3

Seguían adelante, no hablaban entre ellos. El único ruido que se oía era la succión y el chapoteo de sus pisadas en el barro mojado, y el susurro seca de los altos pastos del pantano cuando los apartaban de sus rostros. Ahora él podía caminar sin ayuda, pero ella se mantenía cerca, a su lado, lista para ayudarle si lo necesitaba. Con la mirada, él le hacía saber que no necesitaba una muleta.

No obstante, todavía se sentía muy débil, y estaba terriblemente sediento. Miraba con ansia los charcos del pantano, deseaba que el agua fuese bebible. Había una leve brisa y el calor era considerable, sentía la ardiente presión del sol en la cabeza, el cuello y los hombros. Se preguntaba si podría aguantar mucho más.

La oyó preguntar:

—¿Cómo vas?

—Espléndido. Espléndido de verdad.

—Lo lograrás.

—Por supuesto que sí —murmuró él—. Lo único que tengo que hacer es seguir caminando, ¿no es así?

—Así es.

—Y lo estoy haciendo bien, ¿verdad?

—Por supuesto —dijo ella.

—Eso es. Sigue animándome, y llegaré.

—¿Quieres descansar un poco?

—Yo, no. Este hombre, no. Este hombre nunca necesita descansar. Este hombre…

Y entonces se aflojó. La mujer le agarró y consiguió mantenerle en pie. Sin embargo, estaba tambaleante y las rodillas se le aflojaban, y al cabo de unos momentos ella le dejó arrodillarse. Luego se arrodilló a su lado, tomó agua salada de uno de los charcos y le mojó la cara. Tenía los ojos cerrados, y cuando sintió que el agua le salpicaba la cara abrió la boca, en un intento de beber algo.

—Eso no —advirtió ella—. ¿Quieres vomitar?

—Un solo trago.

—Ni una gota. Te daría más sed.

Abrió los ojos y la miró con resentimiento.

—¿Me estás diciendo que no puedo beber?

—Lo harás más tarde.

—No quiero más tarde; quiero ahora. —Bajó la cabeza para beber del charco. Lo apartó del agua y él trató de acercarse; continuaba tirando de él. Hizo un esfuerzo para rechazarla, pero ella esquivó su codo y le metió el brazo debajo de la barbilla, y con la otra mano le cogió del pelo y le echó la cabeza hacia atrás. Él trató de desasirse, y los dos perdieron el equilibrio. Rodaron por el fango—. ¿Pero qué pasa? —masculló él.

—Que estás loco de remate, eso es lo que pasa. Se apartó rodando y reptó hacia el charco. Iba a hundir la cabeza en el agua cuando ella le empujó a un lado, le cogió las muñecas con la mano izquierda y le abofeteó con fuerza con la derecha.

Él parpadeó varias veces; luego se sentó lentamente. Ella se puso de pie y se quitó el barro de la frente y la barbilla.

—¿Quieres un espejo? —preguntó él.

—Vete al demonio.

Ella le indicó que se levantara, con un gesto. Él se puso de pie con movimientos pausados. Ella no hizo ningún ademán para ayudarle, como dándole a entender que podía hacerla si lo intentaba.

Esperó hasta que estuvo lo bastante firme sobre sus piernas, y luego se puso delante de él y le indicó que le siguiera. Iba a unos pasos de ella, mientras trajinaban por el lodo. Miró hacia abajo y vio que le llegaba a unos centímetros de las rodillas, un lodazal negro verdoso que humeaba bajo el sol y emitía nubecillas de vapor amarillo verdoso.

Seguía moviendo las piernas, forcejeando con el lodo. Con los ojos entrecerrados, veía el vago contorno de una figura femenina que se movía delante de él. Toda una figura, se dijo. Es realmente singular, quienquiera que sea. Sigue mirándola, mientras tengas la posibilidad de hacerla. Este lodo… pronto te llegará por encima de los ojos.

En realidad, el fango iba dejando paso a un terreno más firme. Y varios minutos más tarde se dio cuenta que caminaba por un sendero que bordeaba un arroyo. El sendero era de guijarros y arena, y bastante amplio. A unos cincuenta metros de distancia, de ese lado del arroyo, un bote de remos astillado, sin pintar, descansaba en el agua. Una cuerda se extendía desde el bote hasta el hundido soporte del techo de una pequeña choza.

La choza parecía a punto de derrumbarse. Las paredes de madera estaban deterioradas, y las tablas se habían desprendido en algunos lugares. No había umbral, apenas un declive de arena apisonada y dura que llegaba hasta la puerta, parcialmente abierta. Ella la abrió del todo y entró, él la siguió. En la única habitación vio una mesa, dos sillas y un catre. En el catre había un colchón delgado, parte de cuyo relleno se asomaba. Él se acercó al camastro y cayó en él boca abajo. Tenía los pies en el suelo; ella se acercó y se los levantó para ponerlos en el colchón.

La oyó moverse, escuchó el crujido de los herrumbrados goznes de la puerta. Instantes después oyó de nuevo el ruido de la puerta, y luego las pisadas que se acercaban al catre. Se volvió sobre su espalda y la vio de pie a su lado. Sostenía un recipiente de vidrio con cuatro litros de agua.

—¿Del arroyo?

—No —respondió ella—. El arroyo es salobre. Esta es de una corriente subterránea. Afuera hay una bomba.

Se sentó en el borde del catre, pasó un dedo por el asa de la jarra y la bajó hacia la boca de él, mientras este levantaba la cabeza del colchón. Trataba de beber con avidez, pero le apartaba la jarra de los labios, obligándole a beber unos sorbos cada vez. Al cabo de un rato dijo:

—Por ahora, ya es bastante.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Ya te lo dije: nada de preguntas.

—¿Ni siquiera me dirás tu nombre?

Ella apartó la vista.

—¿Cómo te llamas tú?

—Calvin —repuso él—. Calvin Jander.

—Yo soy Vera.

—¿Vera qué?

—Digamos que Jones. ¿Está bien?

—¿Vera Jones? ¿Pero por qué Jones? ¿Por qué no Jonson?

—Si quieres que sea Johnson, será Johnson.

—Te diré una cosa. Dejemos que sea simplemente Vera.

—Sí, eso haremos —contestó ella. Se levantó del camastro y se dirigió hacia la puerta.

—¿Adónde vas?

—Volveré pronto.

—Tal vez no esté aquí.

—Estarás.

Dejó la jarra en el suelo y salió de la choza.

Jander pensó que esperaría unos momentos y luego saldría del camastro e iría a la ventana para ver hacia dónde se dirigía. Intentó sentarse, y lo logró a medias, pero luego volvió a derrumbarse sobre el colchón. Se le cerraron los ojos, su brazo cayó, flojo, al costado del catre; estaba dormido…

Una voz pronunció su nombre con suavidad, diciéndole que despertara. Abrió los ojos y parpadeó en la semioscuridad. De la mesa llegaba un resplandor amarillo: una vela en un platillo. Miró de reojo su reloj de pulsera: las nueve y veinte.

En la mesa había dos bolsas de papel de estraza. Vera introdujo la mano en la más pequeña y sacó unas cosas envueltas en papel parafinado. Llevaba puesta una blusa y unos pantalones limpios. Los pantalones eran ceñidos, y él se concentró en ello durante un buen rato.

—¿Te preocupa algo? —murmuró.

El hombre dirigió su mirada hacia el techo. Ella le miró de reojo. Desvió la vista y añadió:

—Está bien, creo que la culpa es mía. Pero mi otra ropa se está lavando, y tuve que ponerme esto.

—No me estoy quejando.

Vera esperó un instante, y prosiguió:

—Bueno, no te esfuerces demasiado.

—No lo haré —le respondió, y disgustado consigo mismo agregó, con cierta rigidez—: Te lo aseguro, no lo haré.

Ella se acercó más al camastro, con los brazos cruzados sobre el pecho, y le miró de arriba abajo. Luego meneó la cabeza con lentitud, en una especie de desaprobación clínica.

—¿Qué ocurre? ¿Tan mal aspecto tengo?

—Horrible —respondió ella—. Estás hecho un asco.

Jander se sentó, bajó las piernas por el costado del catre y se miró. Estaba cubierto de fango, que se había endurecido en casi todo su cuerpo. Hizo una mueca de desagrado.

—Ve a darte un baño —sugirió ella, y señaló la puerta abierta.

Jander se levantó y salió de la choza, con el resplandor de la vela deslizándose delante de él y regando rayos amarillos sobre la negrura del arroyo. Entró en este hasta que el agua le llegó más arriba de la cintura, y comenzó a quitarse el barro. El agua estaba fría, y le produjo un efecto estimulante. Se sumergió varias veces, y luego fue hacia donde el agua era más profunda y nadó durante un rato. Cuando salió del arroyo, sintió las piernas mucho más firmes y la cabeza más despejada. Pero la brisa que llegaba de la bahía era helada, y temblaba cuando se acercó a la choza.

Llamó a través de la puerta:

—¿Tienes una toalla ahí?

—Buscaré una. Entra.

—No —le contestó—. Alcánzamela. Me secaré aquí afuera.

—¿Por qué no quieres entrar?

—Me quité los calzoncillos.

—Bueno, no miraré.

Entró en la choza. Ella se encontraba sentada a la mesa, de espaldas a él. Introdujo la mano en la bolsa de papel grande, buscó entre el contenido, sacó una toalla y siguió vuelta de espaldas mientras se la tendía. En tanto que él se secaba, ella buscó otra vez en la bolsa de papel y sacó un par de pantalones plegados, una camisa de trabajo, gris, y un par de zapatos de lona, con suela de caucho.

Siempre de espaldas, se apartó de la mesa y dijo:

—A ver si son de tu medida.

—¿De dónde has sacado esto?

—No te importa.

Él se vistió. Los zapatos le quedaban bastante bien, pero la ropa le caía demasiado grande. Ella se volvió y le miró, mientras él se ajustaba el cinturón. Consiguió pasarlo por la parte delantera de los calzoncillos para que no se le cayeran, y luego se ciñó el cinturón retorcido, bien apretado. Enrolló los bajos de los pantalones y las mangas de la camisa, y se quedó allí, esperando el comentario de ella.

—Muy bien —dijo esta—. Ahora estás correctamente vestido para la cena. —Hizo un gesto hacia la mesa, en donde se veían los emparedados envueltos en el papel parafinado y, en un platillo, una zanahoria cruda y un pimiento verde.

—Bueno, no sé qué decir —musitó en voz baja.

—No digas nada. Siéntate. Ataca.

—¿Me acompañarás?

Ella asintió lentamente. Pero luego, en lugar de ir hacia la mesa, se quedó allí, observándole. Había cierta intensidad en su mirada, y él trató de entender qué significaba, pero no podía acercarse a una respuesta. Y, sin embargo, en el mismo momento, vio algo más en sus ojos. Ese algo estuvo allí apenas un instante, pero él lo vio y entendió lo que era. Angustia.

Se oyó decir:

—¿Puedo ayudarte?

Ella giró la cabeza. Apretó los labios.

—Por favor —rogó el hombre—. Sea lo que fuere, permíteme ayudarte.

La joven se apartó sin decir nada. Luego se quedó cerca de la pared, a un lado del catre. Tenía las manos apretadas, los nudillos apoyados con fuerza en la pared.

—Dime de qué se trata —dijo Jander.

Ella meneó la cabeza con lentitud, con una especie de desesperación.

—Dímelo —insistió él—. Puedes confiar en mí.

—Sí, lo sé —contestó ella secamente.

—No tienes derecho a decirlo de esa manera. Ni siquiera me conoces.

—Es cierto —aseguró y se volvió poco a poco y le hizo frente—. Absolutamente cierto. No te conozco. ¿Por qué habría de confiar en ti?

Él abrió la boca para contestar, y se dio cuenta de que no había respuesta alguna. Vio que estaba ahí de pie, con la boca abierta, como un condenado del demonio.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Vera con voz tenue, con un leve dejo burlón—. ¿Piensas quedarte ahí, con aire de estúpido?

Se encogió de hombros, e hizo una mueca ante la inutilidad del intento de comunicarse con ella. Luego empujó una silla hacia la mesa, se sentó y tomó un emparedado. Un momento después, la mujer también se sentó. Comieron, atareados, sin hablar. Compartieron la zanahoria y el pimiento, y también dos emparedados cada uno. Cuando se llenó de comida y agua, ella le tendió un paquete de Luckyes y fósforos. Él abrió el paquete y le ofreció un cigarrillo, la muchacha respondió: «No, gracias». Mientras él encendía su cigarrillo, se esforzaba por no mirarla, pero ahora no tenía sentido tratar de luchar contra eso; tenía que mirarla.

—¿Has comido lo suficiente? —preguntó ella.

Él asintió.

—No lo creo —rebatió Vera—. Habrías necesitado una comida cocinada. Si aquí hubiera una cocina, habría podido preparar…

—La cena ha sido muy buena, de veras.

—No ha sido una cena, te estás mostrando cortés —dudó la joven y se puso de pie y limpió las migajas de la mesa, estas, junto con el papel parafinado estrujado, fueron a parar a la bolsa de papel de estraza—. Habrías debido tener una comida decente, un plato de sopa caliente y hortalizas calientes y… —Se interrumpió, parecía molesta de verdad consigo misma, mientras mascullaba—: Tendré que poner aquí una cocina.

Y entonces se llevó la mano a la boca, sin llegar a ella, como si tratara de detener las palabras que ya habían salido.

Sin mirarla, Jander dijo:

—¿Tú vives en esta choza?

—No —le respondió en el acto, como si estuviese preparada para la pregunta—. Nadie vive aquí. ¿Quién viviría en este basurero?

—No lo llames basurero —dijo él. Y no pudo dejar de agregar—: A fin de cuentas, es tu propiedad.

—¿De dónde has sacado eso?

—De ti.

—De ninguna manera. Yo no he dicho que fuera dueña de esto.

—Oh, bueno; la verdad es que no tiene importancia. —Y él la miró—. ¿La tiene?

Vera se llevó las manos a las caderas.

—Escucha, tú —dijo—. No empieces a hacerte el listo conmigo. Me parecía que había dejado claro que no sabes nada. O tal vez no lo entiendes así; es posible que en lugar de jugar sobre seguro prefieras ser un idiota y terminar lastimado.

Él miró más allá de ella.

—No quiero resultar lastimado. Pero a veces es imposible evitarlo.

La muchacha inclinó la cabeza.

—¿Qué quieres decir?

—Es como pagar impuestos. O como ser incorporado al ejército. Es lo que se llama cumplir con las obligaciones.

—¿Quién dijo que estás obligado?

—Lo digo yo —y la miró de nuevo—. ¿Quieres el inventario detallado? Estas ropas que llevo puestas, o la comida, y el techo sobre mi cabeza… —Vera trató de interrumpirle con un ademán fatigado—. Y además está el otro pequeño detalle —continuó—. El hecho de que estaba desvanecido en la arena y la marea subía. Si no hubieras llegado, me hubieras puesto en pie y apartado de allí.

—¿Quieres dejar todo eso?

—¿Cómo podría hacerlo? Es una deuda. Una deuda grande. Y tiene que ser pagada.

—Tú no decides eso —dudó ella—. No tienes derecho a decidirlo.

—¿Por qué?

—Tú no eres el acreedor.

—Sí, lo soy —afirmó. Y a continuación inclinó la cabeza y se dijo que cerrara la maldita boca y terminase con todos esos discursos. Como un político barato que tratara de producir una impresión. Sin embargo, no pudo contenerse, y se oyó decir—: Eso es algo que me debo a mí mismo. Así que ahí va: estoy comprometido con la causa; estoy introducido en ella.

—¿En qué?

—En tu problema.

—No existe tal problema.

—No lo creo.

—Entonces olvídalo —dijo ella—. Porque no voy a tratar de convencerte.

—¿Eso es definitivo?

—Absolutamente.

Él la miró durante un largo rato. Luego se dirigió hacia la puerta.

—¿Qué haces? —preguntó ella.

—Me despido.

—No puedes —y dio tres pasos rápidos, cerrándole el camino hacia la puerta—. No estás en condiciones de viajar.

—Me encuentro muy bien —indicó él—. ¿Quieres apartarte, por favor?

—No seas loco. Si sales de aquí, ¿adónde irás?

—Caminaré. Seguiré caminando.

—¿En la oscuridad? ¿En el pantano? Te olvidas de que este terreno es pantanoso… no hay caminos, ni luces, ni nada. Te extraviarías enseguida. Y digo que te extraviarías de veras. Tarde o temprano caerías en un estanque de fango y no volverías a salir. De modo que hazte un favor y quédate aquí hasta mañana. Cuando aclare, te diré por dónde debes ir, y si haces con exactitud lo que te diga, llegarás a Port Norris.

—¿Dónde está Port Norris?

—A unos once kilómetros de aquí.

—Once kilómetros —dijo él—. Creo que puedo caminar once kilómetros.

—Por supuesto que puedes… cuando estés en condiciones de ver por dónde vas. Y después que hayas dormido bien toda una noche.

Él meneó la cabeza.

—Me voy ahora. —Le hizo señas de que se apartase de la puerta.

Ella se mantuvo en su lugar.

—¿Sabes una cosa? —dijo—. Eres todo un caso.

—Es probable —y esbozó una leve sonrisa, un poco triste. Luego la sonrisa se desvaneció—. ¿Tienes la bondad de dejarme salir de aquí?

—¿Pero por qué? Sólo dime por qué.

Él hizo una profunda inspiración entre dientes.

—Porque aquí no se me necesita, por eso. Me has hecho saber, en términos nada vagos, que aquí no soy necesario.

La mujer parpadeó, confundida.

—No te entiendo.

—Y eso es lo lamentable —murmuró él, sin darse cuenta de que sus ojos ardían de cólera.

Era la furia de un animal enjaulado, mantenido en cautiverio durante mucho tiempo, que de pronto ve abierta la puerta de la jaula; y entonces, con rapidez, la puerta se cierra de nuevo y la criatura queda privada de la posibilidad que ansiaba: la posibilidad de confirmar su masculinidad, de confirmar que está viva.

—¿Me estás culpando de algo? —preguntó ella—. ¿He herido tus sentimientos?

Él dio un paso hacia la puerta, y en ese momento los dos oyeron el rechinar de los goznes. Alguien abría la puerta desde afuera.