Turántica hay alguien que dispone de la vacuna del ébola del abuelo Al y no la está haciendo circular.

—No puedo ponerla en circulación.

—Harry —Kris decidió almibarar un poco la voz—, no cobramos cinco mil por dosis. Donamos el dinero y nos acogemos a la deducción de impuestos.

—Lo sé, señora. He leído la política de la compañía.

—En ese caso, ¿por qué los medios no hablan de que Empresas Nuu está distribuyendo el medicamento?

—Porque no lo tengo y no lo puedo distribuir.

—¡¿Qué?! —La senadora y su marido habían estado siguiendo la conversación. Mel parecía disfrutar imaginándose a otro director al que la llamada de su superior había cogido desprevenido. La senadora asintió ante el restallar del poder político. Ambos agravaron su semblante de puro asombro, emoción que también embargó a Kris.

—Señora, esta mañana mi ordenador me informó de que había cien mil frascos de medicamento, suficientes para unos cinco millones de dosis. Cuando fui a revisar los frascos, descubrí que los estantes estaban vacíos. No hay ni uno. Nada.

—¿Cuándo fue la última vez que los revisó?

—El último inventario completo se realizó hace cuatro meses.

—¿Ha informado a la Policía? —preguntó Kris, que miró a su alrededor en busca del inspector Klaggath. Estaba ocupado hablando por su unidad de muñeca.

—Di el aviso. Vinieron tres polis, hicieron lo de siempre y me hicieron firmar ya no sé ni cuántos papeles. Se lo dije a los medios, pero siempre que le cuento a alguien que me han robado, se limitan a mirarme y preguntarme cuánto.

Kris suspiró; no sabía hasta qué punto creerse aquella historia.

—Disculpe la interrupción, Harry; puede seguir durmiendo.

—Claro, como si pudiera.

Kris miró a la senadora. Había sido una demostración de poder muy contundente para una obradora de milagros. Hasta el punto de que había saltado por un precipicio. Se encogió de hombros, un gesto muy interesante dado el vestido que llevaba puesto.

—Ahora ya saben tanto como yo.

—Pero ¿quién las robó? —preguntó Mel.

—¿Inspector Klaggath? —dijo Kris.

—Disculpe, señora —dijo él mientras se acercaba—. No es de mi competencia. He hecho algunas llamadas y quizá pueda decirle algo dentro de poco, pero tan solo podré pasarle información. No tendré datos adicionales.

—¡Pero los medios no se van a hacer eco del robo! —exclamó Kris, consciente de cómo afectaría eso a las relaciones públicas.

—Si es que en efecto se trata de un robo —dijo el inspector.

Kris no pudo responder a eso. Y el motivo por el que había disfrutado de aquel respiro debía de haber pasado, puesto que una nueva y alborotada manada de admiradores se acercaba a ella.

—Parece que habrá que seguir estrechando manos y sonriendo —dijo mientras se ponía de pie.

—Oh, ni siquiera nos hemos presentado, Mel —dijo la senadora, que también se levantó—. Me llamo Kay Krief y este es mi marido, Mel. Como le hemos dicho, nuestra hija, Nara, compite este fin de semana. Me gustaría que pudiera acercarse a su barco para desearle buena suerte —dijo Kay, que le tendió la mano y una tarjeta oficial.

—Será un placer —dijo Kris, que aceptó la tarjeta y se la pasó a Penny. Kris no sabía en qué parte del vestido podría guardarse una tarjeta.

—A Nara le encantaría —dijo Mel.

—Los llamaré —dijo Kris antes de girarse hacia la que resultó ser una muchedumbre con epicentro. El embajador Middenmite sonrió y le presentó a un hombre de estatura media y constitución recia—. Izzic Iedinka, presidente de Turántica.

Kris le tendió la mano, pero el presidente, en lugar de estrechársela, se la besó, con bastante elegancia. Al erguirse de nuevo, momento en que se pudo apreciar que era un par de centímetros más bajo que Kris, dijo:

—Espero que esté disfrutando de su estancia. ¿Ha venido por negocios?

—En principio, sí —respondió Kris—, pero ese asunto ya está resuelto. Ahora he decidido quedarme por placer.

—Ah, sí, la cuarentena. Me temo que en ese sentido no se puede hacer nada.

—He oído que el suministro de vacunas contra el ébola que Farmacéutica Nuu tiene en el planeta ha sido robado.

—Discúlpeme, ¿hay una vacuna para esta cosa? —Una mujer que había junto a él dio un paso adelante y le susurró algo al oído—. ¿La hay? ¿Por qué no se me informó de ello? —El presidente volvió a mirar a Kris con una sonrisa lánguida—. Al parecer ha desaparecido, supongo. Estoy seguro de que mi Policía tendrá algo que contarnos mañana por la mañana. ¿De acuerdo? —dijo, mirando en parte hacia atrás por encima del hombro.

—Sí, señor presidente.

—Me apena ver que las han robado —dijo Kris con la sonrisa más sincera que pudo fingir—, puesto que la política de mi abuelo no permite lucrarse a través de sucesos tan trágicos. Mi representante de Turántica ya me ha asegurado que estaba sacando la vacuna de los almacenes para donarla al proyecto de ayuda.

—¿Sí? Es un acto loable por su parte —comentó el presidente con sorna—, aunque espero que sepa disculpar a este viejo chalán si le digo que no podrá mantenerse en el negocio haciendo este tipo de cosas.

—No podría estar más de acuerdo con usted. —Kris sonrió—. Pero hemos observado que la desgravación de impuestos que obtenemos por la donación cubre los costes sobradamente.

—Ah, claro —dijo el presidente, que estiró el dedo índice a modo de pistola e hizo como que disparaba a Kris—. Es todo un hombre de negocios, ahora lo entiendo.

Kris esperaba que así fuera.

—He llamado a Empresas Nuu para que envíen una nave rápida a recogerme. Puede traer más vacunas. Envié el mensaje a primera hora de la mañana, pero no tengo confirmación de que haya salido.

—No es muy probable que lo haga, joven —le informó el presidente—. Al parecer el incendio que se produjo en el centro de comunicaciones de la estación causó más daños de los esperados, incluso en los equipos que seguían funcionando. Todo está inoperativo. Por lo que sé, están recorriendo toda Turántica en busca de materiales con los que volver a ponerlo en marcha.

Lo cual dejaba a Kris aislada por completo en aquel lugar.

—¿Hay alguna posibilidad de comprar una nave para salir del planeta?

—No. Hasta que se certifique que no hay ningún riesgo para la salud, he dado orden de cancelar todos los envíos. En el caso de que una nave llegue a encender sus motores, una unidad de guardias se presentará para investigar el porqué, y si alguna lograse escapar, los artilleros de la estación tienen orden de derribar cualquier nave que parta hacia un punto de salto. La responsabilidad que tengo para con la humanidad es algo que me tomo muy en serio —dijo llevándose la mano al chaleco de su esmoquin.

Hora de cambiar de tema.

—Me han comentado que dentro de poco habrá elecciones. —Kris sonrió.

—Sí, dentro de un mes y veintiséis días. Pero ¿qué más da? —Se rió entre dientes—. Tal vez sean las elecciones más importantes que se convocan desde que la primera nave aterrizase en Turántica. Las cosas han cambiado. La humanidad debe adaptarse, y también nosotros —dijo como si entonase un discurso demasiado artificial. Pero antes de que Kris tuviera ocasión de interrumpirlo, él mismo cambió de tema—. Esta noche hablaré en una cena de doscientos cincuenta mil dólares el plato. Asistirá, ¿verdad?

—Esta noche no tengo una agenda muy apretada —contestó Kris.

—La buscaré —le aseguró el presidente, que parecía dispuesto a continuar su camino. No obstante, un muchacho se le acercó para susurrarle algo al oído—. ¿Sí? —dijo el presidente mientras el muchacho señalaba la cintura de Kris. Por un momento, el presidente, cuyo gesto ahora se retorcía en una mueca de cólera, pareció querer ensartarla con los ojos—. Joven, me comentan que esa que lleva ahí es la Orden del León Herido que se concede en la Tierra.

—Sí, señor presidente. —Por fin le llegaba a Kris su turno para disfrutar.

—Por lo general, solo se concede a título póstumo.

—Como puede ver, yo estoy muy viva.

—He oído todo tipo de historias sobre lo que sucedió en realidad hace unos meses en el sistema París entre la flota de combate terrestre y la flota de Bastión.

—Estuve allí —dijo Kris con orgullo— y yo también he oído los relatos más variopintos de lo que ocurrió. —Y no espere que le cuente mi versión, señor presidente.

—Es una situación muy confusa —murmuró el presidente, que miró a su consejero por encima del hombro, quien permanecía a su espalda—. Muy confusa.

—Señor presidente, seguro que conoce el viejo refrán sobre la niebla de guerra —contestó Kris demasiado orgullosa de sí misma como para cambiar de tema y midiendo sus palabras con precisión—. Mientras más se adelante en la punta de lanza, más niebla encontrará, señor, y en París yo me encontraba todo lo delante que se podía estar.

Tommy, que había estado escuchando con discreción, se inclinó para hablarle a Kris al oído.

—Y conviene evitar que te metan la maldita lanza por el trasero.

Al parecer el presidente no oyó la recomendación de Tom. Meneó la cabeza, repitió «Muy confusa» de nuevo y buscó nuevas manos que estrechar y aportes que recaudar. Kris, sin embargo, tomó al embajador por el brazo.

—Señor, tengo un problema. En mi trabajo habitual, en la Marina. Ya ha transcurrido la mitad de la semana que tengo de permiso y puesto que aún no he iniciado el viaje de vuelta, me temo no solo que tendré que alargar mi estancia, sino que además me resultará imposible dar parte de mi situación. ¿Hay al menos algún agregado militar al que pueda avisar?

—No lo sé, Alteza. Supongo que en mi equipo hay varios miembros que visten uniforme. —Penny, situada al otro lado de Kris, carraspeó. El embajador la miró como si acabase de percatarse de su presencia—. Ah, sí, la conozco. Trabaja para mí, ¿no es así?

—En Intercambios y Aprovisionamiento Militar, señor.

—Bien, entonces se ocupa usted de esto, ¿verdad? Asegúrese de que no le pase nada. He oído historias sobre la mocosa del primer ministro, no crea que no, jovencita —dijo el embajador, que quiso ablandar sus palabras con una sonrisa condescendiente.

Como me acaricie la barbilla, le doy un rodillazo en la entrepierna, se prometió Kris a sí misma, pero el embajador se giró y siguió al presidente hacia el sector político, con lo cual Kris tenía dos opciones: quedarse allí con los aduladores o mezclarse con las altas esferas políticas de Turántica. Al parecer, declarar Bastión territorio extranjero no significaba que el presidente no quisiera el dinero de ella, incluso las donaciones de la realeza. Kris meneó la cabeza; el bisabuelo Ray se pasó un día entero recitándole todas las cosas que ya no podía hacer. Unirse a los políticos equivalía a lanzarse en el extremo profundo de la piscina de otro, un extremo donde quizá se le exigiría que se implicase en cosas que el bisabuelo Ray aún prefería evitar. Al menos entre los aduladores no había encontrado ningún tiburón que mordiese más fuerte que ella.

Regresó a la fiesta.

Durante la media hora siguiente, Kris continuó mezclándose con la multitud. Más conversaciones sobre el clima, sobre lo bonita que era Turántica, sobre lo bien que sentaba vivir sin la opresión de la Tierra y sobre lo increíbles que eran sus bisabuelos entonces, con la mitad de la gente preguntándose qué le habría dado al bisabuelo Ray para dejarse nombrar rey. A la otra mitad le entusiasmaba la idea. Y, por supuesto, no faltaban las madres que le ofrecían a sus hijos solteros, los cuales estaban a su total disposición, para que considerase la idea de aceptarlos en matrimonio. Por suerte, pocos de ellos se encontraban presentes. Los que sí estaban allí parecían o bien torpes y retraídos o bien groseros y atrevidos. Kris se preguntó si sería demasiado tarde para ingresar en un convento en lugar de volver con la Marina.

Cuando estaba a punto de anunciar que ya había sufrido demasiado y que se había ganado el derecho a retirarse a la suite de su hotel, la senadora Krief apareció de nuevo, esta vez acompañada de unas diez personas. El grupo separó a Kris de la multitud con bastante destreza para llevarlas hasta un rincón tranquilo preparado con mesas y sillas.

—Me dio la impresión de que necesitaba que la rescatasen —explicó Kay.

—Una impresión acertada —admitió Kris.

—¿Una copa? —preguntó Mel. Kris pidió algo ligero y suave; el hombre se alejó mientras su esposa hacía las presentaciones.

—Pensé que le gustaría conocer a algunas de las personas que no asistirán a la recaudación de fondos del presidente. El senador Kui —un hombre menudo de pelo canoso le hizo una leve reverencia a Kris— y su esposa. —Una mujer ataviada con un vestido rojo de estilo quimono sonrió—. La senadora Showkowski —una mujer corpulenta que llevaba un vestido azul brillante asintió— y su marido. —Un hombre aún más grande vestido con frac y una corbata blanca mal atada no sonrió ni asintió, sino que miró a Kris como si esta fuese una araña—. El senador LaCross— un hombre alto y esbelto, le hizo una reverencia elegante— y su cónyuge. —Otro hombre, un poco más bajo pero igual de delgado. Le hizo una reverencia tan elaborada como la del senador.

Mel regresó con bebidas para todos. Kris dio un sorbo y se acomodó. Al mirar a su alrededor, observó que Jack había dispuesto a sus agentes en un semicírculo que no solo impediría que le alcanzase ninguna bala perdida, sino que también les cerraría el paso a las madres más entusiastas.

Los demás ocuparon sus sillas y se miraron entre sí sin decir nada.

—Bien —dijo el señor Showkowski para romper el silencio—, ¿Bastión piensa tenernos tan oprimidos como la Tierra?

—Dennis —lo reprendió su senatorial esposa.

—Bueno, es lo que todos quieren saber. ¡Políticos! Tienen miedo de preguntar. De acuerdo, Longknife, ¿cuál es el plan?

Ahora sí que empezaba el espectáculo. Kris se inclinó hacia delante en su asiento.

—Puesto que yo no me dedico a la política, puedo responderle sin rodeos: no lo sé. ¿Por qué lo pregunta?

—¿No lo sabe? —exclamó el senador LaCross.

—Vamos, amigos, de día sirvo en la Marina. Las noches suelo dedicarlas a hacer de princesa. No me queda mucho tiempo para seguir las noticias. Es posible que me hayan confundido con mi padre o mi bisabuelo —dijo Kris con una sonrisa de oreja a oreja.

—Dábamos por hecho que usted sabría qué as se guardan en la manga —le reveló Kay Krief.

Kris alzó sus brazos desnudos.

—Yo en las mías no guardo nada. Y estoy segura de que la mayor parte de los políticos de Bastión saben tan poco como ustedes de lo que pretenden hacer los Sensibles Unidos.

—Me cuesta creerlo —declaró el senador Kui.

—Están hablando de ochenta planetas soberanos —señaló Kris—. Todos tienen voto en la asamblea legislativa. Ni siquiera están seguros de si será una asamblea de una, dos o tres cámaras, por lo que he oído.

—Pero el rey Ray es… —empezó a decir Dennis Showkowski.

Kris lo interrumpió.

—No tiene derecho de veto, carece de la autoridad necesaria para proponer leyes. Lo único que controla son sus propias palabras.

—Pero creía que al nombrarlo rey todas las políticas que él apoyaba en defensa de la Sociedad de la Humanidad se transmitirían a lo de los Sapientes Unidos.

—Sensibles —lo corrigió Kris meneando la cabeza—. Escuchen, la única razón verdadera por la que el bisabuelo fue nombrado rey era retirar a mi familia y su dinero de la política de los Sensibles Unidos. ¿Mi padre dimitió como primer ministro de Bastión? No. ¿Alguien lo llama príncipe en Bastión? Nunca dos veces. —Papá tuvo que luchar y protestar lo indecible para que se acabara el asunto del príncipe. Kris lo había intentado, en vano—. Lo cierto es que nadie sabe qué significa todo esto. Quien quiera un billete, que lo pague —sentenció, citando uno de los dichos preferidos de su padre—. Y quien quiera que se le escuche, mejor que embarque pronto, antes de que todo esté listo y los burócratas digan «Pero siempre lo hemos hecho así».

Su declaración extrajo una sonrisa de los legisladores que la rodeaban.

—De modo que está diciendo que el rey Ray no va a imponer el Tratado de Bastión en el asunto de los lo que quiera que sean Unidos —dedujo Dennis.

Kris respiró hondo. Sabía qué opinaba el bisabuelo Ray al respecto.

—He oído al bisabuelo Ray decir que cree que es hora de que continuemos explorando. La guerra de Iteeche fue el resultado de un cúmulo de conflictos. Nos encontramos con los alienígenas cuando los piratas humanos llegaron a sus planetas periféricos, gobernados de forma anárquica. Los humanos y los iteeche nunca se verán cara a cara. Creo que el bisabuelo Ray está muy a favor de llevar a cabo una exploración autorizada y organizada de las inmediaciones del sector exterior. Somos seiscientos planetas. Ahora la humanidad debe expandirse más rápido. La Tierra se equivocó al intentar frenarnos.

—¿Seguro que eso es lo que opina su bisabuelo? —preguntó la senadora Krief.

—Sí.

—Pero, como usted dice, no tiene poder para imponer su punto de vista —observó el senador Kui, que sonrió con calidez.

Kris se encogió de hombros.

—Conocen a mi bisabuelo Ray.

—Sí —contestaron varios de los senadores.

—Sin embargo, nos gustaría oírlo de su boca.

—Envíenle un mensaje —propuso Kris—. Seguro que estará de acuerdo conmigo.

—Imposible. No se puede enviar mensajes —explotó Dennis—. Tengo contratos que firmar. No puedo sacar mercancías. No tengo modo alguno de avisar a nadie de que no llegaré a tiempo, ¡de que no sé cuándo podré enviar nada! ¡Maldita sea, esto es un caos!

—La situación ya está afectando a los mercados —informó el senador LaCross—. Según mis contactos, mañana empezará una oleada de despidos. Cuando los informativos se hagan eco, no tardará en cundir el pánico.

—Y empiezan a circular rumores según los cuales el hecho de que el brote de ébola viniera acompañado de una caída de las comunicaciones entraña una casualidad demasiado increíble —dijo Mel Krief mirando a todo el grupo—. Demasiado.

Kris no podía estar más de acuerdo, pero no compartiría con ellos la información de la que disponía.

—¿Por qué lo dice?

—La competencia entre nuestro vecino Hamilton y nosotros se ha vuelto muy cruenta en los últimos tiempos. Y a lo largo de estos dos últimos años han surgido rumores acerca de asuntos que podrían considerarse chanchullos. Sobre capitanes de naves que en principio deberían haber realizado entregas aquí pero que se dejaron sobornar y tomaron rutas más largas para entregar con retraso. Sobre determinados contenedores que fueron descargados allí y en lugar de aquí. Ya sabe, ese tipo de problemas que perjudican pero que nunca se elevan a los tribunales. Después su asamblea legislativa reduce los impuestos sobre ciertas propiedades para que sus empresas nos superen en competitividad. Y el mes pasado nos clavaron un arancel en nuestro vino —dijo Mel, que meneó la cabeza—. Cada semana pasa algo nuevo. Sabe el cielo qué estarán tramando ahora.

—Eso es lo que me da miedo —gruñó Dennis.

—Así que hay rencillas entre ustedes —observó Kris.

—Sí —admitió Kay—, y con el fin de la Sociedad no debemos olvidar que en los malos tiempos este tipo de problemas los solucionaban los buques de guerra y los ejércitos.

—¿Cómo podríamos olvidarlo con Una bandera para Montaña Negra, el gran éxito del verano? —dijo el senador Kui.

—Apuesto a que su abuelo Peligro ignora que es el ídolo de la mitad de los niños de Turántica —comentó LaCross.

—Conociendo al abuelo Peligro, dudo que le gustase la idea.

—Pues ya lo ve —dijo Kay—, tenemos una gran necesidad de alcanzar acuerdos mercantiles, una corte central para zanjar disputas en el menor tiempo posible, algunas normativas sobre salud pública y médicos que acaben con esta cuarentena.

—¿Por qué no redactan las leyes ustedes mismos? —preguntó Kris.

—No suelo estar de acuerdo con los conservadores —dijo Kay—, pero no podemos declararnos aptos a nosotros mismos en el sentido sanitario. Todo el mundo tiene que estar de acuerdo en que lo somos o de lo contrario las naves que se detengan aquí no podrán viajar a ninguna otra parte. La sociedad se ha dividido demasiado rápido para nosotros.

—Para mí no —espetó Dennis—. Tal vez no pensamos con detenimiento en todos los aspectos, pero debíamos deshacernos de la Tierra.

—Sí, nos deshicimos de la Tierra, pero ¿qué hemos ganado a cambio? —preguntó Kui.

Nadie tenía una respuesta para eso. En ese momento tres mujeres maduras y entradas en carnes comenzaron a hacer presión en la barrera que formaban los guardias de Kris, una de ellas seguida por su hijo, alto y corpulento.

—Creo que debo retomar mi labor social —dijo Kris al tiempo que se levantaba.

—¿Le he hablado de mi hijo? —le preguntó la senadora Showkowski con una media sonrisa.

—Envíeme una foto —le sugirió Kris, que se giró hacia Jack—. Mientras antes me lleves al coche deslizante, menos probabilidades habrá de que mate a alguien.

—Sus deseos son órdenes —respondió su agente de seguridad.

Kris se abrió paso entre una nube de madres sin dejar de sonreír ni de saludar con la mano. Avanzaba a buen paso hacia el coche cuando las luces parpadearon. ¡Hemos sufrido un fallo de suministro! ¡Todos los sistemas de seguridad están inoperativos!

El aviso de Nelly quedó amortiguado por la orden que Jack dio en voz baja.

—¡Al suelo!

Kris comenzó a agacharse y quiso sacar su pistola automática con la mano derecha, pero Penny tenía otros planes. Las piernas de Kris desaparecieron de debajo de ella cuando la teniente de la Marina le hizo un barrido. Kris giró sobre sí misma mientras caía, sin dejar de intentar sacar su arma y al mismo tiempo que Tommy hacía aquello con lo que ella había soñado tantas veces.

El muchacho se tendió sobre ella. Extendió sus brazos para recogerla con suavidad sin perder su habitual sonrisa.

Entonces se sacudió, alcanzado por el primer proyectil. El impacto le robó la sonrisa antes de que se convulsionara de nuevo al recibir el segundo balazo. El tercero convirtió su rostro en una máscara de consternación.

Kris dejó de buscar su pistola y sujetó a Tom para tenderlo en el suelo con delicadeza junto a ella. Pero al momento siguiente Penny cayó encima de ellos dos. Jack gritó que alguien cogiese al tirador. Se oían gritos por todas partes.

Kris ignoró el desorden e intentó sujetar la cabeza de Tom, consolarlo, aliviar su dolor, pero Penny, que no se apartaba, seguía intentando protegerla.

—Maldita sea, mujer, ¿no ve que Tommy está herido?

—No lo estoy —dijo Tommy.

—Sí, sí lo estás —espetó Kris.

—Vale, lo estoy, pero creo que este traje me ha salvado —dijo él—. Aunque puedes seguir sosteniéndome si quieres.

—Se supone que debemos protegerla a ella —gruñó Penny.

—¿Qué está ocurriendo aquí? —exclamó Kris casi chillando.

—Penny dijo que este traje podía parar cualquier cosa menos el fuego pesado —señaló Tommy— y creo que es verdad.

—¿Puedo levantarme ya? —preguntó Kris al aire.

—Aguarda un momento —contestó Jack, que seguía de espaldas a Kris. Tras ella, cuatro de sus agentes habían formado un muro y apuntaban hacia el exterior con sus pistolas. Entre las piernas de todos ellos Kris solo alcanzaba a ver un amplio espacio vacío y más gente arremolinada. Ahora dos agentes, junto con el inspector Klaggath, regresaban con Jack pistola en ristre y sin apartar los ojos de la multitud.

—No hemos cogido al tirador —anunció Klaggath.

—Central —dijo Jack—, ¿tienen algún vídeo del tirador?

Kris no oyó la respuesta, pero puesto que Jack no acostumbraba a blasfemar, comprendió que aquella debió de ser negativa.

—¿Puedo levantarme?

—Agentes, permanezcan alerta. Es posible que haya un segundo tirador o que vuelva el de antes —avisó Jack. Aunque Klaggath mantuvo a su equipo mirando hacia fuera, Jack ayudó a Kris a levantarse y después a Penny y Tom—. Vayamos al ascensor —dijo con sequedad.

Kris notó que las rodillas le temblaban más de lo que le gustaría admitir. Con un brazo alrededor de Tom y el otro alrededor de Penny, se dirigió tan rápido como pudo hacia la salida. Ya en el coche deslizante, se dejó caer sobre el asiento y tiró de Penny y Tom para colocarlos a sus costados. Los dos estaban temblando intensamente. Kris aprovechó para extraer los proyectiles de tres milímetros de la espalda del esmoquin de Tommy.

—Apenas ha rasgado el tejido —dijo intentando articular una risa, en cuyo lugar solo pudo poner un sucedáneo ronco.

—El uniforme tenía garantía —susurró Penny.

—Recuérdame que escriba al fabricante para darle las gracias —dijo Tommy, que poco a poco iba recuperando su habitual gesto risueño. En ese momento su tez cobró un ligero tono verdusco.

Kris cayó entonces en la cuenta de que aquel precioso vestido que haría que madre se pusiera verde de envidia no tenía ni un solo centímetro cuadrado de blindaje. De pronto su estómago quiso desprenderse de su contenido. Tuvo que tragarse las arcadas dos veces y necesitó recurrir a toda su fuerza de voluntad para no echar a perder aquella obra de arte tan bella con que la había envuelto Abby. El trayecto de bajada se hizo más largo que el de subida.