Se produjo un largo silencio. Se examinaron el uno al otro. Luego Jander dijo:
—No puedes hacerlo.
—Baja la voz. —El canoso habló en un susurro, pidiendo cautela. Miró hacia el techo, como si quisiera escuchar ruidos de arriba. Había unos vagos sonidos, una combinación de toses y gruñidos, y el golpe de zapatos dejados caer al suelo con negligencia, y el crujido de muelles de cama, cuando el peso del cuerpo de un hombre cayó sobre el colchón—. Esperaremos hasta que sepamos que están dormidos —prosiguió Renziger—. Luego me golpearás… no muy fuerte, entiendes. Lo suficiente para dejar una magulladura…
—Ni pensarlo —dijo Jander.
—Y hay que hacerlo en silencio. No debemos despertarlos. Cuando me encuentren por la mañana, estaré tendido en el suelo.
Jander meneaba la cabeza.
—No sirve. No se lo tragarán.
—Creo que sí. Y aunque no se lo traguen, ¿qué te importa? Ocurra lo que ocurra, estarás a kilómetros de distancia de aquí. Tendrás dos o tres horas de ventaja.
—Nada de eso —dijo Jander—. Porque no iré.
Esta vez Renziger le escuchó. Inclinó la cabeza, miró a Jander e hizo una mueca.
—¿Eres tonto o qué? —preguntó—. ¿Qué quieres decir con eso de que no irás? ¿No sabes qué ocurrirá si te quedas?
Jander se encogió de hombros.
El canoso se acercó más a Jander. Sus ojos estaban a pocos centímetros de distancia. Y luego, en un murmullo chirriante:
—Si te quedas aquí, en esta casa, te digo, amigo, como que estoy de pie aquí, que te eliminarán.
—Es probable que tengas razón —murmuró Jander—. Y por otro lado, puede ser que los convenza de que no lo hagan.
—No los conoces —dijo Renziger—. Esto no es como tratar con la compañía financiera. No te equivoques; no importa qué le digas a esa gente, no te prestará atención.
Jander miró más allá de él.
—¿No pueden tenerme un poco de piedad?
—Claro que pueden. Después que te entierren se apiadarán de ti. En definitiva, se trata de una sola cosa: si quieres seguir viviendo, tienes que irte.
—Olvídalo —replicó Jander—. Me quedaré.
Renziger dio un paso hacia atrás y miró a Jander con una mezcla de irritación y asombro.
—¿Quieres decirme una cosa? —preguntó con gran suavidad—. ¿Tienes algún tipo de enfermedad? ¿Te pasa algo en la cabeza?
—No —dijo Jander.
—Y entonces, ¿qué te ocurre?
—No estoy seguro…
—No me vengas con eso. Tiene que haber algo que te retiene aquí.
Jander asintió, y bajó la vista al suelo, ausente.
—Dímelo —inquirió Renziger.
—Resulta difícil explicarlo —masculló Jander—. Ni siquiera puedo explicármelo yo mismo.
—Inténtalo. —Renziger bajó la escopeta y la desplazó, de modo que la culata de madera quedase contra el suelo, y apoyó el peso de su cuerpo en el cañón, que agarró con rigidez. Sus ojos escudriñaron la cara de Jander, mientras esperaba una respuesta.
—Es la muchacha —dijo Jander—. Vera.
Renziger guardó silencio durante un largo rato. Luego dijo:
—Explícame.
—Estoy metido.
El canoso dibujó una leve sonrisa.
—No cabe ninguna duda de que no serías el primero. No es algo corriente. Echan una sola mirada a esa cara y a ese cuerpo…
—Espera —interrumpió Jander con rapidez—. Eso no tiene nada que ver.
Renziger miró a Jander de reojo.
—Lo único que ocurre es que sé que necesita ayuda —dijo Jander.
—¿Te lo dijo ella?
—No de palabra.
—¿Qué se me está diciendo aquí? —se preguntó Renziger en voz alta. Y a Jander—. ¿Te ha dado algún indicio, o algo por el estilo?
—En cierto modo.
—No sigas por ahí. No te pongas misterioso conmigo.
—No puedo decirlo de otra manera. —Jander intuyó que su voz era un tanto insegura—. Así es.
—No me estás diciendo absolutamente nada —le espetó Renziger. Y después de una pausa—: ¿Cuándo empezaste a recibir esas señales?
—Cuando estaba a solas con ella. En la choza. Renziger le miró, boquiabierto. Luego preguntó, arrastrando las palabras:
—¿Qué es eso de la choza?
Jander le contó cómo Vera le había rescatado… se lo contó todo.
Renziger asentía.
—Ahora lo entiendo. Ella te salvó voluntariamente, y ahora tú quieres hacer lo mismo por ella.
—Supongo que sí —dijo Jander—. Por lo menos en parte.
—¿Y la otra parte?
—No sé. La verdad es que no lo sé.
—Muy bien, sigamos con lo que sabes. ¿De dónde has sacado la idea de que necesita un voluntario?
—Se me ha ocurrido, eso es todo.
Renziger le miró como si tratara de ver qué había dentro de su cabeza. A continuación, en un susurro chirriante le dijo:
—Lo que se te ocurre es correcto. ¿Pero quieres saber una cosa, amigo? No puedes hacer absolutamente nada por esa muchacha.
—Puedo intentarlo…
—Y no llegarás a ninguna parte. Esa muchacha está perdida en la oscuridad, y no quiere salir.
Algo helado recorrió la columna vertebral de Jander e hizo que se estremeciera profundamente. Luego cerró los ojos y trató de recordar un momento en que había tenido esa misma sensación helada.
—No hay manera de establecer contacto con ella —dijo Renziger—. Si tratas de hablarle, se aleja.
—O la alejan —se oyó decir Jander, y se preguntó qué le había impulsado a decirlo. No tenía conciencia de que sus ojos todavía estaban cerrados.
—¿Qué pasa, amigo? ¿Por qué te estremeces?
Jander abrió los ojos. Murmuró:
—Lo tengo cerca: Después se me va. Luego vuelve a acercarse…
Y muy despacio, casi como un sonámbulo, se apartó de Renziger, cruzó la habitación hacia un rincón oscuro y se sentó en la banqueta de madera. Con la cabeza apoyada contra la pared, miró al techo en penumbra. Pensaba: fue hace tiempo; eso es lo único que sabes con seguridad. Fue en algún lugar de la bruma, hace mucho tiempo, cuando viste a Vera por primera vez. Es posible que si sigues buscando, si continúas tanteando, encuentres alguna pista que te lleve al momento, lugar y lo que fuere que sucedió allí. Porque tiene que haber sucedido algo, y fue algo más que ver esa cara, ese cuerpo. Fue algo que te aferró y que hizo que te estremecieras y que temblaras, con los mismos temblores que tienes ahora.
Jander permanecía inmóvil en d banco de madera. El canoso, de pie, le vigilaba. Pasaron varios minutos, y d canoso se acercó a él y le dijo:
—¿Quieres descansar en el sofá? Es más cómodo.
—No estoy cansado.
—¿Quieres comer algo?
—No, gracias.
—¿Una taza de café?
—No. Gracias, de todos modos.
—Bueno, si quieres algo, dímelo —le ofreció Renziger. Bostezó y estiró los brazos—. Voy a dormir un poco. Lo necesito. —Fue hacia al sofá, dejó la escopeta en el sudo y depositó el flaco cuerpo en el tapizado hundido. De espaldas, con las manos bajo la nuca, cerró los ojos y se quedó dormido un instante después.
Y entonces, de golpe, Renziger se sentó, rígido. Se levantó del sofá y se dirigió con pasos decididos a la puerta. Sin decir una palabra a Jander, la abrió y salió, dejándola abierta.
Regresó menos de un minuto más tarde, con la cabeza gacha, la mano apretada contra la frente. Era como si hubiera sido aporreado.
—Esa basura —gimió—. Esa grandísima basura.
Jander le miraba interrogante.
—Ese Gathridge. —Casi se ahogó al pronunciar el nombre—. Habría debido suponer que me haría algo así. Pero juro que lo lamentará.
—¿Lamentará qué?
—Haberlo soltado. Lo sacó del ensartador.
—¿Al pez?
—Y qué pez. Como los que ves clavados en una tabla, embalsamados, barnizados y colgados de la pared para que la gente los vea y los admire. Una hermosura, te lo juro. Me llevó más de veinte minutos sacarlo del agua. Una lobina del canal. Con sólo levantarla supe que pesaba más de quince kilos.
Jander no hizo comentario alguno. Era un pescador novato, y no sabía nada de la pesca de grandes ejemplares.
—Una gran pena, te lo aseguro. ¿Sabes lo que significa sacar una lobina del canal, de quince kilos, en estos lugares? Si pescas una aquí, en el sur de Jersey, estás haciendo algo realmente importante. Por eso quería conservarla. Pero no pude meterla aquí. Se habría podrido y apestado toda la casa. Tenemos una nevera, pero no da suficiente hielo; y además el pez no habría entrado. Lo único que se podía hacer era ponerlo en un ensartador y que se quedara en el agua. Entonces uní el ensartador al muelle. Y va Gathridge y… —Se interrumpió con un fuerte gemido—. Te diré cuándo lo hizo. Mientras tú, Hebden y yo estábamos hablando. Le vi salir, pero no pensé nada por el estilo. Es mi maldita culpa. Habría debido detenerle.
—Bueno, ahora no puedes hacer nada.
—Puedo hacer mucho —murmuró Renziger. Giró la cabeza lentamente y miró de manera significativa al otro lado de la habitación. Al parecer calculaba la distancia entre él y la escopeta depositada en el suelo, cerca del sofá.
—Yo no te lo aconsejaría —dijo Jander.
—En la rodilla. Uno solo en la rodilla. Para oírlo aullar.
—Luego lo lamentarás.
—Pero tengo que hacer algo. No puedo seguir soportando, soportando y soportando. Hace años que lo soporto. Y ya estoy cansado. Estoy hasta aquí. —Y se tocó la garganta.
Jander esperó unos momentos. A continuación, como si sólo se tratara de seguir conversando, preguntó:
—¿Hace mucho que conoces a Gathridge?
—Demasiado tiempo —chirrió Renziger.
Jander abrió la boca para formular otra pregunta. Decidió reservársela. Entonces se dio cuenta que Renziger le miraba con atención, con penetración y divertido.
—Adelante, pregúntalo —dijo Renziger.
—¿Que pregunte qué?
—Deja de bromear. Estás muriéndote por saber qué ocurre en esta casa. Quieres saber quiénes somos, qué hacemos aquí y qué es todo esto.
—Admito que siento alguna curiosidad —dijo Jander.
—No puedo censurarte por eso.
—Pero sólo llegaré hasta ahí.
—No lo entiendo del todo —dijo Renziger—. Quieres averiguar qué ocurre, sólo que no insistes.
—Es mejor así.
—¿Mejor para quién?
Jander suspiró pesadamente.
—¿No te das cuenta a dónde quiero llegar? Es todo un problema de principios. Si yo te pidiera que me hablaras de eso, del porqué, el cómo y todo lo demás, te estaría poniendo en un aprieto. No sería justo.
—¿Por qué no?
—Nos hemos hecho amigos.
Renziger no reaccionó durante un buen rato. Luego asintió con cierta parsimonia:
—Sí, yo diría que en ese sentido tienes razón. No quieres aprovecharte de nuestra amistad.
—Entonces, ¿qué te parece si lo dejamos?
El canoso no dijo nada. Se adelantó con paso lento y se sentó al lado de Jander, en la banqueta de madera.
—No me dijeron tu nombre —dijo.
—Me llamo Calvin. Calvin Jander.
Renziger dijo:
—Somos amigos, Calvin, y seguiremos siéndolo. Hay una única manera de aseguramos de eso. No ocultarnos nada el uno al otro. De modo que ahora quiero que me escuches.
Y entonces, con su susurro chirriante, comenzó a relatar.