15

Eran las tres de la mañana pasadas y el Ford estaba en el puente Benjamin Franklin, que cruzaba el río Delaware. Las luces de Filadelfia ya estaban cerca, y Jander pensaba: pronto estarás en casa, y eso significa una almohada blanda y la posibilidad de dormir. La verdad es que necesitas dormir. Ha sido un día muy largo, y creo que podrías llamarlo el sábado más largo que nunca hayas vivido. Y el más extraño. Tan extraño como ninguno, si te detienes a considerar las acciones de ese ingeniero invisible llamado Casualidad.

Pero considerémoslo de nuevo: ¿Crees que fue la casualidad la que te hizo ir hacia Vera? ¿Fue sólo una Casualidad que te desvanecieras después de tanta natación frenética, y que quien llegara y te encontrase fuese Vera?

Amigo, será mejor que te domines un poco. O tal vez se trate de que tienes sueño y no puedes pensar con claridad. Pero maldición, esto nada tiene que ver con la estadística fría o la simple aritmética, o siquiera con el hecho de que cuando te miras la mano ves cinco dedos. Es posible que tengas más de cinco dedos, y no los ves. O tal vez entre tus ojos y el parabrisas hay algo que está girando en una órbita, algo tan diminuto que no puedes verlo, y en realidad es un planeta poblado por miles de millones de criaturas vivientes, algunas de las cuales viven en casas de apartamentos, y otras, en mansiones. ¿Y dónde está la prueba de que no es así? ¿Puedes darle alguna prueba absoluta?

Muy bien, si quieres pensar de esa manera, correr el riesgo de acabar en el manicomio, es tu prerrogativa, amigo. ¿De veras quieres correr ese riesgo?

Bien, está claro, ¿por qué no? Es preferible a quedarse sentado ahí y preocuparse por eso. Gente preocupada del mundo, uníos. No tenéis nada que perder, salvo vuestra cordura.

Entonces, vamos allá. El asunto empieza con la pesca. Estabas yendo al Parque Fairmount a pescar carpas y barbos en el Schuylkill, y al cabo de un tiempo te cansaste y decidiste probar en el agua salada, porque habías oído hablar de la bahía de Delaware. Y la bahía de Delaware está al sur de Jersey. ¿Eso significaba algo para ti? En realidad, no. Quiero decir, que no conscientemente. Sin embargo, en el fondo, muy en el fondo de tu pensamiento consciente, que había borrado el recuerdo de una muchacha llamada Vera, es posible que hayas visto algo púrpura. Y el púrpura es el color de la amatista, que resulta ser el nombre de un club nocturno ubicado en Jersey.

Sigue; vas bien. Estás flotando lejos, donde nada tiene sentido. No obstante, de alguna manera sabes que no es posible refutado, es una conciencia mucho más real que la conciencia de que estás respirando aire. Cuando te dirigiste hacia el sur de Jersey, en realidad no ibas a pescar, sólo creías que ibas a pescar, pero en realidad buscabas. Buscabas a alguien que tu cerebro de estadístico ya no recordaba.

Y si inclinas el espejo de modo que puedas verte la cara, es probable que veas lo que contempló el barquero cuando le contaste lo del camionero. Te leía, en efecto. Ese barquero es un lector de primera. Un hombre de extraordinaria percepción. Te recuerda un poco a Renziger.

¿Piensas que volverás a ver alguna vez a Renziger? No lo creo. No permitirá que Vera sea culpable por dejar que te fueras, y me imagino que le eliminarán a él. De todos modos, tarde o temprano lo harán. Y dudo de que a él le importe mucho. Pero aun así, me gustaría que hicieras algo. A buen seguro que se lo debes. Y tal vez haya una manera. Es posible que todavía siga con vida cuando vuelvas allá…

Porque sabes que volverás. ¿O no tenías conciencia de eso? Es probable que lo dieras por sentado. Por eso estabas tan ansioso por regresar a tu coche. No puedes volver allí sin un coche. Pero ahora lo tienes y no veo que regreses. ¿Por qué te demoras?

Hay una respuesta, pero no sé con certeza cuál es. Tengo tanto sueño. En realidad, estoy a punto de caer.

El Ford se dirigía hacia el oeste por la calle Vine, en Filadelfia, y luego tomó la carretera rápida Schuylkill, rumbo al norte, hacia Germantown. Ahora ya no pensaba. Se entregaba poco a poco al sueño, pero de alguna manera conseguía mantener los ojos abiertos y aferrar el volante.

El indicador de la gasolina señalaba que el depósito estaba casi vacío cuando el Ford se detuvo en Walnut Lane, Germantown; Jander descendió y caminó hacia la entrada de una casa de apartamentos. Levantó la mirada hacia el tercer piso y vio luz en una de las ventanas, y pensó: están ahí sentadas, esperando, y creo que a estas alturas habrán abandonado toda esperanza.

El ascensor le llevó hasta el tercer piso, y caminó por el corredor, que necesitaba una alfombra nueva. Introdujo una llave en la cerradura de un apartamento de ochenta dólares mensuales, y entró y las vio sentadas, rígidas, en el sofá. Su madre tenía un pañuelo arrugado entre las manos, y sus ojos daban la impresión de que había llorado mucho. Era una mujercita que mantenía bajo su peso con dietas fanáticas, y que se teñía el cabello de color rubio claro. Tenía cincuenta y seis años y no se hacía a la idea, pasaba mucho tiempo en el salón de belleza. Ahora miraba a Jander, boquiabierta, y comenzó a levantarse del sofá. El esfuerza fue excesivo para ella, se derrumbó de nueva y dijo a su hija:

—Tráeme un vaso de agua.

La hija no se movió. Miró a su hermano, golpeándose lentamente la barbilla con el índice.

—¿Sabes la que hemos pasado? ¿Sabes la que nos has hecho?

—Tráeme un vaso de agua —le repitió la madre—. Y mis tranquilizantes.

La hermana de Jander se levantó del sofá, y le echó una helada mirada de arriba abajo.

—Eres un inútil —le dijo—. Siempre la has sido y siempre la serás.

Le seguía mirando de arriba abajo, mientras iba a una mesita próxima al sofá y cogía un paquete de cigarrillos casi vacío. En la mesita había dos ceniceros, y ambos se encontraban repletos de colillas. La hermana de Jander acercó un fósforo a su cigarrillo y saltó el humo como si fuese un escupitajo.

—¿Piensas quedarte de pie ahí? ¿No vas a decir nada? —le preguntó.

—Más tarde —respondió Jander—. Ahora estoy demasiado cansado. Me voy a la cama.

Cruzó la sala. Su hermana dio unos pasos rápidos y se interpuso en su trayecto. Era de estatura mediana y muy delgada, víctima incolora, sin curvas, de dos matrimonios rotos, el primer divorcio de cuando tenía diecinueve años y el segundo unos años más tarde. Ahora tenía veintinueve, y se pasaba la mayor parte del tiempo escuchando discos, hojeando revistas de cine, contemplando, sin mayor interés, a personas que competían por premios en los programas televisivos del día. Cuando no hacía eso, estaba en la cocina, bebiendo cerveza, o en el cuarto de baño, tiñéndose el pelo. Lo llevaba de un rubio más claro que el de su madre. A veces Jander la miraba como si no pudiese creer lo que veía. Consumía enormes cantidades de cerveza, y pesaba menas de cuarenta y cinco kilos. Él se decía que era increíble.

—Recibimos una llamada telefónica —comenzó a decir ella—. De Nueva Jersey. Dicen que saliste en un bote de remos y no regresaste. Tu madre se pasó toda la noche sentada, llorando sin parar. Y yo también.

—¿Tú también? No parece que hayas estado llorando.

—Que alguien me traiga mis tranquilizantes. Necesito otro tranquilizante —insistió la madre.

—Ve a traérselas —le dijo Jander a su hermana.

—Tráeselas tú —replicó ella—. ¿Por qué crees que tiene que tomarlas? Mira la que es su hijo.

Jander se apartó de su hermana y se dirigió a la cocina. En el estante de arriba del fregadero, había un frasco de vidrio que contenía una marca popular de tranquilizantes que se podían adquirir sin receta. Salió de la cocina y le entregó el frasco a su madre, junto con un vaso de agua. Esta tomó una cápsula y la tragó sin agua.

—¿Por qué nos traes tantas penas? ¿Quieres llevarnos a la tumba? ¿Eso es lo que quieres? —le preguntó.

—¿De dónde has sacado esa ropa? —preguntó la hermana.

—En una tienda de confecciones —respondió Jander.

—Está bien, bromea —le gritó la hermana—. Todo es una gran broma, ¿no?

Seguro que sí, se dijo Jander. Es una enorme broma. Y contra mí.

—¿Ni siquiera nos dirás qué ocurrió? —preguntó la madre.

—Mamá, estoy tremendamente cansado…

—¿Sabes qué creo? —interrumpió la hermana—. Creo que ha andado vagando. Habrá dejado que le lleven a un tugurio de diversiones, y le quitaron la cartera y la ropa. Esos harapos que lleva puestos, juraría que los encontró en un cubo de la basura. Y la llamada telefónica que recibimos no provenía de Nueva Jersey. Puedo decirte con exactitud de dónde venía. Del salón de billares que frecuenta. Le dice a uno de esos holgazanes que nos telefonee, y no le importa que nosotras estemos aquí sentadas, esperándole, preocupándonos, rezando…

—Bueno, de todos modos ya está aquí —interrumpió la madre—. Alegrémonos de que haya llegado.

—¿Tú te alegras? —dijo la hermana—. ¿Qué motivos hay para alegrarse? Mírale.

Su madre le miró.

—¿Por qué vas a esos lugares? —le preguntó.

—¿Qué lugares? —murmuró Jander. Pensaba en otra cosa.

—Ese salón de billares —dijo su madre—. En nombre de Dios, ¿por qué tienes que haraganear en un salón de billares?

—No haraganeo, mamá. Voy a jugar al billar. Me gusta jugar al billar.

—Eres un embustero —dijo la hermana—. Te dedicas a juegos de azar. Derrochas el dinero que deberías traer a casa.

Jander suspiró, bajó la vista a la alfombra y deseó que hubiese alguna manera de llegar a un entendimiento con esas personas. Pero sabía que nunca podría lograrlo. Aparentemente, no había manera de comunicarse con ellas. Era como si hablaran en otro idioma.

—Fui a Jersey, a pescar —dijo él—. El bote se volcó y me llevó mucho tiempo volver a la costa. No había manera de comunicarme con vosotras. Traté de volver al muelle de pescadores, y entretanto el hombre del muelle había telefoneado a la Guardia Costera para avisar que había desaparecido, y les dio el número de la matrícula de mi coche. Así fue como lograron ponerse en contacto con vosotras.

—Cree que somos un par de tontas —dijo la hermana.

—Ya no me importa —replicó la madre—. Tuve que soportarlo de su padre, y ahora de él. Observo a otras mujeres y veo cómo viven, y te digo que no es justo. Sin embargo, he llegado a un punto en que ya no me interesa. Sé que nunca tendré nada. Sólo este apartamento mugriento y vestidos con los que me avergüenza que me vean. ¿Y por qué? Te diré por qué. Porque tengo un hijo que es un holgazán más de los del salón de billares.

—Y de otros lugares peores aún —intervino la hermana.

—No hables —le dijo la madre—. ¿Qué me dices de ti? ¿Crees que eres alguien? Todo el día sentada y ni siquiera levantas un dedo para ayudar a limpiar este basurero.

—No empieces conmigo —le advirtió la hija—. Puedo decir muchas cosas de ti.

La madre y la hija continuaron aullándose. Jander se alejó de ellas, fue a su dormitorio y cerró la puerta. Pero las voces le llegaban, cada vez más altas, con insultos y maldiciones. Jander se quitó la camisa, los pantalones y los calzoncillos. En la otra habitación, la madre y la hermana seguían con sus gritos, y alguien, en el apartamento de al lado, golpeaba en la pared. Jander se dijo: ¿cómo puedes soportarlo? ¿Cómo te las arreglas para continuar tolerándolo? Meneó la cabeza, como admitiendo que no tenía la respuesta. Cuando se quitó los zapatos de lona con suela de caucho, vio que tenía los pies sucios. Fue al cuarto de baño, se metió en la bañera y corrió la cortina de la ducha. El agua le reanimó un tanto, y decidió que antes de acostarse se afeitaría. Mientras lo estaba haciendo, su hermana entró en el baño y dijo en voz alta:

—Una cosa vamos a dejar aclarada aquí y ahora…

—¿Quieres tener la bondad de salir?

—Sólo deseo que sepas que sé en qué andas —dijo su hermana—. Sé con exactitud lo que piensas.

—Eso es más de lo que sé yo —masculló él, al tiempo que se pasaba la navaja por el costado de cara. En el espejo vio que su madre entraba en el cuarto de baño. Se detuvo junto a su hermana. Él se quitó más jabón de la cara, sostuvo la navaja debajo del grifo abierto y les dijo—: Por favor, estoy tratando de afeitarme.

—Si quieres salir, tienes piernas —le contestó su hermana—. Puedes irte cuando lo desees.

Él se llevaba la navaja a la cara. Interrumpió el movimiento Y las miró en el espejo.

—¿He dicho yo algo? —preguntó.

—Sabemos que es eso lo que quieres hacer —respondió la madre—. Lo sabemos desde hace tiempo. Por la noche, vuelves a casa del trabajo y es como si entraras en una cárcel. Y puesto que te sientes así, sólo quiero que sepas que no estás obligado a quedarte.

—Y no pienses que no podemos arreglárnoslas sin ti —agregó la hermana.

Esperaron que él dijese algo. Jander continuó afeitándose.

—Tal vez pueda conseguir un trabajo en alguna parte —dijo la madre.

—No tendrás que hacer eso; no lo permitiré —le interrumpió la hermana—. Soy tu hija y te cuidaré. Seguiré un curso nocturno de taquigrafía y mecanografía, encontraremos un lugar más barato en donde vivir y gastaremos menos en comida. Si tenemos que hacerlo, lo haremos, eso es todo.

Jander se suplicó: no contestes. Tenía unas enormes ganas de hacerlo, y a duras penas pudo contener el impulso. Había escuchado esas cosas tantas veces, más de las que podía contar, y lo que ansiaba ahora era cantarles las cuarenta de una vez por todas. ¿Pero qué sentido tendría eso?, se preguntó. ¿Qué conseguiré? Ya sabes que no puedes dejarlas. Estás uncido a este carro y las riendas son irrompibles, porque las llevas muy adentro y no puedes llegar hasta ellas para cortarlas. ¿Entiendes lo que quiero decir? Sí, entiendo lo que quieres decir. Entiendo muy bien lo que dices.

—Cualquier cosa que decidas, Calvin —dijo la madre—, estará bien para mí.

—Y para mí también —apostilló la hermana. Salieron del cuarto de baño. Jander terminó de afeitarse, se salpicó la cara con agua fría y luego se aplicó una loción. Se quitó la toalla que le envolvía la cintura y fue a su habitación, apuntó el ventilador hacia su cama y lo encendió. Luego se puso unos calzoncillos, volvió al baño y se cepilló los dientes. Por lo general le llevaba poco más de un minuto cepillárselos, pero ahora no pensaba en lo que hacía y el cepillo continuaba moviéndose de arriba abajo. Mientras, se decía: si vuelves a esa casa de Jersey del Sur, puedes apostar mil contra uno a que no saldrás con vida. Si vuelves, eres un idiota. Y no creo que seas un idiota. Eres lo bastante inteligente como para darte cuenta de que sólo unas circunstancias singularmente afortunadas te han permitido salir con vida esta noche, y sabes que esas circunstancias no volverán a darse. Y creo que por eso tardaste en regresar. Necesitabas dedicarle algún razonamiento lógico. O digamos que se trata de un razonamiento animal. Básicamente, eres un animal, y quieres sobrevivir. Y si regresas allí, no sobrevivirás. ¿Entiendes adónde quiero llegar? Tienes miedo de volver. Tiemblas de miedo.

Y entonces, ¿qué te parece si dejamos la discusión y pasamos a otras cosas? ¿Pero qué otras cosas hay? Afirmas que quieres seguir vivo, ¿y para qué? ¿Qué tipo de existencia tienes? Cinco días por semana, de nueve a cinco, en Cottersby y Heggert, donde no eres otra cosa que un mecanismo en el juego fraudulento que se llama publicidad. Y embutido en el metro, con otras sardinas, vuelves a este apartamento, donde ves a dos mujeres que te miran con hosquedad o acritud, o con expresión directamente acusadora. Sin decir una palabra, te hacen pasar por el interrogatorio nocturno, quieren saber por qué no llegas a nada. ¿Y por qué no muestras un poco de iniciativa, como otros hombres de tu edad? Tienes un título universitario, mira el mísero salario que recibes. ¿Estás satisfecho con eso? Pregunta mamá con los ojos. Y mi hermana dice con los ojos: Por supuesto que está satisfecho con lo que tiene; le falta impulso; no le importa. Y te sientas a la mesa, con ellas sentadas allí también, y te miran mientras te obligas a tragar la comida, una comida insípida, una comida para la cual no sientes apetito. Sin decir una palabra, les ruegas que te dejen en paz, que te suelten el cuello, que dejen de estrangularte, y a eso se reduce todo: te están asfixiando y seguirán haciéndolo, apretando y apretando, hasta que sólo quede una insignificancia desesperanzada.

¿Sabes qué pienso? Creo que ya has llegado a ese punto. Tienes treinta y dos años, pero eso es sólo en términos del calendario. En cuanto a cómo te sientes, estás más cerca de los sesenta y dos. Te queda muy poco vigor, muy poco. En el salón de billares a veces te las arreglas para ganar unos dólares, pero casi siempre ocurre lo contrario, y te preguntas por qué eso no te molesta. Puedo decirte por qué: no vas al salón de billares para demostrar nada o ganar nada; vas sólo para matar el tiempo, para apartar tus pensamientos de la oficina, del apartamento y de un hombre de treinta y dos años que tiene un nombre y un número de la seguridad social, pero no una identidad. ¿Cómo puede haber identidad cuando no hay ningún significado? ¿Entiendes?

Entiendo, en efecto. Entiendo que si no fuera el salón de billares sería una caminata por el parque y verías ese árbol y te golpearías deliberadamente la cabeza contra él. O tal vez habría algunos maleantes en una esquina, y tú caminarías hacia ellos y los provocarías, y terminarías con el cráneo fracturado De modo que estás mejor en el salón de billares: al menos mientras estás ahí puedes alejarte de ti mismo.

De golpe, dejó de cepillarse los dientes. Se miró la cara en el espejo y se vio haciendo muecas como si tuviese un calambre muscular. La mueca se disipó poco a poco, y lo que vio en el espejo no era otra cosa que fatiga y los ojos opacos.

En el dormitorio, con las luces apagadas y la brisa del ventilador eléctrico barriendo el calor pegajoso, apoyó la cabeza en la almohada y se dijo que debía dormir. Pero sus ojos seguían abiertos. Durante unos cuarenta minutos contempló el techo oscuro. Estaba llegando a un pensamiento concluyente acerca de sí mismo, pero se le escapaba.

Y entonces, cuando tenía los ojos cerrados y se hundía, flotando, en el sueño, oyó pasos de caminantes extenuados. Se aproximaron, y pudo ver a los hombres que desfilaban. Era un desfile sin banderas, tambores ni espectadores. Los que desfilaban iban vestidos de civil, y toda la ropa era del mismo diseño: las chaquetas y los pantalones de corte sobrio, las camisas blancas, las corbatas discretas, los zapatos lustrados, pero no demasiado brillantes. Algunos de los que marchaban llevaban portafolios; otros, el periódico matutino. Eran miles. Cada paso los acercaba más a los edificios de oficinas del centro, en los cuales se sentarían ante escritorios hasta que el reloj los dejase libres a las cinco, o hasta que su patrono los liberase más tarde. Luego regresarían a las habitaciones en las cuales vivían sin una esposa. Se privaban de ese privilegio, y preferían, en cambio, dedicarse a una madre viuda, a una hermana soltera, o a cualquier otra que se apoyase en ellos. Los observó desfilar, y se vio entre ellos. Pero eso fue sólo un instante. En el momento siguiente había salido de las filas y se alejaba de ellos. Uno le gritó: «¡Eh, no puedes hacer eso…!».

Siguió alejándose de ellos, mientras se quedaba dormido.