No miró a ninguno de ellos. Dejó la puerta abierta tras sí, mientras avanzaba hacia la escalera con movimientos deliberados.
—¿Dónde has estado? —le gritó Hebden.
Ella respondió:
—Fui a caminar —mientras continuaba yendo hacia la escalera.
—Por lo menos podrías cerrar la puerta —prosiguió Hebden.
Ya estaba en la escalera y miraba hacia delante mientras subía.
—La dejé abierta para Renziger.
La puerta se abrió aún más y entró un hombre. Medía uno setenta y era delgado, Jander le reconoció inmediatamente. Tenía una gran pelambrera en su cabeza, y el cabello era completamente blanco.
El hombre canoso llevaba puesta una camiseta blanca que necesitaba un lavado, unos pantalones blancos sucios y botas de caucho negro que le llegaban hasta los muslos. En la mano izquierda llevaba las piezas separadas de una caña de pescar de dos secciones. Era una caña antigua, de bambú, y el carrete parecía igualmente viejo y estaba verde de herrumbre.
—¿Dónde has estado? —le ladró Gathridge.
—En una fiesta de Todos los Santos —respondió el hombre canoso—. Me dieron el primer premio por este disfraz.
Gathridge: hizo una mueca de desagrado.
—¿Nunca puedes dar una respuesta sensata?
—Por supuesto. Lo único que se necesita es que se me haga una pregunta sensata. —Apoyó las dos partes de la caña de pescar contra el costado del sofá. A continuación se sentó y comenzó a quitarse las botas de caucho. No parecía haber advertido la presencia de Jander.
—¿Has pescado algo? —preguntó Hebden.
—Uno solo —respondió Renziger.
—Has tenido que arrojarlo —comentó Gathridge, y ahogó una risita—. Dedica cinco horas a echar carnada, y lo único que consigue es un pez diminuto y tiene que arrojarlo.
—No lo arrojé —dijo Renziger—. Todavía está allí, en el ensartador. Lo verás nadando alrededor del muelle.
—Está bromeando —ironizó Gathridge—. Si voy allí, lo único que veré será un anzuelo vacío; Esa es la idea que tiene de algo cómico. Dirá que se soltó y se fue.
Renziger no respondió. Se había quitado una bota y trataba de sacarse la otra. Gathridge le miró durante unos momentos, y luego giró con un movimiento brusco y se encaminó hacia la puerta. La otra bota salió, y Renziger propinó a las dos un ligero puntapié y se recostó contra el cojín del sofá. Sus ojos no decían nada mientras miraba a Jander.
—Hola —saludó.
—¿Qué quiere decir «hola»? —preguntó Hebden. Había bajado la escopeta y la sostenía con cierta desgana—. No me digas que os conocéis.
—No se trata exactamente de eso —dijo Renziger—. Sólo le he visto.
—¿Le has visto? ¿Dónde?
—Hoy. A última hora de la tarde. Gathridge y yo estábamos en el bote. Como a unas cinco millas mar adentro. Había una cosa en el agua, y nos acercamos para ver mejor. Era un hombre. Este hombre.
—¿Nadando?
—En realidad, no. Pataleando para mantenerse erguido. Trataba de no hundirse.
Veden miró a Jander. Luego se volvió a Renziger.
—¿Y entonces qué pasó?
—Describimos círculos en derredor —respondió Renziger—. Y discutimos. Yo decía que deberíamos recogerle y ponerle en el bote, y Gathridge que no. De manera que al final nos fuimos y le dejamos allí.
—Eso estuvo bien. Era lo único que se podía hacer.
—¿Te parece, Hebden? ¿Estás de acuerdo con esa manera de pensar?
El rostro de Hebden se endureció.
—Déjalo —exigió—. No quiero que me vengas a mí con eso.
—¿Que deje qué?
—Eso de decirme qué debo pensar.
—Sólo me preguntaba…
—Te digo que lo dejes —le interrumpió Hebden con voz helada—. Si quieres predicar, ve a predicarles a los árboles.
—No estoy predicando, Hebden; sólo converso.
—Es el tipo de conversación que no quiero escuchar. En especial de ti. ¿Quién eres tú para decirle a la gente lo que está bien y lo que no lo está?
Renziger guardó silencio por un momento. Luego se encogió de hombros y respondió:
—Tal vez tengas algo de razón.
Hebden seguía observándole. Ahora era una mirada penetrante.
—Hay algo que quiero saber. Dices que eso fue cinco millas mar adentro y que ese hombre estaba extenuado. ¿Qué hizo para llegar a la costa?
El hombre canoso miró a Jander con expresión interrogante.
—¿No explicaste eso?
Jander negó con la cabeza.
—¿Por qué no? —preguntó Renziger con suavidad.
En lugar de responder, Jander miró hacia un lado.
—Entiendo —dijo Renziger.
—¿Qué entiendes? —preguntó Hebden.
El hombre canoso hizo un gesto en dirección de Jander y dijo:
—Este es un hombre decente. Uno entre ciento. O, digamos, entre quinientos.
Hebden habló con los dientes apretados.
—¿De qué demonios estás hablando?
—Este hombre trataba de protegerme —dijo Renziger—. Sucede que le hice un pequeño favor, y sintió que debía devolvérmelo. Por eso guardó silencio al respecto.
—¿Con respecto a qué? —preguntó Hebden.
—Bueno, yo vi que se encontraba agotado; estaba a punto de hundirse. En el bote había un salvavidas y…
—Y se lo arrojaste —dijo Hebden.
—En realidad, no. Digamos que se resbaló por un costado.
—¿Cuando Gathridge no miraba?
—Así es —respondió Renziger.
Desde la puerta llegó un gruñido. No habían oído que se abriese. Gathridge estaba allí, escuchando. Lanzó un gruñido más enérgico y se dirigió con pasos lentos hacia Renziger.
El canoso retrocedió unos pasos, trató de mantener las piernas inmóviles, no lo logró del todo, y siguió retrocediendo mientras hacía un gesto de súplica a Gathridge, para que se alejara.
—¿Por qué estás tan nervioso? —preguntó Gathridge con suma suavidad—. No vaya hacer nada grave. Sólo voy a partirte en dos, nada más.
Renziger dio otro paso hacia atrás y tropezó con la pared. Tenía los brazos en alto, por delante, para protegerse, cuando Gathridge siguió avanzando lentamente.
—¿Y sabes otra cosa? —dijo este al amedrentado hombre canoso—. Esto no es sólo por el truco que nos has jugado hoy. El salvavidas sólo es un detalle. Ha habido muchos más, y desde hace mucho tiempo.
Pegado a la pared, Renziger parecía tratar de introducirse en la superficie de madera.
—¡Detente! —le gritó a Gathridge, jadeando. Acto seguido trasladó su súplica a Hebden—. Detenle. Tienes que detenerle.
—¿Por qué? —preguntó Hebden secamente—. Sólo recibirás lo que necesitas. Te hace falta.
—Si no le detienes… —Renziger lo expuso con un gorgoteo. Todavía trataba de introducir el cuerpo en la pared mientras Gathridge se acercaba y le cogía de las muñecas. Renziger miró al hombre más corpulento y cayó de rodillas, con los ojos cerrados por el tormento, el dolor que Gathridge le causaba en las muñecas y en los brazos.
Gathridge había cruzado los brazos de Renziger y tiraba de ellos con fuerza mientras le retorcía las muñecas.
—Te vamos a arreglar bien —dijo, y tiró con más fuerza.
Renziger lanzó un gemido ahogado. Su cuerpo arrodillado estaba deformado, los brazos cruzados hacían que los hombros se encorvaran. Gathridge dio un tirón fuerte, y Renziger gimió y bajó la cabeza.
Jander se oyó decir:
—Suéltale.
—¿Qué? —exclamó Gathridge.
Jander avanzó hacia él.
—Suéltale.
No pensaba en lo que decía o hacía. Empujó con las manos abiertas y golpeó a Gathridge con fuerza en las costillas. Este soltó las muñecas de Renziger y al mismo tiempo se tambaleó hacia un lado, luego recuperó el equilibrio, se volvió e hizo frente a Jander.
—No quisiste hacer eso, ¿verdad? —preguntó Gathridge.
Jander comenzó a apartarse de él. Una mano gruesa se estiró, cayó sobre el hombro de Jander, le atrajo hacia atrás y le obligó a girar.
—Te he hecho una pregunta —insistió Gathridge, y acercó la cara a la de Jander.
—Suéltame el hombro —replicó Jander. Se decía, suplicante, que no debía excitarse. Oyó una risita un tanto divertida detrás de él, y supo que era de Hebden. Entonces sintió que la excitación crecía, e intuyó las vibraciones de una especie de chisporroteo silencioso, como si dentro de él hubiera hielo seco que le atacara los nervios. Oyó que la risita iba en aumento. Sintió la fuerza aplastante de la mano pesada que presionaba sobre su hombro. Se oyó decir—: No, por favor.
Gathridge no le oyó. Levantaba el brazo, con el codo plegado, listo para lanzar un gancho de izquierda. Tenía las piernas preparadas como para poner todo su peso detrás del golpe.
—Por favor —dijo Jander rápidamente—. Sabes que no puedo hacerte frente.
—¿Entonces también lo sabes tú?
—Por supuesto.
Gathridge bajó un poco el brazo. Dirigió a Jander una mirada de reojo.
—Contéstame, pues, ¿por qué te metiste? ¿Por qué me empujaste?
—No fue nada personal —respondió Jander—. No tenía conciencia de lo que hacía.
Creo que estás haciéndote entender, pensó. Pero ten cuidado y no te excedas. Todavía no está convencido del todo, sólo lo está pensando un poco. De manera que lo único que puedes hacer es esperar que llegue a una decisión en tu favor, que llegue a la conclusión de que eres exactamente lo que dice Vera: una medusa.
Sin embargo, es una lástima. Realmente es una pena que no puedas aprovechar la magnífica oportunidad que te está dando. Es evidente que no sabe nada sobre el manejo de los puños. Son siempre estos grandotes estúpidos los que son derribados antes de darse cuenta de lo que ha ocurrido. En este caso, se trata de la forma en que tiene levantado el brazo. A buen seguro que esa no es manera de lanzar un gancho de izquierda. Se queda con la guardia abierta, y tú conoces tu propia velocidad cuando se trata de esquivar una izquierda y luego empujar simplemente con las manos abiertas, de modo que tambalee hacia atrás o retroceda… y ahí es cuando le lanzas un derechazo a la barbilla.
Y casi estás tentado. En realidad, te mueres por hacerlo. Pero escúchame, y escúchame bien. No puedes permitirte el lujo de bromear con esta gente, debes tener en cuenta que han sufrido serios daños en su sistema nervioso, y no tienes que hacer que se agiten. Para ayudar a Vera, ante todo debes conservar una medida razonable de salud física, y no podrás hacerla si las balas de una escopeta te perforan el corazón. Por lo tanto, seamos lógicos. Pensemos, por favor, en el papel que interesa jugar.
—Te lo estoy pidiendo —dijo al hombre corpulento.
—Todavía no estás de rodillas.
—Me pondré de rodillas. —Dobló las rodillas y comenzó a caer, pero la mano de Gathridge le apretó el hombro y le enderezó.
A continuación le soltó, retrocedió y le miró con una mezcla de desilusión y disgusto.
Jander retrocedió unos pasitos. Era una buena imitación de un gran amedrentamiento. Pero Gathridge ya no le prestaba atención, se había vuelto de nuevo hacia Renziger y decía:
—Veamos. ¿Dónde estábamos?
Renziger se hallaba todavía pegado a la pared. Se frotaba las muñecas y los brazos. Estuvo a punto de decirle algo a Gathridge, pero se dio cuenta de que no serviría de nada y dirigió una mirada de súplica a Hebden.
—¿Por qué me miras? —preguntó Hebden con voz tranquila.
—¿No puedes decirle que lo deje?
—¿Por qué habría de dejarlo?
—No conoce sus fuerzas. No siento nada en los brazos. Creo que tengo alguna fractura.
—Violaste las reglas —dijo Hebden—. Si haces eso, tienes que aceptar las consecuencias.
—No se trata de eso —excusó Renziger—. Es que tengo que aceptarlo porque soy más pequeño que él. Eso es lo que quieres decir.
—Es probable —contestó Hebden. Luego, se encogió de hombros—. Sí, creo que es eso.
—Sólo quería estar seguro —dijo Renziger, y entonces se movió. Fue más bien como si una sombra resbalara por la pared. Gathridge trató de atraparle, pero ya no estaba allí. Su velocidad era increíble mientras se mantenía pegado a la pared, en dirección al banco de madera donde estaba la otra escopeta. La cogió, se volvió y apuntó hacia la ingle de Gathridge.
Hebden levantó lentamente su arma. No apuntó a Renziger; sólo la mantenía lista. Se dirigió a Renziger:
—Vamos, no seas un tonto del demonio.
—No te metas, Hebden. Hablo en serio. —El canoso habló con suma suavidad. En su rostro había expresión rígidamente obsesiva. Dijo a Gathridge—: ¿Dónde quieres que te dispare? ¿En las partes? ¿En el ombligo? ¿Dónde?
Inmóvil, con la boca estirada y entreabierta, Gathridge no podía decir nada.
Hebden lo intentó de nuevo.
—Vamos. Deja eso.
—Estoy intentándolo —dijo Renziger, con los ojos sin parpadear, clavados todavía en Gathridge—. Lo intento de veras. Lo único es que no puedo hacerla solo. ¿Me entiendes?
—Creo que sí —habló Hebden lentamente—. ¿Qué quieres que haga por ti?
—Dame seguridad.
—¿Qué seguridad?
—Absoluta —respondió Renziger—. Tu palabra de que Gathridge no me pondrá las manos encima de aquí en adelante.
—¿O si no? —murmuró Hebden.
—O si no se la daré.
Y sabes que no es un farol, se dijo Jander. Se había acercado al centro de la habitación, para estar lo más lejos posible de la línea de fuego en caso de que empezaran a usar las escopetas. Desde donde estaba, podía contemplar con claridad las tres caras, y lo que vio en la de Renziger fue la expresión de un artillero que adoraba su trabajo y que ahora esperaba la orden de abrir fuego. En el semblante de Hebden principalmente había preocupación, así como algo de disgusto y cansancio. En la de Gathridge, mucha transpiración.
—Dile que sí —pidió Gathridge con un jadeo.
—Es algo más que decírselo —repuso Hebden—. Es darle mi palabra.
—Entonces dale tu palabra —terminó con un sollozo Gathridge.
Trató de emitir otra frase y se ahogó.
Hebden habló a Renziger con decisión:
—La tienes.
Renziger bajó la escopeta.
—En el banco —dijo Hebden, y Renziger depositó la escopeta en el banco de madera que estaba en el extremo más alejado de la habitación. Se apartó del banco, inició un movimiento hacia adelante y se detuvo de golpe. Su cuerpo huesudo tembló un tanto y su mirada estaba fija en Gathridge, quien caminaba hacia él con zancadas decididas. Renziger desplazó la vista hacia Hebden, e hizo una pregunta sin hablar.
Le fue contestada por el ruido ensordecedor de la escopeta que Hebden sostenía en una mano. Gathridge saltó, levantando ambas piernas del suelo. Cuando volvió a ponerlas en él, se oyó otro estampido de la escopeta, y saltó de nuevo. Esta vez aulló. En las tablas del suelo había dos agujeros de bala. Luego hubo un tercero, y Gathridge corrió hacia el sofá, dispuesto a zambullirse por encima de él para ponerse detrás.
—¡Alto! —ladró Hebden, y Gathridge trató de obedecer en el mismo instante en que intentaba pasar por encima del sofá. Al frenar en la caída, chocó contra el sofá, rebotó hacia un lado y cayó al suelo.
Hebden habló con voz pausada, dejando caer las palabras una a una, con la mirada más lúgubre que torva.
—No cabe duda —dijo a Gathridge— que eres un tipo raro de verdad. He visto gente de todo tipo, algunos eran muy lamentables. Pero ninguno de ellos puede empezar a compararse contigo. Los has dejado lejos, estás solo.
—¿Puedo levantarme del suelo? —preguntó Gathridge.
—Todavía no. —Hebden movió ligeramente la escopeta, de modo que apuntara directamente a la cara de Gathridge—. Siéntate ahí y escucha, y entiéndelo. Primero, tendrás que dominarte. Y después entenderás que cuando digo algo, es mucho más que palabras que salen de mi boca. Me has oído darle a Renzy mi palabra de que no le pondrías las manos encima…
—Pero él te engatusó —interrumpió Gathridge, y su voz se elevó hasta convertirse en un agudo gemido—. Sabes muy bien que él necesita ser aporreado. Ese asunto que armó con el salvavidas… no sólo me traicionaba a mí. Nos traicionó a todos. ¿Y tú piensas dejar que se salga con la suya?
—Realmente, no —dijo Hebden. Se volvió hacia Renziger—. Si violas un semáforo tienes que pagar una multa. ¿Te parece justo?
—Supongo que sí —contestó Renziger—. ¿Cuál es la multa?
—El sueño. Esta noche no dormirás. Tus ojos querrán cerrarse, pero tú los mantendrás abiertos. Los tendrás clavados en él —y Hebden señaló a Jander.
Renziger bajó la vista al suelo.
—Estoy cansado —murmuró—. No puedo quedarme sin dormir.
—Sí que puedes. —Hebden giró la cabeza lentamente y miró la banqueta de madera de forma significativa.
Renziger se dirigió a ella con pasos lentos y cogió la escopeta.
Hebden hizo señas a Gathridge de que se levantase del suelo.
Luego, mientras los dos se encaminaban hacia la escalera, Hebden le dijo a Jander:
—Te veré por la mañana.
—Si está aquí —masculló Gathridge.
—Estará —replicó Hebden, y dirigiéndose a Renziger—: ¿No es cierto?
Renziger no respondió. Se había acercado unos pasos a Jander, y aunque no apuntaba con la escopeta hacia nada en especial, la sostenía preparada, con el codo rígido. Hebden y Gathridge le miraron mientras subían por la escalera. Un momento más tarde, el ruido de sus pasos llegó, crujiente, desde el corredor del primer piso. En el resplandor amarillo verdoso de las lámparas de queroseno, la cara de Renziger estaba gris, teñida de un verde luminoso. Se acercó aún más a Jander. Luego se quedó muy cerca de él, pero sin mirarle, sostenía la escopeta relajado. Pensaba en algo que tenía muy poca relación con la escopeta.
—Tengo que hacerlo —murmuró—. Debo hacerlo y nada más, eso es todo.
—¿Hacer qué? —preguntó Jander.
Renziger indicó la puerta con un ademán.
—Dejar que te vayas.