Se dirigió hacia ellos con pasos muy lentos, la escopeta baja y sin apuntarla hacia nada en especial; pero su pulgar estaba cerca del seguro, y el índice en el gatillo. Jander miró a Renziger y vio que tenía la cabeza gacha y suspiraba pesadamente.
—Levanta más esa lámpara —indicó Vera—. Y mantenla así.
Renziger hizo lo que se le decía: Vera se aproximó aún más y se detuvo. Ahora tenía las dos manos en la escopeta. Se dirigió a Renziger:
—Explícate.
—No tengo nada que explicar —dijo el hombre canoso—. Lo estás viendo tú misma.
Jander intervino:
—Déjame que le diga…
—Cállate —interrumpió Renziger. Y dirigiéndose a Vera—. ¿Qué harás? ¿Piensas dispararme?
—Lo estoy pensando —repuso ella.
Renziger se encogió de hombros. Miró hacia un lado y murmuró:
—Tal vez sea eso lo que necesito. Quizá sea la única forma de solucionarlo.
—¿Solucionar qué?
—Esta desgracia que tengo. La de tratar de caminar por las dos aceras al mismo tiempo.
—Si me dejas que se lo diga… —volvió a interrumpir Jander.
—Maldición, te dije que te callaras —le replicó Renziger. Y después, a Vera—: Adelante, dispárame. Adelante.
Ella le miró con solemnidad:
—¿Qué pasa, Renziger? ¿Qué te ha ocurrido?
—Estoy a punto de dejar el oficio. En esta profesión hay que ser de hielo. Minuto a minuto. Si te derrites, estás listo.
Con la escopeta, ella indicó a Jander.
—¿Estás seguro de que él no te convenció de eso?
—No hemos hablado para nada de ese aspecto.
¿Qué significa todo esto?, se preguntaba Jander. ¿Qué está tratando él de venderle? O tal vez hablaba en serio cuando le dijo a ella que le disparase. Quizá se siente demasiado viejo y cansado, y ya no le importa nada. Bien, sea lo que fuere, supongo que será mejor que hagas lo que dice él y te mantengas al margen del asunto.
Vera tenía los ojos entre cerrados cuando dijo a Renziger:
—Habla con sinceridad. Todo.
—En realidad no hay mucho que decir —contestó Renziger—. Sólo que miro a este hombre y pienso: tiene un aspecto lamentable, es como si supiera que es su última noche en este mundo. Y no porque haya hecho algo para merecerlo. De verdad que pensaba que era una pena. Y cuanto más lo pensaba, más me molestaba. De modo que al final cedí. Me dije: tienes que sacarle de aquí y soltarle.
—¿Sabías lo que eso te costaría?
Renziger emitió otro pesado suspiro.
—Sí, muchacha, lo sabía.
—¿Y no te importó?
—Por supuesto que me importó. Pero no podía hacer otra cosa. Tenía que sacarle de la casa, eso es todo.
—¿Por qué saliste con él?
Renziger hizo un ademán indiferente.
—No es fácil encontrar el camino por aquí. Tuve que dar la vuelta por este lado de la casa, para mostrarle cómo hallar el sendero en el bosque.
Ella miró el Pontiac.
—Sabías que las llaves estaban en el coche.
—No iba a permitirle que se llevara el coche. Tú lo sabes.
—Sólo sé que dejaste esto en la casa —e indicó la escopeta. Y luego, señalando a Jander con la cabeza—: Es más grande que tú, y mucho más joven. Habría podido llevarse el coche.
—No lo habría hecho —dijo Renziger.
—¿Por qué no?
—Le dije que el coche es tuyo. ¿Crees que se habría llevado tu coche? ¿Después de lo que hiciste por él?
Ella dirigió una mirada dura a Renziger.
—Hiciste mucho por este hombre… —añadió.
—Deja eso —siseó ella.
Pero Renziger continuó.
—Te arriesgaste por este hombre. Le llevaste a la choza en lugar de traerle a la casa. Porque sabías lo que le ocurriría en la casa. Y después sacas comida de la nevera y se la llevas. Y la ropa que lleva puesta. Lo intentaste, ya lo creo. Si no hubiera aparecido Gathridge, habrías conseguido que el hombre se fuera ileso.
Ella trasladó la mirada intensa hacia Jander.
—Has hablado mucho. —Luego giró de nuevo hacía Renziger—. Me dijiste que no habíais hablado.
—Bueno, lo que quiero decir es que…
—No trates de eludirlo —le interrumpió—. También tú has hablado un poco, ¿verdad?
—Mira, muchacha…
—Estoy mirando. Miro y entiendo. Le has contado todo, maldición. Le has contado todo lo relacionado con esta casa. Por qué vinimos. Y por qué tenemos que quedarnos.
Renziger no respondió.
—Pedazo de tonto —dijo ella.
Después retrocedió con gran lentitud y levantó la escopeta, con movimientos deliberados, de modo que les apuntaba a los dos.
Pero su mirada seguía clavada en el hombre canoso cuando dijo, disgustada:
—¿Por qué tuviste que decírselo? —y sin esperar una respuesta—: ¿No ves en qué situación me coloca? Ahora no puedo hacer ninguna otra cosa.
—Pues hazla —dijo Renziger. Señaló a la escopeta con expresión de cansancio—: Hazlo de una vez.
—Renziger, por favor.
—¿Por favor, qué? ¿Qué quieres de mí?
Es un verdadero artesano, pensaba Jander. Maniobra con destreza profesional, y se parece mucho al billar, con una situación que exige un toque delicado y un dominio absoluto de los nervios. Pero está sudando mucho.
Y no porque le preocupe que ella oprima el disparador. Es una hija obediente, y resulta muy evidente lo que piensa hacer. Tiene la intención de llevarnos a la casa y despertar a Hebden. Y, por supuesto, esa será el final; ahí terminará todo. No obstante, si Renziger consigue disuadirla, si es capaz de enviar la bola exactamente hacia donde quiere que vaya…
Ella prosiguió:
—Sólo quiero que habléis francamente. Me dirás por qué se lo contaste todo.
—Eso fue antes que decidiera dejarle irse. Pensé para mis adentros; aquí hay un hombre a quien vamos a eliminar, y por lo menos tiene derecho a saber por qué.
—Eres un caso perdido. —Ella meneó la cabeza lentamente—. Primero le cuentas todo lo que ha pasado, y luego quieres soltarle.
—Porque sabía que lo que le había contado no pasaría de ahí.
—¿Quién te dio esa idea? ¿Acaso te firmó algún contrato?
—Hay formas en que uno puede darse cuenta. Sólo tuve que mirarle…
—¿Y qué viste? ¿A Juan el Bautista?
El canoso esbozó una leve sonrisa.
—Muchacha, tú sabes lo que vi. Porque tú también lo viste… cuando le encontraste allí, en la playa. Echaste una sola mirada, y supiste que no fingía.
—Le estás defendiendo.
—Tú y yo —dijo Renziger.
Ella inspiró, tensa, soltó el aire con lentitud y luego volvió la cabeza y miró hacia la casa.
—Maldición —dijo, y contempló a Jander. Cerró los ojos y murmuró—: Maldito infierno. —Bajó la escopeta. La observó durante un instante y luego se la entregó a Renziger—. Vea la casa —concluyó.
—Muchacha, ¿qué piensas hacer?
—No te interesa. Ve a la casa.
Él no se movió.
—¿Qué les diré?
—Diles lo que quieras. No me importa.
—Vera, usa el cerebro…
—¿Qué cerebro? Si tuviera cerebro no estaría haciendo esto.
—¿No hay manera de que pueda cubrirte?
—Cúbrete tú.
—Vera, escúchame. Tenemos que estar juntos en esto. Harán preguntas, es inevitable, y será mejor que tengamos las mismas respuestas.
La muchacha se frotó la barbilla, pensativa. Al cabo de un momento dijo:
—Sólo podemos decirles una cosa. Yo aparecí por detrás de ti con el cuchillo y te quité la escopeta. Luego salí con él de la casa, y tú oíste que el coche se alejaba. Saliste corriendo y encontraste la escopeta… Renziger meneaba la cabeza enérgicamente.
—¿Por qué no? —preguntó.
—No suena bien. Deja toda la culpa sobre ti.
—Bueno, yo seré la culpable, ¿y qué?
—¿No te das cuenta de lo que puede ocurrir?
—No te preocupes por eso.
—Estoy más que preocupado; temo por ti. Quiero decir que temo de veras.
—¿Gathridge?
—Gathridge, no —respondió él con tono deliberado.
Y Jander pensó: ¿Hebden? Por supuesto, se refiere a Hebden.
Ella dijo:
—Olvidas que es mi padre.
—No lo olvido —dijo Renziger—. Pero quizá lo olvide él.
Vera no respondió.
—No le conoces como yo.
Ella se quedó un tanto rígida.
¿Qué pasa?, pensó Jander. No es de las que muestran miedo. Es algo peor que miedo.
Pero entonces, fuese lo que fuere, ella lo apartó y su voz sonó decidida y controlada.
—No quiero seguir escuchándote. Ya te he dicho con exactitud lo que debes decir, y así será. —Pero Vera…
—Déjame en paz —le cortó—. Ve a la casa.
Renziger dio unos pasos en dirección a la parte trasera de la casa; luego se detuvo, giró y miró a Jander. No habló, pero a la luz de la lámpara su rostro mostró lo que pensaba. Era como si sus ojos dijeran: gracias por ayudarme.
Pero yo debería estarle agradecido, pensó Jander. No es así, dijeron los ojos de Renziger. Porque sin ti yo no lo habría logrado. Y lo he logrado. Decían que nunca podría hacerla, pero lo he hecho. Sé que he sido rehabilitado. Se volvió, dio la vuelta a la esquina trasera de la casa y desapareció de la vista.
—Vamos —dijo Vera.
Se metieron en el Pontiac y ella puso en marcha el motor y encendió los faros delanteros. El coche avanzaba muy despacio, alejándose de la casa, la mujer lo conducía con cuidado por el borde de la cuesta llena de hierbas que bordeaba el lago. Jander miró el lago y se dijo que debía continuar mirándolo, porque no quería mirarla a ella. Sabía que si la miraba diría algo, y era mejor que no dijera nada. Porque en realidad no sabes qué decirle, pensaba. Es un sentimiento que nunca has tenido hasta ahora, y no puedes hacerle frente. Estás abrumado, eso es lo que ocurre. Abrumado e inmovilizado.
Siguió mirando el lago hasta que el Pontiac tomó un recodo que lo dejó fuera de su visión. Ahora sólo podía ver el plateado sobre el verde de los árboles bañados por la luz de la luna. El coche aceleraba por el sendero que cruzaba el bosque.