A la luz del día, la impresión especial que yo había recibido la noche anterior no afectó de un modo extraordinario a la señora Grose, a pesar de que la reforcé con la mención de otros comentarios que había hecho él antes de separarnos.
—Todo reside en media docena de palabras —dije a mi compañera—, palabras que en realidad constituyen el verdadero asunto: «Piense ahora en lo que podría yo hacer». Me dijo eso para demostrarme lo bueno que es. Pero es consciente de lo que podría hacer. Con toda seguridad, en la escuela trató de demostrarlo.
—¡Dios mío, cómo cambia usted! —exclamó mi amiga.
—No cambio; sencillamente, expreso lo que pienso. Los cuatro se han estado encontrando constantemente. Si hubiera estado usted con alguno de los niños cualquiera de estas noches, lo habría comprendido claramente. Cuando más he observado y esperado, más lo he sentido así, y para ello me basta recordar el sistemático silencio de ambos. Nunca, ni por casualidad, han aludido a ninguno de sus antiguos amigos, así como tampoco Miles ha aludido a su expulsión. ¡Oh, sí!, podemos estar sentadas aquí y mirarlos, y ellos pueden aparecer frente a nosotras paseando tranquilamente; pero incluso cuando pretenden estar absortos en sus cuentos de hadas, están inmersos en la visión de los muertos que les han sido devueltos. Miles no está leyendo a su hermana —declaré— están hablando de ellos, se están relatando horrores. Hablo, lo sé, como si estuviera loca; y es una maravilla que no lo esté. Lo que he visto la habría enloquecido a usted; pero a mí sólo me ha vuelto más lúcida, me ha hecho comprender otras cosas.
Mi lucidez debió de parecerle espantosa, pero las encantadoras criaturas que eran víctimas de ella, al pasar y volver a pasar cariñosamente cogidas de la cintura, fortalecieron en cierta manera a mi colega; noté lo tensa que estaba cuando, sin agitarse en el torbellino de mi pasión, los observaba atentamente.
—¿A qué otras cosas se refiere usted?
—Bueno, a las cosas que me han deleitado y, al mismo tiempo —ahora puedo verlo con absoluta claridad—, engañado y desconcertado. Su belleza más que terrenal, su bondad absolutamente fuera de este mundo —continué—, no son sino una táctica engañosa, son un fraude.
—¿Por parte de estos adorables…?
—Sí, de estos adorables niños. ¡Sí, por absurdo que parezca!
El solo hecho de esbozar aquella hipótesis me ayudó a ver con claridad, a encontrar los cabos sueltos y a asociarlos y unirlos.
—No han sido buenos; lo único que han hecho es estar ausentes. Ha sido fácil convivir con ellos sencillamente porque se han limitado a vivir una vida propia. No son míos… no son nuestros. ¡Son de él! ¡Son de ella!
—¿De Quint y de esa mujer?
—De Quint y de esa mujer. Los quieren para sí.
¡Oh cómo pareció estudiarlos la pobre señora Grose, después de oírme afirmar aquello!
—Pero ¿para qué?
—Por amor a toda la maldad que, en aquellos días terribles, la pareja inculcó en ellos. Y para jugar con ellos y con esa maldad, para preservar su obra demoniaca. Es por eso que vuelven.
—¡Cielos! —exclamó mi amiga sin aliento.
Su exclamación revelaba una completa aceptación de lo que yo deseaba probar, es decir, de lo que había sucedido en la mala época, pues había existido una época peor incluso que la presente. No podía haber mejor justificación, para mí, que el pleno asentimiento, dado por quien los había conocido, ante cualquier fondo de depravación concebible en aquella pareja de truhanes. Obedeciendo a una evidente sumisión al recuerdo, ella exclamó poco después:
—¡Eran unos malvados! Pero ¿qué pueden hacer ahora? —insistió.
—¿Qué pueden hacer? —inquirí, alzando tanto la voz que Miles y Flora interrumpieron su paseo y se volvieron para mirarnos—. ¿No están haciendo ya bastante? —pregunté en un tono más bajo, mientras los niños, tras dirigirnos una sonrisa y enviarnos besos con las manos, reanudaban sus juegos. Nos quedamos en silencio durante un momento. Luego contesté—: ¡Pueden destruirlos!
Mi compañera alzó la mirada hacia mí, pero la súplica que leí en ella era una súplica muda, y me pedía que fuese más explícita.
—Todavía no saben cómo… pero lo están intentando. Sólo se dejan ver de lejos, en lugares extraños, en lo alto de una torre, en el techo de una casa, frente a las ventanas, en la orilla distante de un estanque; pero hay en ellos una decisión firme de acortar la distancia y superar los obstáculos; y el triunfo de los tentadores es sólo cuestión de tiempo. Lo único que tienen que hacer es mantener su peligroso hechizo.
—¿Para que los sigan los niños?
—¡Y perezcan en el intento!
La señora Grose se incorporó lentamente y yo añadí, con el sentimiento de que era mi obligación hacerlo:
—A menos que nosotras, por supuesto, podamos evitarlo.
La vi de pie ante mí, que permanecía sentada, dando vueltas a esa idea.
—Debería ser su tío quien lo evitara. Debería llevárselos de aquí.
—¿Y quién se lo avisará?
La señora Grose había mantenido la mirada perdida a lo lejos, pero en ese momento volvió hacia mí un rostro enloquecido.
—Usted, señorita.
—¿Escribiéndole para decirle que la casa está embrujada y sus sobrinos están locos?
—Pero ¿y si lo están?
—¿Y si también lo estoy yo?, quiere usted decir. Una noticia encantadora para que se la envíe una institutriz que se comprometió a no importunarlo.
La señora Grose meditó, observando de nuevo a los niños.
—Sí, odia que lo molesten. Esa fue la principal razón…
—¿De que aquellos demonios estuvieran tanto tiempo a su servicio? No lo dudo, aunque su indiferencia debió ser monstruosa. Pero como yo no soy un demonio, no estaré mucho tiempo…
Mi compañera, al cabo de un instante y por toda respuesta, volvió a sentarse y me tomó del brazo.
—Procure que venga a verla.
La miré fijamente.
—¿A mí? —me invadió un súbito temor ante lo que ella pudiese hacer—. ¿Él?
—¡Debería estar aquí… debería ayudar!
Me puse de pie rápidamente, y pienso que la expresión de mi cara debió de parecerle más rara que nunca.
—¿Cree usted que podría pedirle una visita?
No, era evidente que no lo creía. En cambio —una mujer lee siempre en otra—, podía ver lo que yo misma veía: su desprecio, su burla, su desdén por mi incapacidad para hacer honor a mi compromiso de no molestarlo y por el ingenioso mecanismo que yo había puesto en marcha para llamar su atención hacia mis modestos encantos. Ella no podía saber —nadie lo sabía— cuán orgullosa me había sentido de poder ser fiel a las condiciones estipuladas; sin embargo, me pareció que tomaba nota de la advertencia que le dirigí:
—Mire, si pierde usted la cabeza hasta el punto de pedirle que venga…
La señora Grose estaba realmente asustada.
—¿Qué, señorita?
—Los abandonaré al instante, a él y a usted.
Me resultaba fácil unirme a ellos, pero hablarles me exigía un esfuerzo más allá de mis posibilidades y presentaba, sobre todo cuando estábamos dentro de la casa, dificultades casi insuperables. Esta situación se prolongó por espacio de un mes, con algunos agravantes y sucesos especiales, además de las cada vez más irónicas observaciones de mis discípulos. No se trataba únicamente —y de esto estoy ahora tan segura como lo estaba entonces— de mi infernal imaginación. Era evidente que se daban cuenta de mis dificultades, y aquella extraña relación constituyó en cierto modo, durante bastante tiempo, la atmósfera en que nos movíamos. No me refiero a que hicieran bromas vulgares, ya que ese peligro era imposible por parte de ellos, a lo que me refiero es que el elemento innombrable, lo intocable, se hizo entre nosotros mayor que ningún otro, y a que esa actitud de evasión no hubiera sido posible de no existir un acuerdo tácito. Era como si continuamente estuviéramos a la vista de temas ante los cuales debíamos detenernos, cerrando rápidamente las puertas que por descuido habíamos abierto. Está visto que todos los caminos conducen a Roma, y había veces en que podríamos habernos sorprendido al comprobar que todas las ramas de estudio o temas de conversación conducían al terreno prohibido. Terreno prohibido, en general, era el tema del retorno de los muertos y, en especial, lo que podría sobrevivir en la memoria de los niños de sus amigos perdidos. Había días en que podía jurar que uno de ellos decía al otro, con un guiño invisible: «Ella cree que esta vez va a poder hacerlo… pero no se atreverá». «Hacerlo» hubiera sido, por ejemplo, permitirme alguna referencia directa a la dama que los había preparado contra mí. Ellos, por su parte, mostraban un insaciable y delicioso interés por mi propia historia, que una y otra vez les había relatado. Estaban en posesión de todas y cada una de las cosas que me habían sucedido, sabían detalladamente la historia de mis más pequeñas aventuras y las de mis hermanos y hermanas, y las del perro y el gato de mi casa, así como muchas particularidades de la naturaleza excéntrica de mi padre, del mobiliario y la decoración de nuestra casa, de los temas de conversación de las viejas de mi pueblo… Había suficientes cosas para charlar, si uno sabía hacerlo de prisa y detenerse instintivamente en los puntos delicados. Ellos tiraban con un arte ejemplar de las cuerdas de mi imaginación y mi memoria, y tal vez ninguna otra cosa, cuando después pensé en tales sesiones, me dio tanto la sensación de que estaba siendo observada. En cualquier caso, nuestras conversaciones sólo giraban en torno a mi vida, mi pasado y mis amigos, creando un estado de cosas que a veces los conducía, sin que viniera al caso, a glosar anécdotas de mi pasada vida social. Fui invitada —aunque sin que existiera una relación visible— a repetir alguna frase célebre o confirmar detalles ya relatados sobre la inteligencia de la yegua del pastor.
Fue en parte debido a estos incidentes y en parte a otros de distinto orden, que mis apuros, como podría llamarlos, se hicieron mayores. El hecho de que los días transcurrieran para mí sin otra aparición, debía contribuir —por lo menos, eso hubiera sido natural— a tranquilizar mis nervios. Desde el sobresalto sufrido aquella segunda noche, provocado por la presencia de una mujer al pie de la escalera, no había vuelto a ver nada, ni en el interior ni fuera de la casa, que hubiese preferido no ver. Había muchos rincones en los que podía esperar encontrarme con Quint, y muchas situaciones que, aunque sólo fueran por su carácter siniestro, podían haber favorecido la aparición de la señorita Jessel.
El verano había pasado, se había extinguido, y el otoño había caído sobre Bly y apagado la mitad de nuestras luces. El lugar, con su cielo gris y sus hojas amarillentas, semejaba un teatro después de una representación, con los programas arrugados y tirados por el suelo. Existían determinadas situaciones en la atmósfera, condiciones de sonido y de inmovilidad, impresiones indecibles, que me retrotraían a aquella noche de junio en que vi por primera vez, al aire libre, a Quint, y también a aquellos otros momentos en que, después de verlo a través de la ventana, lo busqué en vano en la terraza. Reconocía los signos, los portentos… reconocía el momento, el lugar. Pero eran señales solitarias y vacías, y yo continuaba sin verme importunada, si esta palabra puede usarse para referirse a una joven cuya sensibilidad se había visto anormalmente agudizada de la manera más extraordinaria. En la conversación con la señora Grose, al referirme a la horrible escena de Flora junto al lago que tanto había desconcertado a mi amiga, dije que me habría dolido más perder mi poder que conservarlo. Había entonces expresado lo que de manera tan viva estaba en mi mente, la idea de que, fuera que los niños vieran o no —cosa que todavía no estaba entonces del todo comprobada—, yo prefería con mucho, para salvaguardarlos, correr el riesgo de ser la única que pudiera ver. Lo que entonces sentía era la maligna convicción de que, tan pronto como mis ojos se cerraran, se abrirían los de ellos. Bueno, pues mis ojos se habían cerrado, al parecer, por el momento…, una circunstancia por la que parecía sacrílego no dar gracias a Dios. Pero existía, por desgracia, una dificultad: yo le hubiera quedado agradecida con toda mi alma, de haber estado convencida de que también los ojos de mis alumnos permanecían cerrados.
¿Cómo puedo volver hoy a todos los pasos de mi obsesión? Había ocasiones en que, estando juntos, hubiera podido jurar que, literalmente, en mi presencia, pero con mis sentidos cerrados para su percepción, ellos recibían visitantes que eran conocidos y bien recibidos. De no haberme entonces detenido la posibilidad de que el daño que podía causar fuera mayor que el que trataba de evitar, mi exaltación me habría llevado a un estallido. «¡Están aquí, están aquí, oh pequeños demonios! —hubiera gritado—. ¡Están aquí! ¡Ahora no vais a poder negármelo!». Los pequeños demonios lo negaban con una sociabilidad y un afecto cada vez mayores, y al mismo tiempo cada vez más cargados de una ironía semejante al reflejo de un pez en la corriente. Lo cierto es que la impresión recibida la noche en que, segura de que iba a ver a Quint o a la señorita Jessel bajo las estrellas, descubrí en vez de ellos al niño sobre cuya tranquilidad debía velar, y quien inmediatamente me dirigió una mirada tan encantadora como aquella con que había saludado la odiosa aparición de Quint por encima de mi cabeza, aquella impresión, digo, había calado en mí más profundamente de lo que me imaginaba. Se trataba de temor; la sorpresa de aquella ocasión me había atemorizado más que cualquier cosa conocida entonces, y con los nervios deshechos por este temor continuaba haciendo nuevos descubrimientos. Me sentía tan acosada, que a veces, en los momentos más extraños, comenzaba a ensayar en voz alta —lo cual constituía un alivio fantástico y a la vez una renovada desesperación— el modo en que debía enfocar el tema. A veces me aproximaba a él desde un ángulo, a veces desde otro, encerrada en mi habitación, pero mi valor se derrumbaba siempre que llegaba a pronunciar sus monstruosos nombres. Cuando los sentía asfixiarse en mis labios, me decía que estaba ayudando a los niños a rechazar algo infame, ya que si los pronunciaba violaba una forma instintiva de delicadeza, tan extraña que seguramente ninguna otra aula escolar había conocido nada semejante. Cuando me decía: «Ellos han logrado permanecer en silencio y en cambio tú, a cuyo cargo están, cometes la bajeza de hablar», sentía que el rostro se me cubría de un color carmesí y me llevaba a él las manos para cubrírmelo. Después de aquellas escenas secretas, charlaba más que nunca, volublemente, hasta que tenía lugar uno de nuestros prodigiosos y palpables silencios, o no sé de qué otra manera llamarlos. Eran extraños deslizamientos o zambullidas —¿qué término debería emplear?— en una inmovilidad, en una absoluta supresión de vida que nada tenía que ver con las dosis de ruido que podíamos estar haciendo, y que yo podía oír a través de una carcajada nerviosa o de un recitado en voz alta, o de una más audible melodía extraída del piano. Sabía entonces que los otros, los intrusos, estaban allí. Aunque no eran ángeles, «pasaban», como dicen los franceses, haciéndome temblar por el miedo de que dirigieran a sus jóvenes víctimas un mensaje infernal aún más infernal o una imagen más vívida que las que habían considerado necesario transmitirme a mí.
Lo que resultaba imposible de tolerar era la cruel idea de que, fuesen cuales fueran las cosas que yo había visto, Flora y Miles veían más… Veían cosas terribles e inenarrables, resultado de las atroces relaciones existentes en el pasado. Aquellas cosas producían, como es natural, mientras ocurrían, un escalofrío que, vociferando, negábamos sentir; y los tres, a base de repetir la escena, con un entrenamiento admirable, cerrábamos casi automáticamente el incidente con los mismos idénticos movimientos de siempre. Era impresionante que los niños, en todo caso, me besaran con un especie de loca incoherencia y nunca prescindieran —a veces uno, a veces el otro— de la preciosa pregunta que nos ayudaba a salir del peligro:
—¿Cuándo cree usted que vendrá? ¿No cree que deberíamos escribirle?
Descubrimos que no había nada como esas preguntas para romper nuestro embarazo. Por supuesto, se referían a su tío de Harley Street; y vivíamos en medio de tal irrealidad, que en esos momentos parecía que bien podría él llegar a formar parte de nuestro círculo. Era imposible desalentar el entusiasmo, en este sentido, más de lo que él había hecho, pero si no hubiéramos inventado aquel recurso nos habríamos privado de una de nuestras mejores fórmulas de convivencia. Él no les escribía nunca, y eso podrá parecer egoísta, pero era parte de su tributo a la confianza en mí depositada; porque la manera en que un hombre rinde su más alto homenaje a una mujer consiste a menudo en hacerla consagrarse de un modo casi religioso a las sagradas leyes de su comodidad; y yo pensaba que me ceñía al espíritu de nuestro pacto cuando hacía comprender a mis discípulos que las cartas que le escribían no eran sino meros agradables ejercicios de estilo. Eran demasiado hermosas para ser enviadas. Yo las retenía y aún hoy las conservo. Esto se añadía al efecto satírico con que aceptaba la suposición de que él estaría con nosotros de un momento a otro. Parecía que mis alumnos intuían que nada me hacía sentir en una posición tan desafortunada como aquello. Una de las cosas que me resultaba más extraordinaria de todo el periodo, es el hecho de que nunca perdiera la paciencia con ellos. Tenían que ser verdaderamente adorables, me digo ahora, para que no llegara a detestarlos entonces. Me pregunto si no me hubiera dejado ganar por la exasperación en caso de que aquella situación se hubiera mantenido indefinidamente. No vale la pena especular sobre ello, ya que el alivio —aunque fue sólo un alivio comparable al que un latigazo produce en medio de una gran tensión o un relámpago a mitad de un día sofocante— vino con el último cambio y se produjo con gran precipitación.
Cierto domingo por la mañana de camino hacia la iglesia, iba yo con el pequeño Miles al lado; su hermana y la señora Grose se había adelantado un poco, aunque se mantenían al alcance de la vista. Era un día soleado, el primero en un largo periodo; durante la noche había helado, y el aire otoñal, brillante y seco, hacía que las campanas de la iglesia tuvieran un aspecto casi alegre. Fue una extraña casualidad que en aquel momento me sintiera gratamente sorprendida por la obediencia de mis pequeños pupilos. ¿Era posible que no se resintieran de mi inexorable y perpetua compañía? Alguna cosa me recordó que parecía que llevara a Miles sujeto con ganchos a mi chal y que estuviera dispuesta a luchar contra cualquier rebelión posible, tanto de él como de la pareja que marchaba delante de nosotros. Era yo como un carcelero con el ojo avizor, atento a cualquier sorpresa o intento de evasión. Pero todo esto pertenece —me refiero a su espléndida rendición— a una cadena de hechos que siempre me han resultado abismales. Vestido con un traje de domingo (confeccionado por el sastre de su tío, que tenía mano libre para vestirlo, así como una firme noción de lo que debía ser una chaqueta bien cortada y de aire principesco), el título de Miles a la independencia, los derechos de su sexo y su situación estaban tan estampados en él que si de pronto hubiese exigido la libertad, no habría sabido qué responderle. Estaba, por una extraña casualidad, pensando cómo reaccionaría yo en tal caso, cuando la revolución, inequívocamente, estalló. La llamo revolución porque ahora puedo ver que con las palabras que pronunció entonces levantóse la cortina del último acto de mi espantoso drama y se precipitó la catástrofe.
—Mire querida —me dijo afablemente—, me gustaría saber cuándo voy a volver a la escuela.
Transcrita aquí, la frase resulta bastante inofensiva, especialmente si se tiene en cuenta el tono amable y casual con que fue pronunciada; parecía que el niño, con aquella entonación, estuviera obsequiando con rosas a su eterna institutriz. Había siempre en las palabras de ellos algo que había que captar, y en las de Miles capté algo que me hizo detener bruscamente, como si uno de los árboles del bosque se hubiera caído sobre el camino. Algo nuevo había nacido en ese momento entre nosotros, y Miles se dio cuenta perfectamente de que yo era consciente de eso, aunque al hacerlo su aspecto continuó siendo tan cándido y encantador como de costumbre. Comprendí también que, debido a mi tardanza en responder, le había concedido ventajas. Encontré tan lentamente las palabras con que responderle, que él no pudo dejar de sonreír irónicamente.
—Sabe usted, querida, que para un muchacho, estar siempre con una dama…
Aquel «querida» estaba constantemente en sus labios, y nada podía expresar más exactamente el sentimiento que yo deseaba inspirar a mis alumnos, que su cordial familiaridad. Era tan respetuosamente fácil…
¡Oh, pero cómo me hubiera gustado recoger en aquel momento todas mis frases! Recuerdo que para ganar tiempo traté de reír, y me pareció ver en el hermoso rostro que me observaba toda la fealdad y la rareza de mi propio aspecto.
—¿Y siempre con la misma dama? —respondí.
Ni siquiera parpadeó. Todo había acabado virtualmente entre nosotros.
—Por supuesto, se trata de una dama encantadora, perfecta, pero, después de todo, yo soy un chico, dese usted cuenta, que está… bueno, que está creciendo.
—Sí, estás creciendo —musité, pero me sentía totalmente desvalida.
Tengo hasta ahora la desalentadora idea de que Miles se daba cuenta de cómo me sentía, y se divertía jugando con mis sentimientos.
—Y no podrá decir que no me he portado terriblemente bien, ¿no es cierto?
Puse una mano sobre su hombro, pues, aunque me daba cuenta de que era mucho mejor mantener esa conversación caminando, no me sentía del todo capaz de andar.
—No, no podría decirlo, Miles.
—Excepto que una noche… ya sabe usted…
—¿Aquella noche?
No podía mirar las cosas tan audazmente como él.
—Sí, cuando salí… cuando salí de la casa.
—¡Oh, sí!, pero he olvidado por qué lo hiciste.
—¿Lo ha olvidado? —inquirió con la suave extravagancia de un reproche infantil—. ¡Cómo! ¡Si fue para mostrarle de qué era capaz!
—¡Ah, sí, de qué eras capaz!
—Y puedo hacerlo otra vez.
Pensé que lo mejor sería mantenerme reservada.
—Desde luego. Pero no lo harás.
—No, no haré eso de nuevo. Aunque eso no fue nada.
—No fue nada —dije—. Pero démonos prisa.
Él volvió a caminar a mi lado, pasando su mano bajo mi brazo.
—Entonces, ¿cuándo volveré a la escuela?
Al volverme a mirarlo, adopté mi aire de mayor responsabilidad.
—¿Era feliz allá?
Lo pensó durante unos segundos.
—Yo soy feliz en cualquier parte.
—Entonces —lo interrumpí—, si eres feliz aquí…
—¡Oh, eso no es todo! Desde luego, usted sabe mucho…
—Pero tú supones que sabes casi tanto como yo, ¿verdad? —me atreví a preguntarle cuando hizo una pausa.
—¡No sé ni la mitad de lo que quisiera! —admitió Miles honradamente—. Pero no es de eso de lo que se trata…
—¿De qué, entonces?
—Bueno… Quiero conocer un poco más de la vida.
—Ya veo, ya veo.
Habíamos llegado a un sitio desde el cual se podía ver la iglesia y a varias personas, entre ellas algunos miembros de la servidumbre de Bly, agrupados junto a la puerta para cedernos el paso a nuestra llegada. Apresuré la marcha. Quería llegar a la iglesia antes de que la conversación que sosteníamos alcanzara mayores honduras; pensaba, con avidez, que durante más de una hora él tendría que permanecer en silencio; y pensé también, con satisfacción, en la relativa penumbra del templo y la ayuda casi espiritual que me presentaría el cojín en que apoyaría las rodillas. Parecía que estuviera yo disputando una carrera con la confusión a la que él trataba de reducirme, y creo que llegó a vencerme cuando, antes de que entráramos en el atrio de la iglesia me dijo:
—¡Quiero estar con mis iguales!
Aquello me hizo literalmente dar un salto.
—No existen muchos que puedan igualarte, Miles —dije, y me eché a reír—. Salvo, tal vez, la pequeña y adorable Flora.
—¿Me está usted comparando con una niñita?
Aquella pregunta me tomó por sorpresa.
—¿Es que no quieres a nuestra dulce Flora?
—Si no la quisiera, y a usted tampoco… —repitió, como si retrocediera para dar un salto, dejando sin embargo su pensamiento tan incompleto que, traspuesta la puerta del atrio de la iglesia, otro alto, que él impuso con una presión de su brazo, se hizo inevitable. La señora Grose y Flora habían entrado en la iglesia, los otros feligreses las siguieron y nosotros nos quedamos solos durante un minuto, entre las viejas tumbas. Hicimos una pausa precisamente junto a una de ellas, una tumba baja y oblonga, semejante a una mesa, situada a un lado del camino.
—Dices que, si no la quisieras…
Miles miró a las tumbas mientras yo esperaba. Luego respondió:
—Bueno, ¡usted lo sabe muy bien!
Pero no se movió, y al cabo de unos instantes añadió algo que me obligó a apoyarme en la lápida de una tumba, como si repentinamente necesitara reposar:
—¿Opina mi tío lo mismo que usted?
Tardé un poco en responder.
—¿Cómo puedes saber lo que opino?
—¡Ah, bueno!, por supuesto que no lo sé; me sorprende que nunca me lo haya dicho. Lo que ahora quiero saber es si él lo sabe.
—¿Si sabe qué, Miles?
—Bueno, el modo como me educo.
Me di cuenta, con suficiente rapidez, de que no podía responder a esa pregunta de ninguna manera que no implicara un reproche a quien me había empleado. Sin embargo, pensé que era bastante lo que nos habíamos sacrificado en Bly para que ese hecho resultara perdonable.
—No creo que a tu tío le importe eso demasiado.
Miles se me quedó mirando fijamente.
—¿Y no cree usted que podría lograrse que le importara?
—¿De qué manera?
—Obligándolo a venir.
—Pero… ¿quién podría hacerlo venir?
—Yo lo haré —respondió el niño, con extraordinario brío.
Me lanzó otra mirada cargada de una extraña expresión y luego entró solo en la iglesia.
La cuestión quedó prácticamente establecida desde el momento en que no lo seguí. Resultaba lamentable rendirse a la agitación, pero darme cuenta de ello no sirvió para hacerme recobrar las fuerzas. Me quedé sentada en la tumba y traté de penetrar en el significado de lo que mi joven amigo me había dicho. En cuanto creí entenderlo, me di el pretexto de que sería vergonzoso ofrecer a mis pupilos y al resto de la congregación, con mi entrada, semejante ejemplo de retraso. Pero sobre todo me dije que Miles había logrado obtener algo de mí y que le sacaría partido. No necesitaba más pruebas de su victoria que aquel absurdo colapso que me había acometido. Ahora sabía que había algo que me producía mucho miedo, y probablemente lo utilizaría para, siguiendo sus propósitos, obtener más libertad. Mi temor surgía de la necesidad de tratar la intolerable cuestión de la causa de su expulsión, puesto que en realidad de lo que se trataba era de los horrores que se ocultaban tras ella. El que su tío llegara a Bly para tratar conmigo aquel asunto, era una solución que, estrictamente hablando, tenía que haber deseado; pero la idea me horrorizaba tanto, me sentía ya para entonces tan incapaz de soportar la fealdad y lo penoso del asunto, que simplemente me limité a darle largas. El niño, para mi mayor amargura, estaba en la posición correcta, y en cualquier momento hubiera podido decirme… «O aclara con mi tutor el misterio de esa interrupción en mis estudios, o deja de esperar que siga llevando de buen grado esta vida tan anormal para un muchacho». Lo que me resultaba completamente anormal en aquel muchacho, era la repentina revelación de una conciencia del problema y de un plan.
Aquello fue lo que realmente me venció, lo que me impidió entrar. Caminé alrededor de la iglesia dudando, vacilando; me dije que en lo referente a Miles había chocado ya con él sin enmienda posible. Por lo tanto, podía ahorrarme el esfuerzo de permanecer a su lado en el templo: se sentiría más seguro que nunca cuando me cogiera del brazo y me tuviera sentada allí una hora en estrecho y mudo contacto con su comentario sobre nuestra conversación. Por primera vez desde su llegada, quise huir de él. Mientras me detenía bajo el alto ventanal que miraba hacia oriente y escuchaba el sonido de las oraciones, fui sintiendo nacer en mí un impulso que hubiera acabado por dominarme si lo hubiese estimulado un poco. Podía poner fácilmente un fin a mis tribulaciones marchándome de Bly. Esa era mi oportunidad; nadie me detendría. Lo único que tenía que hacer era dar la vuelta y apresurarme; volver, para recoger algunas cosas, a la casa, que estaría prácticamente vacía, pues la mayoría de los sirvientes estaban en la iglesia. Nadie, a fin de cuentas, me podría reprochar mi desesperada huida. Tenía una aguda previsión de lo que mis pequeños discípulos, fingiendo una inocente sorpresa, me dirían a la salida: «¿Pero qué ha estado usted haciendo? Es usted una persona verdaderamente terrible. ¿Cómo se le ocurre abandonarnos precisamente en la puerta del templo? Nos ha tenido preocupados, sin poder concentrarnos en el oficio religioso…» No hubiera podido responder a sus preguntas, ni tolerado sus miradas falsamente encantadoras; sin embargo, tendría que hacerles frente, y sólo ese pensamiento hizo que el proyecto de huida tomara cuerpo.
Cuando me di cuenta, ya había cruzado el cementerio y tomado el camino que conducía a Bly. Al llegar a casa, estaba completamente decidida a huir. La calma dominical de los alrededores y del mismo edificio, en el que no encontré a nadie, me infundió la sensación de que aquella era la oportunidad. De ese modo me podría marchar rápidamente, sin una escena, sin una palabra. Sin embargo, tendría que darme prisa, y el problema del transporte era la gran dificultad que debía resolver. Atormentada por las dificultades y los obstáculos, recuerdo que me detuve al pie de la escalera y me senté en uno de los escalones inferiores, desprovista de fuerzas para subirla. Pero de pronto recordé con repulsión que en aquel preciso lugar, hacía más de un mes, en la oscuridad de la noche, colmado de maldad, había visto el espectro de la más horrible de las mujeres. Ante eso, sentí renacer mis fuerzas; subí precipitadamente la escalera y me dirigí directamente a la sala de las clases, puesto que había allí objetos que me pertenecían y no deseaba abandonar. Pero abrí la puerta para encontrarme de nuevo, como en un relámpago, con que mis ojos no estaban sellados. En presencia de lo que vi, flaquearon todas mis resoluciones.
Sentada ante mi propia mesa y a la clara luz del mediodía, vi a una persona a la que, sin mi experiencia previa, hubiera podido tomar por una sirvienta que había permanecido en la casa para cuidar de ella, y la cual, aprovechando que no había nadie, había decidido utilizar mis plumas, mi papel y mi tinta para escribir una carta a su enamorado. Se notaba que hacía un esfuerzo de concentración mientras, con los codos sobre la mesa, apoyaba la cara en ambas manos. Noté que, a pesar de mi entrada, persistía en su extraña actitud. Luego su identidad se encendió en mi cerebro como un fogonazo; la desconocida se puso de pie y con ese simple acto dejó de ser una extraña para mí. Se puso de pie, pero no como si me hubiera oído, sino con una indescriptible y profunda melancolía, mezcla de indiferencia y despego y, a una docena de pasos de donde yo estaba, se irguió mi vil predecesora. Estaba ante mí, deshonrada y trágica, pero mientras la miraba fijamente, tratando de retener sus rasgos para recordarlos, la espantosa imagen se desvaneció. Oscura como la medianoche, con su vestido negro, su macilenta belleza y su indescriptible aflicción, me había mirado el tiempo suficiente para decirme que su derecho a sentarse a mi mesa era tan bueno como el mío para sentarme a la suya. En realidad, durante aquel brevísimo instante tuve la extraordinaria sensación de que la intrusa era yo. Aquello despertó en mí una apasionada protesta; no pude sino gritarle:
—¡Mujer miserable y vil!
El sonido de mi voz recorrió el largo pasillo y la casa entera. Ella me miró como si me oyera, pero yo ya me había recobrado de la impresión. Un segundo después no había en la habitación más que el resplandor del sol y la sensación de que debía quedarme allí.
Estaba tan absolutamente convencida de que el regreso de mis discípulos sería tan estruendoso, que no pude sino sorprenderme al comprobar que nadie hacía la menor alusión a mi ausencia. En vez de denunciar y reprocharme alegremente mi abandono, como yo había supuesto, no hicieron la menor alusión a lo ocurrido; y al darme cuenta de que tampoco la señora Grose decía nada, comencé a estudiar con detenimiento su extraño rostro. De mi escrutinio deduje que ellos se las habían ingeniado de alguna manera para reducirla al silencio; un silencio que, sin embargo, yo estaba dispuesta a romper a la primera oportunidad. Tal oportunidad se presentó antes de la hora del té: logré estar cinco minutos a solas con ella en la portería, donde, a la luz del atardecer y entre el olor a pan recién horneado, con el lugar perfectamente limpio, la encontré plácidamente sentada frente a la chimenea. Me parece verla aún: mirando a la llama desde su estrecha silla en el oscuro y brillante cuarto, era una clara imagen de la marginación… una imagen de gavetas cerradas con llave y de paz sin sobresaltos.
—¡Oh, sí!, me pidieron que no dijera nada… y por complacerlos… sí, se los prometí. Pero dígame: ¿qué le ocurrió?
—Sólo me había propuesto caminar con usted hasta la iglesia —le dije—. Tenía que volver para encontrar a una amiga.
No ocultó su sorpresa.
—¿Una amiga? ¿Usted?
—Sí, sí, tengo un par de amigos —y me eché a reír—. Pero ¿le dieron a usted alguna razón los niños?
—¿Para que no aludiera a su inesperado regreso? Sí, dijeron que usted lo prefería de esa manera. ¿Es cierto?
Mi expresión, en ese momento, pareció alarmarla.
—De ninguna manera —exclamé; y un instante después añadí—: ¿Le dijeron por qué lo prefería así?
—No, el señorito Miles sólo me dijo que debíamos hacer lo que a usted le gustaba.
—Me gustaría que él lo hiciera. ¿Y Flora qué dijo?
—La señorita Flora fue también muy gentil. Lo único que dijo fue: «Desde luego, desde luego»; y yo dije lo mismo.
Me quedé un momento pensativa.
—Fue usted también muy amable… Todos lo fueron… Me parece oírlos. Sin embargo, entre Miles y yo todo ha terminado.
—¿Todo ha terminado? —mi compañera me miraba sorprendida—. ¿Pero qué, señorita?
—Todo. No importa. He tomado una decisión. Volví a casa, querida —continué—, para hablar con la señorita Jessel.
Ya para esa época había adquirido la costumbre de proporcionar a la señora Grose las sorpresas más desconcertantes; a pesar de todo, no pudo evitar en esa ocasión un significativo parpadeo.
—¡Hablar! ¿Quiere usted decir que ella habla?
—Para eso vine. A mi regreso la encontré sentada en el salón de las clases.
—¿Y qué le dijo?
Puedo aún oír a la buena mujer y recordar su candorosa estupefacción.
—¡Que sufre los tormentos…!
Esas palabras hicieron que sus ojos se desorbitaran como platos.
—¿Quiere usted decir —preguntó ansiosamente— de los perdidos, de los condenados?
—De los perdidos, de los condenados. Y ha decidido compartirlos…
Me interrumpí, horrorizada por aquella idea. Pero mi compañera, con menos imaginación, preguntó:
—¿Para compartirlos con quién?
—Con Flora.
La señora Grose hubiera salido corriendo de allí si yo no hubiese estado preparada para ello. Continué, antes de que tuviera tiempo de reaccionar:
—Sin embargo, como le he dicho, la cosa carece de importancia.
—¿Porque ha tomado una decisión? ¿Qué ha decidido?
—Todo.
—¿Y a qué llama usted «todo»?
—Mandar llamar a su tío.
—¡Oh señorita!, hágalo por favor —exclamó mi amiga.
—Claro que lo haré; lo haré. Estoy convencida de que es la única solución. Y si Miles cree que tengo miedo de hacerlo y piensa aprovecharse de eso, verá que se equivoca. Sí, sí; su tío se enterará por mi boca, en este mismo lugar (y delante del propio Miles, si es necesario), de los motivos que tengo para no haberme preocupado de mandarlo a la escuela…
—Sí, señorita… —dijo mi compañera.
—Bueno, está ese terrible motivo.
Había ya para entonces tantos motivos, que mi pobre colega —había que excusarla por esto— se perdía entre ellos.
—¿Cuál…?
—La carta de su antigua escuela.
—¿Se la mostrará al amo?
—Debí hacerlo en el preciso instante en que la recibí.
—¡Oh, no! —replicó la señora Grose con decisión.
—Le diré —continué inexorablemente— que no puedo cuidar a un chico que ha sido expulsado…
—¡Pero si nunca hemos llegado a saber por qué lo expulsaron! —protestó la señora Grose.
—Por malvado. ¿Por qué otra cosa iba a ser, siendo tan listo, tan apuesto, tan aplicado? ¿Es acaso estúpido? ¿Desaliñado? ¿Idiota? Por el contrario, es exquisito… Así que tiene que haber sido por eso; y eso permitirá airear todo el asunto. Después de todo —dije—, la culpa es del tío, por haberlo dejado en manos de semejantes personas…
—Él, en realidad, no las conocía. La culpa es mía —dijo ella, y estaba terriblemente pálida.
—Bueno, usted no va a salir perjudicada —le respondí.
—Pero los niños sí —replicó enfáticamente.
Permanecí en silencio durante un momento, y nos miramos una a otra.
—Entonces, ¿qué voy a decirle?
—No necesita usted decirle nada. Yo se lo diré.
Sopesé sus palabras.
—¿Quiere usted decir que va a escribirle…? —me acordé de que no sabía hacerlo y añadí:
—¿Cómo va usted a comunicarse con él?
—Se lo pediré al alguacil. Él sabe escribir.
—¿Y le pedirá usted que relate nuestra historia?
Mi pregunta tuvo una fuerza sarcástica que yo no había pretendido darle, pero que sirvió para desanimar a la señora Grose. Sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas.
—¡Ay, señorita, escríbale usted!
—Bueno, lo haré esta noche —le respondí, y en ese momento nos separamos.
Esa misma noche llegué, en efecto, a escribir el párrafo inicial. El tiempo había vuelto a cambiar, soplaba un fuerte viento, y debajo de la lámpara de mi habitación, con Flora que dormía apaciblemente a mi lado, permanecí sentada durante largo rato ante una hoja de papel en blanco y escuchando el repiqueteo de la lluvia sobre los cristales de las ventanas. Finalmente, cogí una vela y salí del cuarto. Atravesé el pasillo y pegué el oído ante la puerta de Miles. Lo que, en mi constante obsesión, había esperado escuchar, era un sonido revelador de que el niño no estaba durmiendo. De pronto capté uno, pero no revestía la forma que había esperado. Su voz tintineó:
—¿Es usted? Entre, por favor.
Fue una nota de alegría en medio de las tinieblas.
Entré, pues, con mi vela y lo encontré ya acostado, pero completamente despierto.
—¿Qué hace, levantada a esta hora? —me preguntó con una cordialidad que me hizo pensar que, si la señora Grose hubiera estado presente, habría buscado en vano una prueba de que entre Miles y yo todo había terminado.
Me incliné sobre él con mi vela.
—¿Cómo supiste que estaba yo allí?
—Bueno, la oí, desde luego. ¿Imagina acaso que no hace ningún ruido? ¡Si parece un escuadrón de caballería! —y se echó a reír alegremente.
—Entonces, ¿no dormías?
—No. Me gusta tenderme en la cama y pensar.
Dejé la vela en la mesilla de noche y luego, como me tendía una mano amistosa, me senté en el borde de la cama.
—¿Y se puede saber en qué piensas? —le pregunté.
—¿Podría pensar en otra cosa, querida, que no fuera en usted?
—¡Ah, me enorgullece conocer esa preferencia! Pero yo preferiría que durmieras.
—Bueno, ¿sabe usted?, también pienso en ese extraño asunto nuestro.
Observé la frialdad de su firme manita.
—¿Qué asunto extraño, Miles?
—Bueno, el modo en que me está educando. ¡Y todo lo demás!
Por un instante se me cortó el aliento, y entonces, a la mortecina luz de la vela, vi cómo me sonreía desde la almohada.
—¿A qué te refieres con «todo lo demás»?
—¡Oh, usted lo sabe, lo sabe!
No pude decir nada durante un minuto, aunque sentí, mientras continuábamos asidos de las manos y mirándonos a los ojos, que mi silencio era una tácita admisión del cargo, y que nada en el mundo real era en esos instantes tan fabuloso como nuestra verdadera relación.
—Por supuesto, volverás a la escuela —le dije—, si es eso lo que te preocupa. Pero no a las de antes… Debemos buscar otra… una mejor. ¿Cómo iba a saber que este asunto te preocupaba, cuando nunca me lo habías dicho antes?
Su rostro, atento, enmarcado en la blancura de la almohada, resultaba tan patético como el de un paciente grave de un hospital infantil; y yo hubiera dado todo lo que poseía en el mundo por ser en verdad la enfermera o la hermana de la caridad que pudiera ayudarlo a sanar. Pero, aun como estaban las cosas, tal vez pudiera ser útil…
—Nunca te oí decir una sola palabra sobre tu escuela; nunca hiciste mención de ella para nada.
Pareció sorprenderse; seguía sonriendo encantadoramente, pero era evidente que lo que se proponía era ganar tiempo.
—¿Nunca lo hice? ¿De veras?
No, no me estaba reservado a mí ayudarle; quien lo haría sería el espectro que había yo visto.
Algo en su tono y en la expresión de su rostro impresionó dolorosamente mi corazón; sentí un latido de dolor como nunca antes había sufrido otro; me resultaba intolerablemente conmovedor presenciar el trabajo de su cerebro desconcertado, sus escasos recursos puestos en tensión, luchando entre su inocencia y la perversidad que le había sido inoculada.
—No… nunca, desde que llegaste a Bly. Nunca has mencionado a uno solo de tus maestros, ni a ningún camarada; nada, en fin, de lo que te sucedió en la escuela. Nunca, pequeño Miles, no, nunca has aludido ni siquiera de paso a lo que ha podido ocurrirte allí. Por consiguiente, te podrás imaginar cuán a oscuras me encuentro. Hasta que me lo dijiste esta mañana, no habías hecho, desde el primer momento en que te vi, ninguna referencia a tu vida anterior. Me pareció que aceptabas perfectamente el presente.
Era extraordinario ver cómo mi absoluta convicción de su secreta precocidad (o de cualquier manera como llamara yo al veneno de una influencia que apenas me atrevía a mencionar) le hacían parecer, a pesar de su confusión, tan accesible como cualquier adulto, obligándome a tratarlo como a una persona mayor e intelectualmente como a un igual.
—Pensé que deseabas continuar como hasta ahora.
Me sorprendió que, al oír estas últimas palabras, su rostro se coloreara ligeramente. De todos modos, sacudió levemente la cabeza como un convaleciente que empezara a fatigarse.
—No es…, no es así… Quiero salir de aquí.
—¿Estás cansado de Bly?
—No, me gusta Bly.
—¿Entonces…?
—¡Oh, usted sabe bien lo que un chico necesita!
Tuve la impresión de que no lo sabía tan bien como Miles; busqué un subterfugio.
—¿Quieres ir con tu tío?
De nuevo, con su bello e irónico rostro, hizo un movimiento sobre la almohada.
—¡Ah, no puede usted librarse de eso!
Permanecí un momento en silencio. En ese momento fui yo quien cambió de color.
—Querido, no pretendo querer librarme de eso.
—Aunque quisiera, no podría. ¡No podría, no podría! —repitió alegremente—. Mi tío debe venir a Bly, y usted debe arreglar las cosas para que eso ocurra.
—Si lo hacemos —respondí con cierta vivacidad—, puedes estar seguro que será para sacarte de aquí.
—Muy bien. ¿No comprende que eso precisamente es lo que estoy deseando? Tendrá que decirle lo que hasta ahora ha callado. ¡Tendrá que decirle una enorme cantidad de cosas!
La pasión con que dijo aquello me ayudó en ese momento a hacerle frente con mayor firmeza.
—¿Y cuántas tendrás que contarle tú? Te preguntará ciertas cosas.
Meditó un minuto.
—Es muy probable. ¿Cuáles, por ejemplo?
—Las que nunca me has dicho. Tendrá que saberlas para que pueda decidir qué hacer contigo. No podrá enviarte de nuevo a la misma escuela…
—¡Tampoco yo quiero volver! —estalló—. Deseo que me mande a un nuevo lugar.
Hablaba con admirable serenidad, con positiva y abierta alegría; e, indudablemente, fue eso lo que más me hizo evocar la anormal tragedia infantil de su posible reaparición, al cabo de unos tres meses, con toda su bravuconería y aun con más deshonor encima. Me abrumó descubrir que era yo incapaz de soportarlo.
Me recosté en la almohada y, en la ternura de mi compasión, lo abracé.
—¡Mi querido, mi pequeño Miles!
Mi rostro estaba sobre el suyo, y permitió que lo besara, aceptando aquel arrebato con indulgente buen humor.
—¿Y eso, querida?
—¿No hay nada… nada en absoluto que desees decirme?
Se volvió un poco hacia el otro lado, clavando la mirada en la pared y levantando una mano y mirándola después, como hacen a veces los niños enfermos.
—Ya se lo he dicho… Se lo dije esta mañana.
Me inspiró un gran dolor.
—¿Que no quieres que te moleste más?
Volvió a mirar en derredor suyo, como en reconocimiento de que le había comprendido bien; luego añadió, con la misma cortesía de siempre:
—Que me deje solo.
Pronunció aquellas palabras con cierta dignidad, y yo me puse de pie lentamente, dispuesta a marcharme. Dios sabía que nunca había querido importunarlo con mi presencia, pero sentí que al darle la espalda lo estaba yo abandonando, que lo estaba, para decirlo con más exactitud, perdiendo.
—He empezado a escribir una carta a tu tío.
—¡Bueno, termínela entonces!
Esperé un minuto.
—¿Qué sucedió antes?
Me volvió a mirar fijamente.
—¿Antes de qué?
—¿Antes de que regresaras de la escuela? ¿Y antes, antes de que te marcharas a ella?
Permaneció un buen rato en silencio, sin dejar de mirarme. Finalmente murmuró…
—¿Qué sucedió?
El sonido de sus palabras, en que por primera vez me pareció descubrir cierto tono de inseguridad, me hizo caer de rodillas a su lado y tratar una vez más de apoderarme de él.
—¡Mi querido, mi pequeño Miles, si supieras cuánto deseo ayudarte! Es sólo eso, sólo eso; preferiría morir antes de hacerte daño o molestarte… Me moriría antes de tocarte un cabello. Mi pequeño Miles… —y estallé, aun pensando que había ido demasiado lejos—, ¡sólo quiero que me ayudes a salvarte!
Sí, había ido demasiado lejos; lo supe un momento después. La respuesta a mi solicitud fue inmediata, pero llegó de lejos y en forma de una extraordinaria corriente helada y un temblor en el dormitorio, tan fuerte, que parecía que aquella corriente de viento lo sacudiera todo. El niño profirió un grito estridente y me resultó imposible saber si era de júbilo o de terror. Me puse en pie de un salto, consciente de la oscuridad. Durante un momento, permanecimos así, mientras yo miraba a mi alrededor y veía que la ventana continuaba cerrada y las cortinillas no se movían.
—Se ha apagado la vela —exclamé.
—¡Fui yo quien sopló, querida! —dijo Miles.
Al día siguiente, después de la clase, la señora Grose encontró un momento para preguntarme en voz baja:
—¿Escribió usted, señorita?
—Sí, he escrito —pero no añadí que la carta, cerrada y franqueada, estaba aún en mi bolsillo.
Había tiempo suficiente para enviarla antes de que el mandadero fuera al pueblo. Entretanto, por el comportamiento de mis pupilos, se hubiera creído que ninguna mañana podía ser más brillante ni más ejemplar. Como si ambos se hubiesen puesto de acuerdo, sin necesidad de palabras, para eliminar cualquier reciente fricción. Se aplicaron maravillosamente en sus ejercicios de aritmética, superando casi mis conocimientos en la materia, y desempeñaron con más entusiasmo que nunca la representación de algunos personajes históricos y algunas características geográficas. Era evidente en Miles el deseo de demostrarme con qué facilidad podía seducirme. Aquel niño vive en mi recuerdo en un marco de belleza y dolor que ninguna palabra podría traducir; cada uno de sus impulsos revelaba una innata distinción. A simple vista, no existía ninguna criatura más franca, más inteligente, más ingeniosa y más extraordinariamente aristocrática. Tenía que ponerme perpetuamente en guardia contra el arrobo que su simple contemplación despertaba en mí; suprimir la mirada de asombro y el suspiro de abatimiento que se alternaban en mí cada vez que me enfrentaba con él y renunciaba a descifrar el enigma que constituía la conducta de aquel pequeño caballero y por qué había recibido un castigo tan severo. Sabía yo que, por un oscuro prodigio, la imaginación de toda maldad había sido abierta ante él, pero todo lo que de justo había en mí rechazaba la idea de que aquello hubiera podido florecer en un acto.
Nunca lo había visto tan caballeroso como cuando, después del almuerzo de aquel monstruoso día, se acercó a mí para preguntarme si deseaba que durante una media hora me interpretara algo. David, tocando ante Saúl, no hubiera mostrado un sentido más agudo de la oportunidad. Fue literalmente una encantadora exhibición de tacto, de magnanimidad, la que se permitió al decirme:
—Los verdaderos caballeros, cuyas historias tanto nos gusta leer, jamás se aprovechaban demasiado de una ventaja. Sé lo que está usted pensando; en este momento piensa: «Vete de aquí y déjame en paz… Ya no te seguiré a todas partes, ni te espiaré… Puedes ir y venir a donde se te antoje…» Bueno, he venido, pero no me iré. Hay tiempo más que suficiente para eso. Me siento muy a gusto en su compañía y quiero demostrarle que, si he luchado, ha sido sólo por cuestión de principios.
Es fácil suponer que no resistí a ese llamamiento ni dejé de acompañarle de nuevo, cogido de la mano, a la sala de las clases. Miles se sentó ante el viejo piano y tocó como nunca antes lo había hecho; y si alguien opina que mejor hubiera sido que jugara futbol, sólo puedo decir que estoy enteramente de acuerdo. Porque, al final del lapso que, bajo su influencia, había dejado de pensar, comencé a tener la extraña sensación de que me había dormido en mi sitio. Aquello ocurría después de la comida y frente al fuego y, sin embargo, en modo alguno me había dormido; lo que había hecho era mucho peor: me había olvidado. ¿Dónde estaba Flora?
Cuando formulé la pregunta a Miles, siguió tocando un minuto antes de responder; luego dijo:
—¿Cómo podría yo saberlo, querida?
Y a continuación estalló en una feliz carcajada, prolongándola inmediatamente después, como si fuera un acompañamiento vocal, en un canto incoherente y extravagante.
Me dirigí inmediatamente a mi dormitorio, pero la niña no estaba allí; luego, antes de bajar, busqué en las otras habitaciones. Al no encontrarla, pensé que podía estar con la señora Grose y fui inmediatamente a buscar a esta para comprobarlo. La encontré donde la había hallado la noche anterior, pero ella respondió a mi pregunta con una ignorancia absoluta. Suponía que después de la comida había llevado a ambos hermanos a la planta superior; y tenía toda la razón en pensar de esa manera, ya que era la primera vez que permitía que la niña no estuviera ante mi vista sin haber tomado previamente las medidas convenientes. Por supuesto, podía hallarse con alguna sirvienta, así que procedí a buscarla de inmediato en aquella sección, sin dar muestras de alarma. Pero cuando, diez minutos después, mi compañera y yo volvimos a encontrarnos en el pasillo, fue sólo para comunicarnos mutuamente nuestro fracaso. Durante un momento, cambiamos mutuas miradas de inquietud, y así pude ver, con el mayor interés, que mi amiga compartía mis desvelos.
—Debe de estar arriba —dijo la señora Grose—, en una de las habitaciones que no ha registrado.
—No, está más lejos —repliqué con absoluta convicción—. Ha salido.
La señora Grose se me quedó mirando.
—¿Sin sombrero?
—¿Acaso esa mujer no va siempre sin sombrero?
—¿Está con ella?
—¡Sí lo está! —aseguré—. Tenemos que encontrarlas. Puse mi mano sobre el brazo de mi amiga, pero ella no respondió a mi presión. Por el contrario, permaneció en el mismo sitio mirándome con ansiedad.
—¿Y dónde está el señorito Miles?
—¡Oh! Él está con Quint. En el salón de las clases.
—¡Dios mío, señorita!
Me daba cuenta de que mi aspecto y, supongo, mi tono no habían sido nunca tan serenos como cuando afirmé:
—El truco le ha dado buen resultado; han tramado un plan. Miles encontró un medio divino para retenerme mientras ella salía.
—¿Divino? —inquirió la señora Grose, asombrada.
—Digamos infernal, entonces… —respondí casi jubilosamente—. También él se ha beneficiado con esto. ¡Vamos, de prisa!
La señora Grose levantó los ojos, con expresión angustiada, hacia las regiones superiores.
—¿Va a dejarlo…?
—¿A solas con Quint? Sí, eso no importa ahora.
En otras ocasiones parecidas, la señora Grose terminaba por asirme con firmeza la mano; en esa me retuvo unos instantes.
—¿Se debe esto a su carta? —me preguntó ansiosamente, sin reparar en mi impaciencia.
Rápidamente, a guisa de respuesta, saqué la carta del bolsillo y se la mostré; luego, desprendiéndome de su mano, la deposité encima de la gran mesa del vestíbulo.
—Luke la llevará —dije mientras regresaba a reunirme con mi amiga.
Me dirigí luego a la puerta de la casa y la abrí. Un momento después cruzaba el umbral.
Mi compañera me seguía. La tormenta de la noche y de las primeras horas de la mañana había amainado, pero la tarde era húmeda y gris. Bajé los peldaños de la entrada mientras la señora Grose se acercaba a la puerta como a regañadientes.
—¿No se cubre usted?
—¿Qué me puede eso importar ahora, cuando la niña no lleva nada encima? No puedo esperar a vestirme —le grité—, y si usted va a hacerlo, tendré que dejarla. Busque mientras tanto en las habitaciones de arriba.
—¿Con ellos allí?
Y, al decir aquello, la pobre mujer se reunió conmigo apresuradamente.
Nos dirigimos directamente hacia el lago, como lo llamaban en Bly, y me atrevo a decir que a justo título, aunque es posible que aquella superficie líquida fuera menos imponente de lo que mis inexpertos ojos suponían. Mis conocimientos, a este respecto, eran mínimos, y el estanque de Bly, en las pocas ocasiones en que, bajo la protección de mis alumnos, había recorrido su superficie, en el viejo bote de fondo plano atracado a la orilla para nuestro uso, me había impresionado por su extensión y agitación. El embarcadero se hallaba situado a una media milla de la casa, pero yo tenía la íntima convicción de que Flora no se encontraba cerca de esta. No se había librado de mi vigilancia para correr una aventura y, después del día en que compartimos aquella terrible visión junto al estanque, yo me había dado cuenta, durante nuestros paseos, de cuál era el lugar que ejercía sobre ella mayor fascinación. Por eso aquella vez tomé una dirección determinada, con gran asombro de la señora Grose, que parecía oponer alguna resistencia.
—¿Va usted hacia el agua, señorita? ¿Piensa usted que se ha metido…?
—Es posible, aunque la profundidad aquí es muy grande. Pero estoy casi convencida de que ha ido al lugar desde el cual, el otro día, vimos juntas lo que le conté.
—¿La vez que pretendió no ver…?
—Sí, con aquel impresionante dominio de sí misma… Estaba segura de que deseaba volver sola. Y ahora su hermano le ha facilitado el medio.
La señora Grose permanecía de pie en el mismo lugar donde se había detenido.
—¿Cree usted que en verdad hablan de ellos?
Le respondí en un tono confidencial.
—Dicen cosas que, si las oyéramos, nos quedaríamos abrumadas…
—¿Y si la niña está allí?
—¿Qué?
—¿Supone que también estará la señorita Jessel?
—Desde luego. Ya lo verá.
—¡Oh, no, gracias! —exclamó mi amiga, plantando firmemente los pies en el suelo, de manera que yo seguí caminando sin ella.
Sin embargo, cuando llegué al estanque comprobé que me había seguido a cierta distancia y comprendí que, como fuera, mi presencia le parecía paliar en cierto modo el peligro. Cuando pudimos divisar la mayor parte de la superficie del lago sin que apareciera la niña, exhaló un suspiro de alivio. No había rastro de Flora en esa parte de la playa, ni tampoco en el lado opuesto, situado a unas veinte yardas. El estanque, de forma oblonga, tenía una anchura desproporcionada a su longitud; era imposible, desde un extremo, ver el otro, por lo que parecía ser un río tranquilo. Miramos la superficie vacía, y yo, al ver una sugerencia en los ojos de mi amiga, respondí con un movimiento negativo de cabeza.
—No, no, espere. Se ha llevado el bote.
Mi compañera contempló el embarcadero vacío y luego tendió la vista a través del lago.
—Entonces, ¿dónde está?
—El hecho de que no la veamos es la mejor prueba. Lo ha utilizado para cruzar el lago y luego ha logrado ocultarlo.
—¿Ella sola…? ¿La niña…?
—No está sola; y en tales momentos deja de ser una niña, es una vieja.
Escruté toda la playa visible mientras la señora Grose, quizás impresionada por los extraños hechos que le presentaba, volvió a someterse a mi voluntad; luego sugerí que el bote podía estar oculto en un pequeño refugio formado por los matorrales de la ribera.
—Pero, si el bote está allí, ¿dónde podrá estar ella? —preguntó ansiosamente mi colega.
—Eso es precisamente lo que debemos averiguar —y eché a andar de nuevo.
—¿Vamos a darle la vuelta…?
—Desde luego. No nos llevará más de diez minutos, pero es bastante lejos para que la niña haya preferido no caminar. Cruzó la línea recta.
—¡Cielos! —gritó mi amiga nuevamente; los engranajes de mi lógica eran demasiado abrumadores para ella.
Echó a andar tras de mí y, cuando habíamos recorrido la mitad del camino, un trayecto realmente fatigoso, debido a que el sendero estaba cubierto de maleza, hice una pausa para que la pobre pudiera tomar aliento. La cogí del brazo asegurándole que podía ayudarme mucho; y luego reanudamos la marcha, de modo que al cabo de unos minutos llegamos al lugar donde yo había supuesto que estaría el bote, y donde en efecto, lo encontramos. Intencionadamente, lo habían dejado fuera de la vista; estaba atado a una estaca plantada en la orilla, residuo de una vieja cerca, que le había servido sin duda de ayuda para desembarcar. Reconocí, al examinar el par de nudos, perfectamente hechos, la prodigiosa hazaña de la niña; pero ya, para esas alturas de mi permanencia en Bly, había vivido entre tantas maravillas y gemido bajo el peso de tantas cosas asombrosas… Había una puerta en la cerca, pasamos por ella y nos condujo a un espacio más despejado.
—¡Allí está! —gritamos de pronto, al unísono.
Flora, a poca distancia del bote, se erguía ante nosotras sonriendo como si su hazaña fuera ahora completa. La siguiente cosa que hizo fue detenerse y recoger, como si aquello fuera el objetivo de su excursión, un manojo feo y marchito de helechos blancos. Inmediatamente adiviné que salía del matorral. Nos esperó sin dar un paso más y no dejó de ver la extraña solemnidad con que nosotras nos acercamos a ella. Flora no hacía más que reír en medio de un silencio cada vez más ominoso. La señora Grose fue la primera en romper el hechizo; corrió hacia donde estaba la niña, se dejó caer de rodillas y la mantuvo aprisionada en un largo abrazo. No sé cuánto duró aquella efusión; yo me limité a mirar la escena, aumentando la intensidad de mi observación al ver que Flora me miraba a su vez por encima de nuestra compañera. Envidié en ese momento, dolorosamente, la sencillez de la relación que la señora Grose podía establecer. Sin embargo, en todo aquel tiempo no ocurrió entre nosotras nada que no fuera ese intercambio de miradas. Lo que tanto la niña como yo nos dijimos fue que ya los pretextos eran virtualmente inútiles. Cuando, al fin, la señora Grose se puso de pie y tomó a la niña de la mano, la reticencia de nuestra comunión fue todavía más clara en la mirada que en ese instante la niña me dirigía: «¡Que me cuelguen si hablo!», parecía decir.
Fue Flora quien, recorriéndome con la vista con un cándido asombro, habló primero. Parecía sorprendida de vernos con la cabeza descubierta.
—¿Dónde están sus sombreros?
—¿Dónde está el tuyo, querida? —le respondí inmediatamente.
Había recobrado su alegría habitual, y pareció aceptar aquello como una respuesta suficiente.
—¿Y Miles? —prosiguió.
Había algo en su aplomo que me sacó de quicio; aquellas dos palabras fueron como dos gotas de agua en la copa que durante semanas y semanas mi mano había mantenido en alto, llena hasta el borde, y que en ese momento, antes de hablar, sentí que se derramaba como un diluvio.
—Te lo diré si tú me dices… —me oí decir a mí misma.
—¿Qué quiere que le diga?
La expresión de angustia de la señora Grose me impresionó, pero era ya demasiado tarde para echarme atrás, así que pregunté, en el tono más amable que me fue posible adoptar:
—¿Dónde está la señorita Jessel, cariño?
Lo mismo que en el cementerio con Miles, todo el asunto pendía sobre nuestras cabezas. En gran parte se debía al hecho de que ese nombre nunca había sido pronunciado entre nosotras, y la expresión del rostro de la niña al oírlo constituyó para mí una nueva revelación. En aquel momento, la señora Grose profirió un grito que fue como una barrera que quisiera oponer a mi violencia… el grito de una criatura herida, que en unos segundos fue coreado por un gemido de mi parte. Cogí el brazo de mi colega.
—¡Está allí! ¡Está allí! —exclamé.
La señorita Jessel se erguía ante nosotras en la orilla opuesta del estanque, exactamente igual que como se había presentado la vez anterior. Me acuerdo, extrañamente, de la primera sensación que esa segunda vez produjo en mí: fue un estremecimiento de alegría por tener al fin una prueba. Allí estaba, y eso me hacía sentir justificada; allí estaba, de modo que yo no era una institutriz cruel ni trastornada. Estaba allí, delante de la asustada señora Grose, pero principalmente para que la viera Flora; y ningún momento de aquella época monstruosa fue quizás tan extraordinario como ese en que conscientemente envié hacia ella, sí, hacia aquel pálido y rapaz demonio, un inarticulado mensaje lleno de agradecimiento.
Se mantenía erguida en el sitio donde mi compañera y yo acabábamos de estar, y en aquella aparición no había una sola pulgada en que no refulgiera la maldad. Aquella primera y vívida impresión duró unos segundos durante los cuales la señora Grose miró fija y vacuamente hacia el lugar que yo le señalaba, como una confirmación de que, por fin, también ella veía, mientras yo volvía los ojos precipitadamente hacia la niña. La actitud de Flora, al revelarme cómo la aparición le afectaba, me impresionó mucho más que si simplemente la hubiera visto agitada, ya que no esperaba, desde luego, que se traicionara a sí misma, pero tampoco esperaba ver que su delicado y sonrosado rostro no demostrara ninguna agitación; y ni siquiera fingía mirar en dirección al prodigio que yo acababa de anunciar, sino que, en cambio, me miraba a mí con una expresión de dureza y de gravedad, una expresión absolutamente nueva, sin precedentes, que parecía leer en mí, acusarme y juzgarme… La impresión que recibí convirtió a la pequeña niña en algo que podía acobardarme. Y me acobardé a pesar de que mi certidumbre de que veía lo mismo que yo, no había sido nunca mayor que en ese instante; y, en la inmediata necesidad de defenderme, traté, desesperadamente, de hacerla confesar.
—¡Ella está allí, desdichada! ¡Está allí, allí, allí; y tú la ves igual que me ves a mí!
Poco antes había dicho a la señora Grose que, en aquellas circunstancias, Flora no era una niña, sino una mujer adulta, una vieja, y aquella definición no podía quedar mejor confirmada que por la propia actitud de la niña, quien en ese momento me lanzó, sin ningún recato, una mirada de profunda, de cada vez más profunda reprobación. Yo estaba en ese instante terriblemente abrumada por su actitud, y simultáneamente me daba cuenta de que la señora Grose iba a darme otro formidable motivo de disgusto. En efecto, mi compañera, con la cara encendida y un tono de irritada protesta, me gritó:
—¡Todo esto es espantoso, señorita! ¿Dónde ha podido usted ver algo?
Sólo pude agarrarle de nuevo del brazo, ya que, mientras hablaba, la espantosa presencia continuó mostrándose impasible. La aparición había durado ya algo así como un minuto, y permaneció mientras yo seguía sujetando a mi colega e insistiendo al tiempo que se la señalaba con mi mano libre.
—¿No la ve usted como la vemos nosotras? ¿Quiere decir que no la ve ahora, ahora, ahora? ¡Es tan grande como una llamarada! ¡Mire ahora, buena mujer, mire…!
Ella miraba como yo, y al final profirió un profundo gruñido de negación, repulsa y compasión… una mezcla de piedad y alivio por haber sido eximida de aquella contemplación… el sentimiento —lo supe en aquel mismo momento— de que me hubiera respaldado de haber podido hacerlo. Debió de ser grande mi necesidad de tal apoyo, porque con la cruel comprobación de que los ojos de la señora Grose se mantenían desesperanzadamente incrédulos, sentí que mi situación se derrumbaba horriblemente. Sentí, vi a mi lívida predecesora confirmar, desde su posición, mi derrota, y fui consciente, sobre todas las cosas, de lo que a partir de ese momento debía esperar de la pequeña contienda con mi alumna. Contienda en la que la señora Grose intervino inmediata y violentamente, haciendo añicos, aunque ya sólo se sustentaba en mi propio sentimiento de desastre, un prodigioso triunfo personal.
—¡No está allí, tesoro; no hay nadie allí! ¡Y tú no has visto nunca nada, corazón…! ¿Cómo iba a poder estar allí la pobre señorita Jessel, cuando todos sabemos muy bien que está muerta y enterrada? Nosotras lo sabemos, ¿no es cierto, querida? Se trata de un error, de una broma… Y, ahora, ¡a regresar a casa lo más de prisa posible!
La pequeña respondió a esto consintiendo inmediatamente, y yo las vi de pronto unirse en muda oposición contra mí. Flora continuaba observándome con su pequeña máscara de reprobación, e incluso en aquel minuto rogué a Dios que me perdonara, por parecerme que, mientras se asía con fuerza del vestido de la señora Grose, su incomparable belleza infantil se desvanecía súbitamente. Ya lo he dicho antes: Flora se mostraba monstruosamente dura; se había vuelto una criatura vulgar, casi fea.
—No sé a qué se refiere. Yo no he visto a nadie. No he visto nada. ¡Nunca! Creo que es usted una mujer cruel. ¡No me gusta usted!
Tras aquel estallido, se apretó con más fuerza a la señora Grose y sepultó en su falda la horrible carita. En esta posición, exclamó furiosamente:
—¡Sáqueme de aquí! Por favor, ¡sáqueme de aquí! ¡Lléveme lejos de ella!
—¿De mí? —exclamé con un gemido.
—¡De usted… de usted! —gritó.
Hasta la propia señora Grose me miró con consternación; y yo volví de nuevo la cabeza hacia la figura que, en la orilla opuesta, sin un movimiento, tan rígidamente inmóvil como si captara nuestras voces, permanecía vívida allí para presenciar mi desastre. La desgraciada criatura se había expresado como si sus hirientes palabras procedieran de una fuente exterior, y, en consecuencia, no me quedaba otro recurso que aceptar la situación, por dolorosa que pudiera resultarme hacerlo. Sacudí tristemente la cabeza y me encaré con la niña.
—Si alguna duda hubiese experimentado, en este momento se habría desvanecido del todo. He estado viviendo con la dolorosa realidad, y ahora me doy cuenta de que esta me ha derrotado. Ya sé que te he perdido; he tratado de impedirlo, mas tú, bajo su influencia, has elegido el fácil y cómodo medio de evitarme.
Y luego de decir esto me enfrenté de nuevo, por encima del estanque, con nuestra infernal testigo.
—He hecho todo lo que estaba a mi alcance; sin embargo, me has vencido. ¡Adiós!
A la pobre señora Grose le dije, de una manera imperativa, casi frenética:
—¡Váyase, váyase!
Ante lo cual, con evidente pena, pero mudamente dominada por la niña y claramente convencida, no obstante su ceguera, de que algo espantoso había ocurrido y un desastre nos amenazaba, se retiró, por el mismo camino por el cual habíamos llegado, con toda la rapidez que sus piernas le permitían.
De lo que ocurrió inmediatamente después de que me dejaran sola, no me queda ningún recuerdo. Sólo sé que al cabo de, supongo, un cuarto de hora, el olor a humedad y la aspereza del suelo me hicieron comprender que había caído boca abajo sobre la hierba para dar rienda suelta a mi aflicción. Debí de haber seguido allí durante mucho tiempo, llorando y lamentándome, puesto que cuando levanté la cabeza empezaba ya a anochecer. Me levanté y miré un momento, a través de la luz crepuscular, el estanque gris y su difuminada y hechizada orilla, y luego emprendí el penoso y difícil regreso a la casa. Flora pasó esa noche, por un acuerdo tácito —y, debería añadir, feliz, si la palabra no tuviera aquí un sonido grotesco— con la señora Grose. A mi regreso, no vi a ninguna de las dos; en cambio, como por una rara compensación, tuve que ver bastante a Miles. Lo vi tanto —no puedo decirlo de otra manera—, que me pareció que antes no lo había visto nunca. Ninguna de las noches que había pasado en Bly había tenido el carácter portentoso de aquella, a pesar de lo cual —y a pesar también de las profundidades de consternación que se habían abierto bajo mis pies— fue una noche invadida por una tristeza extraordinariamente dulce. Al llegar a la casa, no me preocupé siquiera de buscar al niño; me dirigí directamente a mi habitación para cambiarme de ropa y enterarme, a simple vista, del alcance de mi ruptura con Flora. Todas sus pertenencias habían sido sacadas de mi habitación. Cuando más tarde, ante la chimenea del salón de las clases, la doncella me servía el té, me atuve estrictamente a mi propósito de no hacer ninguna pregunta sobre el niño. Este tenía ahora la libertad que pedía, y podría disfrutarla hasta el final. La tenía, sí; y la aprovechó, al menos parcialmente, para presentarse a eso de las ocho y sentarse a mi lado en silencio. Cuando la doncella retiró el servicio de té, apagué las velas y me acerqué un poco más al fuego. Tenía la sensación de un frío mortal y presentía que nunca más volvería a tener calor. De modo que, cuando Miles apareció, yo estaba sentada en la penumbra y a solas con mis pensamientos. Se detuvo un momento en la puerta, observándome; luego se acercó lentamente y se dejó caer en una butaca. Permanecimos sentados allí en un silencio absoluto; sin embargo, comprendía que él deseaba estar conmigo.
Antes del alba, mis ojos se abrieron en mi dormitorio frente a la señora Grose, que se presentaba con las peores noticias. Flora estaba con tanta fiebre, que era casi seguro que había enfermado; había pasado una noche sumamente intranquila, agitada sobre todo por unos temores que no tenían como causa a su anterior institutriz, sino a la actual. No protestaba contra la posible reaparición de la señorita Jessel, sino, apasionadamente, contra mi presencia. Me puse en seguida de pie, dispuesta a formular un caudal de preguntas, pero no tardé en darme cuenta de que el sentimiento que predominaba en mi amiga era el desconcierto; lo comprendí desde el momento en que le pregunté si creía más en la sinceridad de la niña que en la mía.
—¿Continúa ella negando que vio o ha visto algo?
La turbación de mi visitante fue realmente inmensa.
—¡Ay, señorita, no puedo insistir con la niña sobre ese tema! La pobre ha envejecido una barbaridad a partir de anoche.
—Me doy cuenta de todo. Se siente herida en su dignidad… como si fuera un alto personaje cuya veracidad hubiera sido puesta a prueba. En cambio, a la señorita Jessel… a ella, a ella si la considera. La impresión que ayer me produjo, se lo aseguro, fue verdaderamente penosa; supera todas las anteriores. Pero he puesto el dedo en la llaga. Sé que la niña no volverá a dirigirme la palabra.
Aquellas frases mías, amargas y oscuras, mantuvieron a la señora Grose en silencio durante un momento; luego dijo, con una sinceridad que a mi parecer ocultaba algo:
—También yo lo creo así, señorita. La niña se ofendió terriblemente.
—Esa actitud de ofendida —sinteticé— es lo que ahora constituye un problema, ¿no es cierto?
—Me pregunta cada tres minutos si creo que va a ir usted a verla.
—Ya veo, ya veo —también yo, por mi parte, mantenía ocultas más cosas de las que manifestaba—. ¿Le ha dicho a usted, excepto para repudiar su familiaridad con algo tan horrible, una sola palabra sobre la señorita Jessel?
—Nada más, señorita —contestó mi amiga— acepté lo que dijo cuando estábamos en el lago; que allí, allí al menos, no había nadie.
—¡Claro! ¡Y, por supuesto, lo sigue usted aceptando!
—No he querido contradecirla. ¿Qué más podía hacer?
—Nada, nada en absoluto. Está usted tratando con las personas más hábiles que pueda imaginarse. Sus dos amigos los han hecho aún más astutos de lo que los había hecho ya la naturaleza; ellos, en sí, constituyen un material maravilloso para modelar. Flora ha decidido darse por ofendida y mantendrá hasta el final esa actitud.
—Sí, señorita, pero… ¿hasta qué final?
—El de enfrentarme con su tío. Me presentará ante él como el ser más vil…
Sonreí al contemplar la escena a través de la mirada de la señora Grose, y por un minuto me pareció que los veía juntos. Luego dijo:
—¡Con la buena opinión que tiene de usted!
—Pues tiene un modo extraño… me parece, de demostrarlo —reí—. Pero eso no viene ahora a cuenta. Lo que Flora desea es, por supuesto, librarse de mí.
Mi compañera estuvo de acuerdo.
—No quiere siquiera volver a verla.
—¿De modo que usted ha venido ahora —le pregunté— a apresurar mi marcha? —no obstante, antes de que tuviera tiempo de responderme, añadí—: Tengo una idea mejor, resultado de mis reflexiones. Mi marcha podría resultar el mejor remedio, y el domingo estuve a punto de irme de aquí, pero no lo haré. Es usted quien debe irse. Debe usted llevarse a Flora.
Ante esta salida inesperada, mi colega meditó unos minutos. Al fin dijo:
—Pero ¿dónde podría…?
—Lejos de aquí. Lejos de ellos. Lejos, sobre todo, de mí. Llévela directamente a casa de su tío.
—¿Sólo para decirle que usted…?
—¡No, no sólo esto!, sino, además, para dejarme aquí con mi remedio.
La mujer estaba confundida.
—¿Y cuál es su remedio?
—En primer lugar, su lealtad; y luego, la de Miles.
Me miró con dureza.
—¿Cree usted que él…?
—¿Que él recurrirá a mí si se le presenta la ocasión? Sí, me atrevo aún a creerlo. En todo caso, deseo intentarlo. Llévese a su hermana lo más pronto que le sea posible y déjeme con él.
Yo misma estaba sorprendida ante las reservas de valor con que contaba, y tal vez por eso me desconcertaba más aún que ella no se decidiera.
—La única condición es que los niños no se vean a solas bajo ningún concepto antes de que Flora se marche.
Luego se me ocurrió que, a pesar del presumible aislamiento de la niña después de su vuelta del estanque, mi advertencia podía llegar demasiado tarde.
—¡No me diga usted que ya se han visto!
La señora Grose se ruborizó.
—¡Ay, señorita, no soy tan tonta para eso! Las tres o cuatro veces que me he visto obligada a abandonarla la he dejado siempre con alguna doncella. Ahora está sola, pero al salir he cerrado la puerta con mucho cuidado. Sin embargo…
¡Oh, había demasiadas cosas a prever!
—Sin embargo, ¿qué?
—Bueno… ¿Está usted segura de que el pequeño caballero…?
—No estoy segura de nadie más que de usted. Pero a partir de anoche tengo cierta esperanza. Creo que desea sincerarse conmigo. Creo que esa pobre, pequeña y exquisita víctima quiere hablarme. Anoche permaneció dos horas a mi lado, junto a la chimenea, en silencio, y tuve la impresión de que de un momento a otro podía comenzar a hablar.
La señora Grose miró a través de la ventana hacia el gris amanecer. Su mirada era dura.
—¿Y habló?
—No; aunque esperé y esperé, debo confesar que no lo hizo. Ni siquiera aludió a su hermana cuando, tras el largo silencio, nos besamos, para desearnos las buenas noches. De cualquier manera —continué—, no puedo permitir, si su tío ve a Flora, que vea también a Miles sin que yo haya concedido al niño, sobre todo ahora que las cosas se han puesto tan mal, un poco más de tiempo.
Mi amiga mostraba en ese terreno una resistencia que yo no acababa de comprender.
—¿Qué quiere decir con eso de un poco más de tiempo? —me preguntó.
—Bueno, un día o dos más… para hacerlo hablar. Para entonces podría estar ya de mi parte, y usted sabe lo importante que es eso. Si no ocurre nada, habré fracasado, sencillamente; y usted, en el peor de los casos, me habrá ayudado a hacer, cuando llegue a la ciudad, todo lo que sea posible —pero la señora Grose no parecía estar muy convencida, de modo que decidí acosarla—. A menos que usted no quiera marcharse.
Pude ver en su cara que, al fin, había tomado una determinación.
—Me iré, me iré… —se apresuró a decir. Me iré esta misma mañana— y me tendió la mano como para sellar un juramento.
Quise ser equitativa.
—Si usted desea quedarse y esperar, puedo ingeniármelas para que la niña no tenga que verme.
—No, no; hay algo malo en este lugar. La niña debe marcharse —me observó un momento con los ojos fatigados y luego se decidió a continuar—: Ha pensado usted acertadamente, señorita. Yo misma…
—¿Qué?
—No puedo continuar aquí.
La mirada que me dirigía me sugirió nuevas posibilidades.
—¿Quiere usted decir que desde ayer ha visto…?
Sacudió la cabeza con dignidad.
—¡He oído!
—¿Oído?
—¡Horrores! De labios de esa niña. ¡Ay! —suspiró con trágico alivio. Le doy mi palabra de honor, señorita; dice cada cosa…
Pero ante aquella evocación se derrumbó; se dejó caer sobre el sofá y, tal como lo había visto hacer en otras ocasiones, dio rienda suelta a su angustia.
—¡Oh, gracias a Dios! —exclamé.
Se puso de pie de un salto y secóse los ojos con el dorso de la mano.
—¿Gracias a Dios? —gruñó.
—¡Esto me justifica!
—¡Desde luego, señorita!
No hubiera deseado un énfasis mayor.
—¿Tan horrible es?
Me di cuenta de que mi colega no encontraba las palabras con que expresarse.
—Algo realmente inconcebible.
—¿Sobre mí?
—Sí, señorita, sobre usted… puesto que debe saberlo. Dice cosas que rebasan todo límite, algo inconcebible en una niña. No sé dónde pudo haberlo aprendido.
—¿El espantoso lenguaje que usa al hablar de mí? ¡Yo sí puedo decírselo! —exclamé, estallando en una risa lo bastante significativa.
Pero mi amiga se puso todavía más seria, si era posible.
—Bueno, tal vez también yo debería saberlo… ya que muchas de esas cosas las había oído antes. Sin embargo, no puedo soportarlo —repitió al tiempo que echaba una ojeada a mi reloj, colocado sobre la mesa de noche. Debo irme.
Logré retenerla tomándola por un brazo.
—Pero si usted no puede soportarlo…
—¿Cómo puedo seguir con ella, quiere usted decir? Pues precisamente para eso, para sacarla de aquí. Para alejarla de ellos.
—¿Para que sea diferente? ¿Para que se libere? —pregunté, casi con alegría—. Entonces, no obstante lo ocurrido ayer, ¿usted cree…?
—¿En tales cosas?
La simple indicación «de ellos» no requirió, a la luz de su expresión, mayores detalles; tuve el convencimiento de que estaba más que nunca de mi parte.
—¡Sí, sí, creo!
Tuve una gran alegría. ¡Seguíamos aún hombro con hombro; y mientras continuara teniendo esa seguridad, no me importaba nada de lo que pudiera ocurrir! Sería mi apoyo en presencia del desastre, de la misma manera que lo había sido durante mi necesidad inicial de contar con una confidente. Si mi amiga respondía por mi integridad, yo respondería por todo lo demás.
No obstante, sentí una nueva preocupación en el momento en que nos separábamos.
—Acabo de recordar una cosa: la carta en la que daba la voz de alarma habrá llegado a la ciudad antes que usted.
Volví a percibir una vez más lo mucho que había sido maltratada en el bosque y cuán amedrentada había quedado.
—Su carta, señorita, no llegará nunca. No fue enviada.
—¿Qué fue de ella entonces?
—¡Sólo Dios lo sabe! El señorito Miles…
—¿Quiere usted decir que él la cogió?
La señora Grose titubeó, pero al fin terminó por vencer su aversión.
—Quiero decir que ayer, cuando regresé con Flora, me di cuenta de que no estaba donde usted la había puesto. Más tarde tuve ocasión de interrogar a Luke, quien me dijo que ni siquiera la había visto —volvimos a intercambiar en ese momento una más de nuestras profundas miradas, y fue la señora Grose la primera en reaccionar—. ¿Comprende?
—Comprendo que si Miles la tomó, lo más probable es que la leyera y la destruyera.
—¿Y no ve usted nada más?
La miré unos instantes con una triste sonrisa.
—Debo admitir que, a estas alturas, sus ojos están más abiertos que los míos.
Así era, pero ella no pudo evitar el ruborizarse al ver su superioridad.
—Eso me revela lo que pudo haber hecho en la escuela —hizo una mueca casi cómica para demostrar su desilusión ante mi falta de agudeza—. ¡Robar!
Di vuelta a aquella idea en mi mente, tratando de ser más prudente en mis juicios.
—Bueno, tal vez.
Me miró con un reproche, como si me encontrara inesperadamente tranquila.
—¡Robó cartas!
No podía comprender mis razones para mantener la calma, después de todo, bastante superficial; de manera que se las expuse como pude.
—En ese caso, espero que haya sido para obtener algo más provechoso que ahora. La nota que dejé ayer sobre la mesa —expliqué— le habrá reportado un beneficio ínfimo, ya que no contenía sino la escueta petición de una entrevista. Supongo que ahora se sentirá muy avergonzado de haber ido tan lejos para obtener tan poco, y creo que lo que anoche deseaba era confesarme su falta.
Me pareció que, por el momento, se me había aclarado todo el asunto.
—Déjenos, déjenos —continué, acompañando a mi amiga hasta la puerta—. Miles acudirá a mí. Confesará. Si confiesa, está salvado. Y si él está salvado…
—¿También lo estará usted? —mi amiga me besó y yo correspondí a su afecto—. ¡Yo la salvaré a usted sin él! —exclamó mientras se alejaba.
Sin embargo, cuando ella se hubo marchado —y la eché de menos en el mismo instante de la partida— fue cuando en realidad se produjo la gran explosión. Si hubiera podido prever lo que significaba encontrarse a solas con Miles, eso me habría servido de aviso. Ninguna hora de mi estancia en Bly estuvo tan llena de aprensiones como esa en que supe que el carruaje que transportaba a la señora Grose y a mi joven pupila cruzaba las verjas del parque. Quedaba, me dije a mí misma, cara a cara con los elementos, y durante la mayor parte del día, mientras combatía mi debilidad, tuve ocasión de meditar en lo temeraria que había sido. Sobre todo, porque por primera vez pude ver en el rostro de otras personas un confuso reflejo de la crisis.
Lo que había sucedido, naturalmente, no pudo pasar inadvertido para la servidumbre; nadie lograba explicarse la repentina marcha de la señora Grose. Criados y doncellas mostraban un aire receloso que, indudablemente, tenía que repercutir en mi sistema nervioso. Sólo tomando deliberadamente el timón logré impedir el naufragio total; y me atrevería a decir que, a pesar de todo, esa mañana tenía yo un aspecto magnífico y severo. Recibí con beneplácito la idea de que tenía mucho que hacer sobre mis hombros, y al ser consciente de ello me sentí notablemente fortalecida. Durante un par de horas vagué por la casa en aquel estado de ánimo, y con toda seguridad tenía el aspecto de estar preparada para cualquier combate. Sin embargo, aquí debo confesar que deambulaba con un corazón desfalleciente.
La persona al parecer menos preocupada, por lo menos hasta la hora del almuerzo, fue el propio Miles. Durante mis paseos por la casa no logré vislumbrarlo por ninguna parte, pero aquel hecho sólo contribuyó a hacer más público el cambio ocurrido en nuestras relaciones como consecuencia del engaño de que me había hecho víctima, al retenerme a su lado junto al piano, para que Flora pudiera escapar. La publicidad de que algo marchaba mal había comenzado con el confinamiento y la marcha posterior de Flora, y en la inobservancia de las horas de clases que regularmente teníamos. Miles ya no estaba en su cuarto cuando entré en él a primeras horas de la mañana; luego me enteré de que había desayunado, en presencia de un par de doncellas, con la señora Grose y su hermana. Después había salido, según dejó dicho, a dar un paseo; eso, más que nada, mostró su franca opinión sobre el brusco cambio habido en mis funciones. Faltaba sólo aclarar hasta qué punto iba a permitirme el ejercicio de aquellas funciones. De todos modos era un alivio, al menos para mí, renunciar a cualquier fingimiento. Entre las muchas cosas que habían emergido a la superficie se encontraba el absurdo, debo confesarlo abiertamente, de que continuáramos prolongando la ficción de que yo pudiera enseñar algo más al niño. Era más que evidente que, gracias a pequeños trucos tácitamente aceptados, él más que yo, se preocupaba por no herir mi dignidad, pues yo no era capaz de ejercer de profesora de ese niño. De cualquier manera, ahora gozaba de la libertad que había reclamado; y yo no iba a coartársela. Se lo había demostrado la noche anterior, al permitirle que permaneciera en la sala de las clases sin formularle ninguna pregunta, sin hacerle ninguna sugerencia. Estaba decidida a aplicar estrictamente mi nuevo sistema. Sin embargo, cuando al fin lo tuve ante mí, la dificultad de aplicarlo se presentó en toda su intensidad. Mis ojos no pudieron descubrir en su hermosa figura ninguna mancha, ninguna sombra de lo que había ocurrido.
Para indicar a la servidumbre el tono de elegancia que había decidido implantar, pedí que nuestras comidas fueran servidas en el comedor de la planta baja. Así que, mientras lo esperaba en medio del pesado lujo de aquel salón, al lado de la ventana por la cual había recibido, gracias a la señora Grose, aquel primer espantoso domingo, el primer rayo de algo que difícilmente podría ser llamado luz, volví a sentir una y otra vez que mis posibilidades de éxito dependían sobre todo de mi voluntad, la voluntad de cerrar los ojos todo lo posible a la verdad, la verdad de que tenía que tratar con algo que era repugnantemente contrario a la naturaleza. Lo único que podía hacer era tomar a la naturaleza a mi servicio y considerar mi monstruosa hazaña como una incursión en una dirección desacostumbrada y, por supuesto, desagradable, pero que me exigía, después de todo, si quería hacerle frente con éxito, dar sólo otra vuelta de tuerca a una virtud humana ordinaria. Ninguna de mis tentativas requería un tacto tan extraordinario como ese intento de extraer de mí misma toda la naturaleza. ¿Cómo podía poner un poco de dicho tacto en una supresión de alusiones a todo lo ocurrido? ¿Cómo, por otra parte, podía hacer alguna alusión sin sumergirme aún más en aquella detestable oscuridad? Después de un rato encontré una especie de respuesta, que fue confirmada por la repentina visión de todo lo que de raro había en mi pequeño pupilo. Era como si aun entonces hubiera encontrado —lo que tan a menudo había ocurrido durante las lecciones— otra delicada manera de facilitarme las cosas. ¿No era ya luminoso el hecho, que mientras compartíamos nuestra soledad revistió un brillo extraordinario, el hecho, digo, de que —y esto lo supe gracias a la oportunidad, a la preciosa oportunidad que se había presentado— sería descabellado, en el caso de un niño tan dotado, renunciar a la ayuda que se pudiera extraer de su inteligencia? ¿Para qué le había sido concedida aquella inteligencia si no era para salvarse? ¿No era aún posible alcanzar su alma, correr el riesgo de tender el brazo hacia su espíritu? Y cuando estuvimos frente a frente en el comedor me pareció que literalmente me mostraba el camino. El cordero asado estaba ya sobre la mesa cuando Miles entró en el comedor. Antes de sentarse, permaneció un momento de pie, con las manos en los bolsillos, y miró la carne como si se dispusiera a hacer un comentario humorístico sobre ella. Sin embargo, lo que dijo fue:
—Quiero saber, querida, si está realmente tan enferma.
—¿La pequeña Flora? No, no está muy mal, y pronto se repondrá. Londres le sentará bien. Bly, en cambio, había dejado de convenirle. Siéntate y come tu cordero.
Me obedeció al instante, se sirvió carne y luego volvió al tema.
—¿Tan mal le ha sentado Bly de repente?
—No tan de repente como te imaginas. La cosa se veía venir.
—Entonces, ¿por qué no la hicieron salir antes de aquí?
—¿Antes de qué?
—Antes de que estuviera demasiado enferma para viajar.
—No está demasiado enferma para viajar —le respondí sin pérdida de tiempo— lo hubiera estado de haberse quedado aquí. Este era el momento preciso para que emprendiera el viaje. El cambio de aires disipará las malas influencias…
Realmente, podía enorgullecerme de mí misma por mi dominio.
—Comprendo, comprendo —dijo Miles.
Su aplomo era comparable al mío. Empezó a comer con aquella distinción de modales que yo había admirado desde el día de su llegada y que me ahorraba la pesada carga de tener que estar reprendiéndolo en la mesa. Por todo podrían haberlo expulsado de la escuela, menos por malos modales en la mesa. Ese día se mostraba tan irreprochable como siempre, pero había algo indudablemente deliberado en su actitud. Era evidente que estaba tratando de dar por sentadas más cosas de las que sabía sin ayuda de nadie, con entera facilidad; y se sumió en un apacible silencio mientras estudiaba la situación. Nuestro almuerzo fue de lo más breve que pueda imaginarse. Apenas pude probar bocado, e hice que rápidamente la doncella levantara la mesa. Mientras tanto Miles permanecía de pie con las manos nuevamente en los bolsillos y de espaldas a mí, mirando a través de la ventana del comedor que en otra ocasión tanto me había sobresaltado. Continuamos en silencio hasta que la doncella se hubo marchado; tan en silencio, se me ocurrió humorísticamente, como una joven pareja que, en su viaje de bodas, en la posada, se sienten cohibidos por la presencia del camarero. Cuando la doncella cerró la puerta, Miles se volvió en redondo.
—Bueno… al fin estamos solos —dijo.
—Sí, más o menos —me imagino que mi sonrisa debió ser bastante desmayada—. No del todo. ¡No creo que nos guste estar completamente solos! —añadí.
—No, supongo que no. Desde luego, están los demás.
—Están los demás… están los demás —repetí.
—Sin embargo —me dijo, aún con las manos en los bolsillos y parado frente a mí—, los demás no cuentan demasiado, ¿no le parece?
Traté que no advirtiera el temblor de mi voz.
—Depende de lo que consideres «demasiado».
—Sí —dijo fríamente—, todas las cosas dependen de algo.
Y a continuación volvió a asomarse a la ventana, apoyó su frente en el cristal y permaneció durante largo rato contemplando los estúpidos arbustos, que tan bien conocía yo, y el severo paisaje de noviembre. Yo tenía siempre el refugio de mis labores de punto, con las cuales en ese momento me dirigí al sofá. Atrincherándome allí, lo mismo que hice repetidamente en los momentos de tormento que ya he descrito, aquellos en que sabía que los niños se entregaban a algo que me estaba vedado, me preparé, como ya me era habitual, para lo peor. Pero una impresión extraordinaria creció en mí mientras hallaba un significado en la encogida espalda del niño: nada menos que la impresión de que en ese momento no me excluía. Ese pensamiento cobró en unos minutos toda su intensidad y me llevó a la inmediata deducción de que quien positivamente estaba excluido era él. Los marcos y los vanos del gran ventanal formaban para él una especie de imagen de fracaso. Su actitud era admirable, pero no cómoda, y una nueva esperanza renació en mí. ¿No buscaba acaso, más allá de los cristales encantados, algo que no podía ver? ¿Y no era la primera vez en toda la temporada que aquello le ocurría? La primera, sí, la primera vez y aquello me pareció prodigioso. Parecía estar ansioso, aunque vigilaba y controlaba sus reacciones; lo cierto es que había estado ansioso todo el día, incluso cuando se sentó a la mesa y echó mano de todo su talento para disimularlo. Cuando, finalmente, se volvió hacia mí, tuve la impresión de que todo aquel talento había sucumbido.
—Bueno, creo que me alegro de que a mí sí me sienta bien Bly.
—Supongo que en estas últimas veinticuatro horas habrás podido ver más que en todo el tiempo anterior. Espero —continué valientemente— que hayas disfrutado de tus paseos.
—¡Oh, sí! Nunca había caminado tanto… recorrí millas y millas. Nunca me había sentido tan libre.
Tenía una manera de expresarse muy personal, y lo único que yo podía hacer era tratar de situarme a su nivel.
—Y bien, ¿te ha gustado?
Permaneció sonriendo frente a mí y luego puso en cuatro palabras un caudal de significación mayor que el que yo me hubiera podido imaginar en una frase tan breve.
—¿Le gusta a usted? —y, antes de que hubiese tenido tiempo de responder, añadió como si considerara su pregunta como una impertinencia—: Me parece que lo ha tomado de un modo magnífico, pues, por supuesto, si ahora estamos solos, es usted quien está más sola. Espero —concluyó— que no le importe demasiado.
—¿Cómo no iba a importarme algo que tiene relación contigo? —respondí—. Mi querido niño, ¿cómo podía no importarme? Aunque haya renunciado a toda pretensión a tu compañía, puesto que tú estás muy por encima de mí, yo al menos la disfruto enormemente. ¿Por qué, si no, me hubiera quedado aquí?
Miles me miró directamente, y la expresión de su rostro, más grave entonces, me asombró por ser la más bella que nunca había visto en él.
—¿Se quedó aquí sólo por eso?
—Por supuesto. Me he quedado sólo porque soy tu amiga y por el tremendo interés que tengo por hacer todo lo que de mí dependa para ayudarte. Esto no debe sorprenderte —mis esfuerzos por ocultar el temblor de mi voz resultaron inútiles—. ¿No recuerdas lo que dije aquella noche de tormenta, cuando fui a tu dormitorio y me senté en tu cama? Te dije que no había nada en el mundo que no pudiera hacer por ti.
—¡Sí, sí! —Miles, por su parte, cada vez más nervioso, trataba también de dominarse; lo hizo con mucho más éxito que yo y riendo a pesar de la gravedad de su semblante, fingió tomar a broma nuestra conversación—. Sólo que, en mi opinión, lo decía para obtener algo de mí.
—Fue, en parte, para conseguir que hicieras algo —admití— pero sabes bien que no hiciste lo que yo quería.
—¡Oh, sí! —dijo con una impaciencia brillante y superficial—, quería que le dijera algo.
—Exactamente; sin rodeos, quería que me dijeras lo que tienes en la mente; tú lo sabes.
—¡Ah! Entonces, ¿se quedó aquí por eso?
A pesar de que su tono seguía siendo alegre, pude captar una nota de apasionado resentimiento en sus palabras; pero no puedo expresar el efecto que me causó aquel débil inicio de rendición. Me pareció que lo que tanto había anhelado se presentaba sólo para dejarme atónita.
—Bueno, sí… es mejor que te lo diga sin ambages: ha sido precisamente por eso.
Esperé su respuesta un rato tan largo que supuse buscaba el mejor modo de refutar el motivo alegado acerca de mi estancia; pero al fin sólo dijo:
—¿Ahora? ¿Aquí?
—No podría haber mejor lugar ni mejor ocasión.
Miles miró a su alrededor con aire intranquilo y yo tuve la rara impresión de que aquel era el primer síntoma que observaba con el cual tuviera relación el miedo, un miedo inmediato. Fue como si repentinamente me temiera… lo que me pareció que era lo mejor que pudiera ocurrir. Sin embargo, con un esfuerzo inaudito, traté en vano de mostrarme severa. No me fue posible; me oí a mí misma decir, en un tono tan amable que era casi grotesco:
—¿Deseas salir a pasear otra vez?
—¡Oh, sí! ¡Mucho!
Me sonrió heroicamente y su conmovedora bravata dejó de serlo debido al intenso rubor que coloreó sus mejillas. Tomó su sombrero, con el que se había presentado en el comedor, y le daba vueltas entre las manos con evidente nerviosismo. En aquel momento, a pesar de tener la viva sensación de estar a punto de llegar a puerto, experimenté un horror perverso ante lo que estaba haciendo. Hacer aquello era, evidentemente, un acto de violencia, ya que consistía en la introducción de la idea de pecado y de culpa en aquella criatura indefensa que había constituido para mí una revelación sobre las posibilidades de una bella amistad. ¿No era algo vil crearle a aquel ser exquisito una desazón que no conocía? Supongo que ahora puedo leer en nuestra situación con una claridad que entonces me estaba vedada, ya que me parece ver nuestros pobres ojos iluminados con una chispa de previsión de la angustia que nos amenazaba. Por eso dábamos vueltas, con nuestros terrores y escrúpulos, como luchadores que no se atreven a atacar. Cada uno de nosotros temía por el otro. Aquello nos mantuvo en silencio, y sin resultar lastimados, un rato más.
—Se lo diré todo —concedió Miles—. Quiero decir que diré todo lo que usted quiera. Quédese conmigo; lo pasaremos muy bien y se lo diré todo… Lo haré. Pero no ahora.
—¿Por qué no ahora?
Mi insistencia lo hizo volver una vez más a la ventana. Se hizo entre nosotros un silencio durante el cual hubiera podido oírse la caída de un alfiler. Luego se volvió otra vez hacia mí con el aire de una persona que sabe que lo esperan en otra parte.
—Tengo que ver a Luke —dijo.
Hasta entonces no lo había reducido nunca a tener que decir una mentira tan vulgar, y me sentí proporcionalmente avergonzada. Pero, por malo que ello fuera, aquella mentira confirmaba mi verdad. Terminé pensativamente unas cuantas vueltas de mi labor de punto.
—Muy bien, ve a ver a Luke; te espero aquí; confío en tu promesa. Sólo que para satisfacerme tienes que responder, antes de salir, una pregunta insignificante.
Me dio la impresión de que creía haber salido ganando con nuestro convenio.
—¿Realmente insignificante…?
—Sí, una mínima parte del conjunto. Dime si ayer por la tarde cogiste una carta mía que estaba sobre la mesa del vestíbulo.
No pude saber cómo recibió aquellas palabras, porque mi atención sufrió durante un minuto algo que sólo puedo describir como un brutal mazazo, y que me hizo saltar ciegamente para abrazarlo, mientras buscaba a la vez apoyo en el mueble más próximo, tratando instintivamente de mantenerlo de espaldas a la ventana: Peter Quint había aparecido y se erguía como un centinela delante de una cárcel. La siguiente cosa que vi fue que se había acercado a la ventana, pegaba su rostro a los cristales y miraba hacia el interior, ofreciendo a nuestra contemplación su lívido rostro de condenado. Decir que un segundo después había formado ya un propósito, sería expresar de una manera muy burda lo que ocurrió en mi interior a la vista de aquella figura. No creo que ninguna mujer sobrecogida de aquella manera pudiera recobrar en tan poco tiempo el sentido de la acción. Tuve la intuición, en medio del horror de aquella presencia inmediata, de que mi objetivo debía consistir —viendo y enfrentándome a lo que tenía que ver y enfrentar— en evitar que el niño se diera cuenta de su presencia. La inspiración —no puedo emplear otro término— estribó en que comprendiera que eso era precisamente lo que debía hacer. Era como combatir contra un demonio por el rescate de un alma humana. El rostro que estaba junto al mío aparecía tan pálido como aquel otro pegado a la ventana, y súbitamente surgió de él un sonido, ni bajo ni débil, sino como llegado de muy lejos, que yo sorbí ávidamente.
—Sí… la cogí.
Proferí entonces una exclamación de alegría y lo estreché con más fuerza contra mi cuerpo, donde pude sentir, en la fiebre repentina que hizo presa de su cuerpo, los acelerados latidos de un pequeño corazón. No aparté los ojos de la ventana y vi que el monstruoso ser se movía y cambiaba de posición. Lo había comparado con un centinela, pero lo furtivo de sus movimientos me recordó en ese instante a una fiera al acecho. Mi valor era tal, que lo sentí surgir de mí como una llama. Entretanto, el brillo de aquel rostro aparecía nuevamente en la ventana; aquel ser vil estaba decidido a permanecer y esperar. Estaba tan segura de que podía desafiarlo, así como de la falta de reservas del niño para esos momentos, que proseguí.
—¿Por qué la cogiste?
—Para ver que decía de mí.
—¿Abriste la carta?
—Sí, la abrí.
Mi mirada estaba elevada de nuevo a la cara de Miles, cuya expresión burlona había desaparecido para ser sustituida por otra de gran inquietud. Me parecía que lo asombroso era que, finalmente, gracias a mi éxito, sus sentidos estaban cerrados y la extraña comunicación había cesado. Miles sabía que estaba en presencia de algo, pero ignoraba qué era; y aún más ignoraba que yo también estaba en presencia de algo y sí sabía qué era. ¿Qué decir de la emoción que me invadió cuando dirigí de nuevo los ojos a la ventana y comprendí que el abominable ser había desaparecido, que el aire era nítido de nuevo y que aquello se debía a mi triunfo personal? No había nadie allí. Sentí que había ganado y que seguramente me enteraría de todo.
—¡Y no encontraste nada! —exclamé en tono jubiloso. Miles sacudió tristemente la cabeza.
—Nada.
—¡Nada, nada! —casi grité, llena de alegría.
—Nada, nada —volvió a decir entristecido.
Besé su frente. Estaba empapada.
—¿Qué hiciste entonces con ella?
—La quemé.
—¿La quemaste? —pensé que debía decirlo entonces o nunca—. ¿Era eso lo que hacías en la escuela?
¡Oh, que expresión la suya!
—¿En la escuela?
—¿Cogías cartas… u otras cosas?
—¿Otras cosas? —parecía estar pensando en algo muy remoto que sólo alcanzaba a través del peso de su ansiedad. De cualquier manera, lo alcanzaba—. ¿Quiere decir si robaba?
Sentí que se me enrojecían hasta las raíces del cabello, mientras me preguntaba si sería más raro formular aquella pregunta a un caballero o verlo aceptarla con una naturalidad tal que sugería la profundidad en que había caído.
—¿Fue por eso que te prohibieron volver a la escuela?
Ante aquella pregunta, manifestó una leve sorpresa.
—¿Sabía que no podía volver?
—Lo sé todo.
Me dirigió entonces la más larga y más extraña de todas sus miradas.
—¿Todo?
—Todo. Por lo tanto, quiero que me digas si…
No pude repetir la pregunta.
—No, no robé nada.
Mi rostro debió de revelarle que le creía de un modo incondicional; sin embargo, mis manos —aunque era sólo por ternura— lo sacudieron como para preguntarle por qué, si no había hecho nada, me había condenado a todos aquellos meses de tormento.
—¿Qué hiciste entonces?
Miró la parte superior del salón con una vaga expresión de pena y retuvo el aliento dos o tres veces como si no pudiera respirar. Parecía que estuviera en el fondo del océano y elevara la mirada a algún delicado y verdusco rayo de luz.
—Bueno… dije cosas.
—¿Y sólo por eso…?
—Ellos opinaron que era más que suficiente.
—¿Para expulsarte?
Nunca, en verdad, había explicado una persona expulsada tan poco del hecho como aquella personita. Pareció sopesar mi pregunta, pero de un modo casi desinteresado.
—Bueno, supongo que no debí decirlas.
—Pero ¿a quién dijiste esas cosas?
Trataba de recordar, evidentemente, pero sin lograrlo.
—No lo sé.
Casi me sonrió en medio de la desolación de su derrota; en aquel momento tan completa, que debí detenerme allí. Pero yo estaba aturdida por mi victoria, y pregunté:
—¿Se las dijiste a todo el mundo?
—No, únicamente a… —pero volvió a sacudir tristemente la cabeza—. No puedo recordar sus nombres.
—¿Fueron muchos?
—No… sólo unos cuantos. Los que me gustaban.
¿Los que le gustaban? La cosa, en vez de aclararse, se volvía más oscura, y al cabo de unos instantes mi propia piedad me llevó a pensar con alarma que tal vez el niño era inocente. Aquella idea me confundió y turbó un instante, ya que si él era inocente, ¿qué era yo? Paralizada por el simple aleteo de esa pregunta, lo dejé en libertad, de manera que, con un profundo suspiro, volvió a alejarse de mí. Lo vi observar la ventana amargamente, sintiendo que ya no tenía nada que ocultar allí de él.
—Y ellos, ¿repitieron lo que tú dijiste? —continué al cabo de unos instantes.
Se hallaba entonces a cierta distancia de mí y volvía a respirar con dificultad, mostrando su contrariedad, aunque ahora sin enojo, por haber sido aprisionado contra su voluntad. Una vez más, como antes, miró hacia afuera como si, de todo lo que hasta el momento lo había sostenido, no quedara sino una ansiedad inenarrable.
—¡Oh, sí! —respondió, no obstante—. Debieron haberlo repetido. A quienes les gustaban —añadió.
De cualquier manera, allí había mucho menos de lo que yo había esperado, por lo que insistí.
—Y, esas cosas, ¿llegaron a oídos de…?
—¿De los maestros? Sí, así fue —respondió sencillamente—. Pero yo no sabía que ellos las hubieran dicho.
—¿Los maestros? No, no lo hicieron… Nunca dijeron nada al respecto. Por eso te estoy preguntando a ti.
Volvió nuevamente hacia mí su hermosa carita enfebrecida.
—Sí, eran cosas demasiado malas.
—¿Demasiado malas?
—Las que decía yo a veces. No era posible escribirlas a la familia.
No puedo describir el exquisito pathos de contradicción que presentaban aquel discurso y aquel orador; sólo sé que un instante después me oí decir vigorosamente:
—¡Qué soberana tontería! —para, un instante después, preguntar con voz más humilde—: ¿Qué eran esas cosas?
Mi tono, vigoroso y duro, se dirigía a su juez, a su ejecutor; sin embargo, hizo que la odiosa presencia volviera a mostrarse en la ventana; la lívida cara de una condenación. Convencida neciamente de lo absoluto de mi victoria, decidí volver a la batalla, pero lo desmedido de mis movimientos sólo lograría acelerar el desastre final. Advertí, en medio de mi acción, que el niño había dejado de ver, y que, aunque la ventana estaba frente a sus ojos, él ya sólo podía adivinar. Dejé entonces que la llama de mi impulso se elevara para convertir la crisis de su derrota en la auténtica prueba de su liberación:
—¡Basta! ¡Basta! ¡Basta! Todo lo que intentes será inútil —grité al visitante.
—¿Está ella aquí? —jadeó Miles, mientras seguía con ojos ciegos la dirección de mis palabras.
Luego, como su extraño ella me llamó la atención, comencé a mofarme.
—¿La señorita Jessel? ¿La señorita Jessel?
Y él, con repentina furia, me dio la espalda.
Yo había quedado estupefacta ante su suposición; pensé que aludía a lo que había ocurrido con Flora, y eso sólo me llevó a desear demostrarle que se trataba de algo mejor.
—¡No es la señorita Jessel! Mira: está en la ventana… exactamente frente a nosotros. ¡Mira allí… a ese desalmado, por última vez!
Ante eso, después de un segundo en que su cabeza hizo los movimientos de un sabueso que olfateara una pista y dando luego un frenético salto como en busca de aire y luz, se situó ante mí, lívido de rabia, atónito, mirando vanamente en torno a la habitación, sin poder ver la aparición, que yo sentía llenar el cuarto como el aroma de un veneno.
—¿Es él?
Estaba tan decidida a reunir todas las pruebas, que me volví de hielo para desafiarlo.
—¿A quién te refieres?
—¡A Peter Quint… malvada! —miró a su alrededor con su hermoso rostro contraído en una muda súplica—. ¿Dónde?
Me parece oír todavía aquellas palabras, con las que se había rendido; eran el supremo tributo a mi devoción.
—¿Qué importa ahora, querido? Ya no tendrá ninguna importancia. Estás conmigo —me volví hacia la bestia y dije—: En cambio, él te ha perdido para siempre —luego, como una demostración suprema de mi obra, añadí—: ¡Allí, allí!
Pero él había vuelto ya a la ventana, y miró una y otra vez sin ver absolutamente nada. La impresión de aquella pérdida de la que yo me sentía tan orgullosa, le hizo proferir un grito igual al de una criatura que se lanzara al abismo, y el ademán con que lo acogí fue el necesario para salvarlo de la caída. Lo cogí, sí, y es fácil imaginar con qué pasión; pero al cabo de un minuto comencé a darme cuenta de lo que en realidad tenía entre mis brazos. Estábamos solos, el día era apacible, y su pequeño corazón, desposeído, había dejado de latir.