Capítulo 1

1

—De acuerdo, Ingeniería, veamos si podemos terminar ahora la vuelta de prueba —anunció el capitán Hayworth.

—Y procuremos no reventar la nave —añadió entre dientes la teniente de corbeta Kris Longknife. Aun así, asintió en señal de acuerdo con el capitán de la corbeta de ataque relámpago Fogosa, al igual que hicieron el resto de los que se encontraban con ella en el puente. Los tripulantes retomaron sus tareas con un profesional semblante hermético bañado por el rojo, el azul y el verde que reflejaban sus estaciones en movimiento. El aire fresco procesado no llegaba a oler a miedo. No del todo.

El capitán miró a Kris.

—Teniente Longknife, ajuste su tablero según Ingeniería. Avíseme si encuentra algún error. Y esta vez, utilice solo equipo reglamentario de la Marina.

—Sí, mi capitán. —Kris pulsó su estación, de modo que esta abandonó su configuración ofensiva para convertirse en una copia de la estación de Ingeniería de la nave, que se hallaba a cien metros de la popa del puente. Todo estaba en verde. La pregunta era si el tablero mostraría algo rojo antes de que la Fogosa no fuese nada más que una nube de polvo brillante.

Las corbetas de la clase kamikaze, con su blindaje de metal inteligente, eran unas naves magníficas en las que servir en tiempo de paz. En lugar de mantener la nave fija hasta convertirla en un buque de guerra atestado, el blindaje se podía estrechar a fin de ampliar su interior. A Kris le gustaba su camarote privado. Durante los últimos cinco años, según se fueron incorporando más naves de este tipo a la flota, aquello no había supuesto ningún problema. Construidas a modo de inmensos «barcos del amor», rara vez se convertían en buques de guerra de piel gruesa.

Pero la Sociedad Terrestre de la Humanidad no era más que un recuerdo, al igual que los ochenta años de paz que había traído. Todos los informativos hablaban de rumores de guerra. Bastión necesitaba naves con las que luchar.

Y las últimas conversiones de las naves de la clase kamikaze en pequeños y apretados buques de guerra de blindaje grueso evidenciaron una inquietante tendencia de los reactores a sufrir averías catastróficas.

Por lo tanto, la Fogosa se había pasado gran parte de los dos últimos meses atracada en las dársenas del astillero de Nuu, ensanchándose y encogiéndose para determinar qué era lo que no terminaba de funcionar. Si el problema se resolvía, Bastión tendría cuarenta buques de guerra aptos con los que contribuir a la Marina de Sensibles Unidos. Si no, los aliados de Bastión se hallarían en clara desventaja frente a los otros seiscientos planetas del cada vez más fragmentado espacio humano.

Y la probabilidad de que Kris muriese aumentaría sustancialmente.

—Ingeniería, todo su tablero se muestra en verde —dijo Kris.

—Sí. El puente no ve ningún problema —confirmó el sobrecargo de Ingeniería con cierta sorna. Kris llevaba menos de un año en la Marina y aún no había conocido a ningún sobrecargo de Ingeniería que tuviese en cuenta aquellas opiniones que no se formasen a partir de su dominio de reactores, generadores y el laberinto de superconductores que unían aquellos.

Con todo, Kris había completado dos de las últimas cinco pruebas.

Nelly, pensó Kris. ¿Están estables los motores? Enfrentarse a las armas y a un motín había terminado por convencer a Kris de que el diálogo subvocalizado con su ordenador personal era un proceso demasiado lento que además podía causarle muchos problemas. Aprovechando la última actualización del hardware de Nelly, Kris decidió incorporar un vínculo directo a su cerebro. Lo que Kris pensaba, Nelly lo oía, y lo que Nelly oía, podía hacerlo realidad. La mascota electrónica que Kris llevaba sobre sus hombros pesaba menos de un cuarto de kilo, pero era cien veces más eficiente que todos los ordenadores de la Fogosa juntos, y cincuenta veces más caro.

Todas las lecturas de Ingeniería son nominales. Nelly verificó la valoración de Kris.

Analízalas. Si detectas algún posible peligro para la nave, dímelo. Si no hay tiempo suficiente, soluciónalo tú.

Al capitán no le gusta que haga eso.

Eso es problema mío. Lo importante es vivir para contarlo, pensó Kris, que cayó en la cuenta de que la última actualización parecía haber añadido algo inesperado al repertorio de Nelly: la capacidad de replicar.

—Timonel —ordenó el capitán—, mantenga el rumbo con aceleración de un g.

—Sí, señor. Aceleración de un g, rumbo fijo. —El alférez que controlaba el timón tenía la expresión relajada que se esperaba de él, aunque miraba a Kris enarcando una ceja. ¿Acaso esperaba que ella los salvase a todos, dijera lo que dijese el capitán?

—Ingeniería, al ochenta por ciento.

—Reactor alcanzando el ochenta por ciento. Al ochenta por ciento… ahora, capitán.

—Timonel, acelere a uno coma cinco g. Mantenga el rumbo.

Mientras el timonel respondía, Kris repasó todo su tablero. Nelly ejecutaba el mismo repaso múltiples veces por segundo, pero Kris no pensaba poner su vida en manos de un dispositivo fabricado por el hombre, ni siquiera en las de Nelly. Todo estaba verde. Alrededor de Kris, la nave crujió al aumentar su peso. Se estaba dando uno de los efectos propios del metal inteligente. A falta de intervención humana, la nave engrosaba automáticamente las distintas secciones, añadía un milímetro a las cubiertas y se preparaba para soportar el peso adicional del equipo y la tripulación.

—A toda la tripulación, prepárense para una g elevada —anunció el capitán. La silla de Kris, que hacía tan solo un instante parecía fija, empezó a desplegar un reposapiés para ella. El reposacabezas se extendió hasta ajustarse a su altura, un metro y ochenta centímetros; el cojín se infló. En una nave de la clase kamikaze, los tripulantes no necesitaban estaciones de g elevada; las desplegaban cuando las necesitaban. Y si tenían que moverse, sus estaciones se movían con ellos. ¡Así de sencillo!

—Ingeniería. Reactor al cien por cien, por favor. —Tan pronto como el sobrecargo de Ingeniería informó de que el reactor estaba funcionando a su capacidad máxima, el capitán ordenó al timonel que acelerase a dos g. Kris contuvo la respiración y observó su tablero. La primera vuelta de prueba de la Fogosa había terminado con aquella comprobación. Fue el propio ingeniero quien desactivó el reactor.

Cinco segundos en dos g, Kris espiró… y todos los ocupantes del puente parecieron respirar aliviados. El capitán mantuvo el rumbo y la velocidad durante cinco largos minutos hasta que todas las estaciones, no solo Ingeniería, enviaron sus informes. No había ningún problema.

—Teniente Longknife, ¿tenemos el camino despejado? —preguntó el capitán.

Con toda la premura de la que fue capaz a dos g, Kris volvió a configurar como armas una pequeña parte de su tablero y realizó un barrido de búsqueda.

—No hay ningún obstáculo hasta dentro de doscientos cincuenta mil kilómetros, señor.

—Descargue los cuatro láseres de pulso, si es tan amable.

—Sí, señor —respondió Kris antes de deslizar los dedos sobre las cuatro armas principales de la Fogosa. Láseres de pulso de sesenta centímetros proyectados hacia el vacío espacial, letales durante los primeros veinticinco mil kilómetros, tras los que empezarían a divergir poco a poco—. Todos los láseres de pulso disparados, señor.

—Recarguen láseres —ordenó el capitán.

La energía fluyó desde Ingeniería hasta los condensadores de los láseres. Kris realizó una comprobación; todavía quedaba potencia suficiente para mantener activo el campo de contención de fusión y dirigir el flujo de plasma sobrecalentado hacia los inmensos motores que hacían acelerar la Fogosa a dos g.

Sin problemas, informó Nelly sin necesidad alguna, aunque Kris no pensaba enfadarse por oír buenas noticias.

—Sin problemas —le dijo Kris al capitán tras consultar su tablero a conciencia.

—Todos los sistemas funcionan bien dentro de los márgenes de seguridad —anunció el sobrecargo de Ingeniería.

El capitán Hayworth esbozó una sonrisa; las vueltas de prueba dos y tres no habían pasado de aquella batería de comprobaciones.

—Timonel, aumente ahora mismo la aceleración hasta tres g. Mantenga el rumbo. Ingeniería, pónganos en rojo. —Los interpelados respondieron afirmativamente. Kris fijó los ojos en su tablero y volvió a hacer lo mismo que Ingeniería mientras su asiento se convertía en una cama y su tablero se inclinaba hacia arriba de forma que pudiera verlo con facilidad. Salvo por los tres interruptores maestros del reposabrazos, debería realizar un esfuerzo físico considerable para alcanzar cualquiera de los mandos. El botón de desactivación del reactor quedaba justo debajo de su pulgar.

—El flujo de potencia que llega a los láseres está disminuyendo. La recarga llevará dos minutos adicionales con esta aceleración —informó al capitán.

—Sin problemas —dijo él entre dientes, con los ojos clavados en su tablero.

—Hemos llegado a tres g, señor —respondió el timonel apretando los dientes. A Kris no le importaba demasiado pesar unos ciento ochenta kilos. El timonel, jugador de fútbol americano en su etapa universitaria, estaba alcanzando los cuatrocientos. Eso estaba muy bien para derribar una barrera, pero suponía un grave inconveniente a la hora de manejar el tablero de control que ahora tenía apoyado en el regazo.

El capitán repasó de nuevo la lista de departamentos. Todas las estaciones enviaron una respuesta nominal, aunque no sin dificultad. De esta manera quedaba superado el punto de fracaso de la cuarta prueba.

—Cuatro g, si es tan amable, timonel. Mantenga el rumbo totalmente fijo.

—El reactor está alcanzando una sobrecarga del ciento once por ciento —informó el ingeniero realizando un gran esfuerzo para articular cada palabra—. Ciento doce por ciento… Sin problemas. Ciento trece por ciento… Todas las estaciones en orden. Ciento quince por ciento y todos los parámetros continúan dentro de lo normal.

—Muy bien, Ingeniería. Mantendremos el reactor así. Avíseme si se produce algún cambio —dijo el capitán.

¿Nelly?, pensó Kris.

Kris, algunos sistemas presentan unas anomalías interesantes. Ninguna de ellas debería entrañar peligro para la nave.

Curiosas palabras para tratarse de un ordenador.

—Yo lo tengo todo en verde —dijo ella tras consultar su tablero para verificar el informe de Nelly.

—Es extraño, yo también —contestó el capitán.

—Estamos a cuatro g —anunció el timonel con voz quebrada.

Kris permaneció un minuto viendo pasar los segundos en su tablero antes de que Hayworth hablase para el conjunto de la tripulación.

—A todos los puestos, les habla su capitán. La Fogosa acaba de lograr lo que ninguna otra nave de la clase kamikaze había hecho antes: mantenerse a cuatro g durante un minuto entero. Completaremos las eliminatorias programadas después de otras dos pruebas. Timonel, vire rápidamente cuarenta y cinco grados a estribor.

—Sí, capitán —susurró el timonel mientras aporreaba su tablero. Kris no notó cómo la nave se escoraba para adaptarse a las necesidades de unos ocupantes humanos cuyo peso se había multiplicado por cuatro—. Tomando nuevo rumbo.

Todos respiraron aliviados. Ya solo quedaba una prueba.

—Timonel, ejecute secuencia de zigzag A.

—Secuencia de zigzag A, señor. En ejecución.

La nave se elevó de repente, provocando que los propulsores de actitud aumentasen aún más el peso de Kris. Primero dio un bandazo hacia estribor, después a babor y a continuación un poco más a babor, sorteando así una lluvia de rayos láser imaginarios.

Se está produciendo un problema en… comenzó a informar Nelly. El tablero de Kris permanecía verde. Después de tomar aire rápidamente, sus ojos saltaron de indicador verde en indicador verde en busca de alguna señal que mostrase cualquier tipo de anomalía. ¡Nada!

¡Desactivación!, gritó Nelly en la cabeza de Kris.

Kris recuperó la ingravidez en la oscuridad mientras todos los circuitos de la nave se apagaban.

—¿Y los malditos sistemas auxiliares? —bramó el capitán. Los conductos de ventilación empezaron a sisear cuando Ingeniería corrigió el problema con el suministro de respaldo. El puente volvió a iluminarse una vez que los tableros volvieron a la vida. Las luces de emergencia proyectaban largas sombras. Kris repasó su tablero de modo sistemático; nada explicaba por qué Nelly había interrumpido la prueba.

—Ingeniería, ¿está en línea? —preguntó el capitán por el circuito de comunicación.

—Sí, señor. No hemos perdido los datos de la prueba. Voy a organizarlo todo mientras mi equipo inicia el arranque del reactor.

—¿Debo entender que usted no ordenó la desactivación?

—No, señor. Aquí no se ha pulsado ese botón.

—Gracias, Ingeniería. Una vez que haya organizado sus datos, persónese en mi camarote de día.

—Sí, señor.

—Segundo comandante, tiene el control. Cuando los sistemas se restablezcan, establezca rumbo hacia las dársenas de Nuu a un g. Deberían tener preparado nuestro punto de atraque habitual.

—Sí, señor.

—Longknife, usted conmigo.

—Sí, señor. —Nelly, ¿qué ha pasado?, preguntó Kris al tiempo que abandonaba su estación y echaba a nadar, ingrávida, detrás del capitán en dirección a su camarote de día, fuera del puente. Por lo general esta era una estancia bastante espaciosa, pero en condiciones de combate apenas cabían una mesa y cuatro sillas. El capitán ocupó su sitio en la cabecera de la mesa mientras un contramaestre anunciaba que la nave volvía a ponerse en marcha. Kris cerró la puerta, giró sobre sí misma mientras recuperaba su peso y se puso firme.

—¿Hay algo acerca de esta nave que se me haya escapado, teniente? La última vez que lo comprobé, había tres botones de desactivación. Están el mío y el del sobrecargo de Ingeniería; los dos que tienen todas las naves de esta clase. Me consta que la Fogosa dispone de un tercero, el cual queda bajo su responsabilidad por su trabajo como coordinadora de esta prueba de metal inteligente, y también, sospecho, por su particular relación con el astillero. —Aquella era una manera muy original de decir que el abuelo de Kris poseía el astillero en el que se construían todas las kamikazes.

—Sí, señor —afirmó Kris sin saber qué más añadir, rezando para que el ingeniero apareciese y expusiese las razones que Nelly encontró para detener la prueba tan solo unos momentos antes de que el capitán la diese por superada y finalizada.

—El ingeniero dice que él no pulsó su botón de desactivación. Yo tampoco pulsé el mío. ¿Pulsó usted el suyo?

El tablero de Kris no mostraría ninguna interactuación de ella con el botón rojo. Sería inútil decir que sí.

—No, señor. Yo no desactivé el reactor. —Ahora sí que ya no se le ocurría qué otra cosa decir.

—¿Quién lo hizo?

Kris permaneció rígida. Temía responder aunque tampoco quería mentirle a su capitán. Desde luego, no iba a inventarse cualquier excusa que a él no le costaría rebatir en cuanto saliese de su boca.

—Quien desactivase mis motores nos salvó el pellejo —dijo el sobrecargo de Ingeniería mientras entraba por la puerta… y le salvaba el pellejo a Kris—. Disculpe, capitán, ¿interrumpo una consulta privada?

—No, Dale, tome asiento. Usted también, Longknife —les pidió el capitán con voz cansada. Dale Chowski, sobrecargo de Ingeniería, equipado con media decena de inmensos lectores bajo el brazo, ocupó una silla. Kris se sentó en otra que quedaba frente a él.

—¿Qué ha ido mal esta vez, Dale? —preguntó el capitán.

—En concreto, los superconductores de la bobina de contención de plasma dirigidos hacia el motor número uno estuvieron a cuatro nanosegundos de perder la parte «súper» de su nombre cuando el reactor se desactivó. —El ingeniero se pasó una mano por su cabeza rapada—. Creo que debemos darle las gracias a ese ordenador tan moderno que lleva al cuello, teniente.

Kris asintió.

—Mi ordenador personal detectó que se estaba produciendo un problema. El aparato intentó avisarme, pero el fallo se produjo antes de que me diese tiempo a reaccionar.

¡El aparato!, exclamó Nelly indignada en la cabeza de Kris.

Cállate, le ordenó Kris.

—De modo que su mascota electrónica puede pensar más rápido que los ordenadores de mi sala de máquinas —concluyó el ingeniero, consciente del gesto ceñudo de su superior—. Capitán, sé que no aprueba que se utilice software extraoficial en las tripas de su nave. Debo decir que a mí tampoco me atrae la idea, pero ¿y si en lugar de mirarle el diente a caballo regalado le decimos al departamento de Buques que necesitamos un ordenador como el de ella? En serio, si mañana la enviasen a otro destino, le juro que iría a comprarme otro igual para mí. ¿Cuánto podría costar un cacharro así?

Kris le dijo el precio de la última actualización de Nelly, sin incluir el coste de la operación de cirugía necesaria para implantarse la clavija en la cabeza. El ingeniero dejó escapar un silbido apagado.

—Será mejor que por ahora no le asignen otro destino.

El capitán frunció aún más el ceño.

—Dale, exactamente, ¿qué es lo que fue mal, si nos ceñimos a los sistemas?

—Solo es la suposición de un ingeniero anticuado, pero diría que los cálculos que se supone que el metal tiene que realizar automáticamente para determinar qué secciones de la nave necesitan una g alta no se entendieron bien con los motores cohete más alejados del centro de la nave. Los motores uno y seis son los que más acusaron el vaivén. El número uno falló. Supongo que al seis no le queda mucho de vida.

—De modo que tenemos que ajustar el algoritmo automático que redistribuye el metal —dijo el capitán.

—Podría funcionar —convino el ingeniero, adoptando un semblante sombrío—. Pero insisto en mi última recomendación. Retirar Ingeniería del sistema de metal inteligente. Establecer las especificaciones del reactor, la maquinaria y los campos de contención de plasma, y no modificarlas.

—¿Dejaría Ingeniería en la ajustada estructura de combate? —preguntó Kris.

—Nada de eso —contestó el ingeniero meneando la cabeza—. Ahora no podría acceder ni a la mitad de mi equipo para mantenerlo. Quien diseñó el formato de combate de mi espacio o era un enano o esperaba que volviéramos a expandirnos si necesitábamos reparar algo. Nos hará falta una zona media, lo bastante pequeña para poder luchar pero lo bastante grande para que se pueda trabajar.

—¿Cómo de grande? —preguntó el capitán.

El ingeniero conectó la mesa del capitán a uno de sus lectores. Un esquema del área de Ingeniería de la Fogosa ocupó casi toda la superficie de aquella. Se proyectó rápidamente la transición de amplia y confortable a estrecha y lista para el combate. Al expandirse de nuevo, Dale detuvo la animación.

—Creo que eso es lo que necesitamos.

—Ordenador, calcula los requisitos del metal para blindar esa zona. Incorpóralos al esquema. —Un segundo después, Nelly añadió al gráfico una lista de pesos. El ingeniero volvió a silbar.

—Cien toneladas de metal inteligente. ¿Tanto se necesita para cubrir quince metros adicionales del área de Ingeniería?

—Teniendo en cuenta los daños que sufrió la Chinook —dijo Kris, quien se encargó de seleccionar el blanco—, el departamento de Buques quiere que el área de Ingeniería esté bien protegida.

—¿Cuánto cuestan cien toneladas de metal inteligente? —preguntó Dale.

Kris despejó su duda. El ingeniero no se molestó en silbar de nuevo, sino que se limitó a mirar al capitán y gruñir.

—Supongo que sé por qué estamos aquí intentando resolver este problema. —Se reclinó en la silla, miró al techo rebajado para el combate de la Fogosa y respiró hondo varias veces—. ¿Podríamos sustituir parte del metal inteligente con metal antiguo normal? Quiero decir, si no voy a equipar de nuevo mi sala de máquinas, no necesitaremos todas esas cosas tan sofisticadas.

El capitán Hayworth enarcó una ceja para mirar a Kris, que meneó la cabeza.

—Empresas Nuu ha realizado algunas pruebas. Al parecer, utilizar metal normal y metal inteligente en la misma nave solo sirve para confundir al metal inteligente. No lo recomiendan.

—¿Por qué no me sorprende? —resopló Dale—. Si pueden hacer que el metal inteligente nos cueste un riñón, ¿por qué van a molestarse en reducir costes? —Los oficiales procuraron no mirar a Kris. Que su abuelo Al fuese el director general de Empresas Nuu y que la cartera accionarial de ella se basase en varios cientos de millones de las acciones preferentes de Empresas Nuu no impedía que tuvieran la misma mala opinión que los oficiales de la flota tenían de las prácticas corporativas. Al capitán se le daba bien no decírselo a la cara.

Kris no veía ningún motivo por el que no hablar abiertamente de su ascendencia.

—Mi abuelo Al está trabajando en algo que podría ahorrarle a mi padre, el primer ministro, un buen pellizco del presupuesto de la Marina si usted decide, comandante, que la Marina debería liberar la zona de Ingeniería de las kamikazes.

El ingeniero soltó una risita y el capitán deslizó la mirada hasta el techo.

—Me avisaron de que en sus informes de aptitud nunca aparecían los términos «cobardía» ni «sensatez», teniente. Por tanto, ¿por qué no iba a decirle al departamento de Buques que esto va a desequilibrar por completo el último proyecto presupuestario del primer ministro?

—Empresas Nuu está probando algo que llaman metal Uniplex. Este material mantiene la forma las dos primeras veces que se organiza y la olvida al cambiarla por tercera vez.

—La olvida. El metal es metal. —El ingeniero arrugó el ceño.

—Sí, señor, pero a la tercera vez; se parece más al mercurio líquido que a una capa de blindaje.

—¿Quién querría una trampa mortal así? —gruñó Dale.

Alguien que quisiera eliminar a alguien, pensó Kris al recordar lo que había aprendido por experiencia, aunque se limitó contestar encogiéndose de hombros. Aún no tenía del todo claro qué le parecía que el abuelo Al se estuviera enriqueciendo con algo que estuvo a punto de matarla.

—Producido en lotes de mil toneladas, el Uniplex cuesta alrededor de una sexta parte del valor del metal inteligente —dijo Kris—. Teniendo en cuenta el ahorro derivado de que se fabrique a sí mismo en la nave, es un precio muy competitivo.

—Cómo se nota que es una Longknife —comentó el capitán con sequedad.

Pero el ingeniero estaba estudiando el esquema.

—¿Cuánto metal inteligente hay en mi sala de máquinas?

—Ordenador, responde al hombre —dijo Kris en voz alta. Los números aparecieron sobre la mesa.

—Trescientas cincuenta toneladas —leyó Dale con gesto meditabundo.

—Más cien toneladas de protección adicional —añadió Kris.

—Pero si devolviéramos trescientas cincuenta toneladas de metal inteligente…

—Y extrajéramos cuatrocientas cincuenta toneladas de metal no tan inteligente… —añadió Kris.

—La Marina ahorraría dinero al convertir el área de Ingeniería de las cuarenta kamikazes —dedujo el capitán Hayworth con una risita.

—Dieciséis mil toneladas de metal inteligente servirían para construir cinco o seis naves más, señor —concluyó Kris.

—Me encanta cuando todos salen ganando. —Dale suspiró.

—Del modo más inesperado —convino el capitán.

—Tal vez sí, tal vez no. —El ingeniero se puso derecho—. ¿Su abuelo Al comprobó cómo se lleva el metal inteligente con su primo retrasado? Si no puedo ordenar que el Uniplex ese repare los daños de combate, tendré que rociar el metal inteligente sobre el metal tonto.

Kris meneó la cabeza.

—No han llegado a tanto.

—No podemos dejar que el Uniplex se desplace alrededor de la nave —añadió el capitán—. Podría darnos una sorpresa desagradable. —Los tres oficiales asintieron ante aquella conclusión.

Dale se levantó.

—Debo ir a supervisar al resto de mi equipo, a ver si han obtenido más datos de la prueba.

—Manténgame informado.

Kris se levantó para salir con el ingeniero.

—Un momento, teniente. —Una sonrisa de complicidad surcó el rostro de Dale al cerrar la puerta tras de sí. Kris se giró para mirar a su capitán y volvió a ponerse firme con un apresto que habría hecho sentirse orgulloso a su instructor de la Escuela de Aspirantes a Oficiales.

—Una vez más, teniente Longknife —dijo el capitán—, ha sabido transformar la insubordinación en una virtud.

Kris no sabía qué contestar a esa afirmación, de modo que prefirió guardar silencio.

—Un día de estos dejará de ser una virtud. Un día de estos entenderá por qué hacemos las cosas según ordena la Marina. Solo espero estar ahí cuando lo averigüe… y que no se lleve por delante la vida de demasiados hombres capaces.

De nuevo, Kris no encontró palabras para replicar a su capitán, por lo que se limitó a recurrir a la respuesta universal de la Marina:

—Sí, señor.

—Puede irse.

Kris salió del camarote. Una vez más, la habían amonestado por hacer lo correcto de la manera equivocada. Aun así, el capitán no había sido tan severo con ella como podría haberlo sido. Al menos se había referido a ella como «teniente», no como «princesa».