18

—¿Quién te lo dijo?

—Nadie.

—¿De dónde lo sacaste, entonces?

—De algunos periódicos antiguos.

—¿Cuán antiguos?

—¿Por qué habría de decírtelo, cuando puedes decírmelo tú?

Thelma miró la jarra. Hizo ademán de dejarla en el suelo, y luego se la llevó con rapidez a la boca y tragó el maíz macerado. Lo que pasó por su garganta era el equivalente de medio vaso. Apoyó la cabeza contra la pared, con los ojos medio cerrados y la boca entreabierta. Soltó la jarra. Esta chocó contra el suelo y rodó un corto trecho. Thelma inspiraba profundamente, como si le costara trabajo respirar, y los brazos le colgaban a los costados, con los dedos flojos.

—Quiero estar segura de que sabes lo que estás diciendo —masculló—. Dime qué leíste en ese periódico.

—Una niña secuestrada. Vera Leighton, de once meses, hija del señor Norman Leighton y su esposa, destacados personajes de la sociedad de Filadelfia.

La niña secuestrada es la menor de los tres hijos Leighton, tiene un hermano de nueve años y una hermana de cinco. El padre es socio de una firma de inversiones: Caythern, Leighton & Weir. Los secuestradores lograron entrar en la finca Leighton, en Green Haven, Radnor. La nodriza de la niña no pudo describir a los secuestradores, los cuales la golpearon por detrás y le provocaron una conmoción cerebral. En el hospital, la nodriza se recuperó lo suficiente como para recordar que cuando la golpearon no perdió la conciencia inmediatamente. A pesar de que se encontraba tendida en el suelo y a punto de desvanecerse, oyó las voces de los secuestradores y recuerda que había dos voces, una de hombre y otra de mujer. Transcurrieron treinta y dos horas sin noticias de los secuestradores. Una llamada telefónica a Norman Leighton estableció el contacto inicial; la voz masculina anuncia el rescate: 200 000 dólares.

—Pero nunca lo recibimos —dijo Thelma—. Nunca nos dieron ni un centavo.

—¿De veras? ¿Es verdad? Según lo que leí en los periódicos, Leighton hizo exactamente lo que se le había ordenado. Reunió el dinero en billetes pequeños y lo guardó en una caja de cartón; cubrió la caja con papel de envolver, sellado con cinta negra. Depositó la caja en el lugar indicado y luego se fue inmediatamente. Y más tarde, cuando los secuestradores no cumplieron con su promesa de entregar la niña, Leighton volvió al lugar donde había dejado la caja. Ya no estaba allí.

—Por supuesto que no estaba allí —dijo Thelma—. Porque no importa lo que hayas leído en los periódicos, Leighton no hizo las cosas tal como se le había dicho. Cometió el mismo error que todos. Llamó a la policía.

—Tenía que hacerlo.

—Por supuesto. Pero aun así, abrigábamos la esperanza de que no lo hiciera. Es la gran esperanza que uno tiene cuando se realiza un secuestro. Confía en que no llamen a la policía. Porque te diré qué pasa con la policía. Son como cualquier otra raza. Están los buenos y los que no son tan buenos, y después están los torcidos. Por eso no recibimos el dinero. Lo cogieron los torcidos.

—¿Tú los viste cogerlo?

—No necesitábamos verlo; lo sabíamos. Fuimos allí a recogerlo, y la caja no estaba. De modo que uno menos uno es cero, eso es lo que te enseñan en primer grado, y no sirve de nada discutirlo.

Miró la jarra caída en el suelo. Se inclinó hacia adelante para recogerla y luego agitó la mano, fatigada, como si le dijese que se fuera.

—Bien —dijo—, ahí estábamos. Sin blanca. Enterrados en un sucio primer piso trasero del suroeste de Filadelfia, y sabiendo que no podíamos hacer otro intento de cobrar el rescate, porque cuando fracasa el primero, es mejor irse de ahí. Hay que salir de ese círculo. Porque es eso, un círculo, y uno está en el centro, y sobre él convergen todos esos de la ciudad, el Estado y los federales, y casi todos los demás. Y en especial el reloj. No deja de funcionar. Sigue y sigue haciendo oír su tictac, y el círculo se estrecha cada vez más. Y Hebden y yo miramos el reloj, y nos miramos el uno al otro. Luego miramos a la niña. Está en el suelo, jugando con esas cosas que le hemos comprado. Y mientras está ahí, mirando a la niña, Hebden me dice que empiece a llenar una maleta, que nos vamos de Filadelfia.

—¿Teníais un coche?

—Uno viejo. No tenía muy buen aspecto, pero podía funcionar. Quiero decir que marchaba bien, estaba preparado. Hebden tenía esa costumbre de manipular los motores, y eso fue lo que casi provocó nuestra ruina. Yo iba sentada en el asiento posterior con la niña, y ella dormía, y entonces siento sueño yo también, y dormito un rato mientras cruzamos el puente, rumbo a Jersey. Si hubiese estado en asiento delantero, con Hebden, habría vigilado el velocímetro y le habría recordado que no era momento de ver qué velocidad podía desarrollar el coche. En aquella carretera se podía circular a ochenta kilómetros por hora, y él debía de ir a ciento diez.

»Cuando despierto, enseguida me doy cuenta que nos venían siguiendo, y en efecto, miro por la ventanilla trasera y ahí están, un coche patrulla y dos motocicletas. Hebden toma un camino lateral, y a partir de ese momento, todo es huir y ocultarse, huir y ocultarse, para después seguir huyendo. Nos llevó tres días llegar a esta casa, y en esos tres días Hebden usó cuatro coches distintos. El último lo robó a unos kilómetros de este lado de Vineland, y el conductor era uno de esos idiotas que no saben quedarse quietos cuando ven que les apuntan con una pistola. Hebden le disparó en la cabeza, y luego le disparó de nuevo y le liquidó. Después nos metimos en su coche. Todavía lo puedo ver, era un Packard arreglado por encargo, al que le habían quitado todos los adornos, y con unas veinte capas de laca verde clara. Era una preciosidad, recuerdo que Hebden dijo que era una pena que no pudiéramos quedárnoslo.

»Pero vi que no pensaba en el coche; sabía que estaba pensando en otra cosa. Con sólo mirarle a la cara, me dije que era mejor no hablar. Fue después que llegamos. Durante dos o tres días me abstuve de hablar de ello, pero al final tuvo que salir a la luz, y le pregunté qué haríamos con la niña.

Se inclinó de nuevo hacia adelante, buscó la jarra en el suelo, y después dejó caer el brazo, flojo, al costado.

—Amigo —prosiguió—, no tienes por qué creerme, si no quieres, pero si hubiera sido por mí la habríamos dejado en libertad en Filadelfia, en la calle, para qué terminara en la oficina de policía, y entonces se la habrían devuelto a los padres. No porque yo pensara en la pequeña. Pensaba en mí y en Hebden. Es decir, el hombre y yo teníamos algo bueno que funcionaba entre nosotros, y yo quería que siguiera siendo así. Pero en Filadelfia, cuando intentaba hablarle, me hacía callar con una mirada, y aquí, en esta casa, en esta misma habitación, cuando pregunté qué sería de la niña, se acercó al sofá en el cual estás sentado y se sentó a su lado. Ella se encontraba sentada en el lado derecho del sofá, y por lo tanto Hebden se sentó en el cojín del medio. Con una mano le hace cosquillas a la niña debajo de la barbilla. Con la otra, que la niña no puede ver, busca el cojín del lado izquierdo. La pequeña se divierte con las cosquillas, y Hebden tiene el cojín en la mano, y lo levanta, y lo tiene listo para dejarlo caer con rapidez y apretarlo contra la cara de la niña, a fin de que no pueda respirar. Y yo ahí, contemplándolo todo.

—¿Sin decir nada?

—Ni una palabra. Quería que él lo hiciera. Y quería rogarle que no lo hiciera. Y de nuevo quería que lo hiciera. Mantiene en alto el cojín, de modo que la chica no lo vea, y yo me pregunto qué espera. Y entonces deja caer el cojín al suelo. «Nos vamos a quedar con esta niña», dice. Y yo pregunto: «¿Para qué?», y Hebden contesta: «No sé», pero mientras lo dice le hace cosquillas en la barbilla.

—¿Y qué hacía ella?

—¿Qué quieres decir con «qué hacía»? ¿Qué hace uno cuando otra persona le hace cosquillas? Se ríe como si disfrutara, pero en realidad quiere que eso termine. Y eso le pasaba a la niña. Se ríe, y al mismo tiempo trata de apartarse. Sin embargo, Hebden la retiene ahí, y ella se retuerce y ríe, y él sigue haciéndole cosquillas. —Thelma miraba el sofá. Era como si Jander no estuviera allí—. Puedo verlo de nuevo —prosigue—. Como si hubiera ocurrido hace una hora. Pero fue hace diecinueve años; Hebden tenía entonces treinta y cuatro años, y yo veinticinco, y para entonces hacía siete años que estábamos casados, y antes de eso estuvimos dos años de novios. Es decir, que llevábamos nueve años juntos, hasta que aparece la niña para arruinarlo todo. Arruinarlo poco a poco, desgarrarlo, día a día, año tras año, y por último llego a darme cuenta de que así es, una situación en que ya no es un matrimonio, sino simplemente un hombre y una mujer viviendo en la misma casa, y ella sabe que cuando él la mira, es como si mirase uno de los sillones, una cuchara de la mesa o un cordón de zapatos.

Jander observaba la jarra que estaba en el suelo. Se había caído de lado, y aunque parte del contenido se había derramado, todavía tenía poco menos de medio litro.

—¿Quieres un poco? —preguntó Thelma.

—No sé si debo. He tenido un fuerte dolor de cabeza.

—Esto es lo mejor que puedes tomar para un dolor de cabeza —dijo Thelma—. Es maíz, maíz puro, y de más de ciento veinte grados. Vamos, sírvete. Si quieres un vaso, ve a la cocina y coge uno del estante.

Jander se levantó del sofá. Se dirigió a la cocina, tomó un vaso, regresó a la salita y tomó la jarra. Echó un poco de whisky blanco en el vaso.

—No te quedes corto —dijo Thelma—. Adelante, sírvete un buen vaso.

—No quedará bastante para ti.

—Sé dónde conseguir más. Adelante, sírvete.

Él dejó que otro poco de whisky cayese en el vaso, y luego fue a la banqueta y dejó la jarra en el suelo, a los pies de Thelma. Volvió al sofá, se sentó y miró el líquido incoloro del vaso. Equivalía a una doble medida. Vació el vaso con un trago rápido, y aparte de las llamas de la boca y la garganta, tuvo la sensación de que había sido lanzado hacia atrás, daba un triple salto mortal en el aire y de alguna manera se quedaba allí, en suspenso. Luego, lentamente bajó flotando hasta el sofá, y miró a Thelma.

Esta decía:

—Él, con eso del cosquilleo. ¿Y sabes qué hizo? Continuó. Le hacía cosquillas a la niña debajo de la barbilla y creía que estaba conquistándola. Y mientras ella reía, decía: «No, papá, no», y trataba de apartarse, pero él la retenía. Y yo, ahí sentada, mirando, sin decir una palabra. Bebiendo el alcohol. Sentada, esperando.

—¿Esperando qué?

—El momento en que se excediera.

—¿Y eso sucedió?

—Por supuesto. Hace seis años. Cuando Vera tenía catorce. Ella ya llevaba el cuchillo, y aprendía a usarlo, aprendía con gran rapidez. Y digo con rapidez. En unos pocos meses aprendió a usar esa hoja como el que más. Pronto descubrieron que no se podía bromear con ella. Sin embargo, algunos lo intentaron, y no volvieron a hacerlo nunca más. No sé a cuántos envió al hospital. Sé con certeza que en tres ocasiones hubo jóvenes que recibieron puñaladas fatales, y nunca se supo quién lo había hecho. Pero cada uno de esos tres jóvenes tenía antecedentes de condenas por agresiones a mujeres, y cuando se encontraron sus cadáveres, siempre los hallaron en el mismo callejón. Por lo tanto, nunca me molesté siquiera en preguntárselo.

»Yo sabía exactamente qué hacía y cómo se las arreglaba. Dejaba que la llevaran al callejón, y cuando ellos creían que todo iba a ser fácil, ella ponía en funcionamiento el cuchillo. Y no creo haber sido la única que lo sabía. En esa parte de la ciudad, los residentes nunca necesitan mucho tiempo para enterarse de quién hizo esto y quién lo otro. Muy pronto, todo eso se sabe en los bares, los salones de billares y las esquinas. Y a la larga, todos lo aceptan, aunque esa chica de catorce años sea un bocado muy apetecible, no tiene sentido seguir intentándolo, es un riesgo demasiado grande.

»Bueno, por ese entonces Hebden sale en libertad bajo palabra, y cuando vuelve a casa lo primero que hace es cosquillear a Vera bajo la barbilla. Y más tarde lo hace de nuevo. Y otra vez, esa misma noche. Y ella ríe y dice: “No, papá, no”, y él continua haciéndole cosquillas y la retiene de modo que no pueda evitarlo. Sólo que ahora es distinto. Antes, él la cogía del brazo. Ahora pasa su propio brazo por la cintura de ella, y la acerca más hacia sí. Y veo que ocurre algo, ¿sabes? Lo veo en los ojos de él. La joven también lo ve. Deja de reír, y le grita: “¡Suéltame!”, y la forma en que lo dice es lo que le paraliza. La suelta y pregunta: “¿Pero qué he hecho?”. Ella le deja esperando durante un minuto, y luego responde: “No vuelvas a hacerlo”, y sale de la habitación. Y yo, sentada ahí, viendo la expresión del rostro de Hebden, y absorbiéndolo como si pudiera saborearlo. Y tenía un sabor muy agradable.

Cogió la jarra. Bebió un trago. Luego ahogó una risita y dijo:

—Desde entonces, la única que ha sido cosquilleada soy yo. Porque me causa risa saber que ha sido engañado, que se engañó él mismo.

—Entonces, en realidad no le quieres.

—¿Quererle? ¿Bromeas?

—Sólo me hacía una pregunta —dijo Jander.

—Está bien, amigo —dijo Thelma—, puedes hacérmela. Adelante, pregunta.

—¿Por qué sigues con él, Thelma?

—Para ver cómo sufre.

Se llevó la jarra a la boca y bebió un poco más de alcohol de maíz. Dejó la jarra en el suelo, y su tono fue normal cuando prosiguió:

—Da risa, de veras. Es más o menos lo mismo que solía ocurrir en las comedias de antes, aquellas que una veía en el cine. Las buenas de verdad, que te hacían desternillar de risa. El del bigote, el malo, prepara una buena trampa, y después se mete en ella. Y yo diría que eso fue lo que le pasó a Hebden. Sólo que en su caso lo hizo sin saber lo que hacía. Quiero decir que no tenía ni idea de que algún día eso caería sobre él.

Jander encendió otro cigarrillo.

—Algunas de las cosas que ocurren —dijo Thelma— exigen mucho tiempo para entender por qué han pasado. A mí me llevó mucho tiempo saber algo de esto, de este asunto de Hebden y ese cojín del sofá. No estaba jugando con el cojín; quería usarlo, presionarlo sobre la cara de la niña y sostenerlo allí hasta que ella quedase rígida. Y al no querer o no poder explicarme por qué la había dejado con vida no me quedó más remedio que tratar de averiguarlo por mi cuenta. La única respuesta que se me ocurrió fue que sentía lástima de ella. Pero quién sabe por qué, no lo pensé. Hebden nunca sentía lástima de nadie, ni siquiera de sí mismo.

»¿Por qué, entonces, dejó que la niña siguiera con vida? Te lo diré. Pensó que podía llegar a convencerse de que era como cualquier otro hombre normal, capaz de producir. Sin embargo, no era capaz; era estéril. Cuando tenía veintiún años, más o menos, tuvo paperas, y fue a ver a un charlatán en lugar de recurrir a un médico. Nunca supe cuánto le había afectado el hecho de que no pudiese darme un hijo, hasta una vez en que nos pusimos a hablar de los médicos y a él se le escapó lo del charlatán. Quiero decir que hasta entonces siempre había pensado que quizás el problema estaba en mí. Pero ya sabes lo que ocurre con las paperas: si un hombre maduro las pasa, o bien es tratado como corresponde o nunca podrá ser padre, es decir, un padre de verdad.

—Entonces quiere decir que la quería en serio, como a una hija.

—Al principio.

—¿Y más tarde?

—¿Necesitas preguntarlo? ¿No puedes sumar dos más dos? La niña crece, se desarrolla, y es una belleza fuera de lo común, es algo que cuando camina por la calle todo el mundo deja lo que está haciendo y se le salen los ojos de las órbitas. A los catorce años, es de una belleza que enloquece.

Volvió a ahogar una risita.

—Es perfecto —prosiguió—. Cómico. ¿Ves esta banqueta en la cual estoy sentada? Es el mejor asiento de la casa. Y día a día me siento aquí y contemplo el espectáculo, la antigua película muda. Entonces es cuando más disfruto de ella, cuando no hay palabras, cuando lo único que él hace es mirarla en los momentos en que está vuelta de espaldas, o en que no le ve. Amigo, yo vivo para esos momentos; no los cambiaría por nada. Ella entra caminando en esta habitación y ese hombre que se considera su padre tiene que quedarse ahí y tragárselo… tragar y tragar, sabiendo que no podrá conseguirlo. Ni siquiera puede acercarse. Y al mismo tiempo no puede alejarse. —Miró hacia el techo, golpeó las manos con suavidad y murmuró, en una especie de embeleso—: Perfecto.

—No del todo —dijo Jander.

—¿Qué quieres decir con «no del todo»?

—¿Qué pasa con la muchacha?

Thelma tardó unos veinte segundos en responder. Se quedó mirándole. A continuación, dijo:

—No tengo por qué pensar en ella. Para empezar, no quería que estuviera aquí, y no necesito preocuparme por ella. Al demonio con ella. Y al demonio contigo.

Jander se encogió de hombros. Dio una larga chupada al cigarrillo. Miró las tres colillas aplastadas en el suelo no alfombrado, y deseó que uno de estos días pudiera reducir la cantidad de cigarrillos que fumaba. Quería que el dolor de cabeza se disipara. Trataba de decidir qué desearía a continuación, cuando oyó el ruido, afuera.

Llegaba del lago; era del motor fuera borda.