9

Todo comenzó con una fuga de la cárcel.

No creían tener mayores posibilidades, pero por supuesto que eso no les amedrentó; en realidad, no tenían nada que perder. Los tres estaban calificados como «reincidentes», y todos los informes psicológicos afirmaban que eran incapaces de rehabilitación. Compartían una celda en un sector de la penitenciaría que había sido construido especialmente con medidas de máxima seguridad. Entre los convictos, a aquel sector se le llamaba Casa H. P.; H. P. quería decir Huéspedes Permanentes.

La penitenciaría se encontraba en Pennsylvania, a unos ciento diez kilómetros de Filadelfia. Habían sido trasladados allí desde otras instituciones penales que no habían sido capaces de manejarlos, básicamente porque ellos se negaban a adaptarse a un ambiente de encierro. No era que provocasen disensiones, o que precipitasen rebeliones o motines. Se trataba, sencillamente, de que cada uno, a su manera, maniobraba continuamente para encontrar una salida.

Aparentemente, no existía tal salida de la Casa H. P. Habían sido compañeros de celda durante varios años, y se pasaron la mayor parte de ese tiempo buscando un plan; a veces les parecía haber encontrado uno, y después, al estudiarlo más de cerca, veían que no funcionaría. Con las suelas de los zapatos borraron incontables diagramas dibujados en el suelo de la celda con fósforos quemados, diagramas a los que llegaban luego de prolongadas discusiones y debates, que en ocasiones duraban toda la noche.

Durante más de cuatro años desecharon los diagramas, hasta que un día dibujaron uno que, de alguna manera les pareció diferente de todos los demás. Se relacionaba con una zona especial de la Casa H. P. que esos momentos se usaba para exámenes ópticos, en concreto de las córneas de los convictos que habían legado sus ojos a los ciegos. Las sesiones comenzaban a las 9.30 en punto de la mañana, un detalle importante, porque el intervalo entre las 9:30 y las 9:50 se utilizaba para la descarga de los camiones de provisiones, en la puerta exterior de la Casa H. P. A un lado de la sala que se usaba para los exámenes oculares había una puerta sin cerradura, porque por lo general era utilizada como archivo, y los empleados del archivo no eran convictos. La puerta daba a un corredor, del cual salía otro corredor que llevaba a la plataforma de descarga.

Toda la descarga de los camiones era realizada por presos elegidos con cuidado, no residentes en la H. P. No se permitía salir al patio a ningún residente de la Casa H. P., a no ser para períodos limitados de ejercicios, bajo la vigilancia de grupos especiales de guardias. Según Hebden —quien había oído hablar de la puerta sin cerradura a un preso, quién a su vez lo supo por otro—, todo dependía de la posibilidad de obtener un arma, real o de imitación para intimidar a los trabajadores de la plataforma de descarga. Tenía que ser con un arma, insistía Hebden, porque no podían esperar la colaboración de los hombres con condenas pequeñas, ni de los detenidos que saldrían muy pronto en libertad bajo palabra, con sólo pedida.

Los tres se acuclillaron allí, en el suelo de la celda, estudiaron el diagrama y lo comentaron. Gathridge decía que no le gustaba la idea de un arma de imitación. Tenía que ser un arma de verdad, porque el cálculo de probabilidades indicaba que llegaría un momento en que deberían utilizarla. A Renziger no le agradaba demasiado esa parte del plan. Gathridge y Hebden le miraron. Luego Hebden se inclinó hacia él y le preguntó en voz baja si quería pasarse el resto de sus días allí, en la Casa H. P. Respondió con la mirada. Sus ojos decían «no».

Aun así, se decía en aquel momento, le producía desesperación el que se necesitase un arma de verdad. No porque nunca hubiese usado una, ese no era el motivo. Había causado considerables pérdidas de vidas a lo largo de su carrera como asaltante armado, y según le contaba ahora a Jander, hubo una época, en su juventud, en que apuntaba y oprimía el gatillo sin pensar para nada en lo que hacía; sólo quería eliminar un obstáculo. No obstante, en los últimos tiempos, en esos años recientes de la Casa H. P., Renziger había comenzado a pensar en ello, y poco a poco llegó a tener conciencia plena de lo que había hecho con seres humanos vivientes. A veces, muy avanzada la noche, con los ojos cerrados pero con el cerebro muy despierto, veía las caras. En algunas noches muy difíciles, escuchaba sus jadeos y gorgoteos finales.

Renziger nunca había mencionado sus remordimientos a sus dos compañeros de celda. Esa habría sido una manera de librarse de ellos, y no quería eliminarlos. El peso de ellos era un castigo mucho mayor que el encarcelamiento de la Casa H. P. Y tal vez, si un día lograse salir de allí, podría compensarlo de alguna manera.

En los otros dos no había remordimiento alguno, y no lo lamentaban; sólo sentían disgusto por los errores técnicos que habían hecho que los atraparan. En el caso de Gathridge, era el hecho de no haber eliminado al esposo de la mujer que había violado. Hacía unos meses que se encontraba en libertad, después de haber purgado más de siete años por violación, y vio a aquella mujer que salía de un supermercado, y la siguió. La atrapó en la cocina, y acababa de terminar cuando se abrió la puerta de la cocina. Entró el esposo, y momentos después este quedaba tendido, inmóvil, en el suelo. Al salir, Gathridge estaba seguro de haber completado la tarea. Sin embargo, una hora más tarde el marido se reanimó lo suficiente como para arrastrarse hasta el teléfono, y una hora después Gathridge era arrestado. Y esa vez se la dieron de verdad. Una condena de noventa y nueve años, y el juez le aseguró que la cumpliría, si vivía hasta entonces.

La situación relacionada con Hebden era una serie de extorsiones que habían culminado con la eliminación de un intermediario. Resultaba un tanto complicada por el hecho de que el intermediario había sido liquidado con su propia pistola. Hebden afirmó que había sido amenazado y que gracias a una rápida maniobra logró apoderarse de la pistola, que usó en defensa propia. Era un argumento bastante bueno, y todas las evidencias indicaban su veracidad. Habría podido librarse del cargo de homicidio, a no ser por sus antecedentes de condenas anteriores. Había purgado varias condenas por otros delitos. Y ahora el fiscal exigía sin rodeos una acusación por asesinato, ya que el intermediario había sido eliminado durante la comisión de un delito. Pero al final, en la antesala del juez se llegó a un acuerdo, con un cargo de delito en segundo grado y, por supuesto, Hebden se declaró culpable. Le echaron una condena de veinte años, con otros quince más por una acusación de extorsión.

En su primera reunión con el alcaide, se le preguntó qué opinaba de la sentencia, y respondió, con evidente sinceridad, que era exactamente lo que se merecía. Y lo decía en serio. Se sentía muy disgustado consigo mismo por haber arruinado el intento de extorsión. El intermediario había mostrado la pistola nada más que para demostrar que la llevaba encima. De modo que no cabía la menor duda de que no era necesario arrebatársela. Fue un grave error —desde un punto de vista estrictamente profesional—, y se agravó aún más cuando apuntó con la pistola y disparó de forma deliberada. Lo había hecho por el único motivo de que estaba irritado con el intermediario, y en esos momentos perdió el dominio de sus pensamientos. Eso lo admitió con franqueza a sus dos compañeros de celda, y en ciertas ocasiones lo discutió largo y tendido. Era una lección, decía. Demostraba la total imbecilidad de comportarse de manera emocional mientras se hacía un trabajo. «No es posible darse ese lujo —dijo—. Tal como un gordo no puede permitirse el lujo de olvidar que no debe atiborrarse de budín. Si lo sigue olvidando, llegará un momento en que será demasiado tarde para recordarlo. Y a la familia le aumentan los costos, tiene que comprar una caja especial. Te digo que es algo que hay que tener en cuenta. Nunca comas nada únicamente porque te agrada el sabor. Esos dos o tres segundos con la pistola tuvieron un sabor delicioso mientras duraron. Pero mira lo que me cuestan. Mira lo que le cuestan a mi familia…».

Cuando Hebden hablaba de su familia, no miraba a sus dos compañeros de celda. Quería estar solo con sus pensamientos. No obstante, había ocasiones en que expresaba su ansia, con la cabeza baja, mientras murmuraba: «Un hombre tiene que estar con su esposa y sus hijos. Ninguna otra cosa vale la pena. Puede que te destrocen los nervios, y a veces se vuelven tan desesperantes que uno quiere romperles la cabeza, pero eso no importa. Lo único que importa es que uno está vinculado a ellos y quiere estar con ellos y hacer lo que pueda para cuidarlos».

—¿Cómo lo lograrás? —se preguntó Gathridge en voz alta—. Si sales de esta jaula, tienes que correr y seguir corriendo. En algo así, no puedes incluir a la familia.

Hebden le miró.

—La incluiré.

—No puedes hacer eso —dijo Gathridge—. No es la forma de llevarlo.

—Soy un hombre de familia —aseveró Hebden.

—Pero por Dios…

—Ya te lo he dicho: soy un hombre de familia. ¿Vas a seguir ahí, discutiendo conmigo?

—Sólo estoy tratando de meterte en la cabeza…

—No puedes meterme nada en la cabeza. Ni tú, ni ningún otro. —Y los miró a los dos mientras lo decía—. O mi familia viene en este viaje o nos olvidamos de todo el asunto. ¿Qué prefieres?

Renziger se encogió de hombros.

—Está bien, está bien.

—¿Y tú? —murmuró Hebden a Gathridge.

—Lo mismo —asintió el hombre corpulento, a regañadientes. Y luego, melancólico—: Como si tuviera alguna importancia. Estamos parloteando sobre algo que no va a suceder. Nunca saldremos de esta jaula. Cuando le pusieron Casa H. P., acertaron con el nombre, créeme.

—Pero no quiero creerte —repuso Hebden, mientras miraba las paredes de la celda—. Es como cualquier otro problema. Hay que seguir estudiándolo. Para al final encontrar algo.

—Si duras tanto tiempo —dijo Gathridge.

Siguieron dibujando diagramas en el suelo de la celda, y por último llegó la noche en que examinaron el dibujo de líneas negras y luego se miraron entre sí con alguna esperanza en los ojos.

Esa noche no durmieron. No querían dormir. Siguieron discutiendo el diagrama, en cada uno de sus aspectos, examinándolo para descubrir el menor resquicio de defecto, y no encontrando ninguno, finalmente Renziger dijo:

—Es posible. De veras que es posible, y vale la pena intentarlo…

Hebden dirigió a Gathridge una mirada interrogante, y este dijo:

—Cualquier cosa con tal de salir de aquí. Haría cualquier cosa…

—Entonces está decidido —apostilló Hebden.

Las comisuras de sus labios se elevaron ligeramente. Algo brilló en sus ojos, hizo que los otros le mirasen con atención. Esperó un buen rato. Luego, prosiguió en voz muy baja:

—Hay algo que quiero que sepáis. No pude decirlo antes porque los otros diagramas eran malos, y no veía motivos para mencionarlo. Pero ahora tenemos un plan que parece bueno. Si funciona, pronto estaremos viajando. Sólo que no andaremos describiendo círculos, como conejos. Iremos a casa en línea recta.

—¿A casa? —Gathridge parpadeó—. ¿Qué quiere decir a casa?

—Protección —respondió Hebden.

—¿Dónde está ese lugar? —preguntó Renziger.

—En el sur de Jersey —repuso Hebden—. En la costa. Cuando miras hacia ese lado, puedes ver la bahía de Delaware. Miras en derredor y sólo ves pantanos y algunos pinares. Lo único que no verás es gente. El pueblo más cercano está a kilómetros de distancia. Por lo menos a doce kilómetros.

—Perfecto —dijo Gathridge secamente—. ¿Pero qué hay de las condiciones de vida?

—Hay una casa —intervino Hebden—. Una casa vieja, de madera.

Le observaban con curiosidad. Él miraba más allá de ellos, y había en su rostro una expresión… Parecía que estuviese viendo algo que se encontraba muy lejos de los muros de la celda.

—Hace casi treinta años —recordó—. Yo trabajaba con un grupo que traía contrabando… en especial perfumes y pieles, y de vez en cuando algunas piedras sin tallar. La casa era una cobertura. Se la compramos a una pareja de ancianos que tenía que vivir allí porque carecía de otro lugar adonde ir. Y entonces la convertimos en una casa para la pesca, y la guardia costera llegó para hacer algunas preguntas, y nosotros no somos nada más que un grupo de maniáticos de la caña de pescar y tenemos nuestros propios botes. Para respaldar eso, pescábamos un poco casi todos los días. Recuerdo que pescamos muchos róbalos. Cuando salíamos a recibir algo, veíamos a la guardia costera, y entonces hacíamos más lenta la marcha y nos poníamos a pescar. Nos observaban durante un rato y después se iban. No obstante, nosotros no dábamos nada por sentado, y usábamos binoculares de gran potencia para ver si seguían vigilándonos. Cuando el de los binoculares daba la señal, salíamos de allí y poníamos proa al sur, a toda marcha, a unas veintisiete millas de donde la bahía se ensancha y se convierte en el Atlántico. Seguíamos. Pasábamos el límite de las doce millas e íbamos otras siete más, hasta el punto marcado en el mapa. Para entonces ya había oscurecido, y hacíamos señales luminosas. El carguero envía un bote para establecer contacto; subimos la mercancía, ellos reciben su dinero y ahí termina todo. Siempre una transacción rápida, y nada de quejas; el precio se fijaba de antemano en alguna oficina, en ultramar. Ese equipo con el cual trabajaba tan sólo era una rama de una gran organización, y teníamos agentes trabajando en todas partes.

»Así que toda esa primavera y ese verano, hasta comienzos del otoño, vivimos a lo grande, entraba mucho dinero y prácticamente durante todo el tiempo yo haraganeaba por ahí o iba de pesca. Entonces aparece la organización y nos dice que nos vayamos. No porque haya alguna filtración, ni nada por el estilo. Sólo que los hombres de arriba son especialistas en ese terreno y saben lo que hacen. Saben que cuando uno tiene algo bueno que marcha es como una banda elástica, sólo se la puede estirar hasta cierto punto. Por eso nunca nos tuvieron en un solo lugar durante mucho tiempo. De Jersey fuimos a Nueva Inglaterra, después a Carolina del Sur, y así… unos meses aquí, unos cuantos más allá. Y cuando habíamos trabajado en un lugar, nunca volvíamos a él. Cuando salimos de esa casa de Jersey, no tenía la menor idea de que volvería a verla.

»Pero se quedó en mis pensamientos. No sólo la casa, sino el lugar en el cual se hallaba ubicada. No hay nada alrededor, a kilómetros y kilómetros a la redonda, salvo pantanos, bosques yagua salada. De manera que más tarde, unos once años después —bueno, ahora ya son diecinueve—, regresé a esa casa.

—¿Para qué? —preguntó Gathridge.

Hebden le miró y esperó un momento antes de decir:

—Para vivir allí. Con mi familia.

—¿Pero por qué? —insistió Gathridge. Y como no obtuvo respuesta, intentó una risita—. ¿Por qué te gustaba la costa? ¿El clima?

Hebden seguía mirándole.

—Sólo ha sido una pregunta —masculló Gathridge.

—No me hagas más preguntas —dijo Hebden—. No, sobre ese tema.

—No entiendo.

—Porque tienes la cabeza hueca —intervino Renziger—. Si quisiera decírtelo, te lo diría.

Gathridge se volvió para hacer frente al hombre canoso de baja estatura.

—¿Otra vez me quieres agredir? —¿Olvidas lo que pasó la última vez?

—Si los dos os calláis, continuaré —interrumpió Hebden. Y luego, con sencillez—: Nos quedamos cuatro años. Éramos Thelma, la chica y yo. Nos quedamos allí. No íbamos a ninguna parte. Sacábamos agua del pozo y todo lo que comíamos salía de la bahía o de los bosques. En la bahía usaba un aparejo, y en los bosques, cuando se me acababan los cartuchos ponía trampas, y me hice una honda. Hubo ocasiones en que no resultó fácil, momentos en que no sabíamos qué hacer, pero siempre nos las arreglábamos para discurrir algo. Y entonces, un día, la niña —tenía cinco años— se aleja de la casa y esperamos que regrese, y al cabo de un rato salimos a buscar. Yo pienso en la ciénaga. Hay un arroyo que la atraviesa, y camino por el borde, al cabo de unos kilómetros estoy a punto de abandonar la búsqueda. Y entonces veo la choza.

»Es una choza minúscula, y era la primera vez que la veía. No sabía que existiese. Se encuentra junto al arroyo, y hay un bote de remos. Me pregunto qué pasa ahí, sólo hay una manera de averiguarlo. Llevo un cuchillo encima, y lo tengo al alcance de la mano cuando abro la puerta de un puntapié. Y ahí está la chica. Se encuentra sentada a la mesa y tiene un vaso de leche y algunas galletitas. En otra silla se sienta un anciano… juro que tendría unos ochenta años. Le pregunto qué está haciendo allí, en la choza, y dice que hace años que vive en aquel lugar. Vive solo. Se dedica a poner trampas para cangrejos en el arroyo, y una o dos veces por semana se mete en el bote y rema cuatro o cinco millas, hasta ese pueblecito que se llama Arroyo Divisor. Vende los cangrejos, compra algunas provisiones y eso es todo lo que necesita, todo lo que quiere. Uno de esos solitarios de verdad. Y era agradable. Resultaba fácil hablar con él. Me gustó, me dio pena por él, porque sabía que tendría que eliminarle.

—¿Por qué? —preguntó Gathridge.

Hebden le lanzó una mirada. Hizo una profunda inspiración y luego continuó.

—Bueno, de todos modos no podía hacerlo allí mismo, en el acto. No quería que la niña lo supiera.

La llevo de vuelta a la casa, y Thelma la regaña y hace que se acueste. Luego converso con Thelma y le hablo de lo que tengo que hacer. Se da cuenta de que eso me preocupa, y me dice que no hable más y que lo haga. Y tiene razón. Porque no hay otra salida, teníamos que irnos de allí enseguida y asegurarnos de que no quedase nadie que hablara. Así que esa noche volví a la choza y golpeé en la puerta.

»Algunos de esos viejos parece que supieran lo que va a pasar antes de que ocurra. Recuerdo la forma en que me miró: como si no escuchara lo que le decía. Le digo que nos vendría bien un poco de leche, y que si le ha sobrado, le pagaré el doble de lo que le haya costado. Y él se queda ahí, mirándome, luego se vuelve y me da la espalda, y me dice que no está en el negocio de la leche, que sólo vende cangrejos de pinzas azules, y que la leche puede dármela gratis.

»Eso me molestó de veras. Estuvo a punto de impedirme usar la hoja. Recuerdo que durante una fracción de segundo dejo volar mis pensamientos. Pero después los interrumpo y le clavo la hoja. Una sola vez. En el lugar correcto. Está muerto antes de llegar al suelo. Lo saco de allí, y en el pantano busco un lugar donde se hunda y no salga después a la superficie. Tiene que ser en el pantano, porque en el arroyo podrían rastrearlo y sacarlo. Muy bien, a un par de cientos de metros de la choza encuentro el lugar que busco… lo que ellos llaman cenagal. Le meto de pie, cabeza arriba. Le veo hundirse. Y entonces, cuando todo ha terminado, vuelvo a la choza, y ahí está esa caja de cigarros en un estante, abro la caja y veo el dinero. Todo en billetes de a uno. Unos sesenta dólares.

»Al día siguiente recogemos todo y nos vamos de la casa. Caminamos a través del bosque, es una caminata larguísima. Cuando la niña se cansa, Thelma y yo nos turnamos para llevarla. Luego llegamos a una carretera, y un camión nos recoge. Le relato al conductor un cuento dé hadas sobre parientes que nos han echado, y él se pone a hablar de sus propios parientes, los de la familia de su esposa. Nos lleva a Millville, y de ahí viajamos en autobús a Filadelfia.

—¿Y eso fue hace cuánto tiempo? —preguntó Gathridge.

—Ya te lo dije —respondió Hebden, un tanto cansado—. Hace diecinueve años que llegamos a la casa. Nos quedamos allí cuatro años.

—¿Alguna vez volviste a la casa?

—No.

—¿Y cómo sabes que sigue allí?

—Está allí —respondió Hebden—. Tiene que estar allí.

—Pero no lo sabes con seguridad —declaró Gathridge—. No hay manera de saberlo. No se sabe qué puede haber ocurrido en estos años. Habría podido caer un rayo sobre la casa, puede haberse incendiado. No hay que desechar esas posibilidades. Y las tormentas de la costa… la casa habría podido ser arrasada por ellas.

—O devorada por las termitas —dijo Renziger.

—Muy cierto —añadió Gathridge. Pero después miró a Renziger y vio su sonrisa burlona. Murmuró con acritud—: Sólo estoy diciendo que no sabemos qué vamos a encontrar cuando lleguemos.

—Si llegamos —apostilló Renziger, y miró las cuatro paredes de la celda.

Gathridge asintió. Se encaminó hacia la puerta de la celda y apoyó las palmas de las manos contra ella. Con la cabeza gacha, dijo:

—Estamos aquí desde hace bastante tiempo. Mucho tiempo.

—¿Entonces estás listó? —murmuró Hebden.

Gathridge no contestó. Hebden cruzó una mirada significativa con Renziger.

Luego volvió a hacer un intento.

—Vamos, dímelo. ¿Estás preparado?

—Creo que sí —masculló Gathridge.

—Tienes que estar seguro. Absolutamente seguro.

—Lo único que sabe con seguridad es que está preocupado —dijo Renziger—. Quiere la golosina, pero suda tanto que no puede tomarla.

—Déjame en paz —le espetó Gathridge. Y luego, para sí—: Veamos, veamos…

Renziger soltó una risita punzante.

—Veamos, dice el hombre. Como si hubiera algo que ver…

Gathridge retrocedió de la puerta de la celda. Bajó aún más la cabeza y sus manos apretadas presionaron su barbilla con fuerza.

—Estamos escuchando —dijo Renziger.

—Maldito seas, déjame en paz. Estoy tratando de pensar…

—¿Con qué?

Gathridge se volvió. No miró a Renziger. Se dirigió a Hebden:

—Dile que me deje en paz. Si sigue con eso, juro que lo partiré en dos.

—Déjale en paz —sugirió Hebden a Renziger—. El hombre está tratando de decidirse.

Hubo silencio durante un buen rato. Luego Gathridge dijo:

—Muy bien. ¿Cuándo lo intentaremos?

—Hoy —contestó Hebden.

Gathridge respingó.

—¿Por qué hoy?

—¿Por qué no?

Gathridge fue a su camastro, se sentó y miró al suelo. Unos minutos más tarde se abrió la puerta de la celda, salieron y se unieron a la fila de presos que iba a su lavado matinal. Eran las 6:15. A las 6:20 firmaron las hojas mimeografiadas que estipulaban que después de su muerte se les podría extirpar los ojos y transplantar las córneas a los ojos de los invidentes. Firmaron los formularios ante una mesa reservada con ese propósito en el comedor. Mientras desayunaban, Hebden advirtió que Gathridge comía con más lentitud y mucho menos que de costumbre.

—Vamos, come —susurró Hebden—. Necesitarás ese alimento.

Gathridge se obligó a meterse en la boca un poco de potaje y patatas fritas. Lo masticó, trató de tragarlo, pero no pudo. Por último, lo engulló con café. Tenía los ojos clavados en el reloj. Eran las 7:10.

—Deja de pensar en la hora —murmuró Hebden. Gathridge susurró a su vez:

—Menos de dos horas. Tenemos menos de dos horas, y todavía no hay armas. ¿Qué haremos para conseguirlas?

—Lo que hemos decidido —cuchicheó Renziger.

—Tal vez se nos ocurra algo mejor —susurró Gathridge—. Quizá si…

—No —murmuró Hebden—. Lo que hemos decidido. Ninguna otra cosa.

Y entonces apareció un guardia detrás de ellos.

—Os lo diré una sola vez: callaos, no lo repetiré.

El guardia se alejó. No hubo más cuchicheos.

Unos minutos después sonó el timbre, y junto con los otros presos dejaron sus cucharas y sus jarras, y se pusieron de pie. Cuando salían del comedor, Gathridge volvió la cabeza para echar otra mirada al reloj de pared. Un guardia le ladró que mirase al frente.

—Sólo miraba el reloj —murmuró Gathridge.

—¿Por qué? —se burló el guardia—. ¿Tienes una cita en alguna parte?

Y entonces vio la transpiración que bañaba el rostro de Gathridge, los labios y la barbilla temblorosos.

Se acercó para observarle mejor y le inquirió:

—Vamos, dímelo. ¿Qué te pasa?

Gathridge abrió la boca para contestar, y entonces se dio cuenta de que no tenía una respuesta. Mientras buscaba algo que decir, Renziger murmuró al guardia:

—¿Por qué no le dejas en paz? ¿No ves que está nervioso?

—¿Por qué está nervioso? —preguntó el guardia.

—Ha firmado para que le examinen los ojos. Ahora desea no haberlo hecho. Nunca ha pasado por una cosa así, y cree que le van a operar, o algo por el estilo.

—Eso es estúpido —le dijo el guardia a Gathridge—. Ni siquiera te tocan. Lo único que hacen es mirarte.

Se adelantó a ellos. Renziger y Hebden hicieron una profunda aspiración para aliviar la presión del pecho.

—Eso estuvo a punto de arruinarlo todo —manifestó Renziger.

—No volverá a suceder —declaró Hebden. Y a Gathridge—: No dejarás que suceda, ¿verdad?

Este parecía no haberle escuchado.

Llegaron a la puerta de la celda. Sonó un silbato y se volvieron de cara a la puerta. Chirrió algún mecanismo, la puerta se abrió, deslizándose; entraron en la celda y la puerta se cerró tras ellos. Gathridge fue directamente a su camastro y se dejó caer en él, boca abajo. Renziger y Hebden se quedaron de pie, mirándole. Luego se sentaron en los bordes de sus camastros y continuaron observándole. Al cabo de un rato se levantó y se puso a caminar en círculos. La transpiración le chorreaba de la frente y la barbilla. Respiraba con rapidez.

—Esto no funciona —afirmó Renziger—. Se está desmoronando.

—Ya se repondrá —murmuró Hebden. Gathridge dejó de caminar. Los miró.

—Es inútil —dijo—. He estado tratando de prepararme. Pero no puedo.

—Sigue intentándolo —le animó Hebden.

El hombrón negó con la cabeza.

—Es inútil.

Renziger estuvo a punto de decir algo. Hebden le hizo una seña de que se callara, y la subrayó con un guiño. Luego se dirigió a Gathridge:

—Está bien, Gath. Lo suspenderemos.

—No tenéis por qué hacer eso. Sencillamente, excluidme.

—No fue eso en lo que quedamos. Los tres o ninguno.

Gathridge guardó silencio durante un buen rato. Luego dijo:

—No puedo evitarlo, Hebden. Lo veo de una sola manera: es inútil.

—No es totalmente inútil —rectificó Hebden.

—¿Tú lo crees?

—Trato de creerlo.

Gathridge se volvió hacia Renziger.

—¿Y tú? ¿Qué opinas?

—Bueno, no es fácil —se encogió de hombros.

—Dímelo en números —inquirió Gathridge, y sin esperar una respuesta—: O quizá pueda decírtelo yo. Los números son, para mí, cien a uno.

—Exageras —dijo Renziger.

—Muy bien, lo reduciré —admitió Gathridge—. Digamos que cincuenta a uno. —Se volvió hacia Hebden—. ¿Piensas quedarte ahí sentado y decirme que afrontarás esas posibilidades en contra?

Hebden asintió lentamente.

—Pero esto no es una apuesta. —La voz de Gathridge era un gemido chillón—. No podemos basarnos en nada.

—Hay una cosa —dijo Hebden, apuntando a Gathridge con un dedo.

El hombrón le miró, boquiabierto.

—Porque tú tienes el peso —prosiguió Hebden—. En ti está el primer impulso. Y yo sé que harás lo que corresponde.

Gathridge se pasó la mano por la cara. A continuación miró a Renziger, interrogante. El canoso asintió, de acuerdo con Hebden, y dijo:

—Confiamos en ti. De lo contrario no lo intentaríamos. ¿Qué podríamos hacer sin ti?

—No podríamos movernos —apostilló Hebden, en una rápida respuesta—. ¿No lo entiendes, Gath? Apostamos por ti. Sólo tú. Y no con papeles o dinero. Apostamos con nuestra vida.

Gathridge seguía inmóvil. Pasaron unos momentos, luego levantó el brazo con lentitud y se sirvió de la manga para enjugarse la transpiración de la cara.

—Está bien —concluyó—. Pondré todo lo que tengo.

Fue una declaración lisa y llana de intención, pronunciada en un tono que nunca antes había usado. Hasta ese momento no había sido otra cosa que un hombrón, una insignificancia que pesaba unos 110 kilos y que usaba ese peso para aplastar a las víctimas indefensas. Y como las víctimas habían sido mujeres y su único objetivo era el placer físico, no tenía jerarquía profesional en la Casa H. P.

Pero ahora, en sus pensamientos, el desprecio quedaba borrado. Se le había dicho que tenía importancia, que era importante, y eso le daba un incentivo.

No habían transcurrido noventa minutos cuando los tres se hallaban en la sala reservada para los exámenes oculares. En total, había diecisiete convictos en la habitación, formados en una sola fila. Era una sala bastante amplia, ahora llena de gente: de un lado, la línea de los presos, y el espacio restante ocupado por escritorios, mesas y muebles de archivo. Adelante, donde se llevaban a cabo los exámenes de ojos, varios empleados trabajaban ante una mesa. Junto a ella, estaban los instrumentos ópticos y los diagramas oculares. Había dos enfermeros que ayudaban al oftalmólogo. También un guardia, armado con una escopeta.

En el fondo se encontraba otro guardia, armado igualmente. Decía a los presos que dejaran de parlotear y se pusieron en la fila. Se habían producido considerables desplazamientos y algunos de los presos habían cambiado sus lugares con otros. Hebden y sus compañeros de celda eran ahora los tres últimos de la fila.

—El próximo que hable o cambie de lugar será castigado —dijo el guardia. Se hallaba al lado de la puerta que era la entrada principal de la sala.

Había otra puerta, la del costado, que no tenía llave, y Hebden calculó la distancia entre esa puerta y él: había menos de dos metros. La fila avanzó, ahora quedaba menos de metro y medio. Volvió la cabeza para mirar hacia atrás. La distancia era de unos sesenta centímetros.

Entonces la fila siguió avanzando, y se halló a poco menos de un metro de la puerta lateral. Salió de la fila.

Al hacerlo, se volvió para mirar de frente al guardia, e indicó, con la mano levantada, que quería permiso para decir algo.

El guardia le hizo una seña para que se acercara. Él no se movió. Volvió a hacer la seña, sin moverse. El guardia repitió la seña con impaciencia y Hebden hizo un gesto de impotencia, como si no entendiera la orden y temiese interpretarla mal.

El guardia se adelantó con una mueca de disgusto, y preguntó:

—¿Qué quieres?

Hebden masculló algo en voz muy baja, para que el guardia no pudiera oírlo.

Este se acercó. Pasó junto a Renziger y Gathridge, y le preguntó a Hebden:

—¿Qué pasa?

Hebden continuó mascullando en voz muy baja. El guardia se adelantó un paso, y en ese instante Gathridge se movió. Se acercó por detrás del guardia, usó el brazo izquierdo para taparle la boca y rodeó su cintura con el derecho, apretando muy fuerte. En ese instante, Renziger abrió la puerta.

Todo ocurrió con un mínimo de movimientos, casi sin ruido. Nada podía llamar la atención de la gente que se encontraba en la parte delantera de la sala. Los empleados, enfermeros y el oftalmólogo se hallaban ocupados en su trabajo, y el guardia destinado a ese sector se concentraba en él. Estaba ubicado de tal manera que podía vigilar a los presos que eran revisados ante la mesa de los empleados y tenía la espalda medio vuelta hacia la parte trasera de la sala.

Los otros presos no participaron. Habían sido informados del proyecto, y la información se había transmitido mientras iban entrando en la sala. En la Casa H. P. existía un entendimiento entre los hombres, en el sentido de que cualquiera de ellos que intentase una fuga recibiría la plena colaboración de sus compañeros de prisión. De modo que ahora, mientras eso ocurría, los otros presos mantenían la vista fija hacia adelante y se comportaban como si no supieran lo que estaba sucediendo.

Gathridge continuó apretando al guardia, levantándole para que sus pies no tocaran el suelo y lo sacó a través de la puerta abierta. Renziger y Hebden ya habían salido. Hebden había cogido la escopeta de las manos flojas del guardia, y ahora la tenía lista mientras Renziger cerraba la puerta. Renziger lo hizo con velocidad y delicadeza, y no se produjo ruido alguno.

El guardia tenía los ojos muy abiertos, y la lengua le salía de la boca. Gathridge aplicó más presión con su brazo izquierdo, que ahora apretaba la garganta del hombre; luego más, y más todavía, y por último Hebden miró de cerca al guardia y susurró:

—Déjalo. Está muerto.

Gathridge dejó el cadáver en el suelo del corredor.

Después los tres retrocedieron unos pasos, con Hebden apuntando la escopeta hacia la puerta cerrada. Esta continuaba cerrada. Entonces se volvieron y caminaron lentamente por el corredor.

A unos veinte metros más adelante había un corredor que cortaba a aquel en el cual se hallaban. Por un lado conducía a un depósito; por el otro, el suelo de hormigón se convertía en los tablones de madera de la plataforma de descarga.

En la plataforma, en la trasera de un camión estacionado, un grupo de presos con condenas breves y detenidos con privilegios trabajaba bajo la vigilancia de un guardia. Este tenía una escopeta bajo un brazo y con el otro hacía un gesto de súplica a los trabajadores, mientras se quejaba con voz gimiente:

—Por amor de Dios, si veis una caja que dice mover con cuidado, no la arrojéis de un lado a otro. Y cuando las apiléis…

Hasta ahí llegó. Una enorme mano cerrada cayó sobre su cráneo, detrás de la oreja. Empezó a caer y Gathridge le volvió, le agarró de la chaqueta para que se mantuviera firme y lanzó un gancho de izquierda hacia el costado de la cabeza del hombre. Luego le soltó, y el guardia se derrumbó, rígido.

Renziger le había quitado la escopeta y ahora estaba al lado de Hebden, con las dos escopetas apuntadas hacia los presos que habían interrumpido su tarea y se encontraban inmóviles, boquiabiertos.

—Volved al trabajo —les ordenó Hebden.

Le obedecieron. Sin embargo, algunos lo hicieron con lentitud y otros miraban por encima del hombro.

—Así no se hace —les advirtió Hebden—. Sabéis cómo hay que hacerlo, y más vale que lo hagáis de ese modo.

Vieron la expresión de sus ojos, y eso les convenció. Se pusieron a trabajar con energía, y el camión rápidamente estuvo descargado y las cajas apiladas con pulcritud en la plataforma.

Al lado de la plataforma se abrió una puerta y salió el conductor del camión, contando un manojo de recibos. Los volvió a contar, e hizo una anotación en una libreta; luego contó las cajas de la plataforma y tomó nota de nuevo. Los presos estaban reunidos junto a la trasera del camión, y había algo en su actitud que le llamó la atención.

—¿Qué pasa? —les preguntó.

—No pasa nada —contestó uno de ellos.

El conductor miró en derredor.

—¿Dónde está el guardia? —preguntó.

—¿A ti qué te importa? —contestó una voz.

Provenía del interior del camión, directamente detrás del asiento del conductor. La lona estaba abierta en parte para mostrar la escopeta apuntada a la cara del conductor del camión.

—Entra —dijo Hebden.

El camionero se quedó allí, mirando la boca de la escopeta.

—¿La quieres? —preguntó Hebden—. Si la quieres, la recibirás.

El conductor hizo una inspiración profunda.

—Está bien —dijo—, está bien.

Se puso detrás del volante.

En la parte trasera del camión, la compuerta estaba ligeramente abierta, y por la abertura asomaba algo metálico que se movía con lentitud de un lado a otro. No hacía ruido, pero hablaba con acento enfático a los presos apiñados alrededor de la plataforma de descarga. No veían la cara de Renziger, pero sabían que este podía verlos.

La voz de Renziger resonó:

—No sigáis mirando la compuerta trasera. Podéis moveros por ahí, si lo deseáis, pero no os alejéis demasiado. El primero que se vaya se estará suicidando.

Entonces el camión comenzó a moverse, cruzando lentamente el patio en dirección al portón principal. Se detuvo a unos cinco metros del portón. Un guardia entregó una tablilla de anotaciones al conductor, quien firmó un formulario y devolvió la tablilla al guardia. Este hizo una señal a otro apostado en la garita que estaba al lado del portón.

El portón se abrió. Cuando el camión avanzó, se cerró la abertura de la trasera del camión.

Menos de treinta minutos más tarde, en un camino rural, el camión volvió a detenerse. La portezuela del conductor se abrió, y este cayó afuera. Había sido despojado de su reloj de pulsera y su dinero: cuatro billetes de cinco dólares, tres de uno y 70 centavos en monedas.

—No es suficiente —dijo Hebden—. Ni de lejos.

—¿Qué haremos, entonces? —preguntó Gathridge.

Hebden no respondió, como no fuera para lanzarle una mirada que le hizo saber que le había formulado una pregunta estúpida. A continuación, Hebden se inclinó, cogió las muñecas del conductor, lo arrastró hacia el otro lado del camión y lo llevó hacia el centro de la carretera.

—¿Te parece que eso funcionará? —preguntó Renziger.

—Tiene que funcionar.

—¿Y si vuelve en sí?

—Haremos que se duerma de nuevo —repuso Hebden.

Luego los tres subieron de nuevo a la trasera del camión y esperaron; Hebden observaba a través de la lona abierta de atrás del asiento del conductor. Un cuarto de hora más tarde se vio a través del parabrisas un coche que se acercaba. Era un coche grande, muy antiguo, con el parachoques ladeado y los guardabarros delanteros abollados. Se detuvo a unos cinco metros del conductor, que se hallaba de espaldas en el suelo, con los brazos abiertos. Se abrieron las portezuelas de ambos lados del coche, y seis hombres se apearon y se encaminaron hacia el conductor. Vestían ropa de trabajo y algunos llevaban los sombreros de paja de ala ancha de peones de granja.

Apiñados alrededor del camionero inmóvil, hablaban con rapidez en español.

Dejaron de hablar cuando vieron a los tres hombres que descendían del camión. La visión de las escopetas los paralizó durante largo rato, luego dos de ellos se pusieron histéricos y corrieron hacia adelante exhibiendo cuchillos.

—Vamos, no seáis tontos —dijo Hebden, pero ellos siguieron avanzando, y Hebden disparó con la escopeta, esperando que Renziger hiciera lo propio, pero no obtuvo reacción alguna de este, y volvió a disparar, luego lo hizo por tercera vez. Los dos puertorriqueños cayeron; ambos habían dejado de respirar.

—¿Quién es el siguiente? —preguntó Hebden a, los otros cuatro. Tenían los brazos en alto, y hablaban de nuevo con rapidez, en español, suplicantes.

A un lado de la carretera, donde se hallaba estacionado el camión, el follaje dejaba paso a un terreno boscoso. Hebden miró en esa dirección, murmuró algunas instrucciones a Gathridge, quien asintió, volvió al camión y se subió a él. Cuando descendió, llevaba dos rollos de cuerda.

Se internaron en el bosque; los cuatro puertorriqueños acarreaban los dos cadáveres, Gathridge llevaba al conductor del camión. Hebden caminaba tras ellos y Renziger los seguía. Hebden le ordenó que le diese la escopeta, y así lo hizo, y a continuación también le ordenó que fuese al coche y lo llevase a un lado de la carretera. Cuando lo hubo hecho, se internó otra vez en el bosque.

Eran las once pasadas. A la una menos cuarto el coche se detuvo en una estación de servicio, en un camino del sur de Jersey. Hebden iba al volante, Gathridge sentado a su lado y Renziger atrás. Todos ellos iban vestidos como peones de campo, pero el empleado de la estación de servicio advirtió que las ropas de Gathridge le quedaban muy ajustadas.

—¿Qué miras? —preguntó Gathridge.

El hombre contestó:

—La camisa se te está abriendo por las costuras. Hebden le replicó:

—¿Eso te preocupa?

—¿Por qué habría de preocuparme? —respondió el otro—. No es mi camisa.

—Tampoco es mía —contestó ahora Gathridge. Esperó un momento y luego agregó—: La tuve que pedir prestada, ¿te parece bien?

—Por supuesto —dijo el empleado. Y luego, a Hebden—: ¿Miro el aceite?

—Hazlo —concedió Hebden, y se apeó del coche y preguntó—: ¿Tienes un teléfono?

—Adentro —dijo el hombre, señalando la choza próxima a los surtidores.

Hebden entró en la choza y llamó a un número de Filadelfia. La persona que respondió a la llamada dijo «hola» y Hebden respondió «hola»; a partir de ese momento habló él solo. Lo hizo durante unos noventa segundos, colgó el receptor, salió de la choza y pagó al empleado por veinticinco litros de gasolina y uno de aceite. Cuando el coche se alejaba de la estación de servicio, Gathridge preguntó:

—¿Por qué has llamado por teléfono? ¿Con quién has hablado?

—Con Vera.

—¿Quién demonios es Vera?

—Mi hija.

Gathridge se golpeó la frente con la mano.

—Eso lo arruina todo —dijo—. Si rastrean la llamada, pueden…

—No pueden nada —replicó Hebden—. No saben que estamos emparentados.

En el asiento trasero, Renziger se inclinó. Le preguntó a Hebden:

—¿Qué quieres decir?

Hebden no contestó.

—¿Por qué no puedes decírnoslo? —insistió Gathridge.

Hebden apretó los labios. La misma expresión de dureza se leía en sus ojos.

Gathridge volvió la cabeza y miró a Renziger.

—¿Tú lo entiendes? —preguntó—. Yo no.

—Entonces olvídalo —dijo Hebden. Conducía con una mano, y deslizó la otra en el bolsillo del pantalón y sacó un fajo de billetes plegado. Lo que les había sacado a los puertorriqueños y al conductor del camión ascendía a 146 dólares.

—¿Para qué sirve esto? —gruñó Gathridge—. ¿Dónde lo gastaremos?

—Deja de preocuparte —intervino Renziger—. Y tampoco necesitamos las quejas.

Gathridge volvió la cabeza otra vez para mirar a Renziger.

—Tengo derecho a quejarme. En particular de ti.

—¿Qué he hecho? —preguntó Renziger con serenidad.

—Más bien se trata de lo que no has hecho —respondió Gathridge con irritación.

—Olvidemos eso —intervino Hebden.

—¿Para que vuelva a suceder? —El hombrón hablaba en voz alta—. No sirve en un aprieto, eso es todo. Ve que los puertorriqueños tienen cuchillos, y se queda ahí, con la escopeta, como si fuese un juguete. Por lo que a mi respecta, eso le coloca en la lista de los inútiles.

—Acaba de una vez —dijo Hebden.

—¿Qué quieres decir con «acaba»? Es un problema. Hemos de considerado. ¿Para qué sirve tenerlo con nosotros si no sabe actuar?

Hebden aminoró la marcha. Se dirigió a Gathridge:

—Si sigues así, voy a detener el coche. Y no será él quien se baje, ¿entendido?

Gathridge abrió la boca para replicar, decidió callar y se recostó contra el respaldo. El coche volvió a acelerar la marcha; la aguja señaló 80 y se quedó allí.

A las dos menos diez el coche avanzaba con lentitud por un desigual camino de tierra que atravesaba la densidad verde oscura de un pinar. Hebden volvía la cabeza de un lado para otro, observando por entre los árboles. Veía retazos de suelo húmedo y algunos estanques pequeños cubiertos de musgo. Por último vieron un estanque bastante grande, y él siguió mirándolo, como si lo midiera. Luego, atisbando a través del parabrisas, buscando algo más adelante, aferró el volante con fuerza, con las facciones congeladas en una expresión de concentración. Unos minutos más tarde encontró lo que buscaba: una brecha en la pared de los árboles. Dejaba un espacio lo bastante ancho como para que pasara el coche, y él llevó el vehículo al sendero; las ruedas aplastaron ramitas y matas de maleza.

—¿Adónde vamos? —preguntó Gathridge—. ¿Qué tienes pensado? —Hebden no le contestó. El sendero ahora era más estrecho, y los guardabarros rozaban los árboles—. ¿Qué hacemos aquí? ¿Por qué te has salido de la carretera?

Hebden no respondió El coche avanzó otros cinco metros y se detuvo al borde del estanque.

Hebden introdujo la mano debajo del asiento, donde se encontraban ocultas las escopetas. Sosteniéndolas bajo el brazo, se apeó del coche. Hizo una seña a Gathridge y a Renziger, ellos descendieron del vehículo y dieron la vuelta hacia él. Hebden miraba, satisfecho, el estanque.

—¿Crees que es bastante profundo? —preguntó Renziger.

Hebden asintió.

—¿Qué quiere decir eso de si es bastante profundo? —interrogó Gathridge—. ¿Bastante profundo para qué?

—Para el coche —repuso Hebden.

Gathridge no entendió. Miró de reojo a Hebden.

—¿Qué dices? —preguntó.

—El coche está un poco caliente; quiero enfriarlo.

—Pero no puedes hacer eso. —Fue un gemido agudo—. Lo necesitamos.

—¿Este coche? —Hebden habló con suavidad—. Necesitamos este coche lo mismo que la fiebre tifoidea.

Renziger examinaba el estanque, pensativo. Trasladó la mirada escudriñadora a Hebden:

—¿Por qué estás tan seguro de que es lo bastante profundo? —inquirió.

—He estado aquí antes —contestó Hebden—. Con Thelma y la chica. —Parecía hablar en voz alta para sí mismo, y había en sus ojos una expresión singular, un parpadeo de intención inexorable mezclada con algo de tristeza—. Este mismo estanque —añadió—, y yo medí la profundidad con un peso atado a una cuerda, La cuerda bajó exactamente nueve metros y treinta centímetros. De modo que supimos que era lo bastante hondo y la empujamos dentro.

—¿Qué está diciendo? —preguntó Gathridge a Renziger. Y a Hebden—. ¿A quién empujaron dentro?

—La limousine —respondió Hebden. Miraba el estanque, y se había intensificado la singular expresión de su mirada—. Era una limousine Packard, especial. Tenía bajada la suspensión, y se le había quitado todos los cromados, y ocho o nueve capas de laqueado, de un verde tan pálido que cualquiera habría creído que era blanco. El tipo de coche que gana premios en las exhibiciones. A buen seguro que no resultó fácil desprenderse de él.

—¿Por qué tuviste que desprenderte de él? —preguntó Gathridge.

Hebden le miró.

—Por el mismo motivo que debo librarme de este. Estaba huyendo.

—¿Te habías fugado de la cárcel?

—No —dijo Hebden—. Simplemente, huía.

—¿Cuál había sido el trabajo?

Hebden pareció no haber escuchado. Daba la impresión de alejarse mientras seguía allí, inmóvil.

—Hace tanto tiempo… —dijo en voz alta, para sí.

—Bueno, ¿cuál había sido el trabajo?

—No te lo voy a decir.

—¿Por qué no?

—Porque no quiero decírtelo —respondió Hebden—. ¿Te basta con eso?

—Bueno, por supuesto —masculló Gathridge. Dio un paso hacia atrás, para alejarse de algo que había aparecido en los ojos de Hebden—. Si es el tipo de cosas que uno quiere guardarse para sí, no voy a discutirlo.

—Muy amable por tu parte —masculló entre dientes. Se volvió y fue hacia el estanque. Se quedó junto al borde y miró las aguas inmóviles—. Hace diecinueve años —murmuró—, diecinueve malditos años —y fue como si hablara a su reflejo borroso en el agua.

Gathridge y Renziger intercambiaron una mirada de desconcierto. Luego Gathridge abrió la boca para decir algo, y Renziger le hizo una rápida seña de que guardara silencio.

Hebden continuaba mirando el agua.

—Uno tiene que cargar con eso, en efecto —dijo—. No puedes desprenderte de eso ni desear que desaparezca. Es como una de esas enfermedades crónicas, ni más ni menos. Y juro que no tiene cura.

Giró sobre sí mismo y se plantó ante ellos, ahora la expresión extraña se había borrado de sus ojos y su voz era otra vez levemente técnica.

—Vamos a trabajar —urgió, e introdujo la mano por la portezuela abierta del coche y soltó el freno.

Gathridge y Renziger ocuparon sus puestos detrás del coche. Luego lo empujaron los tres. Las ruedas delanteras entraron en el agua, dieron otro empellón y se apartaron del coche. Casi no hubo chapoteos. El coche se hundía cada vez más, y ellos lo vieron hundirse. Luego desapareció, y Hebden dijo:

—¿Por qué miráis el estanque? No hay nada que ver ahí.

—Sólo quería estar seguro —contestó Gathridge—. Habría podido caer sobre otro coche.

Hebden señaló un lugar, a unos cinco metros de distancia de donde habían hundido el vehículo.

—¿Veis allí? Ahí es donde se hundió el otro coche.

Se alejaron del estanque. Con Hebden abriendo la marcha, caminaron por un angosto sendero, y durante casi un kilómetro y medio no vieron otra cosa que árboles y altos pastos. De golpe se encontraron fuera del bosque, y delante de ellos había una laguna. A un lado, mirando más allá de una franja de ciénaga, vieron el agua salpicada por el sol, el cabrilleante verde y ámbar de la bahía de Delaware. Al otro lado, no lejos de donde se hallaban, estaban los tablones astillados del muelle barrido por el viento y las combadas paredes de la casa ennegrecida por el tiempo.

Los tres se dirigieron hacia la casa; después, Hebden se detuvo. Los otros se volvieron y le miraron. Estaba rígido, con los brazos a los costados. Sus labios se movían mientras contemplaba la casa. No pudieron oír lo que decía, pero sabían que le hablaba a la casa.

Se acercaron a él y le oyeron murmurar:

—Lo conseguiste, sí. Al fin y al cabo lo conseguiste. Me arrastraste de nuevo hasta aquí.

—Vale —dijo Renziger. Después lo repitió, en voz más alta.

Hebden cerró los ojos.

—Estaré bien. —A continuación abrió los ojos y prosiguió—: No dejaré que me moleste.

—¿Por qué habría de molestarte? —preguntó Gathridge, indagando.

Hebden le miró, esperó un momento y después dijo lentamente:

—Escúchame: no quiero más preguntas.

Gathridge hizo un gesto de asentimiento, pero la interrogación continuaba en su mirada. Hebden seguía observándole. Renziger preguntó:

—¿Y para qué estamos aquí?

Entraron en la casa. Se dirigieron a la puerta del frente. Hebden la abrió y entraron.