Basta de cosquillas, Goodis
Esta novela es la número 17, la última y la póstuma de las que escribió David Goodis, tal vez el más sombrío de los escritores del llamado género negro en Estados Unidos. Suele usarse el adjetivo «maldito» para calificarlo, habitualmente junto a Jim Thompson, con quien comparte cierta marginalidad, aunque de distinto tipo. Acaso sea un maldito, entonces. Pero no por ignorado o por falto de reconocimiento, al menos durante el primer tramo de su apretada producción, que conoció un rápido apogeo apenas pisados sus treinta años.
Creo que es mejor hablar de un escritor «trágico». Si hay una maldición implícita en su destino personal con una muerte prematura antes de cumplir cincuenta años y la suposición de largos y oscuros años finales en la Filadelfia natal la vivencia de ese destino adverso, ingobernable, es una tragedia. Y es indudable que, más allá o más acá de una biografía hecha con pocos datos y muchas sombras, Goodis escribió tragedias. No hay otro género que ese para describir sus novelas, ejercicios obsesivos sobre algunos pocos y recurrentes temas que vuelven y vuelven como una pesadilla de la infancia: leer a Goodis es disponerse a dormir sabiendo que habrá un sueño implacable que nos mantendrá en vilo hasta despertar. Y no es cómodo.
David Goodis nació en Filadelfia en 1917, estudió periodismo y fue periodista. Publicó su primera novela, Retreat from Oblivion (1939), a los veintiún años y luego se profesionalizó como escritor de pulps y de guiones radiofónicos hasta que con la aparición de Dark Passage (1946), llevada inmediatamente al cine por Delmer Daves —Senda tenebrosa, con Bogart y la Bacall como en Tener y no tener o Cayo Largo—, entró simultáneamente en el género negro y en el Hollywood rosa.
Duró poco. En su Diccionario de la novela negra norteamericana, Javier Coma afirma que luego de unos pocos trabajos para el cine, abandonó Hollywood, y «es de suponer que sus años en el Caribe —según él mismo contaba y con reflejo en alguna novela (se trata de The wounded and the slain [1955] [J. S.])— transcurrieron en el período inmediato, tras lo cual se instaló definitivamente en Filadelfia; de todos modos, su existencia desde 1948 hasta su muerte a los cuarenta y nueve años pertenece aún a la leyenda». Allí es donde, prosigue Coma, «Goodis se habría inscrito con frecuencia en sórdidos ambientes de desheredados de la fortuna bajo el signo de la noche, del alcohol y de la marginación. Todo conduce a especular que las novelas de Goodis desde 1951 reflejan cuantiosamente su camino personal y los ámbitos por donde merodeó hacia su muerte prematura», concluye.
Haciendo cuentas, lo vemos producir sistemática y caudalosamente entre 1946 y 1961, fecha de la aparición de Night squad (Regreso al honor) o Un gato del pantano en las versiones castellanas—, los quince años que van de los treinta a los cuarenta y cinco, a un promedio de una novela anual, poco más o menos. Es el período de las sucesivas versiones cinematográficas de Of missing persons (1956), de Chenal; Nightfall (1957), de Jacques Tourneur; The burglar (1957), de Paul Wendkos y, sobre todo, de la memorable Tirez sur le pianiste (1960), de François Truffaut, sobre Down There, con el pequeño Charles Aznavour al piano y bajo la mira… Goodis ha ido creciendo en un reconocimiento que es más sólido en Francia que en su patria, por ejemplo, como sucede con Jim Thompson, Chester Himes y, a otro nivel, con William Irish, todos dados a conocer en la Serie noire de Marcel Duhamel. No es casual entonces que, a posteriori de su muerte, en los años setenta y ochenta, todas las adaptaciones cinematográficas —Verneuil, Climent, Beineix— hayan sido francesas.
Pero volvamos a los sesenta, a la última etapa: Goodis, luego de un extenso período de escritura casi ininterrumpida, entra en un silencio de años que se va a confundir con el final. Su último gesto es esta novela, publicada por Fawcett meses después de su muerte en enero de 1967, en Filadelfia.
Había estado escribiendo prácticamente lo mismo desde el principio, esa única y espesa novela contada una y otra vez. Sólo restaba el acorde último, el cierre, el modelo decantado y casi abstracto de todo lo anterior en un relato final. Y eso es Somebody’s done for, también conocida como The raving beauty o, como en síntesis traduce, literalmente, esta primera edición castellana: The victim, La víctima. Nada más preciso:
El lugar de la víctima
Tzvetan Todorov sintetiza gráficamente las diferencias entre la novela policial —policíaca o criminal o cualquier variante, del enigma al género negro— y la narración llamada de suspense: en la primera, los cadáveres están al principio; en la segunda, llegan con el final… Lo que está en cuestión es el lugar que en la economía y la sintaxis del relato ocupa el único papel que no puede quedar vacante en este tipo de historias: la víctima, o sea el cadáver, el amenazado, el secuestrado, el robado, el objeto del crimen, en síntesis.
En la narración policíaca, la víctima —aunque pueda ser sólo aparente— se manifiesta al principio y su funcionalidad narrativa es generar el proceso de Investigación y Castigo que constituyen la esencia del género, encarnado en las acciones del detective privado, policía o señora aficionada del caso, contra el Criminal: alguien es víctima y alguien será castigado.
En el relato de suspense, todo el andamiaje se construye sobre otro esquema: sabemos o suponemos que alguien será víctima y podemos conocer al criminal inclusive. El relato se sustenta —pensemos en Irish/ Woolrich— en la postergación de la situación en que el protagonista será víctima, hasta límites extremos. Asistimos, desde su perspectiva, a esa agonía.
En los relatos de Goodis podemos hallar puntos de contacto con este último esquema, aunque hay una diferencia radical: la víctima de Goodis no lo es al comienzo ni lo será al final sino que lo fue; la herida, el crimen, la marca de la desgracia, es anterior a las peripecias. La novela narra, en general, los esfuerzos de la víctima para dejar de serlo, porque lo suyo no es ocasional ni fortuito sino parte de su ser, una red íntima y estrecha de la que intentará liberarse hasta el final. Si hay suspense, si hay tensión, es la que generan sus esfuerzos, sus manotazos más o menos desesperados para salvarse hasta el final.
De este elemento, que podemos llamar estructural en las novelas de Goodis, se desprende el aliento trágico, la dimensión «existencialista», ese clima de lucha desigual contra un Destino que puede adquirir diferentes caras pero que siempre será implacable El Mal que debe ser derrotado no se encarna jamás en la figura de un criminal abatido a balazos finales, no tiene nombre y apellido o motivaciones perversas. El Mal es anterior, profundo y está oculto. Es un Secreto que sólo se puede derrotar cuando deja de serlo, por Revelación. Pero no siempre la Revelación es soportable ni garantiza la felicidad y la liberación de la víctima.
Las connotaciones psicoanalíticas no son casuales ni impertinentes: novelas como Fire in the flesh (1957), Cassidy’s girl (1951) o The dark chase (1947) están aparatosamente construidas sobre los efectos traumáticos de ciertos mecanismos mentales —el olvido, el bloqueo— sobre los protagonistas… En todos los casos, la resolución resulta menos convincente que el conflicto y el conocimiento del Secreto personal produce una liberación mecánica, decepcionante casi… Saludable y perversamente, no es el caso de esta novela ejemplar.
La vencida
Última vuelta de tuerca de numeroso conflictos anteriores, en La víctima se da la paradoja de que no hay una víctima. Aunque el protagonista, ese omnipresente Calvin Jander, tiene peso de arquetipo y calza perfectamente en las coordenadas de los héroes encerrados de Goodis, lo novedoso y patético es que también los otros personajes —la muchacha, Vera; Hebden, su padre; Thelma, la madre; Renziger y hasta el publicista Cattersby— participan de esa misma condición. Víctimas de víctimas, entonces, en un conflicto cerrado.
La forma colabora para dar esa impresión. La víctima es una novela ascética, que evoca al teatro clásico francés en su respeto casi programático por las unidades de tiempo, lugar y acción: pasan muy pocas cosas, en escasos lugares, durante poco tiempo. Los personajes, sobre todo, hablan. Se amenazan, recelan, especulan, ocasionalmente se golpean como resultado de una tensión constante encarnada en la presencia ominosa de las armas siempre listas para ser disparadas. Pero casi nada pasa. Siempre están entrando o saliendo de escena para argumentar; los hechos, la acción fundamental lo que los ha convertido en lo que son, ya ha ocurrido antes. Todo ha pasado. En sucesivos raccontos —Renziger, el mismo Jander, Thelma—, los personajes irán revelando y revelándose el pasado, descubriendo su herida, su esclavitud.
El relato queda así dividido en dos niveles: uno es superficial manifiesto, y sigue los acontecimientos de ese cálido fin de semana en Filadelfia y la pantanosa costa de Nueva Jersey frente al Delaware; el otro es profundo y oculto, está literalmente enterrado bajo capas de fango, tiempo y olvido. La manifestación de este relato secreto es la única posibilidad de revelación del sentido del presente y, en consecuencia, la apertura a una posibilidad que podrá o no realizarse.
En esa tensión, las víctimas del Secreto avanzan hacia el final.
Cárceles
El comienzo del relato es ejemplar, simbólico. Puede decirse que La víctima retoma, en el inicio, la situación final de otra novela de Goodis, The burglar. Me explico: el protagonista de aquella obra de 1953 acababa ahogado luego de nadar desaforadamente junto a su amada imposible, alejándose sin rumbo de la costa hasta donde los había acosado la justicia, la muerte, la desgracia y —también— el peso del pasado secreto.
Esa huida suicida mar adentro era un gesto desesperado, el símbolo de la impotencia.
Bien: esta historia comienza con Calvin Jander nadando solo en aguas profundas, al borde de la muerte por asfixia, desnudo, en las aguas del Delaware. Está allí luchando con la muerte desde hace horas —cree— por casualidad. Un accidente en un sábado de pesca, sólo eso. Es un hombre común, joven, de treinta y dos años, empleado en el departamento de análisis de una empresa de publicidad. Vive y es vivido con y por su madre viuda y la hermana divorciada: las mantiene, las soporta, no puede romper con ellas. Es un hombre mediocre, un perdedor, un hombre a secas, atrapado por riendas tan profundas que —como dirá luego— sabe que nunca podrá deshacer.
Sin demasiadas pretensiones interpretativas, es obvio que la asfixia de Jander es manifestación del lazo social personal, íntimo, que lo tiene prisionero. Una cadena de culpas y represiones que remiten, en última instancia, a la figura paterna con su mandato absoluto —valerse a sí mismo— y, a partir de allí, a la imposibilidad de dar y recibir, la quiebra de la identidad, la ausencia de significado: un motivo para la vida.
Hay en Jander una potencia sofocada —masculinidad, violencia, hombría…— que está esperando el momento de manifestarse, de encontrar el objeto que le dé oportunidad de expresarse; encontrar un sentido, pasar de la cárcel a la liberación. Para Jander, esa posibilidad la abrirá Vera.
Cristianamente, en Goodis, la Caída —el pecado, el Mal, el trauma, todas las formas que asume la dependencia de la víctima— sólo puede ser remediada a partir de un gesto externo, habitualmente una entrega, un sacrificio solidario que convierte al Caído en deudor, le da la posibilidad de salvarse, rescatándolo.
Pero en este universo sombrío, oscuramente desesperanzado, no hay trascendencia: el otro es un Igual, otra víctima que debe ser liberada de su cruz personal.
Las cárceles de Goodis son múltiples. Una de las habituales es, precisamente, la prisión, el lugar de los criminales. De allí parten Hebden, Renziger, Gathridge con un afán liberador equivalente al de Jander; simétrico, en realidad: «de la prisión a la familia» es la consigna de Hebden, que condiciona la posibilidad de huir de un ámbito a la necesidad compulsiva y enfermiza de hundirse en el otro. Y, precisamente, el espacio físico —la casa, los pantanos— y el aislamiento opresivo que propone simbolizan mejor que ninguna otra cosa el significado de la institución familiar… En La víctima, todo está enterrado y nadie tendrá la fuerza suficiente como para desenterrar nada…
El color del dolor
Y sin embargo, tampoco se puede aplacar el ansia, el deseo de alcanzar lo inalcanzable, y ese es el peor de los dolores. Cuando se ha tenido la experiencia de percibir esa posibilidad, no habrá descanso. Queda la herida, la herida púrpura, «el color del dolor», el de la magulladura, según explica Maclin para describir la marca dejada en él por Vera, esa revelación.
Esa búsqueda es inconsciente. Jander irá tras el recuerdo oscuro de un estremecimiento, un temblor existencial, evocado por un color en el cielo, y llegará desnudo, sacado de las aguas casi bautismales, para tratar de ser otro. Y con nuevas ropas llegará hasta el borde, hasta el último gesto esperando una respuesta que lo salve y le permita salvarla.
Pero no será fácil. Cada víctima tiene su cruz, su secreto, y sólo Renziger hallará paz en el sacrificio. Es transparente la metáfora del hermoso pez que ha conseguido y que no puede traer a la casa sino apenas conservar vivo pero amarrado, hasta que Gathridge se lo suelta, mientras el resto es cautivo de un pasado irreversible, actualizado constantemente en el círculo atroz de pasión, odio y secreto que es la familia. Thelma, Hebden y Vera, trenzados por un lado, encerrados; Jander afuera, a la intemperie, vacilando, entre poder romper ese nudo o volver a su prisión personal.
En esta novela terrible, tan poco amable con las convenciones y el descanso placentero del lector, los personajes son tratados, vistos, con impiadosa sensibilidad, llevados a los extremos de los sentimientos.
Si todo estímulo reiterado y hondo termina convirtiéndose en dolor, hay una escena brutal entre varias que dan cuenta de esa equívoca condición: las cosquillas de Hebden a la niña cautiva mientras vacila ante la posibilidad de matarla.
Todo el arte desesperado de Goodis está allí.
JUAN SASTURAIN