Se quedaron viendo cómo se abría la puerta, y entonces los anchos hombros atravesaron el umbral. Es él, se dijo Jander. Es el que estaba allí sentado en el bote y veía cómo te hundías en el agua, y después se alejó con la lancha. Recuerdas muy bien su cara. Y recuerdas a los dos conversando en la lancha; el canoso le llamó Gathridge. Pero será mejor que tú no le llames Gathridge. Será mejor que no permitas que sepa que le reconoces. No creo que él te reconozca a ti, y es más cómodo dejarlo así. Al menos por el momento.
El hombre corpulento tenía la piel atezada, una frente baja y cabello castaño claro y rizado. Era bastante alto, y debía pesar unos 110 kilos. Los gruesos brazos le colgaban, flojos, a los costados, mientras miraba a Jander y luego, de reojo e interrogante, a Vera. No hubo ninguna reacción por parte de Vera, y él miró de nuevo a Jander.
—¿No te conozco? —preguntó.
Jander negó con la cabeza.
El hombre corpulento miró de nuevo a Vera. Le volvió a dirigir una pregunta silenciosa, pero ella no respondió. Se volvió hacia Jander y le estudió durante unos momentos. A continuación preguntó:
—¿Ni siquiera puedes decir «gracias»?
—¿Gracias por qué?
—Por la ropa. Estás usando mi ropa.
Jander desvió la mirada a un costado. Se preguntó si habría alguna manera de manejar esta situación. Intentó encogerse de hombros, pero hacía falta algo más que eso, y masculló, contrito:
—Espero que no te haya molestado.
—No, no me molesta. Sólo que siento curiosidad, eso es todo. ¿Te molestaría ayudarme a despejada?
—Si puedo… —dijo Jander.
—Entonces dime: ¿Cómo es que llevas puesta mi ropa? ¿No tienes la tuya propia?
—La perdí.
—¿Dónde?
Jander buscó una respuesta. Tenía la sensación de que se encontraba en una escalera mecánica que descendía y que no podía bajarse, y cuando terminase el viaje, sería el final de todo para él. ¿Quiénes son estas personas?, se preguntó. ¿Qué vinculaciones hay aquí?
Oyó que Vera decía:
—Acaba de una vez, Gathridge. Déjale en paz.
—Déjale en paz, dice. Y le dice cómo me llamo.
—Tu nombre no significa nada para él.
—Pero no tenías por qué decírselo —replicó Gathridge—. O quizá tenías algún motivo para decírselo. Tal vez le hayas dicho muchas cosas más.
—No le he dicho nada.
—¿Piensas que puedo creerte?
—No me importa lo que puedas pensar —replicó Vera.
Gathridge avanzó un paso. Ella no se movió. El grueso brazo se levantó, se abrió la enorme mano, y todo ello sucedió con suma lentitud, mientras Jander se decía que no debía permitir que ocurriera. Se preparó para interponerse entre ellos, y en ese instante oyó que Vera le decía:
—No te metas en esto.
Él la miró. Parecía que aún no se había movido, pero ahora tenía algo en la mano.
—Suelta eso —dijo Gathridge.
—Te lo clavaré en el sucio cuello —amenazó ella, y su mano se elevó un poco más, para que viese de cerca la reluciente hoja de doce centímetros.
Gathridge retrocedió.
—No seas tonta —dijo—. Sabes que yo no te haría daño.
—Pero me gustaría que lo intentaras —respondió la mujer—. Vamos, ¿por qué no lo intentas?
Él retrocedió otro paso. Sus ojos mostraban una mezcla de furia hirviente e inteligente cautela. Luego, la furia se disipó, y la cautela dejó paso a algo así como un autorreproche. Bajó la cabeza y masculló:
—Es una pena, muchacha. Es una lástima que siempre tengamos que reñir. Ojalá que no tuviera que ser así.
Ella no contestó. Mantenía el cuchillo en la misma posición, con las muñecas rígidas y la hoja apuntando a unos centímetros por debajo de la línea de la mandíbula de él.
—¿Por qué necesitamos enfrentamos siempre? —Gathridge inclinó la cabeza a un lado, bajó los hombros—. ¿Por qué no tratas de entenderme?
—¿A ti? —y le escupió—. ¿Qué hay que entender ahí?
—Créeme, quiero portarme bien contigo. ¿No puedes creerme?
—¿Cómo puedo creerte? Ni siquiera te oigo.
—Pero me ves —dijo él, y la furia se asomó otra vez a sus ojos—. Soy lo bastante grande como para que me veas.
—Eres grande, ya lo creo. Un enorme montón de carne. ¿Y cuánto vale? Ni siquiera sirve para tocino. Es toda rancia.
Gathridge apretó los labios. Tenía las manos apretadas, y se las llevó a las sienes, apretándolas con los nudillos. A continuación, como si estuviera solo en la habitación, soltó el gruñido que había estado tratando de contener, un gruñido de desesperación crónica.
—Porque siempre lo estás pidiendo —dijo Vera—. Porque te lo tienes merecido.
—Es posible —dudó Gathridge, con la cabeza gacha.
Parece que esta es tu oportunidad, se dijo Jander, con la vista clavada en la puerta. Si lo intentas ahora, podrías pasar junto a él, y sin duda que serás más rápido. ¿Qué me dices? ¿Qué estás esperando? ¿Qué te retiene? ¿Tienes miedo de intentarlo? ¿Miedo de no ser lo bastante veloz, y de que él te agarre, te derribe y te pisotee? No, no es eso; es algo muy distinto. Lo que te ocurre ahora, en este mismo momento, es cierta percepción que no has sentido desde hace mucho, muchísimo tiempo.
Miraba a Vera. Esta bajó el cuchillo y sin dejar de mirar a Gathridge volvió a guardar la hoja en el mango de hueso, y metió el arma en un bolsillo de sus pantalones. Luego se volvió hacia Jander y le dijo:
—Será mejor que te vayas ahora.
—No, no se irá —sentenció Gathridge.
—¿Empiezas otra vez? —preguntó Vera. Y se llevó la mano al bolsillo del cuchillo—. Si me obligas a sacarlo otra vez, te juro que lo usaré.
Gathridge la miró con cierta tristeza.
—Piensa con sensatez, muchacha. Sabes que no podemos dejar que se vaya.
—Yo digo que podemos.
—Y yo digo que no tienes derecho a decidir.
Ella abrió la boca para replicar, y después pareció haber olvidado lo que quería decir. Volvió la cabeza lentamente y miró a Jander. De nuevo estuvo a punto de decir algo, no le salió y por último miró más allá, con el entrecejo fruncido, preocupada.
—Y tampoco tenías derecho a traerle aquí —continuó Gathridge, en suave reproche—. Sabes lo que habrías debido hacer, ¿no? Tenías que haber usado la cabeza y haberle llevado a la casa.
Jander no pudo contenerse.
—¿Qué casa? —preguntó.
No recibió una respuesta. Ni siquiera se molestaron en mirarle. Se dijo que no debía intervenir en la conversación.
—Creo que estaría bien permitir que se fuese —dijo Vera. Pero habló sin entusiasmo—. Quiero decir que mantengo la certeza de que estaría bien. ¿Sabes?
Gathridge meneó la cabeza con gran lentitud. Ella continuó con el intento.
—Me refiero a que no es como si hubiera venido a espiar. Es un don nadie, y no puede hacemos daño alguno.
—Tiene boca.
—No hablará.
—¿No? ¿Dónde está la garantía?
—Yo lo sé.
—Vamos, muchacha —dijo Gathridge, fatigado—. Eres una chica inteligente.
Ella lanzó un pesado suspiro.
—¿Por qué no podemos darle una oportunidad?
—No nos podemos permitir ese lujo —dijo Gathridge—. Tú lo sabes.
Ella guardó silencio durante unos instantes. Luego lanzó una mirada agria a Gathridge y dijo:
—¿Por qué has venido? Todo iba bien, y yo habría podido manejarlo. Ahora irrumpes de golpe, y todo se ha embrollado.
Gathridge miró a Jander y dijo:
—¿Ves lo que recibo? Me culpa de todo. —Se volvió hacia Vera. Su tono era seco e impersonal cuando dijo—: Muy bien, vámonos.
—Todavía no —respondió ella—. Tengo que pensar en esto.
—No hace falta pensar nada; es una situación clara. Tendremos que manejarla así. Hay que llevarle a la casa, eso es todo. Es definitivo.
—¿Estás dando órdenes?
—Cumplo órdenes.
Ella apartó la mirada. Se llevó la mano a la frente y cerró los ojos.
—No sirve —murmuró, hablando consigo misma—. No sirve de nada.
—Pero de cualquier modo le llevarás. Aceptarás las cosas tal como vienen, ¿no es así?
—Sí.
—Lo aceptarás y seguirás adelante, y harás lo que tienes que hacer. Porque eso fue lo que prometiste.
—Sí —repitió ella.
—Y esa promesa está antes que ninguna otra cosa, ¿no es así?
—Sí. Sí, maldito seas.
Gathridge se volvió hacia Jander y le señaló la puerta, después se acercó por detrás de él, diciendo:
—No hagas ninguna cosa rara. No te lo repetiré.
—Con una vez es suficiente —repuso Jander, yendo hacia la puerta.
—Está bien que lo sepas. Recuérdalo, y te ahorrarás un dolor de cabeza.
Salieron de la choza. Vera apagó la vela y los siguió. Gathridge había sacado del bolsillo una linterna pequeña, y ahora apuntaba el haz de luz hacia el arroyo.
—Tomaremos la lancha —dijo.
—¿Por qué no caminamos? —preguntó Vera.
—Ya he caminado bastante en una noche.
—No es una caminata muy larga.
—Son algo más de dos kilómetros. A través de todas estas ciénagas. No me agrada caminar en la ciénaga. ¿Por qué le miras? ¿Intentas decirle algo?
—¿Qué podría decirle?
Gathridge gruñó. Propinó a Jander un leve empellón en dirección al bote de remos. Este creía que, en efecto, ella trataba de decirle algo. Quería que supieras que no puede hacer nada para ayudarte, y que cualquier ayuda debe provenir de ti mismo. Por eso quería que camináramos. Eso te daría una oportunidad para huir. Pero tú no quieres huir, ¿verdad? Es obvio que no. Ahora estás entregado. Pedazo de imbécil.
Bueno, no puedo evitarlo. Es lo que se llama necesidad compulsiva de demostrar algo. Quieres probarte a ti mismo, ni más ni menos, que no eres una cosa insignificante, un rostro más entre la ingente multitud, otro pobre idiota que hace exactamente lo que se le dice para conseguir esa paga semanal. Había ocasiones, ante la ventana de la oficina, en que mirabas la acera, diecisiete pisos más abajo, y te preguntabas por qué demonios no saltabas. O por qué no te zambullías en una hermosa zambullida de cisne. Algo bonito de veras, para que la gente lo viera. Hasta es posible que te aplaudieran.
¿Es eso lo que ansías? ¿El aplauso? Bueno, por supuesto. Sí. Sin duda alguna. Pero no de la gente. No ese tipo de aplauso. Me refiero al que se escucha dentro de uno mismo, cuando uno se aplaude, y lo hace en serio, porque sabe que se lo merece.
Oye, ¿qué te pasa? ¿De veras crees en todo eso? Tal vez estás maduro para el diván. Es posible que esa larga distancia que nadaste en la bahía te alterase el proceso del pensamiento, te hiciese cruzar la línea del límite y caer por el borde. Te digo, amigo, que estás pensando como entre nubes, y será mejor que bajes y mires lo que está ocurriendo.
Los tres se encontraban en el bote, que se movía, con Gathridge sentado en el centro y manejando los remos, Jander y Vera en la popa. Gathridge le había dado a ella la linterna, y Vera paseaba la luz de un lado a otro, guiándole mientras remaba. El arroyo describía un recodo y luego otro, y después se ensanchaba. Seguía ensanchándose, y ya no había recodos, y Gathridge remaba con más rapidez. Era un remero experto, y el bote avanzaba velozmente; los remos apenas producían alguna que otra salpicadura. El resplandor de la linterna le hacía entrecerrar los ojos mientras se inclinaba, tiraba de los remos, volvía a inclinarse y tirar hacia atrás, pero en medio de la luz de la linterna mantenía la vista clavada en Jander. Cuando este se movió ligeramente en el asiento, Gathridge preguntó:
—¿Adónde vas?
—Sólo estaba acomodándome.
—Apártate del costado del bote.
Jander volvió a ubicarse donde estaba antes. Miró a Vera y se encogió de hombros. Durante un momento, el rostro de ella se volvió hacia él, y Jander tuvo la sensación de que le, decía algo con los ojos, pero no supo de qué se trataba. En el instante siguiente, Vera bajó la vista a la linterna que tenía en la mano. Era la mano que estaba más cerca de él.
Está repitiendo el mensaje, se dijo Jander. Te está diciendo otra vez que es cosa tuya; ella nada puede hacer, aparte de ofrecerte la oportunidad, y tú la aprovechas o la pierdes. Y ahora yo diría que es mejor que pienses con un poco de claridad; tengo la impresión de que no queda mucho tiempo.
Muy bien; quiere que cojas la linterna. Se la arrebatas y te anotas un triunfo, estarás al frente, obtendrás una ventaja. Porque entonces sólo tienes que apagar la luz, lanzarte al agua y ganar unos metros por debajo de la superficie. Después de eso estarás en la ciénaga, y si él te busca, no podrá encontrarte. ¿Cómo podría hallarte en esa oscuridad? Hay luna, pero trabaja en tu favor, se oculta detrás de los cúmulos. Considerando todos los factores, estás en posición ganadora. Lo único que tienes que hacer ahora es poner la pelota en movimiento. ¿Qué esperas?
Sin mover la cabeza, miró la linterna. Ella la sostenía con flojedad, poniéndola al alcance de la mano que él tenía apoyada en la rodilla. Era como si él pudiese oír su súplica silenciosa que le instaba: tómala. ¿No ves que te la estoy ofreciendo? ¿Por qué no la coges?
Porque no la quieres, se dijo él. Porque ahora puedes ver muy bien lo que sucede. Y no se trata de la cara ni del cuerpo de ella; es algo que va mucho más allá. Es el hecho de saber que, de alguna manera, te has introducido en su vida. Y por esa misma razón, sea cual fuere, no puedes abandonarla.
Gathridge le dijo a Vera:
—No te sientes tan cerca de él.
—¿Dónde quieres que me siente? ¿En el agua?
—Apártate un poco. Y coge la linterna con la otra mano.
—¿Por qué? —preguntó ella, con inocencia.
—No quiero que él te la quite.
—¿Este? —le respondió, burlona—. ¿Esta medusa?
—¿Por qué le llamas medusa?
—Porque no tiene columna vertebral —respondió Vera.
Habla en serio, se dijo Jander. Piensa que tienes miedo de intentarlo. Bueno, no puedes reprochárselo.
Ella se cambió la linterna de mano. Lo hizo de manera muy pausada, como si le dijera que había perdido la oportunidad de huir y no se merecía otra.
Gathridge sonrió.
Se dirigió a Jander:
—Tienes una puntuación de cero, amigo. En la choza, hace un rato, estabas un poco mejor, y ella se había puesto de tu lado. Ahora no eres otra cosa que un artista fracasado; no eres nada. Eso te demuestra que si quieres ganar algo con ellas, debes hacerles alguna demostración. Tienes que…
—¿Por qué no cierras la boca? —Vera hablaba con tono de fatiga.
Gathridge le dirigió una mirada burlona.
—¿Te molesta?
—Claro que me molesta. Porque me aburre. Porque hablas y hablas, y nunca sabes de qué estás hablando.
—No es eso precisamente lo que te molesta —respondió Gathridge.
Le hizo una mueca de irritación.
—Sigue remando, ¿quieres?
—Te molesta porque te digo las cosas como son. —Gathridge acentuó la mirada de burla. Luego se volvió de nuevo hacia Jander—. ¿Ves lo que ha ocurrido? Está desilusionada. Le has fallado. Pensó que había conseguido algo especial, y resulta que se ha quedado con las manos vacías.
—Escucha, pedazo de imbécil —dijo Vera con voz sorda—, si sigues molestando lo lamentarás. Ahora entiende esto y recuérdalo: el único motivo que tenía para tratar de ayudarle era que sentía lástima por él. Y sigo sintiéndola. Eso es lo único que siento. ¿Entendido?
—Por supuesto —dijo Gathridge. Y después agregó—: Si eso es lo que quieres que piense.
—Lo único que quiero es que remes. Cállate y rema.
—Como tú digas. —Gathridge asintió, amable, y continuó mirándola con expresión burlona.
El arroyo volvía a hacerse más angosto. A ambos lados, los pastos de la ciénaga eran muy altos. Y ahora, junto con el aroma del aire salobre procedente de la bahía, llegaba la fragancia de los pinos.
Hay unos bosques por aquí cerca, pensó Jander. Atisbó por entre la oscuridad, más allá de la luz de la linterna, y al poco tiempo percibió las formas, a la distancia. Luego las formas se fundieron para convertirse en una pared que era mucho más alta que los pastos de la ciénaga y más negra que el cielo nocturno. Son los bosques, pensó él. Entramos en los bosques.
Ahora avanzaban más rápidamente, con Gathridge concentrado en los remos, maniobrando el bote con habilidad por entre las rocas y los troncos semisumergidos. El arroyo era muy angosto al penetrar en los bosques, y se adentraba medio kilómetro. A esa altura, ya no era un arroyo; se convertía en una laguna. Al otro lado, aparentemente agazapada en la oscuridad, la masa negra se reveló ante Jander.
Bien, pensó, ahí está, y desde aquí parece una fortaleza. Pero por supuesto que no lo es; se trata de una casa.