Veinte minutos más tarde se hallaban todavía en el bosque; el sendero tenía mucho desnivel y el Pontiac avanzaba lentamente. Jander miró su reloj de pulsera; eran la 1.10. Se preguntaba adónde le llevaría. Creía que debería preguntárselo. Pero cuando la miró, lo único que pudo hacer fue inspirar profundamente y después apartar la mirada.
Los focos mostraron un hoyo lleno de agua fangosa; unos metros más allá había otro más grande, que se extendía casi a todo lo ancho del sendero. Era más bien como una zanja, y parecía que los neumáticos se enterrarían en él.
—No puedes pasar por ahí —dijo Jander.
Ella giró el volante y el Pontiac salió del sendero y entró en el bosque, por un momento pareció que chocarían con los árboles. Sin embargo, maniobró el coche con destreza y esquivó los árboles, para volver luego al camino.
—Muy bien —dijo Jander.
Vera no habló.
Él metió la mano en el bolsillo y sacó el paquete de Lucky.
—¿Quieres uno? —preguntó.
—No.
—¿Nunca fumas?
—Casi nunca. No tengo el vicio.
Él encendió el cigarrillo, lo miró y dijo:
—Ojalá yo tuviese ese dominio.
—Tienes dominio —contestó ella—. Muy buen dominio de ti mismo.
Jander la miró.
—No te entiendo.
—Apuesto que sí.
Él se preguntaba qué debía contestar. Decidió que lo mejor era dejarlo pasar.
Pero la muchacha continuó:
—Tengo que reconocerlo: si dieran premios por las triquiñuelas, tú ganarías uno.
Él chupó el cigarrillo.
—¿A qué viene eso de las triquiñuelas?
La joven guardó silencio durante uno o dos minutos. Luego añadió:
—Me presentaste una imagen. Me hiciste creer que eras otro debilucho, un tímido insignificante. Eres tímido, en efecto. Sólo cuando te olvidas de representar el papel.
Jander se encogió de hombros.
—Me desconciertas.
—Es difícil. Ni siquiera te conmueves. Nada te conmueve, ni una escopeta cargada.
Jander hizo una mueca, desconcertado.
—Ni siquiera parpadeaste —dijo ella—. Viste mi dedo en el gatillo y no te asustaste lo más mínimo.
—¿Qué habría debido hacer? ¿Desmayarme?
—Ahora te vuelves ingenioso —contestó Vera.
Detuvo el coche y dejó el motor en marcha mientras se giraba en el asiento y le hacía &ente.
—¿A qué viene tanto revuelo? —preguntó él con llaneza.
—Ningún revuelo, sencillamente una transacción. Sí quieres llegar a donde vas, tendrás que comprar un pasaje.
—¿El precio?
—Hablar.
—¿Sobre?
—Quiero saber por qué me engañaste. En la choza, después que entró Gathridge, me hiciste creer que estabas asustado. Y más tarde, en el bote, volviste a hacerlo. Como sí no tuvieras lo que hace falta para tomar una decisión.
—No te engañé. Trataba de actuar con inteligencia. La situación era tensa, y decidí no correr riesgos.
La mirada de ella fue penetrante.
—Corriste un riesgo mucho mayor al quedarte en el bote. Lo sabes, ¿verdad?
—Bueno, por supuesto. Ahora lo sé.
—Y también lo sabías entonces.
—Espera, Vera. Eso sólo es una suposición.
—No supongo nada. Sólo sumo uno más uno. Y resulta así: si hubieras querido, habrías podido irte. El único motivo de que no lo hicieras es que tenías pensado algo.
—¿Por ejemplo?
—Eso es lo que vas a decirme.
Él permanecía sentado, preguntándose qué podía decirle. Y pensó: bueno, tendrás que decírselo. Pero no todo. Si le dices que tratas de ayudada, ella lo rechazará y adoptará medidas concretas para oponerse. De modo que sugiero que manejes esto con cuidado…
—Esperaba que no me obligaras a admitirlo —se decidió—. El caso es que estaba sentado muy cerca de ti en el bote.
Ella le dirigió una mirada interrogante.
—Ocurrió algo —prosiguió él—. Sencillamente, ocurrió. No pude remediarlo.
—Vamos, sigue.
Él chupó el cigarrillo. Soltó el humo y dijo:
—No te pido que me creas. Querías que lo dijera y lo estoy diciendo. Sabía que si saltaba de ese bote no volvería a verte nunca. Y no podía soportarlo.
Ella miró más allá de él.
—Tendrás que decirme algo más.
—No hay nada más. Eso fue.
—¿Y qué pasa ahora?
—No estamos hablando de ahora.
—¿Vuelves a hacerte el listo?
—Si es así, no disfruto con ello.
Vera seguía mirando más allá de él. Y luego, en voz alta, para sí:
—He aquí un hombre que afirma que yo le había inquietado, tanto que no podía pensar. Estaba dispuesto a jugarse la vida para poder estar cerca de mí. Este hombre, que ni siquiera me conoce.
—Pero te conozco.
Algo, en el tono de él, hizo que le mirase.
—¿Cómo puede ser eso? —preguntó—. Me has visto hoy por primera vez.
Él meneó la cabeza lentamente.
—Bueno, ¿qué pasa? —murmuró ella—. ¿Qué me está diciendo?
—Ojalá pudiera contestarlo —dijo Jander—. Sólo sé que te he visto antes.
—¿Dónde?
—No puedo recordarlo.
—¿Cuándo fue?
—No lo recuerdo.
—¿Estás seguro de que era yo?
—No habría podido ser ninguna otra. La misma cara, la misma voz.
—¿Quieres decir que hablamos?
—En efecto.
—¿De qué?
Él no contestó. Tenía la cabeza gacha y se apretaba los nudillos contra la barbilla. Luego dijo, en voz baja:
—Es espantoso cuando uno trata de recordar y no lo consigue. Lo único que me llega es esa cosa que llaman vibración.
—¿Qué es eso?
—Una especie de contacto entre dos personas. Sólo que nada tiene que ver con los sentidos. Es más profundo. Y una vez que aparece, ya no se va.
—No lo entiendo.
—Bueno, sólo trato de explicar que es algo muy raro. Es decir, para mí. Porque solamente me ocurrió esa vez.
—¿Y nunca llegaste a superado?
El hombre le respondió con la mirada.
Se produjo un largo silencio. Y luego, de golpe, ella se volvió hacia el parabrisas, soltó el freno y arrancó.
Unos minutos después el Pontiac salía del bosque, entraba en una carretera asfaltada de doble dirección y giraba a la izquierda. Mantuvo el coche a cien kilómetros por hora. Los focos delanteros mostraron un letrero indicador que se acercaba a ellos, y cuando lo tuvieron más cerca, vieron que era la Ruta 553. Recuérdalo, se dijo. Miró el cuentakilómetros: 7122. Calculó que ya habían hecho diez o doce kilómetros, y mentalmente tomó nota de ello.
También tomó nota de una curva a la izquierda, luego una a la derecha y otras dos a la izquierda. Eran carreteras angostas, pero él buscaba indicadores y vio varios carteles de publicidad; se decía que debía recordar que eran Cerveza Hires, Betty Cracker, Motores Brayton y Cigarros Mochuelo Blanco. Se repetía Hires Cracker Brayton, Mochuelo Blanco, y lo repetía una y otra vez, hasta que quedó archivado en su cabeza.
El cuentakilómetros indicaba 7173 cuando cruzaron la Ruta 40, y al llegar a 7179 se encontraban en un camino muy angosto, con bosques a ambos lados, sin casas ni coches a la vista. El Pontiac aminoró la marcha y se detuvo, ella le dijo que se apeara.
—¿Aquí?
—Vamos, baja —dijo Vera.
—Pero no sé dónde estamos.
Ella señaló hacia atrás con el pulgar.
—Si retrocedes unos cuantos kilómetros, llegarás a la carretera. Tal vez alguien te coja.
—¿Qué carretera es?
—La Ruta 40, la que cruzamos.
—¿Por qué no me has dejado allí? ¿En la intersección?
—Por la policía del Estado —respondió ella—. Si te veían descender de este coche con esa pinta, y a mí vestida de noche, harían preguntas.
Suspiró y dijo:
—Hay una larga caminata hasta la carretera.
—Puedes hacerla.
Suspiró de nuevo. Abrió la portezuela.
—Bien, que pases un buen verano —dijo, y se apeó del Pontiac. Iba a cerrar la portezuela, pero ella se estiró y la mantuvo abierta:
—¿No piensas darme las gracias? —preguntó.
—No sabría cómo hacerla. Me refiero a que no bastaría con sólo decirlo.
Volvió a hacer el intento de cerrar la portezuela, pero Vera la mantuvo abierta. De modo que sí, pensó él, es así de verdad. Y la abrazó y la atrajo hacia sí.
Maldición, se decía. Es todo ansia, y es triste, porque sabes que es sólo por un rato. Pero si pudieras aferrarte a ella…
Vera gimió y sus labios se movieron contra los de él.
—Tenemos que parar —jadeó ella. Y luego volvió a gemir y le abrazó con más fuerza.
Él la cogió de las muñecas y se liberó poco a poco de su abrazo.
—Te olvidas de algo —le dijo.
—No hablemos de eso.
—Pero está ahí —repuso él—. Y es una situación. Es esa casa y la gente que vive en ella. Tú estás unida a ellos; eres una de ellos. No puedes irte de paseo. ¿O sí?
—No —contestó Vera—. Nunca podría hacer eso.
—Entonces, en realidad, no hay ningún problema —trató de decirlo con ligereza, pero sabía que no le entendía. Veía la angustia en la mirada de ella.
Era más de lo que podía soportar, y retrocedió al descender del coche. Cerró la portezuela con un golpe ruidoso, giró en dirección a la Ruta 40 y comenzó a caminar. Al cabo de unos momentos oyó que el coche se alejaba.
Cuando hubo caminado unos treinta metros, se le ocurrió algo, y se detuvo. Giró sobre sus talones y atisbó en la oscuridad. En lugar de las luces traseras del Pontiac sólo había oscuridad, y él pensó: Se desvió de este camino, y de alguna manera sabías que lo haría. No me preguntes cómo lo sabías, y por amor de Dios, no empieces a hurgar en tu memoria, o en tu sexto sentido, o lo que fuere, que te da la sensación de que ya estuviste en esta carretera. En esta misma carretera.
¿Estás seguro? No, no estoy seguro. No es otra cosa que una sensación que tengo. Lo único que sé con certeza es que condujo ese coche hacia otra carretera. Muy bien, ¿quieres echar un vistazo a esa carretera? ¿Crees que te dirá algo?
Caminó con rapidez en la dirección en que había venido, cubrió los treinta metros y siguió… cien metros… doscientos. Estudiaba ambos lados de la carretera, pero sólo veía la pared de árboles. Cuando hubo recorrido más de trescientos metros, vio el camino lateral y se internó en él.
No era un camino importante. Carecía de pavimento y estaba sembrado de piedras y fango. Casi es un camino de carretas, pensó, y es probable que lleve a algún granero donde no encontrarás nada. Ella no puede haber cogido este camino. De manera que lo mejor que podrías hacer es volverte y continuar caminando por la otra carretera.
Hacía más de un cuarto de hora que caminaba por el camino no pavimentado, y en las piernas comenzaba a sentir calambres. ¿De veras piensas que deberías volver?, se preguntó. Has llegado hasta aquí, y quizá deberías seguir un poco más. Sin embargo, sabes que esto no te llevará a ninguna parte. Lo único que estás haciendo es derrochar tiempo y esfuerzo en este barro.
Miró el barro, y vio las huellas de los neumáticos. Serán del Pontiac, se dijo, al observar las huellas claras y recientes en la tierra mojada.
Ahora caminaba deprisa, haciendo caso omiso de los calambres de las piernas, casi sin sentirlos. Siguió durante otro cuarto de hora, sin pensar en nada en especial, diciéndose que debía continuar. Luego, de golpe, se detuvo, se quedó rígido, con la boca y los ojos muy abiertos.
No podía creer lo que veía. Se frotó los ojos. Después, atisbó a través de la oscuridad y lo vio de nuevo. Era una nube apenas iluminada, suspendida sobre las copas de los árboles, de color violeta pálido; seguía allí, boquiabierto, mirándola, consciente de que la nube accionaba los mecanismos de su memoria.
Se encaminó hacia el resplandor violeta. El camino de fango bajaba y luego describía un recodo. Sabía qué era lo que aparecería a continuación, y unos instantes más tarde lo vio: el letrero de neón de color violeta: Amatista.
El letrero rectangular estaba sobre el techo de una estructura circular, de un piso, rodeado por una zona de estacionamiento repleta. La mayoría de los coches era de los últimos modelos y de elevado precio. Unos cuantos empleados, con camisa blanca y chaleco de color violeta, se recostaban contra la pared, cerca de la puerta de entrada bordeada de vidrio. Al otro lado de la puerta había un cartel grande que anunciaba: «La inimitable Vera».
Ahí lo tienes, pensó. Ahora recuerdas.