Era una vieja casa de madera, de dos pisos, un tanto ladeada hacia un costado. Estaba sin pintar, y no tenía galería. Las cortinas estaban echadas, pero en las ventanas de arriba se veían rayas de luz que asomaban por los bordes de las cortinas.
Jander siguió mirando hacia la casa mientras Gathridge llevaba el bote a un muelle pequeño. Luego este le dijo que saliera del bote, y cuando lo hizo, vio el otro bote amarrado al muelle. Era el esquife, el mismo bote que se había acercado a él en la bahía, para después alejarse dejándole allí.
Pero no debes sentir resentimiento, se dijo. Tal como están las cosas, te encuentras en condiciones de sentirte resentido. Será mejor que trates de relajarte. No obstante, eso no resulta fácil, ¿verdad?
Vera subió al muelle y Gathridge la siguió. Luego los tres salieron del muelle y caminaron a través de unos quince metros de terreno en su mayor parte arenoso. Ante la puerta del &ente, Gathridge sacó una llave.
—Será mejor que llames primero —dijo Vera.
—¿Para qué diablos?
—Está bien —respondió ella, y se apartó a un lado, indicando a Jander que hiciera lo mismo. Luego le dijo a Gathridge—: Adelante, hazlo. Inténtalo, a ver qué sucede.
Gathridge la miró, interrogante. Luego observó la llave que tenía en la mano. Parecía confundido.
—En realidad, no tienes cerebro —dijo ella—. Si abres esa puerta sin avisarles que eres tú, te volarán la cabeza.
La expresión de confusión desapareció del rostro de él, y le dirigió una sonrisa torcida.
—Gracias, señorita Vera —le dijo—. Eres muy amable al preocuparte de mí.
—De ti, para nada. No quiero verme destrozada.
—Bueno, ese es un pensamiento muy dulce —dijo Gathridge. Se volvió hacia Jander—. Es una dulzura, ¿verdad?
Volvió a guardarse la llave en el bolsillo y golpeó de nuevo. Entonces se oyó el crujido de las tablas del suelo, bajo los pesados pasos lentos que se acercaban a la puerta.
—Soy yo —gritó él—. Gathridge.
La puerta se abrió. Un resplandor que no era de luz eléctrica se derramó a través del vano y puso un marco borroso en tomo del hombre que sostenía una escopeta. La sostenía con flojedad, pero como un experto, con el cañón hacia abajo y el dedo apenas apoyado en el gatillo. Era un hombre de mediana estatura y complexión compacta, tenía un espeso cabello negro, lacio y opaco, como el alquitrán. Sus ojos eran del mismo color negro opaco, y tenía labios delgados, apretados contra los dientes. Había arruguitas minúsculas en las comisuras de la boca y otras más anchas que subían a los huecos de los pómulos salientes; encima del pómulo derecho se veía una arruga profunda, dentada, que se curvaba hacia arriba y terminaba un centímetro por encima de la ceja derecha. La arruga mostraba las marcas de la sutura.
Y creo que sabes de qué es eso, se dijo Jander. Es el tipo de cicatriz fruto de un vidrio quebrado, tal vez una botella rota. Se puede adivinar que ese cabello negro no es teñido. Sin embargo, debería haber algo de gris en él, por lo menos algunos mechones. Las arrugas de la cara son lo que le colocan más allá de los cincuenta.
El hombre de pelo negro miró a Jander durante un instante, y luego observó a Vera. Esta no dijo nada. Luego miró a Gathridge, señaló con la cabeza a Jander, y sus delgados labios apenas se movieron cuando preguntó:
—¿Qué traes aquí?
—Pregúntale a ella —respondió Gathridge.
—Te lo estoy preguntando a ti.
Gathridge se encogió de hombros.
—No puedo decirte nada, Hebden. Ni quién es ni qué hace, no lo sé. Lo único que sé es que fui a la choza y ahí estaba él. Con ella.
El hombre llamado Hebden hizo un larga y lenta inspiración. Luego preguntó:
—¿Qué hacían?
—¿Antes de que yo entrara?
—Sí —dijo Hebden. Seguía mirando al suelo—. Antes de que entraras. Los estabas vigilando, ¿no? —Acto seguido apenas levantó la cabeza y miró a Gathridge—. ¿No estabas espiando por la ventana?
Gathridge adelantó la mandíbula.
—No me gusta espiar.
—¿No?
—Oye, ¿qué es esto? —preguntó Gathridge en voz alta—. ¿Por qué te metes conmigo?
Los ojos negros se volvieron más opacos aún.
—No te irrites, Gathridge. Irritarse nunca sirve de nada. Siempre es mejor sincerarse y decir lo que corresponde. ¿No te parece?
—¿Cómo puedo pensar nada? No sé de qué estás hablando.
Hebden miró otra vez al suelo. Hizo una nueva inspiración lenta.
—Lo que digo —declaró— es sólo para tu bien. Vas a la choza cuando sabes que ella está allí, la espías y te pones nervioso; luego vienes aquí y no puedes dormir, y al día siguiente estás destrozado. ¿No ves que estás arruinando tu salud?
Gathridge volvió la cabeza hasta que miró por encima del hombro.
—¿Tengo que escuchar todo esto? —preguntó.
—Si no quieres, no —dijo Hebden con tono opaco; las palabras salieron con lentitud por entre sus delgados labios—. Pero creo que deberías prestar un poco de atención. Además hay que tener en cuenta otra cosa. Existe la posibilidad de que alguna noche eso te domine y trates de ponerle las manos encima. ¿Sabes qué ocurrirá entonces?
Gathridge volvió a girar la cabeza. Habló al aire, por encima del hombro.
—Tal vez no lo sepa. Quizás alguien pueda decírmelo.
—Yo te lo puedo decir —repuso Hebden.
Hubo unos momentos de silencio. Gathridge miró a Vera, luego a Hebden, estuvo a punto de bajar la vista, y a continuación levantó la cabeza de golpe, como si se obligara a continuar mirando a Hebden. Este prosiguió:
—¿Entiendes lo que quiero decir? Yo soy quien puede decírtelo, porque nadie lo sabe mejor que yo.
—¿Porque es tu hija?
—En efecto.
—Y porque es tu hija —Gathridge mostró una sonrisa burlona—, tienes derecho a protegerla. ¿No es eso lo que estás diciéndome? ¿Que tienes derecho a proteger a tu propia hija?
—No, no es eso lo que te estoy diciendo. No necesito decírtelo. Esta chica no necesita protección. Tiene toda la que le hace falta. La lleva consigo. Permanentemente.
—Eso ya lo sé —masculló Gathridge.
—Tal vez no lo sepas lo suficiente —replicó Hebden—. Por eso te lo digo. Y espero que lo recuerdes. Esa hoja que lleva encima la ha usado más de una vez. Y ninguno tuvo nunca la menor oportunidad. Es lo mismo que luchar contra una víbora. Un solo mordisco, y quedaron listos.
Hebden se volvió y entró en la casa. Los otros le siguieron, Jander primero. No había alfombra en el suelo, y muy pocos muebles. La iluminación provenía de lámparas de queroseno colocadas en estantes clavados a la pared. Pues sí que es una casa antigua, pensó Jander. Debe de tener más de cien años.
—Siéntate —le dijo Hebden sin mirarle, y con la escopeta señaló un sofá, cerca de la escalera.
Jander fue hacia el sofá, un añejo revoltillo de tapizado roto que mostraba los muelles herrumbrados a través de los agujeros de la tela. Pero el cojín del centro parecía capaz de soportar su peso, y se acomodó en él con cuidado quedándose sentado allí, con las manos en las rodillas, a la vez que observaba, desconcertado, a los dos hombres y a la muchacha, que se hallaban de pie en el centro de la habitación.
Y entonces, cuando miró más allá, atisbando a través de la vacilante luz, de las lámparas de queroseno, vio que había alguien más en el cuarto. La figura apenas era visible, sentada, inmóvil, en el rincón en penumbra, rígida en la banqueta de madera apoyada contra la pared. Esperó a que se moviera, pero no fue así. Tiene que ser algo hecho de cera, pensó; no puede ser nada que tenga vida.
Seguía observando a la figura sentada. Y entonces vio un resplandor de luz reflejada que partía de un metal azulado que reposaba en el regazo de la figura. Era el cañón de una escopeta. El resplandor se hizo más ancho por un momento, y la luz trepó por los hombros inmóviles e iluminó la cara. Era el rostro de una mujer. Parecía tener poco más de cuarenta años. Su cabello era de color ambarino, y lo llevaba peinado hacia atrás, con raya al medio. Sus facciones eran huesudas y macilentas. Sus delgados labios se levantaban ligeramente en las comisuras, de modo que a Jander le pareció que le ofrecía una sonrisa. No obstante, al momento siguiente llegó a la conclusión de que no era una sonrisa sino una mueca helada, y mientras el pensamiento le pasaba por el cerebro vio que se levantaba de la banqueta y movía la escopeta apuntándole.
Entonces oyó el chasquido del seguro, y trató de exhalar y no pudo. Durante otro instante miró la boca del arma. Parecía acercarse a él, aunque sabía que no se movía. Cerró los ojos, y ahora no había pensamiento alguno, ni conciencia de nada, ni preocupación por lo que ocurría. Todo eso se hallaba más allá de los límites de la reacción mental; permaneció sentado, incapaz de exhalar el aire acumulado en la garganta.
Hubo un correteo de pisadas rápidas, un ruido de una mano que golpeaba contra algo metálico y otro sordo, enfático, de la culata de madera contra el suelo. Abrió los ojos y vio la escopeta en el suelo, y a la mujer que trataba de cogerla pero no podía, porque Hebden la había agarrado de un brazo.
Ella levantó el otro brazo, con la mano cerrada, y su boca permaneció un tanto levantada en las comisuras, en su mueca congelada.
—¿De veras sabes lo que estás haciendo? —preguntó Hebden.
—Suéltame el brazo —dijo la mujer. Tenía el otro brazo levantado, y la mano cerrada apuntaba los nudillos a la cara de Hebden—. Si no me sueltas, te romperé la cabeza.
—Hazlo —le contestó Hebden—. Hazlo, Thelma.
Hebden esperó unos momentos. Luego le soltó el brazo. Ella lo dejó caer, fláccido. Luego, frotándoselo donde los dedos habían oprimido la carne, dijo:
—Crees que es por el alcohol, ¿no?
—Sé que es por el alcohol —respondió Hebden.
Recogió la escopeta y volvió a poner el seguro. Entregó la escopeta a Gathridge y se dirigió con pasos lentos deliberados a la banqueta de madera del rincón oscuro. Levantó del suelo, al lado del asiento, una jarra de cuatro litros. Estaba casi vacía. Lo que quedaba del líquido incoloro era apenas medio vaso. Hebden había llevado la jarra a la luz de la lámpara y señalando con el dedo el nivel del contenido dijo sin dirigirse a nadie en especial:
—Ahora lo ves, y tienes que creerlo. Pero juro que no sé cómo lo hace. Este líquido casi tiene cien grados. La jarra estaba llena hasta las tres cuartas partes cuando ella empezó a beber. Y eso fue hace unas pocas horas.
—Dámela —dijo la mujer.
Hebden la miró de reojo, con el semblante arrugado en una especie de desconcierto y acoso. Ella la sostuvo con delicadeza, como si hubiese sido un jarrón de cristal que contuviese flores poco comunes. Se la llevó a la boca, bebió unos cuantos sorbos con delicadeza.
—Perfecto —murmuró para sí. Y dirigiéndose al techo—: No tiene precio. No hay nada que se le pueda comparar.
—Sigue pensando así —le amenazó Hebden mientras ella bebía otro sorbo, más largo—. Sigue tragándolo y te juro, Thelma, que no acabarás el año.
Ella bajó la jarra. Sus facciones se suavizaron.
—Ahí te equivocas —dijo con voz tenue—. Es tónico. Es lo que me mantiene en movimiento.
—En movimiento, ya lo creo, hacia el borde —dijo Hebden.
Thelma pareció no haberlo escuchado. Miró la jarra con afecto y gratitud.
—Ha hecho tanto por mí —murmuró—. Es lo único que me ha mantenido fuera de la tumba.
—Lo mismo daría que estuvieras dentro de ella —respondió Hebden—. Has llegado a un punto en que, casi permanentemente, no sabes dónde estás. —Movió el pulgar para indicar al hombre que estaba sentado en el sofá—. Si yo no hubiera intervenido, lo habrías hecho volar.
—Seguro —confirmó ella.
—Y sin motivo alguno.
—Por un buen motivo —aseguró Thelma—. No forma parte de este equipo y no tiene nada que hacer aquí. Cualquiera que no pertenezca a esta casa tiene que irse. Y no por su pie. Esa es la regla.
Hebden abrió la boca, y la cerró, volvió la cabeza y miró a Gathridge y a Thelma. Luego miró a Jander. Estaba otra vez a punto de decir algo, pero pareció haber olvidado la idea que quería comunicar.
—No hay nada que puedas decir —intervino Thelma con voz suave—. Tú fuiste quien estableció esa regla.
—En efecto —ratificó Gathridge en voz alta—. Y si quieres saber mi opinión…
—No quiero saberla —replicó Hebden. Y dirigiéndose a Thelma—: De acuerdo, es la regla. Pero hay algo que se llama saber cómo son las cosas antes de golpear. Tienes que saber qué estás golpeando. Sin embargo, eso no lo pensaste, ¿verdad? No pensaste en nada. No puedes pensar. Lo único que puedes hacer es tragar la bebida y seguir tragando hasta que pierdes el dominio.
—Tengo dominio de sobra —dijo Thelma. Sus ojos atravesaron los de Hebden. Fue como si quisiera hacerle recordar algo.
Fuese lo que fuere, hizo que él se apartara de ella. Sus facciones por un momento se pusieron rígidas y sus delgados labios se estiraron, tensos. Parecía que no entendía lo que salía de los ojos de ella. Y luego, sin moverse, se obligó a ir más allá de eso, a alejarse de ello. Apuntándole con el dedo, dijo:
—Bueno, eso es lo que no me gusta. Cuando me miras así.
—Puedo mirarte como me plazca —contestó Thelma—. Tengo esa prerrogativa. Soy tu esposa.
—No necesitas decírmelo —murmuró Hebden.
—Sólo de vez en cuando —repuso ella—. Nada más que para recordártelo. Para que sepas cómo están las cosas.
—Lo sé —dijo él. Y luego en voz más alta—: Eres mi esposa. Eres mi querida esposa. Una bendición y un consuelo en todo momento. —Levantó los brazos, como si se dirigiera a una multitud—. Les digo que soy un hombre que debería ser envidiado por tener semejante esposa.
—Y todos ustedes pueden creer que así es —prosiguió Thelma con voz sin tonalidades. Pasó junto a Hebden y fue hacia la banqueta de madera y depositó la jarra en ella—. Quédate aquí —dijo a la jarra, y le dio una palmada cariñosa. Al apartarse de la banqueta, las rodillas comenzaron a aflojársele, hizo un esfuerzo espasmódico y logró enderezarse. Cruzó la habitación lentamente, camino de la escalera.
—Veinte contra uno a que no llega —dijo Gathridge.
Nadie le respondió; nadie le miró. Durante casi un minuto, el único ruido, en la habitación, fueron los pasos de Thelma mientras se dirigía a la escalera y luego subía, midiendo cada movimiento, con los brazos rígidos a los costados, despreciando la balaustrada. Cuando se hallaba a medio ascenso, se detuvo, apenas volvió la cabeza, y dijo:
—Buenas noches, gente.
Por un momento se produjo un silencio. Thelma seguía allí, esperando.
Luego Vera dijo:
—Buenas noches, mamá.
Thelma continuó subiendo. Hebden esperó hasta que oyó el ruido de una puerta que se cerraba en el primer piso, luego miró a Jander, sentado en el sofá.
—Ahora tú. ¿Hay algo que quieras decirme?
—Deja que lo diga yo —intervino Vera.
—No. —Hebden no la miró—. Lo dirá él. Si me lo dice como es, lo tendré en cuenta.
—¿Y qué ganaré con eso? —preguntó Jander.
—Tiempo —respondió Hebden.
—¿Cuánto?
—No lo sé.
Jander se estremeció ligeramente. Miró al suelo, lanzó un pesado suspiro y dijo:
—Muy bien. Para lo que pueda valer, me llamo Calvin Jander y soy de Filadelfia. Vivo en un apartamento con mi madre y mi hermana. Y…
—Espera —le interrumpió Hebden—. Ponte de pie.
Jander se levantó del sofá. Hebden retrocedió para observarle de pies a cabeza.
—Las ropas que llevas puestas no son de tu medida —dijo Hebden—. ¿De dónde las has sacado?
Antes que Jander pudiera responder, Gathridge intervino en voz alta:
—¿No sabes de dónde? Son mis malditas ropas. Tu hija se las dio.
Hebden dirigió a Vera una mirada interrogante.
Ella no dijo nada.
—También le llevaba comida —prosiguió Gathridge—. En una bolsa de papel. Tiene otra bolsa, que es para la ropa. Se cuela en mi habitación, se lleva la ropa y va a la choza. No pensó que la había visto…
—¿Por qué no la detuviste? —preguntó Hebden.
—Esa no era la manera de hacerlo —contestó Gathridge—. Vengo a hablar contigo y no es suficiente. Tengo que traerte pruebas.
—¿De qué? —preguntó Hebden.
—Ese —dijo Gathridge, señalando a Jander. Luego inclinó la cabeza para señalar a Vera—. ¿No ves lo que ha estado haciendo? Encuentra esa choza desocupada y al momento se le ocurren ideas. Entonces te viene con lo de la Garbo, quiere estar sola. Y tú muerdes el anzuelo. La dejas ir allá cuando quiere. Tres, cuatro, y en ocasiones cinco veces por semana ha dormido en esa choza. Pero no sola. Ella…
Se interrumpió con un aullido cuando las uñas de Vera le arañaron un lado de la cara. Hebden la agarró por la cintura mientras ella buscaba los ojos del hombre. Emitía un sonido sibilante y era como un animal, a Hebden le resultaba difícil contenerla. Gathridge había dado varios pasos hacia atrás y ahora se llevaba la mano a la mejilla arañada. Bajó la mano y se miró la palma mojada. Las heridas de su rostro eran bastante profundas y la sangre goteaba por el borde de su mandíbula.
—Ponte agua fría —dijo Hebden, tratando de aferrar a Vera con más fuerza.
—El agua fría no servirá —murmuró Gathridge—. Necesito una inyección hipodérmica. Contra la rabia.
—Está bien, sigue —continuó Hebden—. Sigue adelante, y ya no podré contenerla.
—Esa no es la forma de contenerla. La única forma es construir una jaula.
Ella se soltó de Hebden. Este hizo un movimiento frenético con ambas manos y logró agarrarla de los brazos. Dijo a Gathridge:
—¿Quieres hacerme el favor de salir de esta habitación? Ve a la cocina. Ve a cualquier parte.
Gathridge salió de la habitación y se encaminó hacia la cocina. Hebden fue soltando a Vera poco a poco. Esta había dejado de emitir los sonidos sibilantes, y al cabo de unos instantes dijo en voz baja:
—Ya puedes soltarme.
Hebden le soltó los brazos. Ella tenía la cabeza gacha y los ojos cerrados. Hizo una inspiración profunda. Luego se volvió y miró a Hebden.
—¿Has creído lo que te ha dicho?
En lugar de contestar, Hebden se inclinó y recogió la escopeta que había dejado caer durante la riña. La otra escopeta también estaba en el suelo, y mientras la cogía, miró de reojo a Jander.
—Me haces pensar —dijo—. Dos armas en el suelo, habrías podido coger cualquiera de las dos. Habría sido muy fácil.
—Para mí, no —repuso Jander.
—No me digas eso. —Hebden inclinó la cabeza—. Sé reconocer a un experto cuando le veo.
—No es un experto —dijo Vera.
Hebden mantenía la atención concentrada en Jander.
—Dime la verdad, ¿por qué no has intentado coger una de las armas?
Jander parpadeó un par de veces.
—¿Qué haría con ella? No sé nada de armas.
—Muy bueno. —Hebden asintió con aprobación—. Encontraste la respuesta perfecta. Tienes práctica.
—No tiene nada —dijo Vera.
Hebden la miró.
—¿Cuánto hace que le conoces?
—No mucho.
La mirada de él le dijo que fuese más concreta.
—Unas horas —continuó ella—. Digamos que unas cuatro horas.
Y entonces él entrecerró los ojos.
—A ver, explícame eso —dijo—. ¿Dónde te tropezaste con este hombre?
—En la playa —contestó ella—. Yo iba caminando y le veo en la arena, desvanecido. Entonces le saco de allí…
—¿Por qué hiciste eso? ¿Por qué no le dejaste?
—La marea estaba subiendo.
Hebden lo pensó un instante y luego dijo:
—Está bien, le sacas del agua, le arrastras desde la playa y le llevas a la choza. ¿Por qué a la choza?
Ella se cruzó de brazos y se inclinó hacia adelante, con cierta agresividad.
—¿A qué otro lugar podía llevarle?
—Habrías podido traerle aquí.
Se produjo un silencio durante unos momentos. Luego Hebden añadió:
—Me suena raro. Lo entiendes, ¿verdad?
La muchacha asintió con movimientos lentos. Hebden dio un paso hacia ella. Vera no se movió. Él se acercó más y esta siguió sin moverse. Permanecía cruzada de brazos y con el semblante impasible.
—Muchacha, te lo juro —murmuró Hebden, y luego tosió, parecía estar ahogándose—. Te juro que si no fueras mi hija te…
—Termina —dijo Vera—. Puedes olvidar que soy tu hija cuando te parezca bien.
Hebden inspiró con esfuerzo. Luego se apartó de ella. Meneó la cabeza, apabullado.
—Muy bien, lo aceptaré. Tendré que aceptarlo. Pero te digo —y suspiró con pesadez— que no resulta fácil.
—Y también puedes terminar con eso —dijo Vera—. No quiero escucharlo.
—Por favor, muchacha. —Hebden habló con los ojos cerrados, y volvió a menear la cabeza—. Por favor, no me empujes más. Si sigues empujándome, eso sólo puede terminar en una calamidad.
La joven abrió los brazos.
—Entonces, ¿qué quieres que haga?
—Que todo vuelva a estar bien. Tiene que estar bien entre nosotros; no puede ser de otra manera. Esa fue la promesa que hiciste, ¿te acuerdas? Prometiste que cumplirías con el programa…
—Es verdad —interrumpió ella—. Pero sólo que lo cumpliría; no dije que me gustaría. —Y luego se volvió, caminó con rapidez hacia la puerta, la abrió y salió.