Capítulo 7

7

Llovía en Katyville; las densas gotas de lluvia estallaban al impactar contra la acera y lanzaban diminutas nubes pulverizadas hacia arriba. El hormigón agrietado, que aún guardaba el calor acumulado durante el día, despedía vapor. La lluvia, en lugar de despojar el aire del hedor del poco caudaloso río, las alcantarillas abiertas y la basura, parecía rendirse ante aquel.

Tiraron las gabardinas en unos cubos de basura que había cerca del elevador espacial. Durante una hora Kris caminó como si estuviera fuera de lugar, ignorada por la gente respetable. No era la primera vez que sentía vergüenza. Cualquiera que se hubiera pasado dos años borracho se había enfrentado a aquel momento en que se despejaba lo suficiente para tomar conciencia de su estado deplorable. Aquella noche, Kris descubrió que podía ponerse colorada hasta las entrañas.

Sin embargo, todo fue a peor. Se levantó una brisa fría cuyas frescas ráfagas se colaron bajo su falda diminuta. Tal vez el blindaje pudiera detener una bala, pero no abrigaba. Era la primera vez que se le ponía la carne de gallina en determinadas zonas del cuerpo. Cuando se encontraban cerca de la parte más tenebrosa de la ciudad, se desató una lluvia torrencial. Por su pelo descendían hilos de agua que desembocaban en sus ojos, cuyo maquillaje se emborronaba por momentos. Una máscara de payaso la observaba desde un escaparate vacío. El vestido rojo, ahora empapado, se ceñía a su cuerpo como una fina capa de pintura. Los hombres ignoraban su rostro para fijarse en otras partes de su cuerpo.

Para Kris era habitual cruzarse con hombres extraños en lugares desconocidos. De vez en cuando su padre la hacía recorrerse una buena parte de Bastión para atraer votos. Como directora de la campaña de su hermano, tenía que pasar mucho tiempo donde él no estaba. Pero siempre era vista como una Longknife, se la respetaba y se le rendían todos los honores. Aquella noche no.

La Marina la envió a enfrentarse a unos secuestradores armados para liberar a un niño. Lideró a un grupo de reclutas confusos para luchar contra unos rebeldes que los superaban en armamento en enfrentamientos que no siempre estaban planeados. En el sistema París terminó comandando un escuadrón de ataque. Entonces, ¿por qué aquella nueva lucha hacía que le temblaran las rodillas y le hacía un nudo en el estómago?

Los hombres cansados se cruzaban con ella por la calle; con la primera mirada la desnudaban y con la segunda se acostaban con ella. Podía sentir sus dedos acariciándola incluso aunque ya quedasen atrás, y notaba cómo se giraban para seguir mirándola, imaginándola sobre su colchón. Kris tragó saliva; aquel disfraz parecía la solución más lógica en la habitación de un hotel de lujo. Soy una Longknife, una oficial de la Marina, una princesa, multimillonaria, y además voy protegida con ropa interior blindada. Con todo, desnuda como estaba, se sentía peor que un mendigo.

¿Cómo se sentirían las mujeres que solo contaban con su culo para conseguir un techo bajo el que pasar la noche o un poco de comida para el día siguiente? Las veía, de pie en las esquinas de las calles o caminando bajo el abrazo ebrio de algún hombre. Su mirada se cruzaba con las de ellas y se deslizaba como el agua que surcaba sus rostros.

Kris se agarró con fuerza al brazo de Jack, fingió reírse con una broma que el agente no le había susurrado al oído y esperó que ninguno de aquellos hombres, tanto los que caminaban solos como los que se movían en grupo, decidiera arrebatarle a Jack el derecho de poseerla aquella noche.

La primera propiedad alquilada se encuentra en el edificio del otro lado de la calle, dijo Nelly. Kris le comunicó el dato a Jack; el agente la agarró y la obligó a mirarlo como si estuviera bebido.

—Supongo que tendremos que buscar una habitación donde guarecernos de la lluvia, gatita —le dijo.

—Tenemos un problema —señaló Penny, que se colocó a su altura—. Los ascensores de ese lugar funcionan con llave.

Nelly, ¿puedes solucionarlo?

No lo creo. Ese edificio se encuentra fuera de la red. Debe de ser independiente o contar con sistemas tecnológicos básicos.

—Parece que Jack nos alquila una habitación —susurró Kris. Había llegado hasta aquí; no se marcharía con las manos vacías—. Podemos alquilar una habitación para una hora —dijo levantando la voz para meterse en el personaje—. O para media hora si te das prisa.

Jack tropezó como un borracho, se irguió y la miró con ojos somnolientos.

—Dalo por hecho, muñequita.

Mientras atravesaba el cruce desierto dando ahora una zancada, ahora un paso corto, tanto para no meter los pies en los cada vez mayores charcos que se formaban en los baches como para hacer su papel, se fijó en cuatro manzanas de Katyville. No observó nada bueno en ellas.

Los edificios se habían ennegrecido o desmoronado por varias zonas. Las ventanas rotas indicaban que otros estaban abandonados. Algunas ventanas vacías dejaban escapar una luz débil. ¿Se podía estar tan desesperado como para tener que refugiarse del frío de la noche en semejantes ruinas? Los edificios que seguían ocupados parecían haber sucumbido a alguna suerte de cáncer. Lo que en su día fueron pórticos de entrada o verandas traseras estaban ahora entablados de mala manera a modo de habitación. Algunos contaban con un cobertizo contiguo cuya luz tenue avisaba de que también estaba ocupado. ¿Habría algún inspector de edificios en Bastión que prefería mirar hacia otro lado y dejar que se violase de aquel modo la normativa arquitectónica de su padre?

La asaltó una segunda idea. ¿Habría chicas vestidas como ella buscándose la vida en los callejones de Bastión aquella noche? Kristine Anne Longknife, directora de campaña política y propietaria de incontables bienes inmuebles, no tenía una respuesta. De alguna manera eso la angustiaba más que la lluvia, la vergüenza y el peligro que corría. Apretó los dientes. Una vez que Tommy se encontrara a salvo con la Marina, la princesa Kristine se saltaría todos los bailes que hiciera falta para despejar todos los interrogantes que se estaba planteando aquella noche.

Quizá en otro tiempo el Sanderson Arms contase con un vestíbulo, pero ahora la planta baja consistía en una sección adicional de cuchitriles. Un trozo raído de alfombra, colocado bajo dos sillas rotas, ocupaba un espacio mínimo frente a la mesa de un recepcionista que había conocido mejores días, semanas y años. Tal vez siglos.

—¿Tiene una habitación? —preguntó Jack trastabillando.

—Están todas ocupadas. —El recepcionista no se molestó en mirarlo.

—¿Para qué está aquí si no puede conseguirme una habitación? —insistió Jack.

—El jefe quiere que esté aquí hasta que acabe mi turno; si no, no me paga.

—Nos hace mucha falta una habitación. —Kris intervino recurriendo a una mezcla de timidez y coquetería que había visto emplear en una película.

—¿Qué le pasa a la suya? —dijo el recepcionista.

—La casera me ha echado esta mañana. Me pide el doble de alquiler. Pero a mí no me han subido el sueldo. ¿Cómo voy a pagarle más?

El recepcionista levantó los ojos de la mesa, la escrutó y continuó con lo que estaba viendo.

—Usted podría subirle lo que quisiera a un muerto.

Kris intentó mantener una sonrisa de aburrimiento en el rostro. ¿Tendría que hacerle algún tipo de favor a aquel desgraciado? No parecía conservar más de media docena de dientes amarillentos. Incluso a aquella distancia su hedor le revolvía el estómago.

Jack sacó un billete de cincuenta de su bolsillo y lo deslizó sobre la mesa.

—Solo necesito la habitación durante una hora. Ya sabe.

El tipo miró el billete.

—Cien.

Jack frunció el ceño.

—Cincuenta y estaremos fuera en media hora.

—¿Qué clase de lugar cree que regento? Solo alquilamos por horas. Y son cien; si no, ya puede ir a aliviarse a la calle.

Kris miró a su alrededor. Al dejar de oler solo al recepcionista, pudo apreciar el tufo de la habitación. Haría falta un bombardeo para desinfectar e higienizar aquel agujero. Tal vez varios. Jack sacó otro billete de cincuenta.

—Quiero sábanas limpias.

El recepcionista cogió el dinero.

—Las cambié yo mismo no hará ni diez minutos. Serán cincuenta más.

—Veinticinco —gruñó Jack, que dejó caer su mano sobre la del recepcionista antes de que este hiciera desaparecer el dinero.

El anciano miró alrededor del diminuto vestíbulo.

—Supongo que el jefe no tiene por qué enterarse. Está bien, veinticinco.

—Con vistas —insistió Jack, que sacó la cantidad adicional.

—Les encantarán las vistas —prometió el encargado al tiempo que guardaba el dinero y le entregaba la llave—. Sigan las indicaciones hasta llegar al ascensor.

Los ascensores quedaban al fondo; solo funcionaba uno. Nelly informó de que las dos cámaras de vigilancia estaban inoperativas. Kris encontró la puerta de atrás y dejó entrar a Abby y Penny. La cámara del ascensor sí funcionaba; las mujeres se situaron en una esquina y Jack en la otra. Kris le practicó el mejor baile privado que podía hacerle a un hombre que estaba de pie.

—Esto te está gustando —le susurró a Jack al oído.

—¿Se supone que no debe ser así?

Cuando Kris volvió a pasar la rodilla por la entrepierna de Jack, que este había dejado bien abierta, decidió aplicar cierta presión. Un gañido sustituyó las palabras subidas de tono que el agente no le estaba susurrando al oído.

—Si haces que me doble, echarás abajo el plan.

—Entonces ya puedes ir pensando en la ducha fría que te vas a dar cuando todo esto acabe.

—No sé. Abby parece estar disfrutando mucho. Tal vez…

En realidad Kris no pretendía hacerle daño a su agente. Sin embargo, cuando su rodilla iba ascendiendo por el muslo de él, sufrió un espasmo repentino y… En fin, Jack se tragó el gañido como un hombre y, con los dientes apretados, se mantuvo firme.

El ascensor subió gimiendo hasta que se detuvo en la quinta planta con un ruido metálico. No era su planta, pero podría ser la de Tommy.

Las mujeres salieron aprisa y fingieron sentir asco por aquella pareja que no era capaz de aguantarse hasta llegar a la habitación. Jack y Kris recorrieron el pasillo sin dejar de cogerse por debajo o por encima del cinturón; Kris imitó muy bien a las parejas que veía en el instituto.

Abby se pegó a una puerta como si se estuviera peleando con una llave que se negase a abrir mientras hacía virguerías con una ganzúa. Jack se detuvo unos pasos más allá de ellas, como si estuviera muy ocupado con los preliminares. Bajó sus manos hasta el culo de Kris y la levantó para que pudiera mirar por encima de su hombro.

—Despejado —susurró a su oído—. ¿Te gusta tocarme el culo?

—Mujer, llevas el culo protegido por el equivalente a más de quince milímetros de blindaje de acero. Harvey se excita más puliendo las limusinas que yo haciendo esto.

—Y lo que escondes en la entrepierna es un puñal —dijo ella.

Jack no contestó a eso.

—Pasen —susurró Abby.

Kris rompió el abrazo y se apresuró a entrar en el apartamento.

—¿Está Tommy aquí? —preguntó.

—Quienquiera que estuviese aquí —observó Penny—, se marchó precipitadamente. Miren la cocina.

Kris se acercó a mirar… y sintió arcadas. En la mesa había restos de comida china y estaba cubierta de cucarachas. Dos ratas, dentro de una caja de reparto, se disputaban un hueso de pollo.

—Diría que se marcharon hace dos días, tres a lo sumo. Y tenían prisa —comentó Abby.

—Había una persona atada a esta cama —avisó Penny desde la habitación que quedaba frente a dos sofás y un centro multimedia. Los demás se unieron a ella. Del armazón de hierro de la cama colgaban varias cuerdas; Penny lo sacudió—. La construcción es sólida. Como debe ser cuando quieres pasártelo bien… o cuando necesitas mantener inmovilizada a una persona.

Abby le dio un puntapié a algo que había en el suelo.

—Aquí hay cuatro… cinco jeringuillas. No sé qué contendrían, pero servirían para mantener a una persona fuera de juego sin dificultad si le inyectasen cualquiera de los muchos tipos de mierda que se pueden encontrar en la calle.

—Mañana enviaremos a uno de sus policías para que lo investigue —dijo Kris con sequedad—. Ahora tenemos otros dos sitios que comprobar. —Le gustó ser teniente y princesa por un momento. Los demás obedecieron y se encaminaron hacia la puerta.

—¿Nos han estado observando? —preguntó Kris.

No, respondió Nelly. En este lugar apenas si hay bombillas que funcionen.

—Lo comprobé con cámaras-mosquito antes de que entrásemos —dijo Abby.

—Cuando esto acabe, recuérdeme que le envíe una carta de agradecimiento a la empresa donde la contrató mi madre —dijo Kris—. Envían gente muy bien equipada.

Jack enarcó una ceja al oírlo.

Abby encogió los hombros.

—Se lo recordaré.

Recorrer las cuatro manzanas que los separaban del siguiente apartamento fue emocionante.

A mitad de camino, tres hombres empapados, borrachos y hediondos les cortaron el paso.

—Eh, hace un tiempo de mierda, parece que las tías buenas no quieren salir —comentó uno de ellos, bien entrado en carnes.

—Sí, tú tienes a la única nena maciza que he visto en muchas horas. —Por alguna razón, Kris no terminaba de creérselo.

—¿Por qué no la compartes? —dijo otro, algo y delgado, dando un paso hacia delante—. Podemos esperar fuera hasta que acabes, y después nos la pasas a nosotros, o podemos hacerlo todos a la vez, ya sabes.

Kris se llevó la mano a la pistola automática de su sostén, pero Jack decidió ir por otro camino.

—Eh, amigos, esta tipa es mi hermana. Mamá se ha roto las rodillas rezando para que aquí, Mabel, se dé cuenta de que va por el mal camino. Llevo meses buscándola, por toda la ciudad, y acabo de encontrarla, tirada en una cuneta, llorando como una descosida.

Kris dejó escapar un gemido.

—Mi casera, esa zorra, me ha echado porque no podía pagar el alquiler. Me lo dobló de un día para otro. Me lo dobló. Pero mi jefe no quiere doblarme el sueldo.

—Ya lo veis —continuó Jack sin alterarse—. Así que me llevo a mi pobre hermana de con mamá.

El más alto asintió.

—Hay que respetar los deseos de un niño bueno que se lleva a casa a su pobre hermanita porque se ha portado mal —les dijo a sus dos amigos, que sonrieron al ver aparecer un puñal en su mano.

Kris se preparó para pelear, pero lo que más le costó fue mantenerse derecha al descubrir que de pronto Jack ya no seguía allí para sujetarla. Estaba oscuro y apenas brillaba ninguna luz que les permitiera orientarse, pero de alguna manera Jack consiguió girar sobre sí mismo y asestarle una patada al tipo alto en plena entrepierna. Antes de que su atacante tuviera tiempo de doblarse, el agente remató el giro descargando el canto de su mano contra el cuello de aquel, que se desplomó antes de lo que tarda en caer al suelo la mochila de un marine cuando su capitán le ordena descansar.

Kris dio un paso adelante, pero los otros dos ya se retiraban, asegurando que no querían problemas con ningún tío que quisiera llevarse a casa a su hermana que iba por el mal camino.

—Larguémonos —les ordenó Kris a las mujeres, que obedecieron—. Supongo que ha sido mala suerte.

—O la señal de que nuestra suerte va a empeorar —añadió Abby—. Que alguien me recuerde por qué estoy aquí.

—A mí no me pregunte —dijo Jack, que cogió a Kris del codo y la obligó a seguir adelante igual que un chulo forzaría a una virgen reticente—. Yo la tenía a usted por oficinista.

—¿Cree que esa es forma de hablar a una chica como yo, amante de la naturaleza?

—Ese es nuestro próximo objetivo —dijo Penny señalando un edificio cuyo alumbrado hacía pensar que la electricidad era gratuita como la lluvia que caía sobre él.

—Nelly, infórmanos.

—Los Apartamentos Tark’elhan sido remodelados recientemente. Todas las habitaciones cuentan con acceso completo a la red —dijo Nelly al estilo de un comercial—. Hay un centro de seguridad principal cuyo personal opera las veinticuatro horas y cuenta con un equipo de respuesta armada.

—Eso no suena bien —dijo Penny.

—Al contrario —anunció Nelly orgullosa—. Las obras le fueron encargadas al adjudicatario más barato, lo que origina frecuentes llamadas a los servicios de reparación. Desactivaré los sistemas de seguridad cada cierto tiempo de modo que piensen que están sufriendo más averías de lo habitual.

—Supongo que los guardias armados no se darán mucha prisa en saltar de la silla —dijo Abby.

—Los dos que trabajan esta noche llevan años sin superar el test de aptitud física —informó Nelly.

—¿Cómo es que conservan su puesto? —preguntó Penny.

Se produjo un breve silencio.

—Los registros no contienen información al respecto —dijo el ordenador, cuya voz denotaba cierta sorpresa.

—Nelly, las personas no acostumbran a dejar constancia de los sobornos en los registros oficiales que guardan en la red —le explicó Kris al ordenador.

—Lo tendré en cuenta —dijo Nelly.

—Ustedes accederán por la puerta de atrás —les indicó Kris a las otras dos mujeres—. Jack y yo entraremos por la principal.

Jack pasó por el mostrador de la entrada saludando a la recepcionista con la cabeza y guiñándole un ojo, como si todas las noches subiese a su habitación a una prostituta calada hasta los huesos. La encargada del mostrador apenas apartó la vista de lo que parecía una telenovela.

Abby y Penny llegaron a los ascensores a la par que Kris, pero tomaron ascensores distintos. Kris y Jack iniciaron su paseo por el pasillo medio minuto antes de que Abby y Penny llegasen a la misma planta, quejándose del mal día que estaban teniendo y compartiendo el sueño de un baño caliente y unas sábanas limpias. Kris repitió el número de antes con el agente, exceptuando las bromas.

Esta vez duró más porque Abby tuvo algunos problemas con la puerta. La asistente dio un paso atrás.

—Ha podido conmigo.

Kris se separó de Jack, cansada de hacer de chica fácil o de juguete de otros.

—Reviéntenla.

Penny sacó un bote y se apresuró a poner un poco de pasta blanca en las bisagras y en el agujero de la cerradura. Añadió unos pequeños dispositivos eléctricos a los grumos, indicó a los demás con la mano que se apartasen y sacó de su bolsillo una cajita que incorporaba un grupo de botones.

—La haré estallar a la de tres. Uno… dos…

La puerta se abrió.

Tommy asomó la cabeza. Los miró a los cuatro, obligándose a pestañear de pura incredulidad, antes de fijarse en Kris.

—Oh, mierda, ahora sí que estoy en un lío. Longknife. —Volvió a pestañear para aclararse sus ojos llorosos—. Kris, ¿qué haces con esa pinta? —dijo antes de cerrar la puerta de golpe.

—Asegurando el golpe —anunció Penny, que recogió los explosivos.

Kris dio unos golpecitos en la puerta.

—Tommy, ábreme, soy Kris.

—Ni hablar, a una Longknife, no. Nunca más.

—Soy yo, Tommy —dijo Penny—. Abre.

La puerta se abrió unos centímetros.

—¿Qué estás haciendo aquí, Penny? ¿Cómo has terminado juntándote con los Longknife?

—Es una larga historia —contestó Kris, que terminó de abrir la puerta de un empujón. Tommy cayó al suelo como un muñeco de trapo. Al segundo siguiente Jack entró y se llevó a Tommy a rastras hasta el salón, seguido de Penny y Kris. La última en entrar fue Abby, que comprobó que el pasillo continuaba vacío. A continuación, cerró la puerta con fuerza.

Mientras Kris y Penny se aseguraban de que Tommy aún respiraba y de que sus constantes se mantenían en los niveles normales, Jack y Abby exploraron el apartamento.

—Alguien a quien le gusta la comida china se marchó de aquí con tanta prisa que se dejó la mesa llena. Además hace poco, porque no hay rastro de ratas ni de ningún otro bicho —observó Jack.

Abby debía de haber echado un vistazo en el dormitorio. Apareció con una cuerda que daba vueltas entre sus dedos.

—Se soltó —dijo—, después de que alguien las cortase hasta la mitad.

Jack se acercó corriendo a ella. Examinó la prueba y asintió.

—Querían que se soltara.

—Todavía está puesto de droga —dijo Abby pensativa.

Kris se levantó. El amigo por el que había recorrido decenas de años luz no solo ya estaba libre sino que además ahora la insultaba. No parecía el típico desenlace de una heroicidad de envergadura.

—Debieron de pensar que ya habían conseguido lo que querían de él —concluyó—, o de mí. De modo que lo dejaron soltarse para que regresase por sí mismo a la embajada.

—O para que lo asaltaran, lo degollaran y lo dejasen tirado en una cuneta —teorizó Abby con una sonrisa jovial.

—Esta parte de la ciudad es muy peligrosa —convino Penny mirando hacia arriba, arrodillada aún junto a Tommy. El joven se retorcía y murmuraba para sí. Penny rebuscó en sus bolsillos, en uno de los cuales encontró un par de monedas y cincuenta dólares terrestres—. En Katyville suele morir gente por menos.

—También es lo que cuesta pedir por teléfono un taxi que te lleve a la embajada —estimó Jack.

—Los datos que tenemos apoyan las dos teorías —dijo Abby—. Propongo que finalicemos la investigación en la cálida y acogedora suite del Hilton, de donde no sé por qué tuve que salir.

—Pongámonos en marcha —ordenó Kris—. Saldremos por la parte de atrás. Nelly, ¿se ha activado alguna alarma?

—Los guardias están jugando al ajedrez, desatendiendo las alarmas.

Abby y Penny ayudaron a Tom durante la salida apresurada. Jack y Kris cerraron la marcha, abrazados el uno al otro y simulando estar entregados la una a la lujuria del otro.

El grupo apenas se había alejado tres metros de la puerta trasera del hotel cuando un taxi pasó poco a poco por su lado. El taxista bajó su ventanilla.

—Parece que les vendría bien que los llevasen a algún sitio. A mí me vendría bien hacer una carrera.

Jack le indicó con la mano que siguiera adelante.

—Se ha tomado un par de copas de más. No vamos lejos.

El taxista continuó su camino.

Incluso bajo la lluvia torrencial, siempre se veía gente en las calles de Katyville. La gente caminaba de aquí para allá en grupo o en pareja, el sombrero bien calado y el cuello de la chaqueta bien subido.

Otros permanecían apoyados contra las paredes de los edificios, donde a duras penas se guarecían de la lluvia. A menos que Kris tuviera alucinaciones, ahora había más gente en la calle. Cuatro hombres se reunieron en el exterior de un cobertizo y comenzaron a seguir a Kris. Tras ellos, otros tres tipos armados con palos y trozos de tuberías aceleraron el paso para alcanzar a un Tommy que apenas se tenía en pie.

—Tenemos compañía —avisó Kris.

—¿Luchamos o corremos? —preguntó Jack.

—Creo que no queda otra que pelear —dijo la chica, que se dio media vuelta para enfrentarse al trío. Acortó la distancia con cuatro pasos rápidos. El capitán que le enseñó a luchar cuerpo a cuerpo en la Escuela de Aspirantes a Oficiales no era amigo del «juego limpio» y le costó mucho trabajo conseguir que sus alumnos se olvidaran de las reglas. Kris nunca se había visto obligada a pelear y nunca le habían dicho que algunas cosas estaban prohibidas. Decidió luchar instintivamente, del mismo modo que un bebé se agarraba al pecho.

El triunvirato no contaba con que sus víctimas respondiesen. Kris bloqueó un débil barrido con un palo y fue directa contra la entrepierna del tipo. Cuando este se hizo un ovillo, ella aprovechó su arma para machacarle un riñón. Cuando el asaltante cayó al suelo, la chica se dio la vuelta para ayudar a Jack, pero sus dos atacantes ya estaban revolcándose en sendos charcos.

Los gritos e insultos que oyeron tras ellos les recordaron que Tom seguía allí. Jack y, detrás de este, Kris corrieron hacia él. Las chicas se habían refugiado detrás de la esquina, con la espalda pegada a la pared. Los falsos amantes golpearon a los matones por la derecha antes de que estos se dieran cuenta de que se les echaban encima. Dos de ellos cayeron, pero su número había aumentado. Ahora había seis o siete tipos dando patadas y zarandeando a Abby, Penny y Tom. Kris descargó el palo contra la cabeza de uno de ellos, se dio la vuelta de seguido y lanzó una patada contra otra asaltante que corría hacia ella.

La asaltante vestía de rojo. Llevaba unas relucientes botas rojas de tacones afilados, mallas rojas y un ceñido corpiño rojo de manga larga. Se había calado una gorra roja para utilizarla a modo de máscara. Solo su boca quedaba a la vista. La retorció en señal de desprecio. En su mano, protegida por un guante rojo, blandía un puñal que destellaba a la luz de las oxidadas farolas. En un primero momento el puñal viajaba contra Tom, pero el remolino de Kris la acercó lo suficiente para bloquearlo… o para arrebatárselo.

La mujer le tiró un tajo a Kris, a la que alcanzó en el brazo derecho, de modo que el gesto de desprecio dio paso a un grito de júbilo.

Kris sintió el golpe, pero la superseda de araña rechazó el filo. Al terminar el giro, Kris dirigió el palo contra el estómago de la mujer. La contundencia del ataque dejó sin aire a la asaltante y la echó hacia atrás. Abby, que se había quedado libre, lanzó el codo contra la garganta de la mujer, lo que terminó de derribarla.

Kris se dio media vuelta para encarar el siguiente objetivo. Los pocos hombres que quedaban en pie habían salido corriendo. Los que estaban tirados en el suelo conformaban un montón de basura andrajosa. Excepto por la mujer.

Kris se arrodilló junto a la prisionera roja y le dio un bofetón para espabilarla.

—¿Qué está pasando aquí? —exigió saber Kris, que le retiró la máscara, dejando a la vista una melena negra como el azabache.

La mujer se sobresaltó al volver en sí; movió los ojos en todas direcciones y descubrió que el ataque había sido un fracaso.

—Ha vuelto a ganar, Longknife. Pero no saldrá indemne de esta trampa —gruñó antes de cerrar la boca de golpe.

—No deje que haga eso —dijo Abby, pero la prisionera ya tenía los ojos en blanco. La asistente abrió con cuidado la boca de la mujer—. Lo que me temía, se ha roto un diente falso. Veneno.

Kris miró el cadáver aún tembloroso. La mujer sabía quién era Kris. Sabía quién era y había dedicado su último aliento a asegurarle que estaba atrapada.

—Sigamos adelante —dijo mirando alrededor de las calles ahora desiertas.

Cargaron con Tom a lo largo de otra manzana. Kris vio un taxi que pasaba por un cruce y consideró la idea de llamarlo. Media manzana más adelante, el taxi se detuvo junto a ellos. Era el mismo taxista.

—¿Les queda mucho camino? —preguntó.

Abby miró a Kris y después señaló a Tommy con la cabeza. El muchacho caminaba cada vez con mayor dificultad y ahora empezaba a tiritar de frío. La chica miró rápidamente a su alrededor. Poco a poco iban apareciendo más grupos de hombres.

—Encárguese de él —dijo.

—¿Qué está haciendo en un lugar como este? —preguntó Abby.

Nelly, proporcióname información acerca de este taxista.

—Traje pasajera al hotel ese —contestó el hombre de tez aceitunada, renegando de los Apartamentos Tark’el—. Si salgo de aquí, puedo descontar la mitad de lo que saque por el paseo. Y parece que a ustedes no les vendría mal un poco de ayuda. ¿Qué tal si les cobro tarifa mínima? Solo pagarían por minutos.

El vehículo está registrado a nombre de don Abu Kartum. La imagen de este encaja con el rostro del conductor en ciento cuarenta de ciento sesenta puntos de identificación facial. La probabilidad de que se trate de él es del noventa y nueve coma ocho por ciento. No tiene ficha policial. Según los registros de los medios, es muy activo en la comunidad islámica de la zona y participa en actividades benéficas y sociales. Está criando a seis niños: sus cuatro hijos y los dos de su hermano. Este falleció a causa de una enfermedad pulmonar, probablemente adquirida en la fábrica de productos químicos en la que trabajaba.

Es suficiente.

—Abby —dijo Kris en voz baja—. Compruebe el asiento trasero.

La asistente abrió la puerta posterior y accedió al vehículo. Más adelante, unos hombres que llevaban un rato en un edificio semiderruido se animaron y decidieron acercarse tranquilamente hacia ellos.

El vehículo no ha sido reparado desde antes de que Tommy comprase los billetes de la Bellerophon. Es imprescindible que cambie la segunda y la cuarta bujías.

Kris le dio un empujoncito a Jack para hacerlo montarse en el taxi. El agente obedeció y caminó de espaldas poco a poco, sin apartar los ojos de las parejas y tríos de hombres que los rodeaban.

Abby se levantó; en la mano sostenía un maletín pequeño.

—¿Su última pasajera se olvidó esto?

El taxista pestañeó.

—Creo que llevaba algo así. Démelo. Lo dejaré en central para que lo recoja mañana si llama.

—No llamará —dijo Abby, que corrió hacia un callejón. Un instante después regresó con las manos vacías—. Aquí nadie se ha olvidado nada. Todos adentro.

Abby y Penny ayudaron a Tommy a subir. Cuando Kris se unió a ellos, el conductor los miró con recelo.

—A mí esas cosas no me van.

Jack ocupó el asiento delantero justo en el momento en que se oyó un pequeño estallido en el callejón. Adiós maletín.

—Bien. A nosotros tampoco. Le recomiendo que se ponga en marcha, o empezarán a pasar otras cosas.

El pobre hombre abrió los ojos como platos al ver cómo habían cambiado las calles desde que se detuvo para captar a sus últimos clientes. Arrugó el entrecejo al ver las pistolas automáticas que Abby y Penny llevaban en las manos. Mientras murmuraba lo que parecía una oración, pisó el acelerador. Atravesaron una cadena de charcos, dieron bandazos de derecha e izquierda y pasaron por en medio de una acera mientras el taxista farfullaba:

—Mi Miriam siempre me dice que no recoja pasajeros en Katyville. Me lo repite todos los días antes de que salga de casa. ¿Y le hago caso? ¿Se lo hago? Mañana pienso hacérselo.

No deceleró hasta que llegaron al pie de la pendiente, donde las calles estaban iluminadas.

—¿Son una banda o algo? —preguntó mirando por el retrovisor—. Porque yo no hago tratos con bandas. Pueden apearse ahora. No me paguen. No cogeré su dinero.

—No somos maleantes —contestó Jack, que negaba con la cabeza como si fuera montado junto a Harvey en la limusina de regreso a casa. A Kris no dejaba de maravillarle la facilidad con que el agente siempre recuperaba la calma.

—Los maleantes tenían a nuestro amigo —explicó Abby señalando a Tom—. Lo recuperamos. Somos de los buenos. —Abby miró a las demás ocupantes del asiento trasero—. Al menos, por hoy. Puede coger nuestro dinero.

El taxista no parecía muy convencido, pero preguntó:

—¿Dónde quieren que los deje?

—El elevador, señor Kartum —respondió Kris.

El taxista viró hacia la izquierda. Al momento siguiente accedieron a una autopista; cinco minutos más tarde, llegaron a la estación. ¿De verdad el infierno solo quedaba a cinco minutos de su mundo nuevo, reluciente y próspero? Kris tenía muchas cosas que comprobar cuando llegase a casa.

Una vez hubieron desenredado brazos y piernas y sacado a Tommy poco a poco, el taxista les comunicó el coste, justo lo que marcaba el taxímetro.

—Págale bien —le dijo Kris a Jack. El agente sacó un grueso fajo de billetes de Bastión.

—Quédese el cambio y olvide esta carrera —le recomendó Jack.

Abu tomó el dinero, lo miró un instante y se giró hacia Kris.

—La conozco. Su cara, me suena. ¿Dónde la he visto?

—Le aconsejo que se olvide de mi cara —dijo Kris, que se puso el abrigo que le ofreció Abby. La asistente desató algo que de pronto se desplegó del todo—. No le hable de nosotros ni siquiera a Miriam. Mañana será otro día. Ah, y necesita cambiar la segunda y la cuarta bujía.

—Eso explica por qué el coche engulle gasolina como un camello sediento. —Suspiró—. Que Alá sea con ustedes, porque Él es piadoso —dijo antes de perderse en la noche lluviosa.

—Será mejor que llevemos a Tom al médico —recomendó Penny mientras lo tapaba con su abrigo.

—Antes déjeme examinarlo. Hay un kit de primeros auxilios en el equipaje de Kris —dijo Abby.

Media hora después se encontraban de vuelta en la suite del Hilton. Abby sacó un botiquín que ocupaba la mitad de uno de los baúles de Kris, uno de aquellos cuyo tono era ligeramente distinto. Un cirujano capaz podría practicar una operación cerebral de emergencia con los utensilios que contenía. A Kris no le parecía conveniente dejar que Abby operase el cerebro de Tom. Pero tampoco estaba segura de si se negaría rotundamente.

No obstante, Tommy no necesitaba ninguna operación de cirugía cerebral, sino recuperarse de una conmoción, una hipotermia, una sobredosis y una infección virulenta.

—Esos malnacidos no limpiaron las jeringuillas —gruñó Abby—. Pero no pasa nada que no podamos solucionar —dijo mientras preparaba un gota a gota.

—¿Quiere llevar a Tommy a mi habitación? —sugirió Kris con un bostezo. Cielos, había sido un día muy largo.

—No. Mi habitación está mejor preparada para eso —insistió Abby—. Penny y yo podemos turnarnos para cuidarlo esta noche. Así podremos dormir las dos.

Jack entró en la habitación de la asistente con tres aparatos para detectar micros en mano.

—No hay micros nuevos. No veo motivo para no dejarles saber que hemos vuelto y que tenemos a Tommy.

—Que se queden con la intriga. Durmamos un poco —ordenó Kris. Tenía promesas que mantener, pero aquella noche ya no podía hacer mucho más.

Y se acostó tal cual, sin desmaquillarse ni quitarse el blindaje.