6

Hebden se quedó allí, mirando la puerta entreabierta. Al cabo de un rato se precipitó hacia la puerta y dijo en voz alta:

—Ven aquí muchacha; todavía te estoy hablando. Esperó una respuesta y no la recibió. Cerró la puerta; luego la abrió de nuevo y la dejó abierta mientras se volvía hacia Jander. Tenía los labios apretados contra los dientes, los ojos entrecerrados, y medía a Jander como si lo que viera no fuese una cosa viva, sino un problema puramente técnico.

—¿Puedo fumar? —preguntó Jander.

—Por supuesto —dijo Hebden—. Puedes hacer lo que quieras.

—¿Lo que quiera?

—Naturalmente —repuso Hebden. Indicó con el pulgar la puerta abierta—. ¿Quieres irte? Vete, si quieres.

Jander no dijo nada. Miraba las dos escopetas que Hebden apretaba bajo el brazo. Retrocedió hacia el sofá y se sentó; introdujo la mano en uno de los bolsillos del pantalón y sacó el paquete de Lucky que había recibido de Vera. Se llevó un cigarrillo a los labios y tendió el paquete hacia Hebden.

—¿Quieres uno?

—No —contestó Hebden.

—Yo te aceptaré uno —intervino Gathridge entrando desde la cocina. Arrebató el paquete de las manos de Jander—. No te molesta, ¿verdad?

—¿Cómo no habría de molestarle? —dijo Hebden—. Te ofrece un cigarrillo y tú coges todo el maldito paquete.

—Da la casualidad —contestó Gathridge, levantando el paquete para que lo inspeccionara— de que tengo derecho a estos cigarrillos. Son míos.

—¿Cómo los consiguió?

—De la misma forma que consiguió mi ropa —respondió Gathridge—. Tu hija. Tu hija de corazón bondadoso. Cualquiera creería que estaba trabajando para Ayuda al Viajero.

—Quiero que me hagas un favor —dijo Hebden. Se acercó con pasos lentos a Gathridge—. Quiero que pongas fin a este tema.

—¿Sí? —dijo Gathridge. Encendió su cigarrillo. La llama puso un acento brillante en el costado que mostraba la carne desgarrada, los surcos de las uñas de ella. Aproximó el fósforo encendido al cigarrillo mientras miraba a Hebden, que se acercaba—. ¿Sí? —repitió, y soltó humo y escupió una hebra de tabaco—. ¿Sí? ¿De veras?

—De veras —respondió Hebden. Su brazo se movió, y el dorso de su mano subió y arrancó de un golpe el cigarrillo de entre los labios del hombre corpulento.

Gathridge miró al suelo, donde el cigarrillo continuaba ardiendo. Ya comenzaba a chamuscar la madera seca de la tabla del suelo. Con voz tranquila, dijo:

—Aquí no tenemos teléfono, Hebden. No hay manera de dar la alarma.

—Entonces vamos a hacerlo lo mejor posible —dijo Hebden. Dejó que una de las escopetas se inclinara hacia abajo, hasta apuntar al cigarrillo—. Písalo —ordenó al hombre corpulento—. Písalo hasta apagado.

Gathridge no se movió. Sacó otro cigarrillo del paquete. Se lo llevó a la boca y estaba a punto de encender el fósforo cuando Hebden se acercó con rapidez y usó el dorso de la mano y tiró al suelo el cigarrillo apagado.

Entonces Hebden retrocedió y volvió a apuntar la escopeta hacia el cigarrillo encendido.

—Te lo digo una vez más —amenazó.

—¿Qué me dices? —Gathridge miraba más allá de Hebden. Parecía mirar sin mayor atención algo que no le interesaba en especial.

Y entonces se produjo un silencio durante un largo rato. Jander les miró a los dos, luego al suelo, donde el cigarrillo ardía con energía; la marca de la madera chamuscada era ahora más negra y emitía los primeros hilos de humo. Esta madera está muy seca, pensó. Se encenderá con rapidez, en cuanto agarre. Oyó que Hebden decía:

—¿No lo harás?

—Tú sabes que no lo haré —dijo Gathridge.

—Tenía la esperanza de que lo hicieras. —Hebden apenas movió los labio—. Se apartó a un lado y su zapato se apoyó en el cigarrillo encendido. Lo pisó varias veces, miró el suelo para asegurarse de que el humo había desaparecido, y luego giró de prisa y en el mismo instante clavó con fuerza los cañones de las dos escopetas, golpeando a Gathridge en la parte inferior del abdomen.

Este emitió un jadeo que se convirtió en una mezcla de gemido y gorgoteo. Inmóvil, miró al techo, y sus manos juntas, sostenidas delante del cuerpo, le dieron el aspecto de un converso que hiciera un voto solemne. Luego hinchó las mejillas, y sus manes, una sobre la otra, se apretaron sobre el lugar en el cual había sido golpeado. El aire se escapó de su boca y volvió a jadear. Siguió respirando de esa manera durante un rato, y finalmente los pulmones le respondieron y pudo respirar con menos esfuerzo, con menos ruido. Dejó caer los brazos, fláccidos, a los costados, miró a Hebden y meneó la cabeza con movimientos lentos. Luego la cara se le arrugó con expresión burlona, y señaló las escopetas.

Hebden lanzó un sonido sibilante. Cogió las dos armas de debajo de su brazo y las arrojó al otro lado de la habitación.

—Entonces hagámoslo así —dijo, encorvándose, con los brazos a los costados, la mano derecha abierta y la izquierda cerrada en un puño—. Vamos. ¿Estás listo? Ven, ven.

Pero si lo dice en serio, está loco de remate, pensaba Jander. Tiene una desventaja de unos buenos treinta kilos, y quince centímetros de largo en los brazos, aparte de que es quince años mayor. ¿Y sí quieres saber una cosa? Lo dice en serio. Se muere de ganas, y las desventajas no le importan. Quiere empezar, eso es todo. Y una vez que empiece, sólo puede acabar de una manera: quedará pulverizado.

—Vamos —insistió Hebden. Serpenteó hacia Gathridge, brincó de nuevo hacia atrás, entró y volvió a retroceder—. Ven a hacerme frente. ¿Qué esperas? ¿Qué te retiene?

Gathridge no respondió.

—No me digas que estás preocupado —se burló Hebden.

—Por supuesto que estoy preocupado —repuso Gathridge—. Me inquieta que los dos perdamos la cabeza y hagamos alguna tontería.

Hebden le dirigió una mirada de duda.

—¿Te estás arrastrando?

—Si quieres llamarlo así… Pero yo prefiero decir que se trata estrictamente de un problema de seguridad.

—¿En relación con qué?

—En relación con eso —dijo Gathridge, moviendo la cabeza para señalar a Jander—. ¿Piensas que se quedará ahí mientras tú y yo nos enredamos en una pelea?

Hebden miró a Jander y luego le indicó a Gathridge:

—Tienes razón. Muchísima razón.

—Yo no iba a ninguna parte —dijo Jander.

—Esos son argumentos de vendedor —contestó Hebden—. Desde que entraste aquí no has hecho otra cosa que darme argumentos de vendedor.

Jander decidió que era mejor no decir nada. Y entonces vio que Hebden y Gathridge intercambiaban miradas de confabulación. Sabía qué significaban, y el sentido se intensificó cuando ambos hicieron un leve asentimiento de cabeza.

De modo que ya ha llegado, se dijo. Ahora te tienen catalogado como John W. Obstáculo, y ha llegado la hora de quitarte de en medio. Y tampoco habrá preliminares. Han llegado a la decisión, eso es todo, y, por supuesto, se trata de una decisión impulsiva, porque los dos están muy molestos. En especial Hebden. O mejor aún, no le mires. No dejes que vea que poco a poco te estás poniendo histérico.

Hebden le miró; luego se volvió y fue hacia el lugar donde había arrojado las escopetas. Las recogió, puso una en la banqueta de madera y con la otra bajo el brazo se acercó a Jander.

—Llévale afuera —sugirió Gathridge.

Hebden no dijo nada. Siguió avanzando hacia Jander, y cuando se encontraba a unos dos metros de distancia, se detuvo en seco. No hizo movimiento alguno con la escopeta. Permaneció inmóvil, y sus ojos no reflejaban nada.

—¿Por qué no le sacas afuera? —insistió Gathridge.

—¿Por qué no cierras la boca? —replicó Hebden.

Entonces Jander trató de contenerse y no pudo, y se oyó suplicar:

—No es justo; es espantoso. ¿Por qué tienen que hacerlo?

—No puedo hacer ninguna otra cosa —respondió Hebden.

—Sólo porque no piensas —replicó Jander. Hebden le miró, intrigado.

—¿Qué quieres decir con eso de que no pienso?

—Te precipitas. Haces lo que le criticabas a tu esposa por haber hecho lo mismo. Sólo que ella tenía una excusa. Estaba bebida.

Sin embargo, en el mismo instante en que lo decía, Jander se dio cuenta de que era inútil. Hebden no lo aceptaba.

Parece como si ni siquiera me escuchara, pensó Jander. No obstante, tengo que hacer que me escuche. De alguna manera tengo que…

Cortó el pensamiento y parpadeó varias veces, como si viese que algo ocurría en los ojos de Hebden. La impulsividad dejaba paso a la fría mirada de un experto jugador de póquer que estudiara la mesa.

—¿Qué va a pasar, entonces? —gimió Gathridge, impaciente—. ¿Lo harás o no?

—El tipo ha dicho que yo no estaba pensando —murmuró Hebden—. Quizá tenga razón. Tal vez debería pensarlo.

—¿Por qué? —preguntó Gathridge—. ¿Qué vas a sacar con ello?

—No estoy seguro.

—Entonces asegúrate —dijo Gathridge—. Adelante; hazlo ahora. Lo pensarás después.

Hebden levantó la escopeta lentamente y apuntó con precisión al lado izquierdo del pecho de Jander. Quédate callado, se instó Jander. Por amor de Dios, por favor, cállate, porque si dices algo ahora, si emites el menor ruido, no serás otra cosa que un recuerdo. Ya le has oído decir que no está seguro, yeso te da algo a lo cual aferrarte; o tal vez no sea otra cosa que una expresión de deseos, el último intento frenético de aferrarte a un punto de vista optimista.

El dedo de Hebden estaba posado suavemente en el gatillo. Aumentó la presión y luego la disminuyó. Bajó el rifle unos centímetros.

—¿Qué haces? —Gathridge parecía desesperado. Hebden no le prestó atención. Bajó el rifle unos cuantos centímetros más y dijo a Jander:

—Muy bien. He hecho lo que me has dicho. Lo he pensado un poco. ¿Está bien?

—¿Por qué me lo preguntas a mí? —replicó Jander—. Yo no soy el juez aquí.

—¿Te estás enojando?

—Sí, estoy enojado —dijo Jander—. No me gusta que jueguen conmigo.

—No está jugando contigo —intervino Gathridge de nuevo—. Sólo está haciéndolo más lento. Cuando un hombre tiene más edad, necesita hacer las cosas más despacio.

Hebden se volvió e hizo frente a Gathridge. Retrocedió y apuntó el rifle al abdomen del hombre corpulento. La boca del arma apuntaba al mismo lugar que había sido fuertemente golpeado. Hebden dijo:

—Si la recibes ahí, esta vez va a hacer mucho daño.

Gathridge movió la boca con rapidez, pero no emitió palabra. Hebden bufó y se apartó de él, con el rifle apuntando hacia abajo, mientras decía a Jander:

—No sé. No puedo entenderte. Tendrás que decirme…

—Bien, por supuesto que te lo diré —respondió Jander en el acto—. Te diré lo que quieras.

Hebden guardó silencio durante unos momentos. A continuación dijo:

—Muy bien. Ella ha explicado que estabas en la arena, inconsciente. ¿Cómo llegaste a esa situación?

—Me encontraba extenuado.

—¿Por haber hecho qué?

—Nadar —repuso Jander—. Había estado en un bote…

—¿Qué bote? ¿Con quién ibas?

—Estaba solo. Era un bote de remos, pequeño. Lo había alquilado, y estaba mar adentro, pescando, y…

—¿Dónde lo alquilaste?

—En un lugar llamado Playa Flaxton.

—¿Cómo llegaste hasta allí?

—En coche.

—¿Solo?

Jander asintió.

—¿Dónde está tu coche ahora?

—Supongo que sigue allí. En Playa Flaxton. Lo dejé estacionado ante la puerta de la tienda donde venden carnada.

Hebden tendió la mano, con la palma abierta.

—Las llaves del coche.

—No puedo complacerte —respondió Jander—. Si quieres las llaves, tendrás que contratar a un buceador.

Hebden le escudriñó por unos instantes.

—Explícamelo.

Jander se lo explicó, habló de la tormenta que se levantó y de cómo el bote volcó, y de los esfuerzos frenéticos para mantener la cabeza sobre la superficie, y habló de la ropa de la cual se desprendió para aligerar su peso en el agua. Lo hizo con bastante rapidez y no hubo vacilaciones. El relato le llevó alrededor de un minuto.

Hubo un silencio prolongado. Después Veden dijo:

—Lo cuentas muy bonito.

—Porque así fue come ocurrió.

—Es posible —dijo Hebden. Volvió la cabeza y miró a. Gathridge. Era una mirada pedante—. ¿Entiendes lo que tenemos aquí?

Gathridge tenía la boca abierta en parte; sus ojos estaban estúpidamente apagados y meneaba la cabeza con lentitud.

—Déjame que te enseñe algo —le dijo Hebden—. Lo importante nunca es lo que dicen. Sino los movimientos que hacen o los que no hacen.

—No te entiendo —masculló Gathridge.

—Inténtalo —dijo Hebden. Señaló a Jander con la escopeta—. Si miras a este, ves a un don nadie. Lo mismo ocurre cuando le escuchas. Ahí no hay absolutamente nada. Es inofensivo por completo. Apenas un pobre tonto que cayó de un bote y tuvo que nadar. Y entonces, qué demonios, uno siente un poco de pena por él Piensas que quizás haya alguna forma de darle una oportunidad.

—¿No irás a…?

Hebden cortó la interrupción con un movimiento de la mano. Continuó:

—Si piensas de esa manera, es sólo porque eres humano. Pero cuando comienzas a pensarlo más a fondo… Le miras y te preguntas…

—¿Me pregunto? —Gathridge hizo una mueca de confusión—. ¿Por él? —y miró a Jander—. ¿Qué hay que preguntarse acerca de él?

—¿Le estuviste mirando?

—Claro que le estuve mirando.

—¿Has visto algo?

Gathridge parpadeó varias veces y volvió a abrir la boca, mirando a Hebden con expresión estúpida.

—Muy bien —dijo Hebden—. No has visto, pedazo de imbécil, que este tuvo por lo menos dos oportunidades para huir, y en cambio decidió quedarse. Así que permíteme que ahora te pregunte algo: ¿por qué habría de querer hacer algo así?

Gathridge continuó parpadeando. Después se encogió de hombros.

—La única forma en que puedo entenderlo es que se paralizó. Se paralizó, eso es todo.

—No lo creo —dudó Hebden.

Gathridge miró a Hebden y luego a Jander, y una vez más a Hebden.

—Estoy dispuesto a apostar por algo —dijo este. E indicó otra vez a Jander con la escopeta—. Es posible que este don nadie inofensivo sea alguien. Con una tarea que realizar.

—¿Una tarea? —Gathridge arrugó las facciones y se frotó la barbilla—. ¿Qué quieres decir con eso de «una tarea»?

—Esto es algo más que una suposición —dijo Hebden—. Apuesto dinero a que eres un investigador, y si no del distrito, del estado; y si no es eso, entonces eres un investigador federal.

Jander suspiró. Sacudió la cabeza, desesperanzado.

—Es la única explicación posible —dijo Hebden—. Tenías ubicada esta casa. Pero sólo por fuera. Y eso no te decía nada. Necesitabas entrar. ¿Cómo lo logras? Lo primero que haces es elegir el cliente adecuado para esa mercancía que quieres vender. Ves a Vera caminando hacia la playa y actúas con rapidez, y llegas primero; y ahí te encuentra ella, en la arena. Estás desvanecido, y lo simulas a la perfección. Ella cree que te encuentras al borde de la muerte, y se dice que no puede dejarte ahí.

Jander seguía negando con la cabeza.

—Estás muy equivocado.

En lugar de responder, Hebden levantó la escopeta poco a poco y apuntó al pecho de Jander.

—Pero todavía no estás seguro —intentó Jander, con un susurro—. Sabes que no estás seguro del todo…

Hebden respingó ligeramente. Pero la escopeta se mantenía firme en sus manos. Hablaba en voz baja, las palabras fluían lentamente, con tristeza.

—No es que quiera hacer esto. Ojalá se pudiera llevar de otra manera, pero no es posible. Tengo que hacerlo de este modo para poder sobrevivir. ¿No tengo derecho a sobrevivir?

—¿Qué demonios es esto? —gritó Gathridge—. ¿Necesitas su permiso?

—Cállate —ordenó Hebden—. Esta arma no apunta a un pato silvestre. Aquí hay una persona. Una persona viva. Tiene derecho a saber lo que ocurre y por qué tiene que ocurrir.

—¿Te parece que eso es hacerle un favor? —replicó Gathridge—. Eso no hace más que empeorar las cosas. Si de veras quieres hacerle un favor —señaló la escopeta—, agujeréalo y termina con eso.

Hebden estaba ahí, apuntando con la escopeta y asintiendo lentamente, luego dejó de asentir y afinó la puntería. Ahora llega, se dijo Jander. Ahora se produce, y no hay manera de impedirlo, y el próximo sonido que escuches será…

El sonido que escuchó fue el del pestillo cuando se abrió la puerta y entró Vera.