Pero es obvio que no has podido cumplir con esa promesa, se dijo mientras se encontraba allí, en el estacionamiento, y contemplaba el letrero de neón violeta. Porque no estaba escrito que pudieras cumplirla. Más o menos estaba previsto que tendrías que regresar. Hay algo que te ata a ella, que te obliga a entender que te necesita. Y no empieces a decirme que nos estamos poniendo demasiado místicos. No hay nada místico en todo esto. Piénsalo en términos lúcidos y verás cómo sacas una conclusión correcta, absolutamente correcta. De modo que es real. Tan real como esa luna de ahí arriba.
—¿Buscas a alguien? —preguntó una voz, y Jander volvió la cabeza y vio que el empleado del estacionamiento se dirigía hacia él lentamente.
Esperó hasta que el empleado estuvo cerca, y entonces preguntó:
—¿Quieres hacerme un favor?
El hombre le miró de arriba abajo, se fijó en la ropa vieja, que le caía demasiado grande.
—Si estás pidiendo limosna, este no es el lugar para hacerlo.
Entonces se acercaron otros dos empleados, y uno de ellos preguntó:
—¿Qué tenemos aquí?
—Que me condenen si lo sé —dijo el primer empleado. Y enseguida, se dirigió a Jander—: ¿De dónde has sacado la ropa?
—Es prestada —repuso Jander.
—¿Y quieres que te crea?
—Espero que sí —contestó Jander. Se decía que debía avanzar lentamente y con cuidado.
El otro empleado preguntó:
—¿Cómo has llegado hasta aquí?
—Ya he estado antes.
—¿Haciendo qué? ¿Tratando de entrar por la fuerza?
Jander esperó un instante y luego respondió:
—Estuve aquí como invitado de mi amigo. Es un cliente habitual. Gasta bastante y es muy generoso con las propinas.
—¿De veras? Entonces deberíamos conocerle.
—Estoy seguro de que le conocéis —dijo Jander—. Se llama Maclin Cottersby.
Los empleados se miraron. Luego dirigieron su atención a Jander, y el primero inquirió:
—¿De verdad que eres amigo del señor Cottersby?
—Un amigo íntimo. Trabajamos en la misma oficina.
El empleado miró a Jander con más atención.
—¿Cuál es el nombre de su firma?
—Cottersby y Heggert, publicidad. Yo trabajo en el departamento de investigación.
—¿Con esa ropa? ¿Y necesitado de un afeitado?
—Cuando me siento ante mi escritorio estoy bien afeitado. Y llevo puesto un cuello blanco.
—¿Cómo llegaste a este estado? —preguntó el segundo empleado.
Jander vio que querían creerle, pero que todavía no estaban seguros.
—Me hallaba en un bote —dijo—. Un bote de remos. Pescaba. Se levantó mal tiempo y caí por la borda. Eso ocurrió alrededor del mediodía. Desde entonces he estado tratando de llegar a mi coche.
—¿Dónde está tu coche? —preguntó el primer empleado.
—En Playa Flaxton.
—¿Y dónde está eso?
Jander se encogió de hombros. El segundo empleado dijo:
—Yo sé dónde está. Cerca de Fortescue. Se coge la Ruta 40 hasta la 47, luego se pasa a la 555 y…
—Muy bien, muy bien —interrumpió el primer empleado. Luego volvió a mirar con atención a Jander, era evidente que todavía no estaba seguro del todo—. Dime una cosa —prosiguió—: ¿Por qué has venido aquí? Lo que quiero decir es, ¿por qué no trataste de volver a Playa Flaxton?
—No había manera de hacerlo —respondió Jander—. Oscurece y uno pide que alguien le lleve, y hay que aceptar lo que venga. Y no podía ir caminando, porque no tengo ni idea de dónde está; hoy ha sido la primera vez que he estado allí. De modo que cuando bajé del coche y vi que no me encontraba lejos del Amatista, se me ocurrió que tal vez el señor Cottersby estuviese aquí, y si está…
—No, no está —dijo el primer empleado—. Estuvo ayer por la noche. Nunca viene dos noches seguidas.
Jander se encogió de hombros otra vez.
—Bueno, de todos modos yo tenía esa esperanza.
Hubo un silencio indeciso. Después, el primer empleado dijo:
—Verás. Aseguras que eres amigo del señor Cottersby, pero eso no basta. Tenemos que cercioramos.
De nuevo se produjo un silencio. El tercer empleado, que no había hablado hasta entonces, se acercó a Jander, le miró durante un momento y luego dijo a los otros:
—Nos dice la verdad. Yo lo he visto antes. Estaba con el señor Cottersby.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace un año y medio, más o menos.
—Eso es mucho tiempo —dijo el primer empleado—. ¿Cómo es que lo recuerdas?
—Por algo que sucedió. Aquí, en el estacionamiento. Y te digo que fue bueno; bueno de verdad.
—¿Que fue bueno? ¿De qué hablas?
El tercer empleado señaló a Jander.
—Este y el jugador de rugby. Ese Kerwald. Quiero decir que se enzarzaron en serio. Fue algo digno de verse, de veras. Pensé que tendríamos que llamar una ambulancia.
—¿Estás seguro de que era Kerwald? —El primer empleado frunció el ceño, con expresión de duda—. ¿Me estás diciendo que este se enfrentó con ese buey?
—Y le destrozó —prosiguió el tercer empleado. El segundo asentía con energía.
—Así fue. Ahora me acuerdo. Fueron él y Kerwald. Y el señor Cottersby trató de meterse y acabó de bruces en el suelo.
Los tres miraron con admiración a Jander. Luego el primero dijo:
—Espera aquí…
—¿Adónde vas?
—Espera aquí —dijo el primer empleado, mientras se alejaba. Cruzó el estacionamiento y entró en el club nocturno. Regresó antes de que transcurriera un minuto—. He hablado con el patrón —continuó—. Le dije que este hombre es amigo de Cottersby y que necesita transporte. Me dijo que muy bien, que se llevara la camioneta.
El segundo empleado hizo un gesto a Jander, atravesaron el estacionamiento y subieron a una camioneta de color púrpura.
No había pasado media hora cuando la camioneta llegaba a Playa Flaxton y se detenía al lado del coche de Jander. Este le dio las gracias al, empleado y se apeó de la camioneta. En ese momento se encendió una luz en la choza contigua a la tienda de venta de carnada. Se abrió una ventana y una voz gritó:
—Un momento, ¿quién anda ahí?
—Yo —respondió Jander—. He venido a buscar mi coche.
—Bueno, que me aspen —exclamó la voz, e instantes después, un hombre en bata salió de la choza y corrió hacia Jander. A la luz de los focos de la camioneta, parpadeó, miró a Jander y dijo—: Nunca creí que volvería a verte. ¿Qué te pasó?
—Te debo un bote de remos —dijo Jander.
—No hablemos de eso ahora —pidió el hombre—. Me alegro de saber que estás vivo. Cuando estalló la tormenta, comencé a preocuparme por ti. Y más tarde, cuando no apareciste, telefoneé a la Guardia Costera. Será mejor que vuelva a llamarlos y les diga que estás bien.
—¿Cuánto te debo por el bote? —preguntó Jander.
—Bueno, era un bote viejo. Veamos… ¿te parece bien treinta dólares?
—Eso es poco; pongamos cincuenta.
—He dicho treinta —declaró el barquero con firmeza.
—Muy amable por tu parte —repuso Jander—. Te enviaré un giro. ¿Me dices tu nombre? ¿Y la dirección?
—Playa Flaxton.
—Me refiero al número de la casa.
—La casa no tiene número. —El barquero señaló la choza—. Es la única casa que hay aquí. Escribe mi nombre en el sobre y después pon Playa Flaxton, Nueva Jersey, y la recibiré. Ahora vaya telefonear a la Guardia Costera. ¿Quieres hablar con ellos?
—No hace falta —dijo Jander.
—Pedirán un informe. Querrán saber los detalles.
—Diles que llegué nadando a la playa, que anduve vagando un poco y después logré volver aquí.
—¿Y la ropa? —Le señaló la camisa y los pantalones amplios que llevaba Jander—. ¿De dónde la has sacado?
Jander vaciló un instante, luego contestó:
—Un camionero. Tenía esta ropa en la parte de atrás y me la prestó.
—Quieres decir que te la dio.
—Bueno, sí… se puede decir que sí. No me dijo quién era, así que no hay manera de devolvérsela.
El barquero lo pensó un poco. Una arruga apareció en la frente, y lanzó una mirada a Jander.
—Ahora voy a tener que preguntarte algo —dijo.
—Por amor de Dios —dijo el empleado que estaba sentado en la camioneta de color púrpura—. ¿Por qué le molestas?
El barquero le miró.
—Quédate sentado y cállate.
—¿Qué has dicho?
—No lo vaya repetir. —Hablaba en voz baja, pero había cierta tensión en su tono, y Jander tuvo la sensación de que la situación se estaba volviendo peligrosa. Se preguntó si habría manera de evitarla. Pero entonces el empleado del estacionamiento descendió del vehículo y se dirigió lentamente hacia él, diciendo:
—A mí nadie me habla en ese tono.
—Ten cuidado —contestó el barquero. Era un hombre de mediana estatura, cincuentón. Tenía los brazos flojos a los costados cuando dio un paso hacia atrás. No era un movimiento de retroceso. Era como si se preparara. Dijo con voz tranquila al empleado del estacionamiento—: Ten cuidado. ¿Me oyes? Y muestra un poco de respeto.
—¿A ti?
—A mí. Porque soy mayor que tú. Mucho mayor —dijo el barquero, y se volvió y miró a Jander—. Ahora bien, lo que quiero saber es lo siguiente: ¿por qué un camionero habría de tener otro juego de ropa en la trasera de su camión?
—¿Por qué no se lo preguntas a un camionero? —le contestó el empleado del estacionamiento.
Sin mirarle, el barquero respondió:
—Ya te lo he dicho, y no quiero repetirlo. Si vuelves a meterte, lo lamentarás.
Antes que el hombre del estacionamiento pudiera responderle, Jander medió rápidamente:
—No nos excitemos.
—No estoy excitado. Lo único que ocurre es que me gano la vida aquí y tengo que colaborar con la Guardia Costera. Si vienen con preguntas, he de darles respuestas. Todas las respuestas.
—Eso es comprensible.
—Entonces dime cómo conseguiste la ropa.
—Ya te lo he dicho.
El barquero meneó la cabeza lentamente.
—Eso no me sirve.
—¿Pero por qué habría de mentirte?
—Eso es lo que quiero averiguar.
—¿Crees que he robado esta ropa?
—No, no es eso lo que pienso. —Se cruzó de brazos e inclinó la cabeza hacia adelante, y sus ojos se clavaron en los de Jander—. ¿Sabes qué pienso? Que estás ocultando algo. Ha ocurrido algo que no quieres que lo sepa la Guardia Costera.
—Por amor de Dios —dijo con impaciencia el empleado del estacionamiento.
Se volvió hacia él y Jander intervino de nuevo con rapidez.
—Tendrás que creerme.
El barquero volvió a menear la cabeza.
—A mí me sobra todo esto —dijo el empleado—. Tengo que regresar al club.
—Hazlo —le contestó Jander—. Y gracias por haberme traído.
El hombre subió a la camioneta y se alejó. Jander, lentamente, se encaminó hacia el Ford y el barquero le siguió.
—¿Por qué no me lo cuentas todo? —preguntó.
—¿Todo qué? —Jander trató de hablar con tono irritable—. No puedo decirte nada más.
—Tienes bastante que decir —insistió—. Sé que hay bastante.
Se hallaban de pie al lado del Ford. Jander sintió la presión de los ojos del barquero, que le perforaban. Luego este dijo:
—Si hay algo que sé hacer, es leer en la cara de un hombre. Tienes la expresión de alguien que ha pasado por el infierno.
—Porque hoy he estado a punto de perder la vida —respondió Jander. Señaló, más allá de la playa oscura, la oscuridad salpicada por la luz de la luna de la bahía de Delaware—. Allí.
El barquero seguía mirándole. Al cabo de un rato intervino:
—Sigo leyéndote.
Jander no respondió.
—Te diré lo que vamos a hacer —siguió hablando—. Dejaremos las cosas como están. Le diré a la guardia costera exactamente lo que me has dicho. Y lo aceptarán. No hay ninguna razón para que no lo acepte. Pero en lo que a mí respecta —dijo con los ojos entrecerrados y los labios un tanto contraídos en las comisuras—, ocurre que a veces me vuelvo muy curioso. Y te aseguro que me gustaría saber de dónde sacaste esa ropa. —A continuación, se volvió, se encaminó hacia la choza y entró.
Jander abrió la portezuela e introdujo la mano debajo del asiento delantero, donde guardaba otro juego de llaves. Minutos más tarde, el Ford se encontraba en la Ruta 47, en dirección a Filadelfia.