10

—Eso ocurrió a mediados de abril —dijo Renziger a Jander—. De manera que llevamos aquí más de tres meses, y no hay forma de saber cuánto tiempo más tendremos que permanecer.

Jander estaba cruzado de brazos y miraba hacia el suelo, pensativo.

—¿Cuándo llegaron los otros?

—¿La esposa y la hija? Después, ese mismo día.

—¿Venían de Filadelfia?

Renziger asintió.

Jander le miró.

—¿Cómo vinieron?

—En un coche —respondió Renziger—. Vera tiene un coche. —Y dirigió a Jander una significativa mirada de reojo—. ¿Entiendes ahora?

—¿Si entiendo qué?

—Qué era lo que estaba pensando Hebden cuando hablaba de querer estar cerca de su familia. Por supuesto, quería tenerlas cerca. Porque sabía que le resultarían útiles. La cocina, las tareas de la casa… esa es una de las cosas. Pero lo principal era que necesitaba a alguien con un coche.

—¿Para hacer recados?

—Eso mismo —contestó Renziger—. De modo que una o dos veces por semana Vera viaja al pueblo y compra la comida y todo lo que necesitamos. Así fue como conseguimos el fueraborda. Ella compró el bote de segunda mano, lo amarró a la parte superior del coche y lo trajo hasta aquí.

—¿Para qué es el bote? —preguntó Jander.

—No es para pescar, por supuesto. O tal vez en cierto modo podrías llamarlo pescar. Porque lo que queremos conseguir es algo más grande. Uno que pueda llevamos a alguna parte.

Jander inclinó la cabeza, interrogante.

—Tiene que ser algún lugar donde estemos a salvo —prosiguió Renziger—. Hemos estado hablando del Caribe. Ya sabes, una de las islas. Y para ese tipo de viaje necesitamos un barco de verdad, un crucero con camarotes.

—Para eso hace falta financiación.

—Y cuando no hay financiación, lo intentas de otra manera —dijo Renziger—. Eso era lo que hacíamos Gathridge y yo cuando te vimos allí, nadando. Rondábamos con el fueraborda y buscábamos algo que recuperar. Algo como un barco de unos diez metros, en buen estado y con un motor confiable. Salimos casi todos los días, y naturalmente hemos visto barcos, pero ninguno llenaba los requisitos. Algunos eran demasiado pequeños y otros no eran más que chatarra. Pero tarde o temprano encontraremos exactamente lo que buscamos.

—¿Y lo abordaréis?

—Por supuesto que lo abordaremos.

—¿Con las escopetas? —dijo Jander, en una afirmación más bien que una pregunta.

Renziger le miró durante un momento y luego apartó la vista y dijo:

—Ahora me estás señalando con el dedo.

—De ninguna manera.

—No me vengas con eso —dijo Renziger, melancólico. Bajó la cabeza. Masculló en voz alta, para sí—: Lo único que podemos hacer es abrigar esperanzas. Esperar que lo único que tengamos que hacer es enseñar las escopetas. Pero nunca se sabe. Algunas personas ven cómo las apuntan, y para ellas no significa nada. Los dos puertorriqueños, por ejemplo. Y antes, tantos otros. Recuerdo una vez, hace mucho, que había un… —Se interrumpió y bajó la cabeza aún más—. ¿Sabes cuál es mi verdadera esperanza? Que nunca veamos esa embarcación.

Jander no sabía qué decir. Pensaba: este hombre se está destrozando. Y no puedes decirle nada que le haga las cosas más llevaderas. Si lo intentaras, le haría un flaco favor. No quiere que le faciliten las cosas. Lleva un rótulo que dice «penitente», y quiere estar a solas con él y hacer lo posible para llevarlo. Sólo que no existe una manera de hacerla; las órdenes las da Hebden, y no se pueden eludir. No obstante, él lo intentó. Primera con los puertorriqueños; luego, contigo. Si lo vuelve a intentar, será un mártir… o un tonto de remate, como lo quieras llamar.

Pero, por favor, no te pongas cínico. Esa es una forma de pensar negativa, y te arruina la puntería. Ahora apuntas a ayudar a esa muchacha, cuyos ojos no dejan de decirte que aún no ha comenzado a vivir, que existe en alguna habitación sombría cuyas puertas están cerradas con llave.

Así que hazme el favor de concentrarte en tu objetivo. Sin embargo, es obvio que no puedes apuntar en línea recta. No es una investigación de este tipo. Es más bien de aquellas en las cuales hay que virar y describir círculos y retroceder, hacer conjeturas y andar a tientas. Es un enigma llamado Vera, y no importa cuáles sean los obstáculos, tendrás que seguir en ello, devanarte los sesos y arriesgar la vida. Tienes que hacerlo, eso es todo. Y no empieces a preguntar por qué. No empieces a preguntarte por qué tú, entre todas las personas, habrías sido elegido para eso. Porque forma parte del enigma.

—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó.

—No —respondió Renziger—. Pero tal vez pueda encontrar alguno. —Se levantó de la banqueta de madera y salió de la habitación. Unos momentos más tarde volvió con un paquete de Lucky y fósforos. Se los entregó a Jander y le dijo—: Quédatelos.

—Gracias —repuso Jander. Abrió el paquete sin mirarlo y se llevó un cigarrillo a los labios con suma lentitud, y aún más lentamente frotó un fósforo y lo acercó al cigarrillo. Hizo una larga y profunda inhalación, y cuando soltó el humo dijo—: Si conduce un coche al pueblo, corre un riesgo.

—¿Qué riesgo?

—Técnicamente es cómplice. Eso la coloca en la lista de los buscados.

—Sería así si supieran que es la hija de Hebden. Pero no lo saben. No tienen manera de saberlo.

—¿Y qué hay de los documentos?

—No hay documentos.

—¿Ni siquiera un certificado de nacimiento?

—Ni siquiera eso.

Jander dio otra larga chupada al cigarrillo. Soltó el humo y sopló la nube de humo para alejarla; mientras la observaba desplazarse, dijo:

—Tiene que haber un certificado de nacimiento.

Renziger negó enfáticamente con la cabeza.

—¿Por qué estás tan seguro? —preguntó Jander.

—Porque se lo pregunté a Hebden. Dijo que no existía.

—¿Explicó por qué?

—Sólo dijo que no lo sabía.

Jander dejó caer el cigarrillo al suelo. Lo pisó.

—Con o sin documentos —dijo—, las autoridades tienen maneras de averiguarlo. Para eso les pagan.

—A la mayoría de ellos les pagan en exceso —respondió Renziger.

—Y a algunos les pagan menos de lo que les corresponde.

—Por supuesto. Y a otros nunca les pagan nada. O bien con veneno para cucarachas. ¿Pero por qué molestarse en hablar de ellos? Al demonio con ellos. Y puedes creerme, no conocen el hecho de que ella sea la hija de Hebden. Por lo tanto, ¿qué te parece si nos olvidamos de eso?

—Todavía no —dijo Jander. Miraba atentamente la pared del otro lado de la habitación, como si tratara de leer algo en ella. Pero no dijo nada, y sólo pudo probar suerte con otra pregunta—. ¿No le visitaba ella en la prisión?

—Nunca.

—¿Su esposa iba a verle?

—Naturalmente. Saben que tiene esposa. Pero no una hija. No saben nada acerca de…

—Dime una cosa: ¿recibía cartas?

—¿De Vera? Ni una. Ni siquiera una postal.

Jander se levantó de la banqueta con movimientos lentos. Fue hacia la pared de enfrente, se dio la vuelta y regresó, se giró de nuevo, hizo la mitad del trayecto hacia la otra pared y regresó. Tenía las articulaciones de los dedos, plegados, apretadas con fuerza contra la frente. Murmuró:

—Tal vez sea algo así: Vera quería visitarle, escribirle, pero su madre no la dejaba.

—¿Por qué motivo?

—Ni siquiera me lo imagino —repuso Jander. Pero entonces se le ocurrió una idea, y se oyó decir—: Tal vez tampoco se lo imagine Vera.

—¿Cómo?

—Sólo estoy haciendo conjeturas —continuó Jander—. O tal vez sean algo más. Porque como si pudiera oír la grabación, la conversación entre madre e hija. La madre dice «no», no visitarás a tu padre ni tratarás de comunicarte con él de ninguna manera. Entonces la hija pregunta por qué. Y la madre no quiere decírselo. Pero ella continúa preguntando, y al final la madre se enfada y le dice: «No me preguntes nada, haz lo que sé te ordena». ¿Y qué efecto produce eso en la hija? Introduce la confusión en su mente. Y digamos que ella trata de eliminarla, pero sigue ahí, es una voz que continúa preguntando por qué. Y no hay manera de obtener la respuesta, no hay nadie que la ayude. Porque no existe nadie con quien pueda hablar, absolutamente nadie…

—Espera —interrumpió Renziger—. No dejes que esto te desborde.

Jander miró más allá del hombre canoso.

—¿Quieres hacer algo por mí?

—Si puedo…

—¿Me dejarías echar una mirada a ese coche?

—¿Para qué?

—Tal vez me diga algo.

—¿Sobre Vera?

Jander asintió.

—Muy bien —dijo Renziger—. Si crees que eso te llevará a alguna parte…

Se levantaron de la banqueta de madera, fueron a la sala, cruzaron la habitación contigua hasta la cocina.

—Necesitaremos una luz. Afuera está muy oscuro —dijo Renziger, y cogió la caja de fósforos que le tendía Jander. Encendió uno y acercó la llama a una lámpara de queroseno que había cogido de un estante. Sostuvo la lámpara encendida un poco por encima del hombro, mientras abría la puerta de la cocina. Jander le siguió afuera y luego caminó a su lado mientras cruzaban el terreno arenoso y blando. La luz de la lámpara mostraba, delante de ellos, estanques verdinegros, y Renziger añadió—: Mira por dónde caminas. Este no es un patio trasero común. Es todo ciénaga, y debes andar con cuidado.

—¿Dónde está el coche?

—Al otro lado de la casa.

Eludiendo los charcos, siguieron un sendero curvo que ascendía un poco. Los llevó alrededor de la esquina de la casa, y durante varios metros más siguió colina arriba, luego el terreno se hizo llano y fue de tierra firme. Renziger levantó la lámpara y con la otra mano señaló:

—Ahí está.

El coche se encontraba estacionado a pocos metros de la casa. Era un Pontiac de capota dura. A la luz del farol parecía de color gris pálido. Cuando se acercaron, Jander vio que estaba salpicado de fango y queja pintura laqueada se hallaba cubierta de una gruesa capa de polvo. Trazó una raya con el dedo, a través del polvo, se acercó más y vio que el color era gris intermedio.

—¿Qué te dice eso? —preguntó Renziger.

Jander no contestó. Continuó examinando el Pontiac, escudriñándolo desde la cubierta del motor hasta el parachoques trasero, y desde los neumáticos hasta arriba. Luego fue hacia la parte delantera y observó el morro del coche.

Volvió hasta donde Renziger le observaba con perplejidad.

—Es el modelo de este año.

La frase nada le dijo a Renziger. Miró el Pontiac, se encogió de hombros y dijo:

—Tiene una línea bonita.

—Muy bonita —murmuró Jander secamente.

—¿Y qué?

—¿Y cómo es que ella tiene un coche nuevo?

—No sé —repuso Renziger—. Ni siquiera sabía que este coche fuese nuevo. He estado alejado del mercado.

Jander limpió un poco el polvo de la ventanilla delantera y miró dentro del coche.

—Tiene de todo —dijo—. Radio, calefacción, trasmisión automática y tal vez conducción de potencia. Tuvo que pagar bastante por este coche.

—O quizá no le costó un centavo —replicó Renziger.

Jander le miró, esperó unos minutos y luego preguntó en voz baja:

—¿Crees que eso es lo que hace ella?

—Bueno, no puedo decirlo con seguridad…

—Pero te inclinarías a pensarlo —insistió Jander—, ¿no es así?

El semblante de Renziger se puso tenso.

—Eso no lo discutiremos.

—No estamos discutiendo.

—Entonces dejémoslo, ¿de acuerdo?

—Por supuesto. —Se calló durante un momento. Luego prosiguió—: Me pregunto por qué lo sacaste a colación.

El hombre canoso se apartó, le dio la espalda a Jander y prosiguió:

—Lo único que ocurre es que tengo motivos para creerlo. ¿De dónde, si no, saldría el dinero? No sólo el dinero para esto —y señaló el Pontiac—, sino el que alimenta a cinco bocas con tres comidas diarias. Si no fuese por el dinero que trae ella, todos caeríamos en la desnutrición. Porque el que teníamos cuando llegamos, los ciento cuarenta, apenas habría durado un mes. Ella le dijo a Hebden que se lo quedase, que ella pagaría todos los gastos de su bolsillo. ¿Pero cómo llena el bolsillo? Ya me dirás.

—No, dímelo tú.

Renziger se volvió de golpe; su mueca de exasperación se mezcló con cierto ruego de ser entendido. Habló con dificultad, su voz era chirriante:

—¿No ves lo que estás haciendo aquí? Me obligas a decir cosas que no quiero. Por Dios, no tengo nada contra esa muchacha.

—¿Por qué habrías de sentir pena? —Jander seguía acuciándole—. Si es una ramera, es una ramera.

—No lo es.

—Pero tú acabas de decir…

—Está bien, no trates de partirme en dos. Ya estoy bastante dividido. Por un lado predico que transitemos por el sendero de la pureza; por el otro sé muy bien que es como tratar de caminar por el aire. Si no tienes dónde pisar, si no hay tierra firme, te caes. Y eso es lo que ocurre en su caso. Por eso hace lo que hace.

—¿Y estás seguro de que eso es lo que hace?

Renziger miró, suplicante, hacia el cielo oscuro.

—No se sentirá satisfecho hasta que me obligue a contestar.

—Sólo quiero un sí o un no.

El hombre canoso hizo una profunda inspiración. Lanzó a Jander una mirada de irritación.

—Te lo diré tal como es —dijo—, y a partir de ahí, puedes pensar lo que quieras. En primer lugar ese trabajo que hace es nocturno. Y nunca trabaja más de dos o tres noches por semana. Casi siempre, los fines de semana. Y hay semanas en que no trabaja. Supongo que son aquellas en las cuales no se encuentra en condiciones. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Jander respondió con lentitud.

—Entiendo lo que quieres decir, por supuesto.

No obstante eso también sería válido para una camarera o una obrera de fábrica de horario parcial.

—Naturalmente. Pero cuando esta va a trabajar no lleva delantal ni tampoco ropa de trabajo. Más bien, pendientes largos, un peinado de fantasía y uno de esos vestidos que si lo pones en la balanza no pesa mucho más que un pañuelo.

—¿Y mucho maquillaje?

—No —contestó Renziger—. Nunca usa maquillaje. No lo necesita. Con su cara, no le hace falta. Y otra cosa: Tampoco necesita tacones demasiado altos. Si uno la ve cruzar la habitación con ese andar que tiene, ves algo lujoso, quiero decir realmente lujoso. Y maldita sea, me has hecho hablar de esto, de modo que tendré que seguir y decirte que las he visto a todas; tengo sesenta y tres años, pero no siempre tuve sesenta y tres antes de que me metieran donde no podía ir de un lado a otro. En otro tiempo, solía hacerlo. Tenía la tela. Siempre eran de primera calidad en los lugares de primera. De modo que te digo que las he visto a todas, y ninguna de ellas siquiera se le acerca. Las noches en que baja por la escalera, —cuando sale de la casa y va a trabajar, uno se sienta ahí, a mirarla, y tiene la sensación de que es demasiado, de que no puede ser cierto…

—Pero es verdadera, por supuesto —dijo Jander. Tenía vuelta la cabeza, un tanto hacia un costado, y miraba por encima de la cubierta del motor del Pontiac. El resplandor del farol de queroseno rebotaba en las ventanillas del coche y parecía revolotear en torno de Vera, que se encontraba a menos de cinco metros de la parte delantera del vehículo.

Llevaba puestos los pendientes largos y su cabello bronceado lucía un alto y complicado peinado. El abrigo abierto, blanco, de seda y lana, revelaba el ceñido vestido blanco. Permanecía inmóvil; su mano izquierda descansaba ligeramente sobre su cadera. La derecha sostenía la escopeta.