13

Había sido una noche, hacía poco más de un año. En el pegajoso calor de finales del verano, trabajaba horas extra, con el cuello de la camisa abierto y la transpiración chorreándole de la barbilla a los papeles que cubrían la superficie del escritorio. Se decía que no debía mirar su reloj de pulsera, y trataba de concentrarse en el problema que se le había encomendado. El director de contabilidad había entrado en el departamento de investigación a las 3.30. Le entregó los papeles y le dijo secamente:

—No queremos perder esta cuenta, ¿verdad?

Jander no se molestó en contestarle. Sus seis años de experiencia en publicidad le habían enseñado que la mayoría de los directores de contabilidad tenía la costumbre de formular preguntas que no requerían respuesta.

—No vamos a perder esta cuenta —dijo el director—. Trabaja en esto y encuentra la solución, y déjala en mi escritorio antes de irte esta noche.

—Si es posible —dudó Jander.

El ejecutivo se volvió lentamente, quedó de espaldas a Jander y dijo:

—En este negocio hay mucha competencia. Cuando vea a esta gente, mañana por la mañana, no puedo ir con excusas.

Jander contempló los papeles que tenía en la mano. El cliente era un fabricante de aparatos electrónicos y gastaba cerca de un millón de dólares en publicidad, casi toda en periódicos. En los últimos meses las ventas habían caído, y el director de contabilidad había sugerido un cambio del treinta por ciento de la publicidad en periódicos a las vallas en las carreteras. Mientras el cliente lo pensaba, el departamento de investigación de Cottersby y Heggert inició la tarea de reunir estadísticas para respaldar la recomendación del director de contabilidad. Ahora ya se contaba con los informes, y Jander debía explorar el laberinto de números, tabular los gráficos; analizar las diversas conclusiones y luego llevar a cabo nuevos análisis… Y si todo salía bien, pensó, podría hacerlo en unas siete horas.

Encendió un cigarrillo. Era de su tercer paquete del día, y se preguntó cuántas colillas más habría en el cenicero antes de que saliera de la oficina esa noche. Estás atrapado en esta oficina, se dijo. Envejecerás en ella. Sientes que te estás cayendo en pedazos en la oficina.

Se oyó decir:

—¿Por qué no me despides?

—¿Te parece que debería hacerlo?

—Sí, creo que sí —contestó Jander—. Ya sabes, que no me gusta este trabajo. Sabes que no es lo mío.

—Pero lo haces. Haces lo que puedes. No ha habido ni una semana en que no te ganaras tu salario.

—Ahora me estás dorando la píldora —dijo Jander.

—Es posible —admitió el ejecutivo. Esperó un momento. Luego se volvió para quedarse frente a él. Pero no le miró a los ojos—. ¿Qué quieres, Calvin? —preguntó—. ¿Qué quieres que diga?

—No digas nada. Despídeme.

—Podrías ahorrarme el trabajo. ¿Por qué no renuncias?

—No, no podría hacer eso.

—¿Por qué no?

—Es un poco complicado. Y además no tengo ganas de decírtelo.

—Dímelo, por favor.

—¿Porque te lo debo?

—No digas eso, Calvin. No lo digas nunca.

—Pero te lo debo —replicó Jander. Chupó el cigarrillo con energía—. Se trata de mi madre y mi hermana. O llevo el dinero todas las semanas o tendrán que vivir de la beneficencia. Si me voy de esta firma, sería lo mismo que decirles que se pongan en la fila para recibir chuletas de cerdo gratis. Por otro lado, si me despides es diferente. Es algo que no puedo impedir. Me quitas el peso de la conciencia.

El director lanzó un suspiro.

—Maldición —dijo—, ojalá pudieras adaptarte a esta organización.

—Sí, yo también lo querría —dijo Jander. Comenzó a ordenar los papeles del escritorio. El director se quedó allí, de pie, observándole. Jander levantó la vista y sus cejas se enmarcaron, interrogantes. El director soltó otro suspiro.

El director era Maclin Cottersby hijo, tenía treinta y tres años, estaba casado, con cuatro hijos. Era el hijo mayor del fundador de Cottersby y Heggert, y un año antes le habían hecho socio de la empresa. Era una recompensa merecida por sus diligentes esfuerzos y su indeclinable fidelidad a la firma. Cottersby padre estaba muy contento con él, y eso, ya de por sí, era un testimonio de lo idóneo que era. A todos, incluidos los parientes, les resultaba muy difícil complacer a Cottersby padre.

Jander continuó ordenando los papeles. Maclin Cottersby hijo se había vuelto y caminaba hacia la puerta. Jander le dijo:

—Puedes hacer una cosa por mí, Mac.

—Por supuesto. ¿De qué se trata?

—Habla con tu viejo. Pregúntale por qué no nos pone acondicionadores de aire.

—No tengo que pedirle eso. Sé cuál sería su respuesta. Citaría a los espartanos. Ya sabes: la barbilla en alto, los hombros echados hacia atrás, arriba las banderas.

—¿Pero qué hay de los acondicionadores de aire?

—Seguiría haciendo referencia a los espartanos. ¿Los espartanos tenían acondicionadores de aire?

Jander miró hacia la ventana abierta.

—Ahí afuera hace por lo menos treinta y tres grados.

—Treinta y tres con ocho, para ser exactos —dijo Cottersby hijo secamente. A continuación, se volvió y se encaminó hacia la puerta. Se movía con suma lentitud, como si demorase su salida adrede. Parecía esperar que Jander le dijese algo. Cuando se hallaba a unos pasos de la puerta, Jander dijo:

—Mac, no te preocupes por estos papeles. Quedarán completados y no habrá errores. Es una promesa.

—Te lo agradezco —concluyó, y salió de la oficina.

Jander se puso a trabajar en las anotaciones estadísticas, pero al cabo de unos minutos levantó la cabeza y miró hacia la puerta de la oficina. Pensaba en Maclin Cottersby hijo.

Veía mentalmente los terrenos de la Universidad de Pennsylvania, en especial la parte situada cerca de la 34 y Walnut. Había estado estudiando en la biblioteca, y ahora, mientras caminaba hacia el norte, por la 34, ya había oscurecido. Y entonces oyó ese ruido, al otro lado de la calle, y una voz que jadeaba «No, por favor…». Miró hacia allá y vio a tres asaltantes y un hombre de rodillas en el pavimento; le golpeaban con los puños y los pies. El hombre trataba de huir arrastrándose, y uno de ellos le dio un puntapié en la cabeza, y el hombre quedó tendido.

Jander cruzó la calle a la carrera; los asaltantes le vieron venir y pensaron que podían ocuparse de él sin dificultades. No obstante, al cabo de unos momentos uno de ellos estaba en el suelo con tres dientes de menos; luego cayó otro, gimiendo y tocándose la parte inferior del abdomen. El tercero había metido la mano dentro del jersey y había sacado una cachiporra; cuando Jander avanzó hacia él, la cachiporra describió un breve arco y le golpeó arriba de la sien.

En el hospital, con conmoción cerebral, Jander recibió la visita del hombre que había sido aporreado por los asaltantes. Dijo llamarse Maclin Cottersby hijo, y estudiaba en Penn, en los últimos años de la Escuela Wharton. Jander también estaba en la Escuela Wharton, en segundo año, y se especializaba en estadística. Hablaron de eso durante un rato, luego Cottersby dijo:

—¿Alguna vez te has dedicado al pugilismo?

—No.

—¿Nunca seguiste lecciones?

—Bueno, creo que aprendí un poco. En la calle.

—Yo diría que aprendiste bastante —declaró Cottersby—. Vi lo que hiciste con la izquierda. Tienes una izquierda fantástica.

—No sé —dijo Jander. Le dolía la cabeza y quería cerrar los ojos y dormir.

A continuación, Cottersby añadió:

—Me dieron una buena. Habrían podido liquidarme, ¿sabes? Quiero decir, si no hubiera sido por ti…

—¿Los atraparon?

—A los tres —respondió Cottersby. Luego se inclinó hacia adelante y miró a Jander con atención—. Tengo una gran deuda contigo.

—Me gustaría que lo olvidaras.

—Pero no lo olvidaré. Nunca.

Cottersby introdujo la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un abultado sobre blanco. Lo depositó al costado de la cama, cerca de la mano de Jander.

Este tomó el sobre. Lo abrió, miró en su interior y vio el dinero: Contó los billetes sin sacarlos del sobre. Eran todos billetes de cincuenta y de veinte, en total: cuatrocientos dólares. Lo cerró, miró a Cottersby sin entender y preguntó:

—¿Qué te hace pensar que necesito esto?

—Bueno, sólo se trata de que me gustaría que lo aceptases.

Jander guardó silencio unos momentos. Luego sugirió:

—Has estado haciendo averiguaciones sobre mí, ¿verdad? —Esperó una respuesta, no la recibió y continuó—: Averiguaste que trabajo en una oficina de envíos para pagarme los estudios. Y que incluso con el trabajo de medio día estoy siempre sin un centavo, porque tengo una madre viuda y una hermana que no trabaja, y…

—¿Te estás quejando? —preguntó Cottersby en voz baja.

Jander hizo una mueca. Miró hacia un lado.

—Se me escapó —dijo—. Estoy en una de esas nubes. Aparecen de vez en cuando.

—Me agradaría que aceptaras el dinero —insistió Cottersby.

—No sería justo —murmuró Jander, mirando aún hacia un lado—. Es decir, no sería justo para mí.

—Pero no es una limosna.

Jander lo miró.

—Eso es exactamente. Y por ello no puedo aceptarlo. —Apartó el sobre a un lado.

Cottersby se guardó el sobre. Meneó la cabeza.

—No sé. Creo que en cierto modo es admirable. Pero no es nada práctico.

—Para mí, sí —dijo Jander, y en ese momento pensaba en su padre, quien encaneció a los treinta y seis años y ya reposaba en un ataúd a los cuarenta y nueve. Sin embargo, no era la coronaria lo que lo había causado. En realidad, no era la coronaria, si se tiene en cuenta que el hombre estaba cansado de todo y tenía en la cara una expresión que decía: cuanto antes termine, será mejor para mí. Porque ante todo estaba cansado de sí mismo.

Era un hombre que había enseñado a su hijo a confiar en sí mismo, que le había machacado constantemente que el valor que está por encima de todos los demás es el sentido de adhesión a la propia identidad. Sin embargo, tiempo después, el hombre, dueño de una firma de seguros, pequeña pero bien asentada, quedó poco a poco detrás de sus competidores, a la larga se vio obligado a dejar el negocio y ocupó un puesto como vendedor de pólizas de una de las compañías grandes. A partir de entonces, tuvo que depender de favores. No era un vendedor agresivo, y eran los tiempos en que los buscavidas, los aduladores y los magos de la psicología pasaban a un primer plano. Sus ingresos fueron disminuyendo paulatinamente, y pronto se dio cuenta de que si bien trabajaba muchísimo, en realidad no funcionaba bien.

La compañía le habría despedido, pero algunos vicepresidentes le conocían desde hacía bastante tiempo y le apreciaban, sentían pena por él. El saberlo era una espina que tenía clavada, y la única forma de librarse de ella era irse de la compañía. Pero, por supuesto, no podía hacerlo; tenía una esposa y dos hijos. Se aferró mientras pudo, con el ánimo quebrantado; luego le atacaron los nervios y las arterias, y a la larga tuvo la coronaria. Una hora antes de morir, le dijo al médico que quería hablar con su hijo. Minutos más tarde, el hijo se encontraba al lado de la cama, y el hombre decía: «Puedes hacer por mí una cosa. Una sola cosa. Si te arrojan migajas, di que no. Sea como fuere, tienes que decir que no. De lo contrario, te apoyarás en ellos; y te digo, Calvin, que si empiezas a hacer eso, estás terminado».

Y luego, muchos años más tarde, su hijo recibió su título en Penn, pero no le sirvió de nada. Seguía trabajando en la oficina de envíos. Se le había ofrecido un puesto en el departamento de actuarios, en la compañía de seguros donde había trabajado su padre, pero no quería tener nada que ver con eso. Se tomó muy en serio las palabras de su padre en su lecho de muerte, y no aceptaba favores de nadie. Había decidido que lo lograría por sus propios méritos, o si no, al diablo con ello.

Pero había momentos en que dudaba. Tal vez de esa forma no demostrara nada. Veía que los aduladores ascendían, se compraban coches nuevos y llevaban camisas de quince dólares, aunque se decía que no debía envidiarlos, esto empezaba a resultarle difícil. A veces, a la hora de la cena, cuando su madre y su hermana le acosaban para que buscase un puesto decente, él trataba de hacerlas callar con una mirada, pero ellas continuaban parloteando. «¿Qué te lo impide?», decía la madre, y: «Es un haragán, eso es todo», concluía la hermana. Y su madre: «No, no es que sea perezoso, sólo que no tiene empuje». Luego meneaba la cabeza y murmuraba: «Todo ese dinero malgastado. El dinero que gastó en la universidad. Y mira dónde está: en una piojosa oficina de envíos». La voz de la hermana se elevaba hasta convertirse en un gemido: «Tal vez sea eso lo único que aprendió en la universidad. Cómo envolver paquetes…».

Tenía que estar sentado ahí y escuchar, porque no se le ocurría una réplica adecuada. Por lo menos, en palabras que ellas pudieran entender. Si les hablaba en términos de integridad personal, de compromiso con ciertas normas, creerían que tendrían que enviarle a que le miraran la cabeza. Y a veces se decía que tal vez tuviesen razón. En realidad, no estás en contacto con las cosas como son; tratas de alejarte de eso, y cuanto más caminas, más pronunciada se vuelve la cuesta abajo. Por cierto que elegiste un camino lamentable para recorrer, si se tiene en cuenta todos los que había por delante. Y que todavía están abiertos, no lo olvides. No olvides que tienes un título de la Escuela Wharton de la Universidad de Pennsylvania, y sólo necesitas ponerte en comunicación con algunos de tus anteriores compañeros de estudios que ahora son gente influyente en esta ciudad. En realidad, eso es lo único que hace falta: un poco de influencia. Es decir, si te dejas tentar. Pero, por favor, no dejes que eso ocurra, se instó.

Y, de todos modos, sucedió. Ocurrió en un momento en que su capacidad de resistencia emocional se encontraba en un punto bajo. La fábrica en la cual trabajaba estaba reduciendo personal, y él se contaba entre algunos de la oficina de envíos que fueron despedidos. De modo que lo que había que hacer era acudir a las oficinas de empleo, y nada ocurrió. Recorrió las oficinas de personal, y no pasó nada. Un día salía de un edificio de oficinas, en la calle Locust, cuando alguien le llamó, se volvió y vio a Maclin Cottersby.

Era un jueves. En las noches siguientes no durmió mucho, porque pensaba en su padre, y por último le dijo a su padre: bueno, de todos modos lo intentaré. Luego escuchó, para recibir alguna respuesta tranquilizadora. Pero sólo obtuvo su propio gemido silencioso, y se calificó de traidor.

El lunes por la mañana se presentó a trabajar en el departamento de investigación de Cottersby y Heggert.

Ya habían pasado seis años, y se encontraba sentado ahí, ante su escritorio, con la cabeza baja, y pensaba: de modo que en definitiva te vendiste. Traicionaste a tu padre y, lo que es peor, te traicionaste a ti mismo. No tenías por qué aceptar este trabajo. Aquel día, en la calle Locust, habrías podido decirle cortésmente a Mac que se lo metiera donde le cupiese, y alejarte de él. Podías seguir intentándolo y llenar solicitudes, y tarde o temprano habrías conseguido un trabajo gracias a tus propios esfuerzos. Eres un estadístico bastante bueno, cuando te pones a ello. Pero aquí, en esta oficina, no puedes llegar a nada porque estás demasiado ocupado en despreciarte. Aquí, en esta oficina, no eres otra cosa que una máquina comercial más. Eres un lacayo. Y no puedes culpar de ello a nadie. A buen seguro que no puedes culpar a Maclin Cottersby hijo. Sólo trató de ser bondadoso, y lo sigue intentando. Es un buen hombre de verdad, este Maclin Cottersby hijo, y tú le aprecias mucho. Y también ansías quebrarle el maldito pescuezo. Pero, por supuesto, eso es lo que se llama una acusación equivocada. ¿Lo entiendes? Sí, lo entiendo, doctor. Y ahora déjame en paz, ¿quieres?

Encendió un cigarrillo y se puso a trabajar en sus papeles. Poco a poco el trabajo le fue absorbiendo, y no se dio cuenta del calor pegajoso, ni vio que afuera había oscurecido; su dedo se movió maquinalmente para encender la lámpara de escritorio. Totalmente concentrado, no pensó en las horas que pasaban, en los cigarrillos que fumaba ni en el hecho de que había pasado la hora de la cena y que su estómago le pedía comida. Eran las nueve de la noche, y después dieron las diez, y a las once menos diez había terminado su trabajo.

Fue por el corredor hasta la oficina en cuya puerta se leía «Maclin Cottersby j.», y dejó su trabajo en su escritorio. Luego regresó a su oficina, cogió la chaqueta del perchero y se la puso. Tienes que ir a comer algo, pensó.

Se derrumbó en la silla, se recostó en el respaldo, con los pies en el escritorio, cruzó las manos sobre el pecho y cerró los ojos. La luz de la lámpara le molestaba, pero estaba muy cansado para apagada.

O tal vez eres demasiado perezoso, razonó. No tienes incentivos, y además estás gastando electricidad. ¿Es esa la manera espartana de hacer las cosas? ¿No sientes desprecio por ti?

Por supuesto. Es obvio, y todo se resume en eso. Se quedó dormido. Durmió casi una hora, y le despertó el teléfono que sonaba.

Levantó el receptor y dijo maquinalmente:

—Cottersby y Heggert… Investigación.

—¿Eres tú, Calvin? —Era su madre—. ¿Qué haces ahí? ¿Por qué no has venido a casa a cenar?

—He tenido que trabajar hasta tarde.

—Habrías podido llamamos para decírnoslo. Eso es lo mínimo que podrías haber hecho.

—No caí en ello. Lo siento, madre.

—No me digas que lo sientes. —Su voz sonaba ofendida—. Tu hermana y yo hemos estado sentadas aquí, enloquecidas, preguntándonos qué te habría sucedido. Y lo único que tenías que hacer era coger el teléfono. Pero era demasiado molestia, ¿no?

—Simplemente no se me ocurrió…

—Nunca se te ocurre. Nunca piensas en nosotras. Sólo en ti.

No respondió.

Su madre prosiguió:

—Tu hermana quiere hablarte. —Y entonces escuchó la voz de su hermana, parloteando, injuriándole, con algunos hipos que indicaban que había estado bebiendo cerveza. Seguía sentado ahí, sin prestarle atención, porque lo había escuchado tantas veces que ya no le producía ningún efecto. Después, su madre volvió al teléfono y le preguntó si volvería pronto a casa. Dijo que no, que tenía más trabajo que terminar. Quería que estuvieran dormidas cuando llegara. Les dio las buenas noches y cortó.

Iba hacia la puerta cuando el teléfono volvió a sonar. Suspiró, molesto, regresó y cogió el teléfono.

Era Maclin Cottersby hijo. Le indicó que llamaba desde Gannon, un bar y grill que estaba a un par de calles del Edificio Wentworth.

—Sólo quería saber si todavía estabas en la oficina —dijo—. Espero que no te moleste.

—¿Por qué habría de molestarme?

—Bueno, no quería interrumpir tu trabajo…

—Lo terminé, Mac. Lo puse en tu escritorio.

Entonces se produjo un silencio, y Cottersby dijo:

—Calvin, no sé cómo agradecértelo.

—Ni lo pienses.

—Ese tono me ha parecido un poco frío. ¿Estás molesto conmigo?

—En realidad, no —dijo Jander—. Sólo un poco fatigado.

—Entonces lo que necesitas es algo que te estimule. ¿Por qué no me acompañas?

—Bueno, no sé…

—Calvin, por Dios. Somos amigos. ¿No puedes beber un trago con un amigo?

—¿Quién está ahí contigo? No quisiera molestar.

—Está bien, ya me libré de ella —respondió Cottersby—. Le di cincuenta sucios dólares y la metí en un taxi.

Jander no hizo comentario alguno. Pensaba que uno de esos días Cottersby se vería en serias dificultades. Su tendencia a violar los compromisos maritales era bastante peligrosa por sí misma, y resultaba aún más peligrosa porque elegía mal a sus compañeritas. Eran del tipo de las calculadoras, las tejedoras de redes. Y una de ellas le atrapará, se dijo Jander. Le dirá que suelte una tonelada de dinero, porque de lo contrario su esposa recibirá una carta, y tal vez algunas fotos interesantes.

Cottersby dijo:

—Calvin, no te oigo hablar. Pero sé que me estás diciendo algo.

—Sólo hablaba conmigo mismo —respondió Jander—. Me preguntaba por qué lo haces.

—Hablaremos de eso cuando llegues. ¿Cuánto tardarás?

—Unos cinco minutos —dijo Jander.

Colgó, fue por el corredor hasta el lavabo, se echó agua fría en la cara, se peinó y pensó que no necesitaba alcohol, y que a buen seguro no quería ir a Gannon. Sólo vas porque no tienes otra cosa que hacer, se dijo. Pero sabes que no deberías ir allá. El estado de ánimo en que te encuentras y el que tiene él pueden dar como resultado algo feo. Bueno, quizás haya alguna manera de evitarlo. Por lo menos esperemos que así sea.

Gannon era todo roble oscuro y tapizado de cuero auténtico, y en las paredes, fotos que mostraban a personas que cazaban, a caballo, con sabuesos. El lugar estaba bastante lleno cuando Jander entró. Vio a Cottersby de pie, rígido, ante el mostrador, con un vaso mediado de cóctel, que contemplaba con expresión pensativa. Entonces Cottersby le vio acercarse y desplazó hacia él la mirada pensativa.

—No tenías que venir si no querías —le dijo.

Jander hizo una seña al hombre que atendía el mostrador y le pidió un Jack Daniels con un vaso de agua.

—¿Etiqueta verde o negra, señor? —preguntó el camarero.

—Etiqueta negra —intervino Cottersby.

—Etiqueta verde —le indicó Jander.

—Negra —insistió Cottersby—. Invito yo.

—Y bebo yo —murmuró Jander. E hizo una señal con la cabeza al camarero—. Verde.

El hombre se alejó. Cottersby bebió un largo trago de su vaso. Lo dejó en el mostrador. Sin mirar a Jander, dijo:

—Lo he estado pensando.

—Es evidente —repuso Jander.

—He decidido que no vamos a discutirlo.

—Me parece bien.

—Es un asunto personal, y no debería ser un tema de discusión.

—Entonces no empieces.

Cottersby le miró.

—Piensas que estoy ebrio, ¿verdad? —y sin esperar una respuesta—: Deja que te diga algo, Jander. Esta bebida no me afecta. Si quiero apartarme de las cosas, puedo hacerlo sin beber. Y no necesito que ni tú, ni nadie, me diga…

—Más bajo —le interrumpió Jander.

—¿Por qué habría de hablar más bajo?

—Muy bien, si necesitas público; habla a voz en cuello.

Un hombre que estaba cerca lanzo una risita ahogada y dijo:

—Claro, cuéntanoslo.

Cottersby se volvió hacia el hombre y le amenazó:

—¿Quieres que te reviente un ojo?

—Por supuesto que no —respondió el hombre—. ¿Y tú?

Cottersby tomó su vaso, bebió un largo trago, lo dejó con movimientos lentos y luego hizo ademán de quitarse la chaqueta. El hombre llevaba gafas y comenzó a quitárselas.

Jander se interpuso entre los dos. Cottersby trató de apartarle, pero él impidió el esfuerzo con el codo. El hombre miró a Jander con expresión interrogante.

—Acabemos de una vez —dijo Jander.

—No lo dejaremos, si él quiere algo —contravino el hombre.

Cottersby todavía intentaba apartar a Jander a un lado, y otros que se encontraban en el bar se habían apiñado para mirar. Jander le sugirió al hombre:

—Vamos, sé sensato. ¿No ves que está ebrio?

El hombre se encogió de hombros y fue hacia otro lugar del mostrador. El apiñamiento se disolvió y los hombres volvieron a sus respectivas bebidas. El camarero sirvió a Jander el Jack Daniels con un vaso de agua, y él lo bebió de un trago, Cottersby le dijo:

—Bebe otro. —Y al camarero—. Y uno doble para mí, Walter.

—No —dijo Jander al camarero, y puso la mano en el brazo de Cottersby—. Nos vamos.

—¿Quién lo dice?

—Mac, escúchame. Tienes esa cita mañana por la mañana, y no querrás entrar tambaleándote. Es mejor que me dejes llevarte a casa.

—Pero no puedo dejar que hagas eso —dijo Cottersby. Estaba muy erguido. Sin embargo, tenía los ojos vidriosos y miraba más allá de Jander—. El problema es mío, señor. Yo me metí en esto y la carga me pesa a mí y sólo a mí. Y más todavía… —cerró los ojos con fuerza y la cara se le contrajo mientras luchaba por aclarar sus ideas. Luego bajó la cabeza y masculló—: Esta noche he bebido mucho alcohol. Una cantidad enorme.

—¿Puedes caminar?

—Me gustaría beber otro trago. Y quiero hablar contigo.

—Hablaremos afuera —dijo Jander. Había cogido a Cottersby del brazo. Le sacó del bar. Salían de Gannon cuando Cottersby se detuvo y dijo—: Olvidé algo —y se movió con lentitud y rigidez; entró de nuevo en el bar y llamó al camarero. Jander esperó a ver qué hacía, con la intención de llevárselo del bar si pedía otro trago. Pero sólo quería pagar su cuenta. Lo hizo con cierta formalidad, pero sin afectación, y Jander pensó: es material de calidad. Lo es, ya lo creo. Sólo que se ha metido en porquerías. Bueno, sea cual fuere la causa, es obvio que se censura por ello y se odia a sí mismo. Por eso te sientes tan próximo a él. Estamos en el mismo pozo. Un par de ejemplares lamentables…

Cottersby fue hacia él, caminando con mayor lentitud y rigidez.

—¿Estás bien, Mac? —preguntó Jander. Y Cottersby respondió:

—Perfectamente —y salieron de Gannon.

—Iremos en mi coche —dijo Jander.

Cottersby no respondió. Caminaron hacia el norte, por la Dieciséis, hasta el estacionamiento. No hubo conversación entre ellos mientras se dirigían al lugar donde se hallaba aparcado el Ford. Entraron en el coche, y Jander metía la llave cuando Cottersby dijo en voz baja:

——No me lleves a casa.

—Es tarde, Mac. Es casi la una.

—Por favor, no me lleves a casa.

—¿Adónde quieres ir?

—Conduce hacia el puente.

—¿Qué puente?

—Toma el Walt Whitman. Es el camino más rápido.

—¿Hacia dónde?

—A Jersey del Sur.

Jander lo miró.

—¿Qué hay en Jersey del Sur?

—Llévame allá —dijo Cottersby—. Te diré el camino que debes seguir.

—Mac, en serio, deberías ir a tu casa. Mañana tienes esa cita…

—Me parece que no entiendes. —Cottersby hablaba con gran lentitud, como cortando las palabras. Aquello no tenía nada que ver con el alcohol; era histeria, y estaba haciendo todo un esfuerzo para dominarlo—. La cita de mañana no tiene importancia. Ni la menor importancia. Si no me llevas allá, iré en mi propio coche.

—¿En el estado en que te encuentras? Terminarías en una ambulancia. O tal vez en un ataúd.

—Y eso tampoco tendría importancia. No de manera especial.

Jander lanzó un silbido silencioso. Se dijo: Bueno, esto más o menos lo aclara todo. Tendrás que llevarlo a Jersey del Sur. Será una de esas noches largas, y es mejor que te mantengas muy despierto. Y quédate junto a él. No le pierdas de vista.

Puso en marcha el motor.

—Muy bien, Mac —dijo—. Jersey del Sur.

Viajaron al norte por la Dieciséis hasta Vine, luego al oeste, por Vine, hasta la Carretera Rápida. Eso los llevó al puente Walt Whitman, y luego llegaron a una plaza, después otra, y viajaban hacia el sur por la autopista de Nueva Jersey. Cerca de Swedesboro, tomaron la Ruta 322, y después en línea recta hacia el sur, por la 77. Cottersby iba sentado muy erguido, con las manos entrelazadas sobre el regazo, sin mirar a Jander y sin hablarle, a no ser para decirle dónde debía girar. En Pittsburgh había un cruce, los llevó a la Ruta 40.

Cottersby se inclinó hacia adelante, aguzando la vista a través del parabrisas. Parecía buscar una intersección. Al frente había un semáforo en verde, y Cottersby indicó:

—Gira a la izquierda. —El camino era angosto y no había luces ni letreros indicadores—. Más despacio —advirtió Cottersby.

—¿Dónde demonios estamos?

—Ya llegamos —contestó Cottersby—. Llegaremos muy pronto.

—Dijiste que querías hablar conmigo.

—Hablaré cuando lleguemos.

—¿Por qué no podemos hablar ahora?

—No me creerías lo que te iba a decir. Quiero que lo veas tú mismo.

Pasaron unos momentos, y entonces Cottersby le dijo que girase a la derecha; ahora viajaban por un angosto camino sin pavimentar; con muchos baches, piedras y ramas caídas. Estaba lleno de fango, y se oía el ruido de los neumáticos que salpicaban agua fangosa; el motor se esforzaba ahora, porque el camino se empinaba hacia arriba. Jander puso el Ford en primera. Y luego, por encima de las copas de los árboles, vio el resplandor violeta y preguntó:

—¿Qué es eso?

Cottersby no respondió. El Ford continuaba ascendiendo, para después descender cuesta abajo; el camino describió un giro y Jander parpadeó cuando el resplandor violeta inundó el parabrisas. Unos momentos más tarde vio el letrero violeta, Amatista, y el estacionamiento repleto que rodeaba el club nocturno circular. Un empleado de chaleco de color violeta se acercó corriendo mientras Jander detenía el Ford.

—Buenas noches, señor-se dirigió a Cottersby, con una sonrisa ansiosa. Era una sonrisa especial para un cliente especial, alguien que gastaba mucho dinero y daba buenas propinas.

Se apearon del coche, y el empleado subió a él. Mientras se dirigían hacia la entrada bordeada de vidrio, Jander miró a Cottersby, para ver si caminaba con paso seguro.

—Estoy muy bien —le aseguró este. Lo dijo con voz frágil; se mantenía rígido, erguido, con la mandíbula inferior un tanto saliente. A continuación apartó la vista de Jander y la concentró en el gran Cartel blanco que estaba al lado de la puerta de entrada. En el cartel se leían las palabras «La inimitable Vera»—. Eso no llega a describirla —prosiguió Cottersby en voz alta para sí—. En realidad, no hay forma de describirla.

—¿Qué hace? —preguntó Jander.

—Es bailarina.

—¿Desnudista?

—Seguro que no.

Jander miró el estacionamiento atestado.

—¿Todos vienen aquí nada más que para ver a una bailarina?

—No se trata del baile. El baile no es nada. Se trata de ella.

El vestíbulo era de color violeta muy suave, casi blanco, había una araña con piedras de color púrpura y unos grandes jarrones barnizados de púrpura oscuro. Una vendedora de cigarrillos que llevaba unos pantalones y un sostén púrpura se acercó a ellos, le dedicó a Cottersby una sonrisa especial, y él dijo que no necesitaba cigarrillos; ella se quedó allí, aferrándose a la sonrisa. Él le dijo que tal vez le vendrían bien unos fósforos. La vendedora le dio una cajita con la tapa de color púrpura, y él le puso en la mano un billete de un dólar. Ella se alejó, y entonces apareció otra joven que llevaba puesto una especie de bikini y vendía violetas. Sin decir una palabra, tendió la cesta a Cottersby y le dedicó una sonrisa especial. Él tomó una violeta para sí y otra para Jander, y le dio un par de dólares.

Un hombre de esmoquin se acercó a ellos, y Jander vio que el esmoquin tenía un tono violáceo. El hombre saludó a Cottersby e hizo una reverencia formal; luego los condujo a través de una cortina de color violeta pálido, al salón principal, que estaba atestado. Había mesas que rodeaban una pista de baile circular, y en una plataforma había un piano.

Los camareros, que llevaban la misma vestimenta que los empleados del estacionamiento, circulaban en silencio, y Jander se fijó en las botellas que llevaban en las bandejas; todas eran caras. Luego observó a la gente sentada a las mesas. Había muy pocas mujeres.

Unos cuantos hombres mayores, y otros que parecían estudiantes universitarios, o que apenas habían pasado los veinte. La mayoría de los hombres se acercaba a los cuarenta o a los cincuenta. Hablaban muy poco, y en voz baja. A Jander le daba la impresión de que trataban de exhibir su moderación y compostura. Lo cierto es que no parecían divertirse. Casi todos se mostraban tensos e incapaces de ocultar su ansiedad.

El jefe de los camareros condujo a Cottersby y Jander a una mesa próxima al borde de la pista de baile, y Cottersby le deslizó diez dólares. Un camarero se acercó a la mesa y Cottersby pidió una marca para él y un Jack Daniels etiqueta verde para Jander. Cuando el camarero se alejaba, Jander pensó en llamarle y pedirle una lista de comidas. Deberías comer algo, se dijo. No has cenado, y necesitas reabastecerte de combustible. Estás hambriento.

Pero de alguna manera sabía que apenas podría probar la comida. Observaba, pensativo, la superficie de la mesa, palpando la violeta que llevaba en la solapa, diciéndose que no le agradaba ese lugar, ni le gustaba el ambiente, la decoración, ni el color; en especial el color. Los muchos matices de violeta y púrpura parecían fundirse y adquirir forma, como una ola púrpura que avanzara hacia él. Casi podía oírla, como una especie de gemido apagado.

—¿Qué te molesta? —preguntó Cottersby.

—Todo este púrpura. ¿Por qué púrpura?

—Es el color de la amatista.

—Es también el color de una magulladura. Del dolor.

Cottersby guardó silencio durante un momento. Luego dijo:

—En ese sentido, yo diría que es un color muy adecuado para este lugar.

Jander le dirigió una mirada interrogante.

—Cuando entras aquí, te aporrean —prosiguió Cottersby—. Realmente, te la dan. Recibes el peor dolor que existe. Es el dolor de ansiar lo inalcanzable.

Jander esperó a que continuara, pero Cottersby se detuvo ahí, con la mirada perdida, como si sus pensamientos le hubieran encerrado en una celda en la cual no pudiese hablar con nadie.

Luego las luces se atenuaron y un foco cayó sobre la plataforma, donde los músicos iban ocupando sus lugares. Además del piano y el bajo, la orquesta tenía una flauta y un cuerno francés. Los hombres afinaron sus instrumentos, y Jander vio que trabajaban sin partituras. Sabía muy poco de música, pero cuando comenzaron a tocar, se dio cuenta de que era una especie de jazz ultramoderno. No tenía melodía, y poco a poco se volvió sombrío y finalmente lúgubre; el cuerno francés decía que no había esperanza y la flauta gorjeaba en una especie de delirio suplicante, como alguien que pidiera ayuda. El piano repetía: «Tengo mis propios problemas, tendrás que arreglártelas tú solo». El camarero llegó con las bebidas y Jander cogió el vaso y lo vació de un trago.

Oyó que el bajo sonaba tristemente, y que Cottersby decía al camarero: «Otro», y se oyó a sí mismo decir:

—Mac, vayámonos de aquí.

Cottersby no le contestó, ni le miró. El cuerno francés hablaba en términos de absoluta inutilidad, el piano tocaba un acorde de una desdicha insoportable, el foco disminuyo su intensidad, y la música se atenuó. Hubo, un momento de total oscuridad, de absoluto silencio.

Algo apareció en la oscuridad, algo blanco que se dirigió al centro de la pista de baile. La música volvió a sonar, y ahora era melódica, suave y agradablemente lánguida. El foco la encontró allí, adonde se había desplazado con los ojos entrecerrados. El cabello bronceado le colgaba, suelto, y le caía sobre los hombros desnudos. Mientras se balanceaba y giraba lentamente, acercándose a la mesa que ocupaba Jander, este vio que sus ojos también eran del color del bronce. Luego se acercó más, y él hizo una mueca. Se preguntó qué le estaba pasando.

Bailó alejándose de la mesa, y describió círculos en la pista. Al otro lado del salón, un hombre se puso de pie y comenzó a avanzar hacia la pista de baile. Se dirigió hacia la bailarina, y esta se apartó. El hombre continuaba buscándola. Era un hombre bien parecido, de cabello entrecano y ropas impecables. Tres camareros llegaron a la pista y le agarraron. Le hablaron en tono apaciguador, tratando de sacarle de la pista. Él señaló a la bailarina y dijo:

—Quiero eso. —Continuaron hablándole, y él pregunto—: ¿No podéis entenderlo? Necesito eso.

Los tres camareros le sacaron de la pista de baile y del salón. La joven continuó bailando. A continuación, la música se detuvo y ella se sentó a una mesa ocupada por tres hombres. Uno de ellos la tomó de un brazo; ella le miró, y él retiró la mano. Jander oyó que Cottersby decía:

—No me pareció que podría soportarlo, pero no puedo. No puedo.

—¿Soportar qué? —preguntó Jander.

—¿No lo ves? —Cottersby indicó la mesa en la que ella estaba sentada con los tres hombres—. Debería resultarte evidente. O tal vez tendrías que ir a ver a un oculista.

—Vamos, Mac.

—¿Qué quieres decir con «vamos»? Mírala. Sólo eso, mírala.

Jander se encogió de hombros. Fue un movimiento sintético, y lo hizo para mostrar que nada de eso le afectaba. Farsante, se dijo. Y luego, mientras volvía a encogerse de hombros, prosiguió:

—Está bien, Mac. Admito que es algo digno de ser contemplado. ¿Pero a qué viene todo el alboroto? En definitiva, ¿qué es? Sólo una cara y un cuerpo.

—Sólo una cara y un cuerpo, dice. Está sentado ahí y me dice eso.

El camarero volvió con las bebidas. Cottersby pidió otras. Se dirigió a Jander:

—Bien, de todos modos, ahora que la has visto, estoy en condiciones de contártelo. Es decir, si no te molesta.

—Claro que no, Mac.

—Mira, tengo treinta y tres años, hace siete que estoy casado, cuatro hijos, ingresos de casi cuarenta mil anuales, una residencia en Main Line, una casa de verano en Yarmouth y otras comodidades materiales, ninguna de las cuales se da por sentada, incluida mi esposa. Tiene veintinueve años, un diploma de Wellesley, obtiene premios casi todos los años en la Exposición Equina de Devon, hace tareas voluntarias en el Hospital Lankeau, y todo eso. En general, es una mujer muy equilibrada. Además enormemente atractiva. Un tanto delgada y un poco pálida pero siempre ha tenido cierto brillo. Quiero decir que posee esa cualidad magnética que tan pocas tienen, y al cabo de todos estos años de vivir con ella, el embeleso no se ha atenuado. Es decir, hasta hace muy poco.

»Todo se derrumbó en la noche en que cené con un cliente y más tarde, después de unas copas, él me preguntó si quería ver algo extraordinario. Recordé que era un cliente y le dije que sí; y me trae aquí y veo a Vera por primera vez. De modo que entonces la observé con mayor atención. Y seguí mirándola. Y poco a poco se me ocurrió que estaba pasando por algo que nunca había experimentado hasta entonces. Era la sensación de que había sido capturado, que había quedado indefenso.

»Seguí viniendo nada más que para verla. Y así fue durante unos meses. Entonces, una noche, no pude soportarlo más; tenía que hablarle. Pregunté a un camarero si podía invitarla a mi mesa. Dijo que tal vez pudiese arreglarlo, pero que la dama daría por sentado que se le compensaría por su tiempo. Dije que estaba bien, y unos minutos más tarde ella se acercó a la mesa y sé sentó. Le comuniqué lo que me pasaba y le hice un ofrecimiento, ella se negó. Lo dupliqué y volví a duplicarlo, y se negó. De modo que entonces le pregunté cuánto costaría, y me miró; me di cuenta que no estaba en venta. Luego me preguntó si quería hablar de alguna otra cosa, y le respondí que en realidad no, y le di unos cuantos billetes de cinco por los tres o cuatro minutos que me había permitido hablar con ella. Esa noche cuando llegué a casa, me dije que lo había superado y que no volvería a molestarme. Y así lo creí.

»¿Entiendes lo que te digo? No puedo alejarme de este lugar. Sigo viniendo, nada más que para verla, y eso es todo lo que lograré. Es una fijación, y tanto más tremenda porque no hay esperanzas. No tengo manera de librarme de ella.

»No creas que no lo he intentado. Te lo juro, lo intenté. Con sedantes, con alcohol, con las mujeres del centro que frecuentan los bares. Pero no pueden hacer nada por mí. Porque yo no funciono. Y para completar esta confesión…

—Mac, por Dios…

—No, quiero decírtelo. Tal vez sea una forma de terapia, o quizá sea una especie de penitencia. Bueno, pues desde la primera vez que vi a Vera, no he sentido deseos de tocar a mi esposa.

Jander cogió su vaso, lo levantó y luego lo dejó sin beber. Llamó al camarero, y cuando este se acercó, le indicó la mesa en la cual ella se hallaba sentada con los tres hombres, y dijo:

—A ver si puedes arreglado.

El camarero vaciló. Jander sacó su cartera. Había un billete de diez en ella, y varios de uno. Depositó el de diez en la mano del camarero. Este lo miró, fue a la otra mesa y susurró algo a Vera.

Cottersby le preguntó:

—¿Por qué lo has hecho?

—No estoy muy seguro —murmuró Jander—. Quizá sea el efecto de la bebida.

—No puede ser. Casi no has bebido.

Jander se encogió de hombros.

—Bueno, digamos que simplemente quiero hablar con ella.

—¿De que?

—No tengo la menor idea.

Cottersby se reclinó contra el respaldo de su asiento y clavó una mirada de tristeza en la superficie de la mesa. Esta reflejaba el resplandor purpúreo que bajaba del techo.

—El dolor —masculló—. El dolor púrpura de las ansias inútiles. —Miró a Jander—. Y es posible que tú también estés empezando a sentirlo.

Jander no respondió. Volvió ligeramente la cabeza y miró hacia la otra mesa. Ella escuchaba, allí sentada, a los tres hombres, los cuales hablaban a la vez. Eran hombrones corpulentos, de cara grande y tez bronceada. Tenían el aspecto de jugadores profesionales de fútbol americano. Resultaba evidente que habían estado bebiendo mucho, y uno de ellos a duras penas se mantenía erguido en su asiento. Mientras Jander miraba, Vera hizo ademán de ponerse en pie, y el hombre que estaba sentado cerca de ella estiró el brazo y le posó la mano en el hombro para impedírselo. Ella le dijo algo, y él continuó con la mano en su hombro. Vera permaneció sentada, inmóvil, mirándole. Fue un momento tenso, y pareció oscilar como un péndulo de movimiento lento. Luego el hombre retiró la mano. Uno de los otros dos depositó unos billetes en la mesa, y ella los recogió, los plegó, los deslizó debajo de su vestido y se puso de pie. Luego se encaminó con pasos lentos a la mesa en la cual estaban Cottersby y Jander.

—No creo que pueda soportar esto —dijo Cottersby. Se puso de pie y se apartó de la mesa.

Jander le preguntó:

—¿Adónde vas? —Pero Cottersby no contestó. Jander vio cómo se iba hacia la cortina de terciopelo púrpura que comunicaba con el vestíbulo. Será mejor que le sigas, pensó Jander. En el estado en que se encuentra, no puede saber qué es capaz de hacer. Podría ir hacia el bosque y desaparecer. ¿Por qué te quedas sentado ahí? ¿Qué esperas? ¿Por qué no te mueves?

Seguía repitiéndose que debía actuar, pero permanecía sentado, con la mirada clavada en Vera, cuando ella se acercó a la mesa. Tiene que ser el alcohol, trató de convencerse. Pero sabía que aquello nada tenía que ver con el alcohol.

—¿Querías verme? —preguntó ella.

Él asintió. Le indicó una silla y ella se sentó. Jander le dijo:

—¿Qué te pido?

—No bebo.

—En el trabajo, querrás decir.

—Quiero decir nunca.

Jander se preguntó qué podía decirle.

—Bien, adelante —insistió ella—. Te escucho. Él se encogió de hombros. Masculló en voz alta, para sí:

—Olvídalo. Sencillamente, olvídalo.

—¿Qué?

—Perdóname. No hablaba contigo.

Ella le lanzó una mirada de reojo.

—Amigo —dijo—, si quieres hablar contigo, no cabe duda de que no me necesitas a mí.

—Por favor, perdóname.

—No es nada. Sólo trataba de que te enterases. Cada minuto que paso en esta mesa te cuesta dinero ganado muy trabajosamente. De manera que será mejor que me digas qué es lo que quieres.

Él apartó la vista de ella. Luego murmuró:

—No puedo decir nada. Nada que no hayas oído antes.

—No dejes que eso te impida hablar. No me molesta volver a escucharlo. Me pagan por eso.

—Hablaste de dinero ganado con dificultad —dijo Jander—. ¿Cómo sabes que gano mi dinero con mucho trabajo?

—Lo sé con sólo mirarte —respondió ella—. Tienes esa expresión de fatiga. De modo que me doy cuenta de que trabajas con un horario muy prolongado. Y por una paga muy escasa.

—Has acertado. —Extrajo su cartera y le mostró lo que había en ella: tres billetes de a uno—. Toma eso —prosiguió—, y dime cuánto falta. Puedo pedírselo prestado a mi amigo.

—Está bien —contestó ella—. No te cobro.

—¿Quieres coger el dinero, por favor?

—Guarda tu cartera.

Él cerró la cartera y la volvió a guardar en el bolsillo. Luego esperó a que se levantara de la mesa, pero continuó sentada, observándole; los ojos de color de bronce, apenas iluminados y que no parpadeaban, emitían una especie de corriente que llegaba hasta él, y que le llevó a hacer una mueca cuando sintió el impacto. Fue como si un cable invisible le conectara con ella, y de alguna manera el receptor era también el transmisor.

En el resplandor purpúreo del techo, el rostro de ella quedaba un tanto borroso, y no podía entender por qué; entonces se le ocurrió que él se encontraba en una especie de estupor. No hizo esfuerzo alguno para resistirse, sabiendo que aunque quisiera no podría lograrlo. ¿Pero qué es?, se preguntó. ¿Qué sucede aquí? No había manera de encontrar la respuesta.

Sólo podía seguir adelante, como fuese. Realmente estás a la deriva, se dijo de pronto, antes de dejar de pensar del todo. Sólo existía la conciencia de que el resplandor purpúreo se había convertido en una bruma de color púrpura, que los encerraba y borraba todo lo demás. Estaban sólo los dos en la bruma purpúrea, y él oía que ella le decía algo, pero no con palabras. Más bien parecía un sollozo silencioso, una angustia que estaba más allá de las lágrimas. Y entonces, de golpe, la bruma se disipó. La vio con claridad y dijo:

—Por favor, quiero ayudarte.

—Lo sé. Los dos necesitamos ayuda, ¿no es así?

—¿Podemos salir de aquí?

—No —repuso ella—. No serviría de nada.

—Déjame que lo intente. Dime qué sucede.

Ella meneó la cabeza lentamente. Luego dijo:

—Si quieres hacer algo por mí, no vengas otra vez aquí. No vuelvas nunca más.

Se puso de pie y se alejó. Durante un momento, él permitió que su mirada la siguiera. Se dirigía hacia la mesa ocupada por los tres hombres que parecían jugadores de fútbol. Él volvió la cabeza y se dijo que no debía mirar de nuevo hacia esa mesa. Luego vació el vaso de whisky, pero no le sirvió de nada, y pensaba pedir otro cuando Cottersby regresó a la mesa. Este no hizo ningún comentario; se sentó a esperar que hablase Jander.

—Es tarde, Mac. Deberíamos irnos —dijo Jander.

—Muy bien —murmuró Cottersby. Y a continuación—: ¿Hay algo que quieras decirme?

Jander no contestó.

—¿Así de serio es? —preguntó Cottersby—. ¿De veras?

—Mac, ¿quieres hacerme un favor? ¿Puedes olvidarte de ese tema?

Cottersby le miró durante unos momentos, luego llamó al camarero y pidió la cuenta.

En el estacionamiento, el Ford se detuvo y el empleado descendió; Cottersby se introdujo en él y Jander ya se disponía a entrar al asiento del conductor cuando oyó una voz que gritaba:

—¡Eh, tú!

Giró sobre sus talones y vio que un hombre caminaba en su dirección. Tenía una calvicie parcial, cuello corto y grueso, uno setenta y cinco de estatura y un peso de por lo menos 105 kilos. Jander le reconoció como uno de los que habían estado sentados con Vera. Es probable que sea un guardia, pensó.

—Tengo que hacerte una pregunta, amigo —insistió el hombre—. No te molesta, ¿verdad?

—Por supuesto que me molesta —repuso Jander—. ¿Quién demonios eres?

—Nadie en especial —contestó el hombre corpulento. Pero Jander le miró con más atención y reconoció una cara que aparecía con suma frecuencia en las páginas de deportes. Y entonces recordó el nombre: Kerwald. En el rugby profesional era un destacado defensa izquierdo, y su especialidad, según afirmaban más de un columnista deportivo, consistía en enviar al hospital a los tres cuartos contrarios—. ¿No podemos hablar amigablemente? —le preguntó a Jander.

Este le miró de arriba abajo. Cottersby había salido del coche y se acercaba a ellos, al tiempo que preguntaba:

—¿Qué pasa aquí?

—Mac, no te metas en esto —le indicó Jander, y después, a Kerwald—: ¿Cuál es el problema?

—Amigo, no me quejo; sólo me pregunto. Acerca de ti y la dama. La invitas a sentarse a tu mesa y ella se queda ahí seis, siete minutos. Pero no vi que le dieras dinero.

—¿Y eso te preocupa? —preguntó Jander.

—No estoy seguro —respondió Kerwald. Su tono era contenido, y en efecto, se esforzaba por llevar el asunto amigablemente—. Quizá sea porque no conoces las reglas.

—¿Qué reglas?

—Las reglas de ahí —dijo Kerwald, señalando el club nocturno—. Las reglas dicen que cuando la dama se sienta a tu mesa, es una transacción comercial, ¿o no lo sabías?

—Por supuesto que lo sabía.

—¿Entonces por qué no respondiste a tu obligación financiera?

Jander estaba a punto de dar la explicación veraz y sencilla, que, por supuesto, habría puesto fin a la discusión. Pero no quieres solucionarlo de esa manera, se dijo. No te agrada lo que está pasando aquí; no te gustan estas preguntas, ni la manera en que te mira, ni, a decir verdad, su cara.

—Apártate de mí —se oyó decir, y luego giró sobre sus talones, abrió la portezuela del coche e hizo un movimiento para entrar. Los gruesos dedos de Kerwald se cerraron sobre su brazo y le apartaron del coche. Jander miró la manaza que le apretaba el brazo y luego observó las facciones del jugador de rugby, con cicatrices de golpes. Dijo en voz muy baja—: ¿Sabes lo que haces?

La manaza se apartó de su brazo. Kerwald dio un paso hacia atrás e hizo un gesto de impotencia.

—Por favor —dijo—, tratemos de ser razonables. Quiero que entiendas lo que supone para mí. Tengo un sentimiento muy especial por la dama. Quiero decir que me interesa de verdad. —Se acercó más a Jander, y resoplaba con fuerza—. Se sienta a mi mesa y me deja que le hable, y luego tengo que pagar. ¿Sabes qué efecto me produce eso? ¿Sabes qué le pasa a un hombre cuando tiene lo que se llama la necesidad interior de una mujer y para ella no es más que otro cliente? Y a continuación la ve hablando con otro hombre que no le da ni una moneda. ¿No te das cuenta, amigo? No puedo aceptar esa. Tengo que averiguar por qué a mí me cuesta y a ti no te costó nada.

—¿Por qué no se lo preguntas a la dama?

—Lo hice. Le pedí que me lo dijera, y no quiso. Pero tú lo harás.

—¿Es eso lo que crees? —murmuró Jander, y se daba cuenta de que era injusto y hostil, pero no tenía otra manera de llevar el asunto, porque estaba harto de todo, y su mente no podía controlar su manera de hablar ni su conducta. De nuevo se apartó del hombre, y comenzó a introducirse en el Ford.

Y la manaza cayó otra vez sobre su brazo.

Entonces no hubo nada que pensar; simplemente se produjo la reacción animal. Con el brazo izquierdo apresado en el apretón de Kerwald, giró a medias, y su brazo derecho fue un pistón que lanzó los nudillos contra la cara del hombretón. El jugador de rugby dio cuatro pasos hacia atrás, y le brotó sangre de los labios. Jander permaneció allí, esperándole, con la mano izquierda cerrada y la derecha abierta y llamándole. Kerwald se adelantó con pasos lentos, meneando la cabeza con tristeza. Era como si dijera: no quiero hacer esto; tú me obligas.

Cuando estuvo cerca, levantó los puños y lanzó una derecha. Jander la esquivó, amagó con su derecha, lanzó un duro gancho con la izquierda, que le alcanzó a Kerwald debajo del tórax, y siguió con otro gancho de izquierda, un poco más arriba.

Antes de que Kerwald pudiera estabilizarse, Jander le martilleó con una derecha a la boca, y vio que brotaba más sangre, y se dijo que aquello estaba mal, que no tenía sentido alguno. Bajó las manos y comenzó a decir algo a Kerwald, y en ese mismo instante supo que era demasiado tarde para corregir lo que había hecho. También era demasiado tarde para recuperar una postura de combate. Cuando vio que Kerwald se lanzaba sobre él, trató de frenar la embestida con un directo de izquierda, y sintió que algo se estrellaba en su brazo izquierdo y otra cosa le golpeaba al costado de la cabeza. Tuvo la singular sensación de que sus ojos cambiaban de lugar en su cara, mientras caía de costado y chocaba contra uno de los guardabarros delanteros del Ford. Kerwald atacaba con la mano derecha, y el enorme puño vibraba como cargado de electricidad.

Y entonces, antes que Kerwald pudiera lanzar el golpe, Maclin Cottersby llegó corriendo por detrás y saltó sobre el jugador de rugby y le echó los dos brazos al cuello y tiró hacia atrás. Retrocedieron algo así como un metro y Kerwald dijo:

—Está bien, suéltame.

Cottersby no le soltó, y Kerwald repitió la orden.

Cottersby siguió aferrado y trató de apretar más. Kerwald dobló las rodillas, llevó las manos hacia atrás y hundió los dedos para obtener un firme asidero; un instante más tarde Cottersby describía en el aire una voltereta un tanto deformada. Aterrizó de espaldas, con un fuerte ruido sordo, trató de levantarse, pero quedó tendido de nuevo y permaneció así. No obstante, aunque tenía los ojos cerrados, estaba consciente, y pudo oír los golpes de puños, las pisadas, los jadeos y gruñidos. Hizo un esfuerzo por abrir los ojos y vio que Jander era aporreado con otra derecha en el costado de la cabeza. Jander se derrumbó.

Los empleados del estacionamiento los habían rodeado y los observaban, así como algunos clientes que habían salido del club. La mayoría mostraba un agudo interés por ver si Jander podría llegar a ponerse de pie.

Lo hizo. Dio unos pasos de lado, y luego consiguió encontrar su orientación y dirigirse hacia Kerwald, bloqueó un derechazo dirigido hacia su cara y apuntó su propia derecha a la boca sangrante de Kerwald. Este levantó ambas manos para proteger la parte inferior de su cara, y Jander hundió la izquierda en el abdomen, lanzó otro gancho de izquierda al mismo lugar y apuntó de nuevo con la derecha, mientras Kerwald soltaba un gruñido y se doblaba.

Jander no pudo lanzar la derecha porque un par de pesados brazos le rodearon la cintura, y otros brazos que le aferraron eran demasiado fuertes, y sin mirar, supo que los hombres que le agarraban eran los dos que habían estado sentados con Kerwald.

—Soltadme —les dijo—. Esto todavía no ha terminado.

Continuaron agarrándole. Uno de ellos dijo con suavidad:

—Sí, terminó.

El otro habló con afabilidad, ebrio.

—Amigo, me gusta cómo te desenvuelves. Es hermoso.

—Maldito seas, suéltame.

El borracho dijo:

—No seas así, amigo. Lo único que queremos es que te calmes. Ya tienes la decisión a tu favor. —Ya la gente que miraba—: ¿No es así?

Nadie contestó. Casi todos miraban a Kerwald. Caminaba de atrás hacia adelante, encorvado, con los antebrazos apretados contra el vientre. Tenía la boca abierta y le chorreaba sangre de los labios partidos, y le caía más sangre de una herida en el ojo izquierdo. Alguien de entre el gentío le preguntó:

—Oye, ¿no eres Kerwald, el jugador de rugby?

El ebrio contestó:

—No, es Kerwald el pugilista. Pelea con personas que tienen treinta kilos menos que él, nada más que para demostrar que no les teme.

Kerwald miró al beodo.

—Cuando esté sobrio hablaremos de eso.

—Podemos hablar ahora —replicó el ebrio, y soltó a Jander y avanzó hacia Kerwald. Pero los empleados del estacionamiento y algunos presentes se interpusieron entre ellos. El otro jugador de rugby soltó a Jander, fue hacia el ebrio, le habló en voz baja y después se dirigió a Kerwald en el mismo tono. Los tres regresaron al club nocturno. El gentío se disolvió y entró de nuevo.

Cottersby se había puesto de pie. Tenía la mano apretada contra la parte inferior de la espalda y la cara contraída en una mueca. Se acercó a Jander, quien se apoyaba contra el parachoques delantero del Ford.

—Te diré una cosa —se dirigió a Jander—. Entremos de nuevo y bebamos otro trago.

Jander le miró y no respondió.

—Vamos, entremos —le instó Cottersby.

—Mac, me vuelvo a Filadelfia. ¿Vienes conmigo?

—¿Pero por qué no podemos beber otro trago? Nos vendrá bien a los dos. Especialmente a ti.

—¿Por qué a mí en especial?

—Bueno, porque… —Cottersby vaciló un instante Y luego barbotó—:… porque sé que ella te ha dejado conmovido. Y quiero que me digas la razón. Es decir, quiero saber qué sucedió cuando estabas en la mesa solo con ella.

Jander se volvió lentamente. Con aire distraído, se palpó el bulto del costado de la cabeza y la hinchazón debajo del ojo derecho.

—Es algo acerca de lo cual prefiero no hablar —murmuró—. Ni ahora, ni más tarde, ni nunca.

Se metió en el Ford. Cottersby dio la vuelta por el otro lado y entró en el vehículo. Luego se alejaron del club, mientras Jander se prometía que nunca más volvería a ese lugar.