—Te digo que es un tonto —dijo la joven—. No puede hacernos ningún daño.
—Tiene boca, ¿no?
Así empezó todo para Calvin Jander, con los pulmones a punto de estallarle, y dos caras borrosas que le miraban, tendido allí, en el suelo de una choza solitaria de una playa de Nueva Jersey.
No permitas que te domine el pánico, se dijo Jander… Sufriste calambres mientras nadabas, y ellos te han rescatado, ¿no es así? Lo discutirán, verán que no te importa quiénes pueden ser o qué han hecho. Porque es verdad, no te importa.
Y entonces se abrió la puerta y entró el jefe de la pandilla.
—¿Qué tenéis ahí, una rata ahogada? Por amor de Dios, liquidadle…