17

En la Ruta 40, el tránsito dominical era abundante, estaban los habituales remolones y los conductores de tercera. Sin embargo, eso no le molestó a Jander. Se concentraba en el cuentakilómetros.

Calculó que aún le quedaban unos cuantos kilómetros más hasta la salida que iba al sur. Más tarde, cuando giró hacia la derecha, miró a ambos lados, buscando los mojones y los carteles. Durante un rato no los vio, y pensó que se había equivocado de carretera. Pero entonces vio Cigarros Mochuelo Blanco.

Miró el cuentakilómetros, y cuando hubo recorrido otros diez kilómetros, giró, y pocos minutos más tarde vio a Betty Cracker. Después fue Brayton Motors, y giró de nuevo. Eso le llevó a un camino donde vio Cerveza Hires, y miró de nuevo al cuentakilómetros. Pasados otros cinco kilómetros, dobló hacia la derecha. No habían pasado seis kilómetros cuando repitió la operación, y luego otras dos veces, un poco más adelante se encontró con el letrero indicador de la Ruta 553.

El Ford iba a poco más de sesenta y cinco kilómetros por hora. Aminoró a menos de sesenta y siguió vigilando el cuentakilómetros. Tenía abiertas las dos ventanillas delanteras para dejar entrar la brisa, pero la poca que había era caliente y pegajosa. Tenía la camisa mojada, pero no se dio cuenta de ello. Se concentraba en uno de los lados del camino. Lo único que podía ver eran los pinos, densos y de un verde intenso. Conducía muy despacio, parpadeando para quitarse el sudor de los ojos mientras miraba los árboles. A treinta kilómetros por hora, el Ford bajó por el camino unos centenares de metros, y luego Jander pisó el freno.

Vio el sendero que se internaba en el bosque.

Sentado en el coche, mientras miraba la abertura entre los pinos, no pensaba en nada. En la garganta, la sensación de pesadez era ahora muy pesada, y parecía cortarle la respiración. Vete, le dijo. Por favor, vete.

Se aferró a él. Acentuó su pesadez.

Puso el coche en marcha y lo llevó hacia el sendero que se internaba en el bosque.

El Ford reptaba a diez kilómetros por hora, y Jander conducía con una mano; con la otra se hacía pantalla en los ojos para protegerse del amarillo hirviente que se derramaba en la senda y atravesaba el parabrisas. Con la temperatura atosigante y la humedad se combinaba el humo del motor sobrecalentado, que se filtraba por debajo del tablero. Parecía envolverlo como una gruesa manta peluda, empapada en jarabe humeante. La incomodidad se fue intensificando, y poco a poco se convirtió en un palpitante dolor de cabeza. Estaba muy sediento. Pero no nos quejemos de eso, dijo. Tratemos de concentrarnos en el aspecto técnico del programa.

Y si juegas con cautela y con cierta dosis de astucia, es posible que salgas adelante. Hace falta una sincronización exacta y mucha delicadeza de acción, y eso es el cincuenta por ciento de todo. Si la suerte te favorece, te encontrarás en condiciones de hablar con Vera sin que los otros sepan que estás en los alrededores. Le dirás lo que ocurrió hace diecinueve años, Y llegarás sólo hasta ahí. Y a partir de entonces, la decisión será de ella, únicamente de ella.

Miró su reloj de pulsera. Hacía unos treinta minutos que conducía por esa senda. La jaqueca había empeorado, y con cierta ansiedad volvió la vista hacia el lado del sendero donde los pinos ofrecían su sombra. Luego miró una vez más a través del parabrisas, y momentos después vio el verde amarillento de la laguna.

El Ford se detuvo y él descendió. Dio unos pasos, caminando con vacilación y haciendo muecas de inquietud. Se convirtieron en gestos de disgusto, y se dijo: por favor, ¿quieres usar la cabeza? No puedes dejar el coche aquí. No sabes dónde están ellos, y si vienen por la senda y ven el coche, ahí termina todo.

Volvió al Ford, se metió en él y puso en marcha el motor. El coche avanzó unos quince metros y luego giró en el sendero por una brecha entre los árboles. Siguió avanzando hasta que los pinos le cerraron el paso; las ramas colgantes eran cintas verdes a través del parabrisas. Detuvo el motor, se apeó, retrocedió por el sendero y de pronto volvió la cabeza con un movimiento brusco. Había visto algo, y ahora lo veía con mayor claridad. Era el gris sucio de madera sin pintar, y el brillo del sol en una ventana.

Ahí está, pensó. Ahí está la casa. Digamos que la distancia es de unos setenta metros. ¿Te parece que es una distancia segura? ¿Piensas que pueden ver el coche desde una de esas ventanas del primer piso?

Muy bien, no te preocupes por el coche. En realidad, no hay otro lugar donde dejarlo. Tendrás que abrigar la esperanza de que no lo vean.

Se enjugó el sudor de la cara, trató de disipar la jaqueca parpadeando y avanzó lentamente, con las manos ocupadas en apartar las ramas de pino que le iban a los ojos. Cubrió cuarenta metros, diez más, y luego oyó un ruido crepitante, burbujeante, y miró hacia el costado y vio el agua. Era un arroyuelo minúsculo, fue hacia él, se puso en cuclillas, se mojó la cara y bebió. Era un tanto salobre, pero se dijo que estaba deliciosa. Bebió varios tragos de agua, y una voz le indicó:

—Ponte de pie.

Maldición, dijo, sin hablar.

—Y hazlo despacio —prosiguió la voz. Era una voz femenina, y no había en ella otra cosa que la ronquera agria, frágil y mohosa, de cuerdas vocales maltrechas y chamuscadas, todo ello provocado por el fuego embotellado, el whisky blanco.

Se puso de pie y, sin volverse para ver la cara, respondió:

—Soy yo, Thelma. Sólo yo. Me conoces.

Después esperó a que ella dijese algo. Mentalmente, podía ver su frente arrugada por la confusión y la indecisión. Sabía que le apuntaba con una escopeta, y quiso rogarle que no la usara. Pero sería un error, pues, sabía que si empezaba a suplicar, ella podía oprimir el disparador nada más que para hacerle callar.

—Está bien, vamos —continuó la mujer.

—¿Adónde?

—A la casa.

—¿No podemos hablar aquí?

—No —respondió Thelma—. Vamos, muévete. Permaneció detrás de él mientras caminaban hacia la casa. Al salir del bosque y cruzar la cuesta de arena próxima a la laguna, miró de un lado a otro sin mover la cabeza. El bote de remos se hallaba amarrado al pequeño muelle, pero no vio el otro bote, el fuera borda. Ni tampoco el Pontiac. Estaba a punto de preguntar adónde habían ido, y una vez más se ordenó callar, cerró los ojos con fuerza y se estremeció al intuir la proximidad de la escopeta que apuntaba a su columna vertebral.

Se hallaban ante la puerta del frente, y la esposa de Hebden dijo:

—Ábrela.

Accionó el picaporte, y la puerta crujió al girar sobre sus goznes debilitados. Ella le siguió cuando él entró y cruzó con pasos lentos la salita, en dirección al sofá hundido. Le oyó decir:

—¿Adónde crees que vas?

—Me gustaría sentarme —respondió él—. Estoy muy cansado.

—Muy bien —dijo Thelma, y se quedó observándole, mientras él iba hacia el sofá y se sentaba. Luego, sosteniendo la escopeta en una mano, con el dedo dentro del guardamonte, retrocedió hasta la puerta y la cerró.

Con los ojos entrecerrados, la vio dirigirse hacia él; su cara macilenta no mostraba nada; el viejo vestido gris le colgaba de los caídos hombros huesudos.

—¿Estás cómodo ahora? —murmuró. Él se encogió de hombros. Thelma añadió—: ¿Te molesta si me pongo cómoda yo también? —Jander volvió a encogerse de hombros. Ella se detuvo a unos pasos de donde él se hallaba sentado, luego giró y se encaminó a la banqueta de madera del otro lado de la habitación. Se sentó en ella, buscó debajo y sacó una jarra de cuatro litros que contenía el líquido incoloro. La destapó con parsimonia, concentrándose en lo que hacía, con la escopeta en el regazo, como si no tuviese conciencia de su presencia. Con las dos manos, se llevó la jarra a la boca, bebió un largo trago, se quedó mirando la jarra con serenidad y bebió de nuevo.

La depositó en el suelo, echó la cabeza hacia atrás, apoyándola en la pared, contempló el techo y dijo:

—Ahora dime por qué has vuelto de nuevo.

—No me creerás —respondió Jander.

Thelma siguió mirando al techo.

—De cualquier forma, dilo.

—Por Vera.

Ella le miró.

—Pobre tonto.

—Lo sé —contestó él—. Pero las cosas son así. No puedo evitarlo.

—Tendrían que verte la cabeza. —Y después, en voz más alta, casi regañándole—: ¿No ves en qué situación me pones? ¿No tengo suficientes penas como para que vengas tú y me coloques otras sobre los hombros? Dios Todopoderoso, ¿cuánto puede soportar una persona? Porque ahora debo hacer lo que no quiero hacer, y así ha ocurrido siempre, siempre tuve que hacer lo que no quería. Esto —y sus ojos indicaron la escopeta posada en su regazo—, ¿sabes qué es esto? Te lo diré. ¿Conoces esas bolsas que algunas personas deben usar cuando han sido operadas y después no pueden ir al cuarto de baño? Bien, esto es lo mismo, pero peor. Cien veces peor, diría yo —y volvió a mirar la escopeta—. Tengo que llevar esto encima todo el tiempo, y estar siempre dispuesta a usarlo, y después pensar en las veces en que fue necesario utilizarlo, ¿y te parece que eso es fácil? ¿Crees que es divertido estar aquí sentada, observarte y saber que no tengo alternativa?

—Pero en realidad no estás convencida.

—¿No?

—Por supuesto que no —dijo Jander, incapaz de entender por qué no le temblaba la voz—. Si creyeras de verdad que no tienes alternativa, no hablarías de ello. Lo harías.

—¿Quieres decirme una cosa? ¿Una sola cosa? —Se llevó la jarra a la boca, bebió un trago y la dejó en el suelo—. Dime qué pasa contigo. Quiero decir, necesito saberlo. Porque estoy casi a punto de creer que no te importa, en un sentido o en el otro.

Se inclinó hacia adelante, con la escopeta todavía en el regazo, los codos en las rodillas, la barbilla apoyada en los dedos doblados, y le observó con atención mientras aguardaba la respuesta.

Él se oyó decir:

—Es lo que se llama un esfuerzo total. Quiero ganar el primer premio. Si no puedo conseguirlo, estaré mejor bajo tierra.

—Y lo dice en serio —comentó Thelma en voz alta, para sí. Levantó de nuevo la jarra. Luego la dejó en el suelo—: Vamos, vete de aquí.

—¿Qué?

—Te he dicho que te vayas. ¿Me has oído? Te dejo irte.

Jander seguía sentado en el sofá, mirándola. La escopeta continuaba aún en su regazo, y las manos de ella no se acercaban al arma.

—Vamos, vete —insistió—. Levántate y sal. Vuelve a tu coche y aléjate de este lugar, y no regreses.

Él permanecía sentado en el sofá.

—¿No entiendes lo que te digo? —chirrió Thelma, sin levantar la voz por encima de un susurro—. ¿No te das cuenta de lo que hago por ti?

Jander asintió.

—Gracias, Thelma —dijo.

—Gracias, Thelma, gracias, Thelma, y sigue sentado ahí. Por amor de Dios, sal de aquí. Vete mientras puedes hacerlo. Han salido con el bote y pueden volver en cualquier momento. Si sigues sentado ahí el tiempo se va a acabar; pero si te vas ahora, si sales por la parte de atrás…

Él negaba lentamente con la cabeza.

—Escucha, amigo, por favor, escúchame —continuó ella, con el mismo semisusurro chirriante—. Ese Hebden y yo estamos juntos desde hace veintiséis años. Y ahora estoy haciendo algo que no hice nunca. No me preguntes por qué. Sólo haz lo que te digo, y es mejor que lo hagas enseguida, porque de lo contrarió el techo se derrumbará sobre mi cabeza.

—¿Sobre ti?

—Créelo, amigo. Ese hombre, ese Hebden… Si te ve salir de aquí y cuando entre en la casa me ve con esta arma que habría debido usar y no usé, ni siquiera se molestará en hacerme preguntas. Me mirará y olvidará de cómo me llamo. Olvidará quién soy. Olvidará los veintiséis años. Seguirá adelante y lo hará, eso es todo. Como si pisara una oruga.

Jander movió la mano derecha sin pensar en lo que hacía. Metió la mano en el bolsillo y sacó el paquete de cigarrillos. Se llevó uno a la boca y lo encendió. Lo hizo con mucha parsimonia, sin tener conciencia de lo que hacía. Miró a Thelma por entre los hilos de humo azul grisáceo que se entrelazaban.

—Está bien —dijo ella—, quédate sentado ahí y piénsalo. —Cogió la jarra y bebió otro trago. Luego le habló a la jarra—: ¿Ves lo que hace? Se toma su tiempo. Lo piensa con cuidado, muy despacio. De modo que cuando por fin resuelva irse, será demasiado tarde, y a mí me pasará lo mismo que a Renziger.

—¿Renziger?

—Eliminado. Y así tiene que ser. Es la norma. Lo sabía cuando te dejó irte, la otra noche. Hebden bajó y vio que te habías ido, y se quedó ahí, mirando a Renziger. Y entonces el grandote, Gathridge, va hacia Renziger y le coge de la garganta, y Hebden aparta a Gathridge y los dos se quedan mirando a Renziger, esperando a que empiece.

—¿Que empiece a qué?

—A hablar. A tratar de zafarse hablando. Pero no lo hace, y te diré, amigo, que fue un espectáculo bonito, la forma en que Renziger lo manejó. Se quedaron observándole, y él a ellos. Y él dice: «¿Qué miráis? Le dejé irse, ¿y qué?». Y les da la espalda y cruza la habitación, como si fuera a la cocina a buscar un vaso de agua. Cuando se encuentra a medio camino, Hebden le dispara. Una sola vez. No hacía falta más que ese único disparo. Luego le atan unos pesos a los tobillos, le sacan y le depositan en el bote. Le llevan un cuarto de milla más allá, donde es más hondo.

—Qué pena.

—Yo no diría eso. —Thelma hablaba con sencillez—. Renziger era uno de esos casos de hospital. Ya sabes, siempre tenía dolores y subía a acostarse. Si no era una cosa, era otra. Andaba mal de los pulmones; el corazón le funcionaba mal; tenía sesenta y tres años, más o menos; y muchas cosas le pesaban en la conciencia. Si se tiene en cuenta todo eso, yo diría que Hebden le hizo un favor.

Levantó la jarra una vez más. Jander se dijo que en los últimos minutos había bebido bastante, pero soportaba muy bien la bebida, admirablemente bien.

Miró el nivel de la jarra y calculó que ya se había bebido sus buenos tres cuartos de litro.

Ella le leyó el pensamiento.

—No esperes que suceda eso —dijo—. Si está pensando que me derrumbaré y tú dominarás la situación, olvídalo. El alcohol no funciona conmigo de esa manera. Es lo que me mantiene despierta. Si no fuese por el alcohol, estaría en algún maldito sanatorio, en una silla de ruedas, alimentada con papillas, y sólo podría hablar balbuceando. Este alcohol es el único aditivo que funciona. —Bebió otro trago y le dijo a la jarra—: Lo, único que importa en este mundo es entender, y tú y yo nos entendemos, ¿no es cierto, dulzura? —Su cabeza describió un círculo, como si tratara de quitarse un dolor del cuello. Miró a Jander, e hizo una mueca de irritación—. ¿Todavía estás ahí? Creía haberte dicho que te levantaras de ese sofá y te fueras.

—No puedo hacer eso, Thelma.

—¿Lo oyes? —le dijo ella a la jarra—. Le decimos al hombre que se ausente del lugar y dice que no puede. ¿Qué deberíamos hacer al respecto? —Se llevó la jarra al oído derecho, como si esperase que le dijera algo. Pasaron unos segundos, asintió y dijo—: Muy bien, eso es exactamente lo que haremos.

Dejó la jarra en el suelo, posó las manos en la escopeta, la levantó de su regazo y apuntó a la cara de Jander.

—Levántate del sofá, amigo. Y después quiero verte salir de esta habitación, pasar por la cocina y salir por la puerta de atrás.

Él no se movió.

—¿Dónde está Vera? —preguntó.

—Amigo, se está haciendo tarde; se está haciendo muy tarde para ti, amigo.

—Vine a ver a Vera, y permaneceré aquí, esperándola. Quiero hablar con ella…

—Amigo, te juro que estás a cuatro segundos de que te haga saltar todos los dientes de adelante.

Levantó la escopeta unos cuantos centímetros más y afinó la puntería. A menos de cinco metros de distancia, apuntaba la escopeta a la boca de él.

Se produjo un silencio que duró exactamente catorce segundos, y durante ese intervalo ninguno de los dos se movió, y el cañón de la escopeta no vaciló. Luego, poco a poco, bajó el arma y dijo, sin mirar a Jander:

—Amigo, hay algo que tengo que hacerte saber. No puedes decirle nada a esa chica. Esa chica no quiere oír nada de un hombre. Hubo hombres que trataron de acercarse a ella, y algunos se pusieron demasiado ansiosos, y ella les habló con su cuchillo. Te digo que les habló a fondo. Lo que intento decirte es que esa muchacha nunca ha sido tocada, ni lo será. Porque así lo quiere ella. No importa lo que veas por fuera, por dentro es de hielo. Puro hielo.

Jander había terminado el cigarrillo. Dejó caer la colilla en el suelo y la aplastó con el zapato. Luego encendió otro cigarrillo.

—¿Alguna vez la tratasteis?

—¿De qué?

—De su estado.

—¿Por qué dices estado? —preguntó Thelma.

Tenía la jarra a medie camino hacia la boca, y la detuvo ahí.

—Bueno —dijo Jander—, ¿no es eso?

Thelma miró la jarra, a continuación a Jander, y de nuevo la jarra.

—¿Qué quiere este de mí? —Le preguntó a la jarra. Y a Jander—: ¿Cómo puedo saberlo? ¿Por qué me interrogas? ¿Qué crees que soy, una especialista en ese campo?

Jander se recostó contra el desgarrado tapizado del hundido sofá. Un poco de humo salió flotando de su boca, él lo sopló con suavidad y observó cómo ascendía por encima de su cabeza.

—Si pudiera sacada de eso, lo haría —dijo Thelma. Y luego, con voz un tanto más alta—: Por supuesto que lo haría. Haría cualquier cosa. Por esa muchacha, haría todo lo que hiciera falta. Porque eso lo que… Quiero decir, que para eso está una madre.

—Pero tú no eres su madre —dijo Jander.

—¿Qué?

—No eres su madre. Y Hebden no es su padre.