19

Thelma cogió la escopeta de su regazo y le apuntó. Jander vio algo implacable y deliberado en su rostro, y creyó que oprimiría el disparador. Se oyó decir:

—Por lo menos, antes de hacerlo dame una razón.

—¿Dije yo que lo haría?

—¿Por qué me apuntas, entonces?

—Nada más que para que lo sepas, amigo. Para que sepas que no estoy ebria y que será mejor que te quedes sentado ahí.

Jander oyó que el ruido del motor fuera borda se acercaba.

—Está bien, Thelma —dijo, y trató de apaciguarla—. Está bien…

—Pedazo de tonto —interrumpió ella con un chillido susurrado que ahora estaba teñido de un poco de tristeza—. Tonto del demonio. Te dije que te fueras cuando todavía tenías tiempo. Te lo supliqué. Ahora es demasiado tarde. Aunque consiguieras salir por la puerta trasera, lo sabrían. Todos esos cigarrillos —hizo un movimiento con la cabeza, para indicar las colillas del suelo—. Mira. Y aunque las barriera debajo del sofá, todavía quedaría el olor de todo ese tabaco. Y yo no fumo.

Jander dio una larga chupada al cigarrillo. El ruido del fuera borda ahora se oía muy cerca, y de pronto se detuvo de golpe; sabía que se acercaban al muelle.

—Ahora no puedo hacer nada, nada en absoluto —dijo ella.

—Hay una cosa que puedes hacer, Thelma.

—¿Qué?

—Callarte.

La mujer no respondió.

Jander masculló, sin mirarla:

—No es que quiera ser grosero. Sólo trato de pensar. Tendría que haber alguna manera… —Luego la miró; ella meneaba la cabeza.

Unos momentos más tarde se abrió la puerta del frente y entró Gathridge. Vio a Jander y se detuvo. Luego entró Hebden, y Gathridge señaló hacia el sofá y dijo:

—Mira eso.

Hebden observó a Jander con expresión lúgubre.

Volvió la cabeza y miró a Thelma.

—¿Cuánto hace que está aquí? —preguntó.

—Una hora más o menos.

—¿Qué hizo? ¿Entró sin más ni más?

—No exactamente.

—Bueno, vamos, por amor de Dios, dímelo.

—Yo le hice entrar. Estaba arriba y oí un coche, sabía que no era el Pontiac. Así que me fui a la ventana, miré hacia afuera y ahí estaba él, en el bosque.

—¿Con quién?

—Solo.

Hebden miró a Jander.

—¿Viniste solo?

Jander asintió.

—No lo creo —dijo Gathridge. Tenía una escopeta bajo el brazo, la arrojó a un sillón y comenzó a frotarse las manos, flexionando los dedos mientras avanzaba hacia Jander.

—Espera —dijo Hebden—. Déjale que hable.

—¿Y qué crees que te dirá? —preguntó Gathridge en voz alta.

Hebden no contestó.

Gathridge prosiguió:

—Sólo te dirá lo que quiera decirte. Tal como hizo antes.

—Cállate —dijo Hebden. Miró a Thelma—. ¿Estás segura de que vino solo?

—No vi a nadie más —contestó Thelma.

—¿Miraste? —Ahora era Gathridge quien preguntaba, todavía hablando en voz muy alta. Se mostraba cada vez más agitado—. ¿Miraste en todas direcciones?

Thelma le observó, y después continuó mirando a Jander.

El hombrón dio un paso hacia Thelma y dijo en voz muy alta:

—¿No me oyes? Te he hecho una pregunta. —Se acercó, y se quedó a unos pasos de la banqueta de madera en la que ella se hallaba sentada.

—Apártate de ella —dijo Hebden con una voz sin tonalidades.

—¿Ni siquiera puedo hacerle una pregunta? —se quejó Gathridge—. ¿Qué demonios pasa aquí? Ese está sentado en el sofá como si fuese algún invitado que va a pasar aquí el fin de semana; y esa otra se encuentra sentada en la banqueta, como si esperase que la sirvieran a la luz de las velas, y a que entrasen los fantasmas. —Dio otro paso hacia Thelma—. Lo menos que puedes hacer es mirarme.

Ella movió la cabeza con lentitud y miró a Gathridge. Luego, con la misma lentitud, movió la escopeta de modo que la boca del arma apuntara a un lugar situado entre el ombligo y la ingle del hombre.

—¿Qué quieres? —preguntó.

Gathridge tragó aire, se ahogó, tosió, volvió a ahogarse, jadeó y por último logró decir:

—No hay malas intenciones, Thelma. Sólo quiero saber qué pasa.

—Te diré qué pasa —repuso Thelma—. Estás confundiendo a la gente. Yo no soy Renziger; soy Thelma. Y nadie me amedrenta. Si me hablas mal una sola vez más, te hago un agujero en el estómago.

Gathridge tragó otra bocanada de aire. Soltó una parte de él y retrocedió, apartándose de la banqueta. Siguió retrocediendo hasta tropezar con un sillón. Se dejó caer en él y se quedó allí, tragando aire y soltándolo.

Thelma le miró durante un rato, luego movió lentamente la escopeta, de modo que apuntara de nuevo hacia Jander.

Este encendía un cigarrillo, y Hebden le preguntaba:

—¿Qué te hizo volver aquí?

—Quería ver a Vera.

—¿Para qué?

—Hay algo que quiero decirle.

—Dímelo a mí —dijo Hebden.

—No.

—No insistiré —dijo Hebden.

Entonces habló Gathridge.

—Déjamelo a mí.

—Quédate sentado —le ordenó Hebden. Y luego, a Thelma, indicando la escopeta—: Dámela.

Tendió la escopeta a Hebden. Este apuntó al pecho de Jander.

—Será mejor que primero lo pienses —dijo Jander.

No obstante, sabía que era inútil, no podría hacerlo solo. Miró la escopeta, esperando que disparase en cualquier momento, y luego dirigió la mirada más allá, hacia el rincón oscuro, donde Thelma se encontraba sentada en la banqueta. Le rogó, con la mirada, que dijese algo.

—Tiene razón —le dijo ella a Hebden.

Se produjo un silencio prolongado.

—Si le liquidas, nunca lo sabrás con seguridad —continuó Thelma.

—¿Qué hay que saber con seguridad? —preguntó Hebden.

—Lo de él y Vera —respondió ella.

Se hizo un silencio aún más largo. Y entonces Hebden, apuntando todavía la escopeta al pecho de Jander, dio varios pasos hacia atrás y algunos de costado, de modo que pudiese mirar al mismo tiempo a Thelma y Jander.

—¿Qué tratas de decirme? —le preguntó a Thelma.

Antes que ella pudiese contestar, Gathridge dijo en voz alta:

—¿Por qué no me dejas hacerlo a mi manera? Puedo conseguir que hable. Puedo…

—Maldito seas —le dijo Hebden al hombrón—. Cierra la maldita boca. —Y a Thelma—: Muy bien, dímelo.

—Lo único que puedo decirte —respondió Thelma— es algo que será mejor que tengas en cuenta; y no te equivoques: considéralo con sumo cuidado. Porque, ¿qué otra cosa podría traerle de nuevo aquí? Tiene que ser Vera. Y existe la posibilidad, sólo una posibilidad, de que no sea algo unilateral. De modo que si le eliminas —quiero decir, si lo haces ahora— no sabrás cómo se lo tomará Vera. O qué hará al respecto.

Durante unos momentos, Hebden no dijo nada. Sostenía la escopeta con una mano, y se llevó la otra a la cara. Se mordía la uña del pulgar.

Por último, le preguntó a Thelma:

—¿Qué se supone que debo hacer entonces?

—Esperar a que ella regrese.

—¿Adónde fue?

—A comprar algunas provisiones. Y un poco de alcohol de maíz para mí.

—¿Cuándo se marchó? —interrogó Hebden.

—Hace un par de horas. Digamos una hora y tres cuartos. Unos minutos después de que tú salieras con el bote.

—Ya debería estar dé vuelta —dijo Hebden.

Thelma no contestó. Cogió la jarra, observó la escasa cantidad de whisky que quedaba en ella, y luego la vació de un trago.

Se levantó de la banqueta, y Hebden preguntó:

—¿Adónde vas?

Ella mostró la jarra vacía.

—A llenarla —dijo—. Todavía quedan unos cuantos litros en el recipiente.

Salió de la habitación, rumbo a la cocina. Hebden seguía mordiéndose la uña del pulgar y apuntando a Jander con la escopeta. En el sillón, frente al sofá, Gathridge cambiaba a cada instante de posición.

—¿No puedes quedarte quieto? —le preguntó Hebden.

—¿Cuánto tiempo tendremos que esperar?

—Hasta que llegue ella.

Jander metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó el paquete de cigarrillos. Le quedaban tres.

Sacó uno y se lo llevó a la boca, estaba encendiéndolo cuando Hebden le preguntó:

—¿Por qué fumas tanto?

—Es un hábito —respondió Jander.

—¿Qué otros hábitos tienes?

—Que recuerde, ninguno.

—Sigue pensando —dijo Hebden.

Jander bajó la vista al suelo. Al cabo de unos momentos, dijo:

—Bueno, tengo esa debilidad por el taco de billar.

—¿Qué? —preguntó Gathridge—. ¿Qué?

—No está hablando contigo —le dijo Hebden al hombrón, mientras seguía mirando a Jander. Con un movimiento de la mano le ordenó a Jander que continuara hablando.

—Quiero decir que me agrada bastante jugar al billar —aclaró Jander.

—¿De qué tipo?

—Carambola.

—Ese no es el verdadero billar —se burló Gathridge.

—Ese el verdadero, cuando ganas —replicó Jander.

—¿Tú ganas siempre? —preguntó Hebden.

—Naturalmente que no —respondió Jander—. Casi siempre me cuesta dinero. Pero aun así, sigo yendo a ese salón de billares. De modo que me parece que se puede decir que es un hábito.

Hebden asintió.

—Tal vez —murmuró—. O bien hay otra manera de verlo. Es posible que seas una de esas personas que sienten placer en perder. —Esperó la contestación de Jander, y como no se produjo, continuó—: No, no es eso. Ya sé lo que es. —Asintió de nuevo, esta vez con energía, pero su voz continuó sonando baja, un tanto contenida, cuando terminó de decir—. Por supuesto, es eso. Eres una de esas personas que siguen abrigando esperanzas, incluso cuando saben que ya no les queda ninguna. No sabes cuándo está perdido, ¿verdad?

Jander miró directamente a Hebden, esperó un momento y después dijo:

—Tal vez sí, tal vez no. Si es que sí, tú y yo somos iguales.

La mirada de Hebden se volvió más lúgubre. Dejó caer los hombros, y aparecieron algunas arrugas en su cara. En pocos instantes dio la impresión de que había envejecido por lo menos una década. Y en el mismo breve intervalo, Thelma entró en la habitación con la jarra de cuatro litros llena de whisky blanco. Miró a Hebden, se acercó a él y le miró con más atención, como si calculara la profundidad de su melancolía. Su rostro macilento e incoloro se iluminó, de alguna manera, de aprobación ante lo que veía. Se encontraba a unos pasos de Hebden, inclinada hacia adelante y observando sus facciones casi de perfil.

Él no le devolvió la mirada, parecía no darse cuenta de que ella se encontraba allí. Aunque tenía la escopeta dirigida hacia el sofá, no estaba apuntando, ni siquiera miraba a Jander. La habitación se encontraba en absoluto silencio, hasta que se oyó el ruido de un sillón que crujía cuando Gathridge levantó su corpachón de 105 kilos. Avanzó hacia el sofá, mirando el paquete de cigarrillos casi vacío que Jander tenía en la mano.

—Dame uno. —Le dijo a Jander. Este le indicó el paquete arrugado y luego le alcanzó los fósforos. Gathridge cogió uno de los dos cigarrillos que quedaban, tiró el paquete al regazo de Jander, encendió el cigarrillo y luego arrojó la caja de fósforos al sofá.

De afuera de la casa llegó el ruido de un coche que se acercaba. Gathridge volvió al sillón donde había estado sentado. Cuando el ruido de afuera se aproximó más, el hombrón se movió en otra dirección, fue hacia el otro sillón, aquel en el cual había dejado su escopeta. Se movía con lentitud, luego con pasos más espaciosos; después lo hizo con gran rapidez, y con la escopeta apuntada se quedó a un lado, detrás de Hebden, a unos tres metros de este.

—Suelta el arma —le dijo.

—¿Qué haces? —preguntó Thelma al hombrón.

—Siéntate en esa banqueta —le dijo él. Y a Hebden—: Vamos, suelta el arma.

—¿Para qué? —preguntó Hebden. Luego comenzó a girar la cabeza para poder mirar a Gathridge.

—No me mires —le ordenó este—. Haz lo que te digo.

Fuera de la casa, el ruido del motor había cesado; se escuchó una portezuela que se abría y después se cerraba.

Thelma estaba sentada en la banqueta, sostenía la jarra y miraba a Hebden. Su atención estaba concentrada en él, daba la impresión de que se había desinteresado por completo de lo que hacía Gathridge.

—¿Vas a soltar el arma? —preguntó el grandullón.

Jander vio que Gathridge apuntaba de forma deliberada a la columna vertebral de Hebden. Se produjo un silencio que duró tres segundos, y que a Jander le pareció mucho más prolongado. Luego se oyó el ruido metálico de la escopeta de Hebden que chocaba contra el suelo.

—Tú —le dijo Gathridge a Jander—. Tráelo aquí.

Jander se levantó del sofá. Avanzó unos pasos, se inclinó y tendió la mano hacia la escopeta.

—Así no —dijo Gathridge—. No acerques la mano al disparador.

Jander puso la mano en el cañón de la escopeta, la empujó y el arma se deslizó por el suelo y se detuvo a unos centímetros de donde Gathridge se hallaba de pie. Este le dijo que volviera al sofá.

Jander retrocedió. Se sentó en el sofá, pero no se reclinó. Sentado, con las manos sobre las rodillas, trataba de dar la impresión de que se lo tomaba con pasividad y resignación. Pero por dentro se concentraba, preparaba y reafirmaba para lo que sabía que tendría que hacer. Ahogó un suspiro cuando calculó las posibilidades. Luego se dijo con acritud: ¿a qué viene tanta autoconmiseración? ¿Y por qué me vienes a mí con tus problemas? Si me hubieras escuchado y te hubieras quedado en tu lugar, esto no estaría ocurriendo. Pero, naturalmente, de nada sirve hablar contigo…

Oyó el pestillo y el chirrido de los goznes herrumbrados. Se dijo que no debía mirar en esa dirección, pero lo hizo.

La puerta estaba entreabierta y Vera tenía la mano en el picaporte. Llevaba puesta una blusa, pantalones y sandalias, y portaba una bolsa de compras llena hasta el borde.

Gathridge le dijo:

—Entra. —Y luego, en voz más alta—: Entra, he dicho; no te quedes afuera.

Ella entró en la sala, dejó en el suelo la bolsa de compras y preguntó a Gathridge:

—¿Cómo llamas a esto?

Él no contestó. Se quedó mirándola de arriba abajo. Tenía la boca entreabierta. Transpiraba.

—¿Por qué? —Hebden volvió la cabeza y le miró a la cara—. ¿Por qué, Gathridge? ¿Por qué?

—Porque sí —respondió este. Seguía mirándola de arriba a abajo—. Ya he esperado bastante. ¿Cuánto tiempo más se supone que debo esperar? —Y luego, a Vera—: ¿Harás lo que te diga?

—Está bien —respondió ella.

—No me vengas con eso —dijo Gathridge—. No creas que puedes engañarme. Aquí —se señaló la cabeza— tengo mucho más de lo que tú crees.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó Vera.

—Te lo diré cuando salgamos. Tú y yo saldremos un rato. Vamos a ir al bote de remos. Y tú remarás.

—¿Hacia dónde? —interrogó Vera.

—Hacia la choza.

—No —dijo Hebden—. No…

—Si dices una palabra más, te meteré una bala en la columna vertebral —le advirtió Gathridge—. Te dejaré paralizado. —Y a Vera—: He aquí lo que vas a hacer ahora mismo. Sacarás el cuchillo, y lo harás muy, pero muy lentamente.

Ella introdujo la mano en el bolsillo de sus pantalones. Lo hizo con mucha parsimonia. Sacó la mano sosteniendo el cuchillo.

—Déjalo en el suelo —indicó Gathridge.

Ella bajó el cuchillo en dirección al suelo. Miró a Gathridge, luego el cuchillo y después a Gathridge de nuevo. Sostenía el cuchillo paralelo al suelo, a unos veinticinco centímetros. Lo bajó otros tres centímetros, se detuvo allí y miró el arma, a continuación miró otra vez a Gathridge.

—¿Por qué te demoras tanto? —preguntó este.

—Me dijiste que lo hiciera con lentitud.

—No tan despacio —repuso él. Y entonces, en voz muy alta y un tanto nervioso—: Déjalo, ponlo en el suelo.

Ella bajó el cuchillo unos centímetros más, interrumpió el movimiento, dirigió a Gathridge una mirada interrogante y algo así como seductora, y obtuvo la reacción que quería. Gathridge giró el cuerpo y movió la escopeta de modo que ahora apuntara hacia ella, y concentró toda su atención en Vera. Sin mover la cabeza, Vera miró a Jander, y sin pronunciar palabra le indicó que sabía lo que él intentaba hacer, y aunque parecía inútil, tal vez podría ayudarle de alguna manera. Le miró tan sólo la fracción de un instante, y en esa minúscula porción de tiempo le dijo que deseaba que no lo intentase, pero, por supuesto, no había manera de detenerle, sólo podía desviar la puntería del arma.

Jander se lanzó fuera del sofá, encorvado, y oyó el ruido del disparo de la escopeta, pero no pudo ver otra cosa que las piernas del hombrón, debajo de las rodillas. Su hombro estableció contacto, y volvió a oír la escopeta que disparaba mientras sus brazos rodeaban las piernas de Gathridge por encima de los tobillos. Sintió que el enorme corpachón caía hacia atrás. Luego, la culata de madera le rozó el costado de la cabeza. Antes de que Gathridge pudiese hacer otro intento de golpearle el cráneo, le tenía en el suelo, y levantó el puño derecho, que se convirtió en el mango de un martillo que golpeaba a gran velocidad. Sus nudillos aporrearon al hombrón entre los ojos, una y otra vez. No obstante, sabía que no estaba golpeando con la fuerza suficiente; en realidad la tenía, pero habría podido aplicar mucha más si hubiese tenido un punto de apoyo adecuado. En esas condiciones, estaba sobre Gathridge sólo en parte, semitendido, con el brazo izquierdo inclinado y rígido, para sostener su peso. Por lo tanto, este problema, se dijo, se reduce a que tienes que seguir usando la mano derecha y al mismo tiempo levantarte y después bajar a horcajadas sobre él. Si lo consigues, estarás en la posición adecuada…

Pero antes de concretar la idea que iba a llevar a cabo, le resultó necesario pasar a la defensiva. Gathridge le buscaba la garganta. Los gruesos dedos subieron y erraron, volvieron a subir y se acercaron un poco más. Jander le esquivaba, movía la cabeza de un lado para otro, finteando hacia la izquierda, luego hacia la derecha y desplazándose de nuevo a la izquierda cuando las manos se acercaban mucho.

Jander se dijo: no puedes seguir así. Está tomando la iniciativa, y en cuanto lo consiga, estarás frito. Porque, por algún motivo, no estás recibiendo ayuda alguna de Vera. Debería estar aquí, en esta parte de la habitación, cerca, usando ese cuchillo.

¿Dónde está?, se preguntó. ¿Qué hace? ¿Por qué no te ayuda?

Pero no podía llamarla, no podía usar la voz, porque se concentraba por entero en un frenético intento de seguir encima de Gathridge, y al mismo tiempo eludir los dedos que le buscaban la garganta. Martilleó de nuevo con la derecha, y le dio a Gathridge entre los ojos. Sobre el puente de la nariz del hombrón había una hinchazón de color púrpura, brillante, y Jander se dijo: muy bien, creo que ahora ya lo tienes; no podrá aguantar mucho más. Creo que ahora puedes lanzarte y…

Con todo su peso apoyado en la pierna izquierda, levantó la derecha y al mismo tiempo elevó el cuerpo de tal modo que pudiese quedar donde quería, a horcajadas del hombrón. Su mano derecha subió y bajó, pero en lugar de causar más daño en la hinchazón purpúrea, sus nudillos golpearon contra el suelo. Gathridge le había visto venir y había esquivado el golpe con un movimiento espasmódico hacia un lado. Cuando Jander levantó otra vez el brazo derecho, Gathridge hizo otro movimiento, poniendo algo más en el esfuerzo, combinando una elevación del cuerpo, un empellón y más empuje, y al final logró que ambos rodaran sobre sí mismos. Volvieron a rodar. Otra vez. Y ahora Gathridge estaba encima y ponía las manos en torno de la garganta de Jander.

¿Dónde estaría ella?, se preguntaba Jander. Vio el brillante color púrpura, parecía extenderse como una especie de mancha. Sus ojos eran cosas que le dolían en la cara, y tuvo la sensación de que todo era púrpura. Te estás desvaneciendo, se dijo.

Y entonces oyó el ruido. Fue un golpe sordo, y algo que se estrellaba y salpicaba, y mientras las manos se retiraban de su garganta, sintió que algo le mojaba la cara. Al principio era whisky blanco. Luego hubo otra humedad, más densa, y bajaba chorreando del cráneo destrozado del hombrón. Jander jadeó, tragó aire y se dijo que debía abrir los ojos. Después se dio cuenta de que no tenía los ojos cerrados.

A través de una bruma purpúrea, vio las tablas astilladas, y pensó que eran del suelo. La bruma se hizo menos densa y más pálida, y se dio cuenta de que estaba viendo el techo. Hizo otro intento de ver lo que ocurría, y el esfuerzo de levantar la cabeza le obligó a gemir. El dolor que le rodeaba la garganta era negro purpúreo, y había una sensación de algo que le presionaba y le aplastaba el pecho. Sin emitir sonido alguno, dijo: quítalo. De alguna manera, eso lo oyó, y comenzó a obedecer.

La bruma se había disipado, y pudo concentrar la mirada; vio que el hombrón se derrumbaba poco a poco hacia un lado. Cuando Gathridge cayó al suelo, Jander vio a Thelma. Estaba de pie junto a él y en la mano sostenía un trozo de vidrio roto. Se dio cuenta que eran los restos de la jarra de cuatro litros.

—¿Puedes levantarte? —le preguntó Thelma.

Lo intentó. Apoyando los codos contra el suelo, consiguió sentarse. Vio que Hebden se recostaba contra la pared, cerca de la banqueta. Hebden miraba el cuerpo tendido de Gathridge. En el pesado silencio de la habitación, se oía un jadeo, muy bajo, cada vez más tenue. Era Gathridge. Todavía respiraba; luego dejó de respirar. Hebden seguía mirándole, mientras preguntó a Thelma:

—¿Te dije yo que hicieras eso?

—No —respondió Thelma.

—Entonces, ¿por qué lo hiciste? Ella le miró.

—Porque quise.

—¿Porque no te gustaba?

—Esa es una razón tan buena como cualquier otra —contestó Thelma. Luego se atareó con Jander, se puso detrás de él, se encorvó, le agarró y le ayudó a ponerse de pie. Le llevó hacia el sofá y le depositó en él. Dio un paso hacia atrás, se cruzó de brazos y le miró. Parecía esperar que hiciera algo, que dijera algo… o que viese algo.

Jander volvió la cabeza con suma lentitud. A pesar del esfuerzo que significaba para su garganta dolorida, siguió haciéndola girar. Vio la bolsa de las compras en el suelo y se preguntó: ¿Dónde está Vera? ¿Dónde?

Y entonces la vio. Se hallaba de pie, a pocos pasos de la bolsa, tenía el cuchillo en la mano, pero no parecía darse cuenta de ello. Le miró, e inmediatamente apartó la vista con rapidez.

—¿Por qué no me ayudaste? —le preguntó. Vera abrió la boca para decir algo, y no pudo.

Bajó la cabeza. Se oprimió la frente con los dedos.

—¿Qué te detuvo? —preguntó Jander.

—Papá. —Thelma era quien hablaba—. No recibió señal alguna de papá. Y sea lo que fuere, cuando papá dice que no, es no.

—¿Es cierto eso? —le preguntó Jander a Vera.

Esta no pudo contestarle con palabras, y él se dio cuenta, pero aun así esperó. Abrigaba la esperanza de que habría una mirada o un gesto que negaran lo que había dicho Thelma.

Pero no hubo negación alguna.

De modo que es inútil, se dijo Jander. No puede alejarse de Hebden, el cual es papá, o siempre será papá, a pesar de todo lo que le digas. Hebden quería eliminarte, y le dio la señal de «no», y ella obedeció, aunque sabía que eso sería tu final. De modo que si le dices quién es ella, quién es de verdad, no le servirá de nada. Le quitarás algo. Es lo que se llama un sentimiento de identidad. Es la hija de Hebden, eso es todo. Tendrás que dejar que sea así.

Se produjo un ruido en el otro lado de la habitación. Jander volvió la cabeza y vio que Hebden se dirigía hacia las escopetas caídas en el suelo. Recogió una de ellas y le apuntó, Thelma dijo:

—No, será mejor que no lo hagas.

—¿Por qué no? —preguntó Hebden.

Con un movimiento de la cabeza, Thelma indicó a Vera, y le dijo a Hebden:

—Hay un límite. Si vas más allá, se rompe. Hebden mantenía la escopeta apuntada hacia Jander, pero ahora no miraba a este; miraba al suelo.

—Muévete —le indicó Thelma a Jander, y se quedó observándole mientras él se esforzaba por ponerse de pie.

Este caminó con pasos inseguros, y casi tropezó con la bolsa de las compras, cuando se acercó a la puerta. No miró a Vera. Levantó la mano hacia la puerta entreabierta y la empujó, y se encontró fuera de la casa. Unos minutos más tarde estaba en el Ford, con el motor en marcha. Hizo retroceder el coche para sacarlo del bosque, diciéndose que debía hacerlo con suma lentitud. Por el sendero que iba hacia la carretera, se esforzó por concentrarse en la conducción del vehículo.

Un miércoles, varias semanas más tarde, Jander se encontraba en la oficinita, sentado ante su escritorio, pero no trabajaba. Había terminado el trabajo del día, antes de las cinco, y ahora eran las seis pasadas; sólo estaba pensando allí sentado. Se hallaba inmerso en sus pensamientos, y no oyó el ruido de pasos.

Cottersby preguntó:

—¿Otra vez?

Jander levantó la vista. Parpadeó varias veces.

—¿Quieres decirme qué te pasa?

—No, Mac. Pero es muy amable de tu parte.

—Es lo menos que puedo hacer. —Había cierta vitalidad en la voz de Cottersby, y Jander advirtió que también le brillaba en los ojos. Antes de poder cavilar al respecto, oyó que Cottersby decía—: Si necesitas a alguien en quien apoyarte…

—Mac, por favor…

—¿No lo hiciste tú por mí? A buen seguro que sí. Estuviste ahí cuando necesitaba a alguien en quien apoyarme. Ya sabes, aquella noche, cuando fuimos al club de Jersey del Sur, ¿recuerdas?

—Sí, lo recuerdo —respondió Jander. Encendió un cigarrillo. Miró a Cottersby con atención.

Ya no voy más allá —dijo este. Se frotó las manos con energía—. Ahora me encuentro bien; me quité el peso de encima.

—Me alegro por ti —murmuró Jander.

Cottersby seguía frotándose las manos. Jander vio que el movimiento enérgico era forzado, y que la vitalidad de la mirada era sintética. Luego la fachada se derrumbó por completo, y Cottersby suspiró, fatigado, y dejó caer los hombros.

—Es sólo porque ella ya no trabaja allá —dijo—. Se fue una noche y no volvió a aparecer. Nadie sabe dónde está. —Se apartó. Fue un movimiento brusco y deliberado. Y Jander pensó: es porque no quiere que le vea la cara.

Camino de la puerta, Cottersby aminoró los pasos y dijo:

—Vamos, ven a beber un trago conmigo.

—Esta noche no, Mac.

Cottersby salió de la oficina. Jander permaneció allí, chupando el cigarrillo, y durante unos momentos dejó la mente en blanco. Después continuó con lo que había estado pensando. Se relacionaba con una llamada telefónica que había hecho hacía poco. Había telefoneado a esa firma de inversiones y había dicho que quería hablar con el señor Norman Leighton. Quisieron saber quién hablaba, y el nombre que les dio fue el de un hombre muy adinerado de Filadelfia, alguien muy conocido. Le pusieron con Leighton, y después de algunos rodeos, logró dar la impresión de que conocía a Norman Leighton de alguna parte, y que quería saber si era el mismo Norman Leighton. Por la conversación que siguió, se enteró de que Leighton era unos años más joven. Tenían un hijo y una hija, los dos casados, así como varios nietos. Además, los Leighton continuaban residiendo en Green Haven, en su finca de Radnor. Eso fue casi todo, porque Jander no pudo soportar más y barbotó:

—Ahora tengo que cortar. Fue muy agradable hablar con usted. —Y colgó.

Al recordar la voz de Leighton, cerró los ojos con fuerza. Unos segundos después los abrió y miró su reloj de pulsera. En el cenicero quedaba la mitad del cigarrillo encendido, lo aplastó, encendió otro y cogió el teléfono.

Llamó a su casa. Se puso su hermana. Comenzó a vociferar y aullar, quejándose de que si no tenía la intención de ir a cenar habría debido telefonear más temprano. Luego habló con su madre. Oyó la voz de su hermana, que aullaba, mientras su madre le instaba a ir a casa a cenar. Contestó que sí, que llegaría muy pronto.