2

Pateando, erguido, miró en dirección del ruido. Un pequeño esquife de cuatro metros y medio parecía estar a unos doscientos metros de distancia, y se dirigía hacia él. Cuando se aproximó, resultó ser un bote muy antiguo, pintado de blanco, pero casi toda la pintura estaba desconchada y en los costados del motor fuera borda había herrumbre. El motor funcionaba fatigosamente, y era tan viejo como la lancha, o más. Por eso avanzaba con tanta lentitud, se dijo. No podía desarrollar más velocidad.

En la lancha iban dos hombres. Uno era flaco y tenía cabello canoso. El otro, que manejaba el motor, era corpulento, de hombros muy anchos y cuello grueso, llevaba la cabeza envuelta en un pañuelo, para absorber el sudor. Parecía estar cerca de los cuarenta. Le decía algo al hombre de más edad, mientras la lancha se dirigía en línea recta hacia el nadador. La distancia era ahora de menos de cien metros, pero a Jander le parecía que la lancha se movía ahora, con más lentitud que antes. O tal vez era sólo su imaginación. Quizá se estaba dejando dominar por la ansiedad. No debía ser tan impaciente. Iban a ayudarle. Pronto le sacarían del agua y le depositarían en la lancha, lo sabía. Pero quería que se dieran prisa. Quedaba muy poco tiempo. Sus brazos y piernas casi no se movían, y los jadeos de su pecho le decían que sus pulmones ya no funcionaban. Si sólo hubiese una manera de indicarles en qué estado se hallaba, para que se dieran prisa…

No podía llamarlos. Lo intentó, y el único sonido que salió de su boca fue un jadeo sin palabras. De modo que sólo podía suplicar con los ojos, en un ruego fervoroso que les decía que estaba agradecido de verdad, pero, por favor, ¿no pueden hacerla más rápido?

La lancha se encontraba a menos de cincuenta metros de distancia. Seguía avanzando, y él levantó la mano por encima del agua, sus dedos apenas se movieron cuando hizo el débil gesto de llamar. Trataba de decirles que ya no le quedaba nada, que estaba acabado, y que, sin embargo, lograría mantenerse a flote un poco más. Haría eso por ellos; por supuesto que sí. Era lo menos que podía hacer. Porque se lo merecían. Se merecían la ardiente sensación de saber que le habían hecho a alguien el regalo de la vida.

Vio que la lancha se acercaba aún más. Y después estuvo muy cerca; como a unos diez metros. Se aproximó más todavía, y el motor ya no repiqueteaba, apenas ronroneaba con lentitud, casi en silencio. No siguió acercándose. Giraba. Continuó haciendo el viraje, moviéndose ahora con tanta lentitud que casi parecía que se había detenido.

A través de una borrosa cortina de confusión, miró la lancha que describía círculos en derredor de él, a menos de cinco metros. Los dos hombres le observaban, y él continuó con sus ruegos silenciosos: Sáquenme del agua. Deprisa, por favor, dense prisa.

La lancha seguía dando vueltas alrededor de él. Y entonces la confusión se convirtió en desaliento. Las súplicas fueron una queja. Sus ojos decían: ¿Pero qué esperan? ¿Por qué están sentados ahí, mirándome? ¿No ven lo que sucede aquí? Estoy agotado… Necesito ayuda… Me hundo.

La única respuesta fue el suave ronroneo del motor, en funcionamiento lento, mientras la lancha describía otro círculo en derredor de él.

Sus ojos gritaban: «¡Ayúdenme! ¿Por qué no me ayudan?».

Y entonces los hombres hablaron. Pero no con él. Se miraron el uno al otro; en sus rostros no había expresión alguna. El hombre de cabello canoso decía:

—Bueno, ¿qué te parece?

—Ya sabes lo que me parece —respondió el corpulento.

—Tendríamos que pensarlo más.

—Ya lo hicimos —contestó el corpulento—. Lo hemos pensado todo lo que hacía falta.

—No estoy seguro.

—Eso es lo que te pasa: que nunca te decides.

—No me critiques. —El canoso habló con frialdad, tenso—. No tienes derecho a hablar. Tú tampoco estás seguro.

—¿No?

—No, no lo estás. Si lo estuvieras, no andarías bromeando. Porque eso es lo que haces… das vueltas y vueltas. Porque no estás seguro de lo que quieres hacer.

El corpulento lo pensó un momento. Luego volvió la cabeza hacia un lado y murmuró:

—Quería echar una mirada, eso es todo.

—Me das risa —dijo el canoso, y lanzó una carcajada seca.

—Termina con eso —dijo el hombrón.

Durante unos momentos no hablaron. Luego el canoso observó al hombre que estaba en el agua.

—Mírale —dijo a su compañero—. Mírale, nada más.

—Al demonio con él.

Se observaron de nuevo. El canoso se había cruzado de brazos y se inclinaba hacia adelante. Habló con voz suave, en una especie de adulación apaciguadora.

—Vamos, Gathridge. Ya sabes que no podemos hacer eso.

—No podemos hacer ninguna otra cosa. —Gathridge, escúchame…

—No, no quiero oír nada. Quiero que te calles. Me estás poniendo nervioso…

—Está bien, no hablaré más. ¿Pero quieres hacerme un favor?

—¿Qué?

—Échale otra mirada —dijo el canoso—. Una más.

El hombrón volvió la cabeza y contempló al hombre que estaba en el agua. Abrió la boca para decir algo, y luego apretó los labios y miró hacia otro lado.

Habló en voz alta, sin dirigirse a nadie en especial.

—No me vengas con eso. No tiene nada que ver conmigo. Yo no organicé esto. Lo único que hice fue encontrarle por casualidad. Ahora me voy.

—Nunca podrás apartarte de esto —le replicó el canoso.

En la popa de la lancha, el corpulento cambió de posición y concentró su atención en el motor fuera borda. Su mano derecha aferró el mango del timón, y estiró la izquierda para coger el acelerador. La lancha se apartó de su trayectoria circular, aumentando su velocidad. El motor rugió estruendosamente, y la lancha aceleró mientras se alejaba del hombre que se encontraba en el agua.

Es increíble, se decía Jander. Es increíble que alguien haga algo así. Bien, ahora ya no tiene importancia. Es decir, no puedes hacer nada al respecto. Seguro que no puedes convocar una reunión de protesta. Pero juro que es una canallada.

Se obligó a no mirar la lancha que se alejaba, sabiendo que la visión le sería insoportable. No obstante, oía el rugido del motor; y a medida que desaparecía, con la distancia, se convirtió en un zumbido tenue. Pocos instantes después, el único ruido que pudo oír fueron sus propios jadeos mientras se esforzaba por mantener la cabeza fuera del agua.

Pero sabes que no sirve de nada, se dijo. Ya lo gastaste todo; no queda nada. Estás acabado de veras, y sería mejor que te hundieras.

Los ojos se le salían de las órbitas; los cerró con fuerza, y se le volvían a salir. Veía algo, y se decía que en realidad no lo veía. Sin embargo, estaba allí, flotando en el agua, a un par de metros de distancia.

Algo de color gris blancuzco, grande y redondo, y con un agujero en el centro. Un salvavidas.

Lo vio acercarse, y la lona le tocó la barbilla. Entonces sus brazos lo rodearon y dejó que el peso de su cuerpo cayera sobre él. Se mantuvo en esa posición durante varios minutos, con la parte superior del cuerpo inclinada sobre la lona blanca grisácea. Se hundió bajo la superficie y subió a través del agujero del centro del corcho cubierto de lona. Con la cabeza baja, cerró los ojos y tuvo la sensación de que giraba lentamente, alejándose de todo…

Pero no es que estés desvanecido por completo, pensó. Sólo que te encuentras extenuado y quieres dormitar un rato. Creo que lo puedes hacer, si se tiene en cuenta el apoyo que te ofrece el salvavidas.

¿De dónde salió? ¿De algún vapor? No, no lo creo. Pienso que es un gesto bondadoso del hombre de cabello cano.

¿Sabes qué hizo? Sacó el salvavidas de la lancha, cuando el hombrón no miraba. Fue en esos dos o tres segundos en que el hombrón se concentraba en el motor fuera borda. El canoso fue rápido de reflejos, y creo que se merece un elogio por haber actuado con rapidez.

Muy bien, estás agradecido. Pero también sientes curiosidad. Sólo que no se entiende. Lo único que tienes es dos hombres en un bote, y aquí estamos muy lejos de todo, donde no hay tierra a la vista. ¿Qué estaban haciendo aquí? No pescaban, seguro. Bueno, quizás estaban dando un paseo en bote. Y tú podrías muy bien dejar eso así. Olvídalo.

Sin embargo, no podía. Abrió los ojos y escudriñó el agua, a lo lejos se veía el minúsculo bote blanco y la espuma verde blanquecina que seguía a su motor. Miró la lancha hasta que ya no pudo verla. Pero mantuvo los ojos clavados en la dirección que había seguido.

Unos minutos más tarde usaba las piernas para impulsarse y avanzar en esa dirección.

El reloj de pulsera de Jander señalaba las seis y veinte. El cielo de última hora de la tarde estaba despejado, el sol de julio derramaba un resplandor ambarino sobre las plácidas aguas de la bahía. El salvavidas estaba aferrado con firmeza, aunque ahora había cambiado de posición, de modo que pudiese usar tanto los brazos como las piernas. Sentía un leve calambre en la pierna izquierda, pero no le prestaba mucha atención.

Se sentía particularmente bien porque ahora podía ver tierra. Eran las tierras pantanosas del sur de Nueva Jersey, de un verde intenso. Durante casi una hora había estado saboreando aquella visión, observando cómo se acercaba cada vez más. Y ahora estaba tan sólo a unos centenares de metros.

Entre las tierras cenagosas y el borde del agua había una estrecha franja de rocas y arena. No se veían señales de que eso estuviese habitado, apenas algunas conchas marinas y la masa aglutinada de medusas inertes. A lo lejos, se veían los altos pastos del marjal, y nada más.

Llegó a la franja de playa rocosa, tiró el salvavidas a un lado y se derrumbó de rodillas en la arena. Luego cayó del todo, y rodó sobre sí mismo hasta quedar de espaldas, con los brazos tendidos, flojos. Lanzó un suspiro de total agotamiento, cerró los ojos y se durmió.

Un poco más tarde rodó hacia un costado y masculló, quejándose. Algo le tocaba, le molestaba. Le dijo que se fuera. Ese algo continuaba ahí, en su hombro. Parecía aferrarle el hombro una y otra vez, y de nuevo le dijo que se fuera, pero seguía ahí.

—¿Por qué no me dejas en paz? —gimió, con los ojos cerrados.

—Vamos, despierta.

Con los ojos aún cerrados dijo:

—Vete. Vamos, sal de aquí.

—Tienes que despertar.

—¿Quién lo dice?

—La marea está subiendo.

—Que suba —respondió él—. Vaya dormir. Quiero dormir.

—Si la marea sube, dormirás mucho tiempo. Dormirás bajo el agua.

—¿Qué te importa a ti? —murmuró, irritado.

—Vamos. —La voz habló con más firmeza—. Tienes que irte de aquí.

Y entonces la mano le zarandeó del hombro y le empujó; con los ojos todavía cerrados, él hizo una mueca y dijo:

—No me moverás. Conozco mis derechos. Vete de aquí.

—Ahora los dos iremos a caminar. Lo único que tienes que hacer es ponerte de pie. ¿No harás eso por mí?

—Te diré qué haré por ti. Si no me dejas en paz, te meteré el puño en los dientes.

—No lo harás. No puedes.

—Juro que me obligarás a hacerlo.

—No puedes hacer nada —dijo la voz—. Ni siquiera puedes abrir los ojos.

Se volvió sobre la espalda. Se valió de los codos para apoyarse, y levantó la cabeza unos centímetros. Luego abrió los ojos. Le resultaba difícil enfocar la mirada, y parpadeó varias veces, se frotó los ojos y volvió a parpadear.

La mujer se quedó allí, observándole. Aparentaba poco más de veinte años. Llevaba puesta una blusa desteñida de algodón de manga corta, pantalones de rayón, también descoloridos, que necesitaban remiendos en las rodillas. Iba descalza.

Se elevó un poco más, apoyado en los codos. Era como tratar de ver algo asombroso sin excitarse, o por lo menos sin permitirse reaccionar con excitación. Sin embargo, sabía que nunca había visto nada parecido; jamás había visto nada que pudiese compararse con aquello.

Y entonces hizo una mueca, porque sabía que la había visto antes. No recordaba dónde o cuándo, pero sí el efecto que le había producido, el mismo que le causaba ahora.

—¿Qué pasa? —preguntó ella—. ¿Por qué me miras así?

—Perdóname. Sólo trataba de situarte.

Ella inclinó la cabeza.

—Nunca nos han presentado, si eso es lo que quieres decir.

—No es lo que quiero decir. Sólo digo que te conozco de alguna parte.

—Bueno, no es así. De modo que olvídalo.

Él se encogió de hombros y apartó la vista, pero no le sirvió de nada y tuvo que volver a mirarla.

Medía uno sesenta y pesaba poco menos de sesenta kilos. Su cabello tenía un tono bronceado oscuro y sus ojos eran del mismo color. No había rastro de lápiz de labios, ni sombra en los párpados, ni maquillaje alguno. Era una cara que no necesitaba adornos.

Y mira su cuerpo, se dijo. Te digo, Jim, que es una maravilla viviente. Pero ahora pienso que será mejor que lo dejes. Ya estás bastante mareado.

Volvió la cabeza. Un tanto distraído, recogió una pequeña concha marina, la examinó un instante y la arrojó a la arena.

Le oyó decir:

—De pie. Nos vamos.

—¿Adónde?

—Hacia allá —y señaló hacia el otro lado del pantano—. Sé dónde hay una choza vacía. Puedes esperar allí mientras te busco alguna ropa.

—¿Ropa?

—Mírate.

Él se incorporó un poco más y vio que sólo tenía puestos unos calzoncillos mojados. Había en ellos algunas algas; se las quitó de encima e intentó ponerse de pie. Se irguió a medias y las rodillas cedieron, cayendo sobre la arena de costado. Luego hizo otra tentativa y empezó a caerse, ella se acercó con rapidez y le cogió de la cintura.

—No sirve —dijo él—. No me quedan piernas.

Ella le cogió con más fuerza, obligándole a mantenerse erguido.

—Apóyate en mí. Pásame el brazo por el hombro.

—Te digo que no sirve.

—No quiero oír eso. Mueve tu pierna, vamos. Muy bien. Ahora la otra. Perfecto. ¿Ves lo que estás haciendo? Estás caminando.

Cruzaron la arena, dejaron atrás las rocas, avanzando con suma lentitud hacia los altos pastos de la ciénaga. En un par de ocasiones se le aflojó el cuerpo, pero el apretón de ella era lo bastante firme para impedirle caer.

Luego llegaron al pastizal; debajo de los pastos había un fango húmedo que les llegaba hasta las rodillas. Él dejó de caminar y volvió la cabeza para mirar la playa. La joven trató de tirar de él hacia adelante, pero él se resistió; ella preguntó:

—¿Qué pasa?

—Tengo que volver y traerlo.

—¿Traer qué?

—¿Ves allí? —señaló—. Ahí, cerca de esa roca. —Indicaba el salvavidas blanco grisáceo. Se hallaba contra una roca, la marea creciente ya había llegado a él, y las minúsculas olas lamían su borde inferior—. No puedo dejar que se aleje —dijo él—. No me pertenece.

Esbozó un movimiento en dirección a la playa.

Ella le retuvo.

—Suéltame, ¿quieres? —espetó él—. Tengo que recuperar ese salvavidas. Lo tomé prestado de alguien y quiero devolverlo.

—¿Prestado de quién?

—¿Cómo puedo saberlo?

—Habla con sensatez —dijo ella. Miraba hacia el salvavidas, mientras le mantenía agarrado con fuerza para impedir que fuese hacia la playa—. ¿Quién era?

—Un hombre en un bote. Suéltame…

—¿Qué bote?

—¿Me vas a soltar?

—Respóndeme.

—Oye, ¿qué es esto? ¿Quién te dio autoridad?

Ella no le prestó ninguna atención. Tenía la mirada clavada en el salvavidas.

—Trata de despabilarte —dijo—. Intenta recordar. Háblame de la lancha.

—¿Qué te puedo decir? Una lancha. Pequeña. Tenía un motor fuera borda. Y estaba ese hombre. Un anciano delgado, de cabello blanco. Pero creo que tienes razón, supongo que hay mucho que decir. Sólo que no me lo creerías.

—Inténtalo.

—Había otro hombre en la lancha. Un hombrón. Manejaba el motor. Le llamaré Sam. Abreviatura de samaritano.

Ella seguía observando el salvavidas. La marea tiraba ahora de él, apartándolo poco a poco de la roca.

—Un buen samaritano de verdad —prosiguió el hombre—. Uno de los mejores. Se acerca a echar una mirada, para ver si necesito ayuda. Se sienta ahí y me mira. Y eso es todo. Y mientras tanto, yo me hundo; estoy casi acabado, y me hundo poco a poco. ¿Qué hace él? Sigue sentado ahí, mirándome.

—¿Y el otro? ¿El de cabello blanco?

—Bueno, él habló un poco. No consiguió nada. Hablaban entre ellos, y el hombrón continuaba diciendo «no». Eso es lo único que puedo recordar. Pero lo que no olvidaré nunca es cuando vi que la lancha se alejaba. Se fue y me dejó allí.

Ella le miró. Luego apartó la vista y meneó la cabeza con lentitud.

—Sabía que no me creerías.

—Te creo —respondió la mujer—. Es espantoso.

—Bueno, tal vez haya otro modo de verlo: que él creyese que no necesitaba ayuda. Quizá yo no era más que un nadador practicando en el canal.

—Pero por lo menos te dio el salvavidas.

—No fue Sam. Lo hizo el hombre de cabello blanco. Me lo deslizó a hurtadillas cuando Sam no lo miraba.

—¿Te lo deslizó? ¿Por qué tenía que hacer eso?

—No sé —contestó. Se detuvo un momento—. ¿Lo sabes tú?

Ella abrió la boca para decir algo, y se contuvo.

—¿Entonces no puedes decírmelo? —instó él con suavidad—. Bueno, tal vez no sea necesario. Lo único que tienes que hacer es soltarme el brazo.

—¿Adónde vas?

—A buscar ese salvavidas… Para devolvérselo al hombre de cabello blanco. Y entonces quizás él pueda decirme…

—Estás mal de la cabeza.

—¿Sí? ¿De veras?

—Vamos, movamos este carro. —Tiró de él para alejarle más de la playa.

—Pero yo quiero ese salvavidas.

—Ahora no puedes cogerlo.

—¿Quién dice que no?

—Mira tú mismo —dijo ella, y señaló hacia la bahía. Él se volvió y vio cómo el salvavidas se alejaba con la marea.

—Para las aves —murmuró—. Oh, bueno, supongo que no tiene importancia.

—Así se habla.

—Sí, así se habla, ya lo creo. Así es cómo quieres que hable.

Ella le miró.

—¿Estás insinuando algo?

—Tal vez —y él le devolvió la mirada.

Permanecieron allí, de pie, unos veinte segundos, escudriñándose en silencio.

Luego ella dijo:

—Muy bien, pongamos las cosas en su sitio. No sé quién eres, y la verdad es que no me interesa. Estabas desvanecido en la playa y vi que necesitabas ayuda, y estoy tratando de ayudarte. Hasta ahí llegan las cosas, y te harás un favor a ti mismo si dejas caer cualquier cosa que estuvieses construyendo.

—No estoy construyendo nada —repuso él—. Se construye solo.

Ella inspiró profundamente, como si hiciera un esfuerzo para ser paciente.

—Lo intentaré una vez más —consintió, y sus ojos de color bronce oscuro le perforaron, haciendo penetrar el mensaje profundamente—. Todavía no has salido de esto…

—¿De qué?

—De esto. —Y ella indicó con el brazo el paisaje de pantanos desiertos—. Es así por kilómetros y kilómetros. La única agua que hay es salada. El único alimento son tal vez algunos mariscos, y con eso no durarías mucho tiempo. En definitiva, no puedes lograrlo solo.

—No necesitas decírmelo. —Miró la interminable extensión de la ciénaga—. Lo veo muy bien.

—Hay algo más que quiero que entiendas. Y será mejor que lo entiendas con claridad. No quiero discusiones… ni preguntas. Acerca de nada.

Él esbozó una sonrisa torcida.

—Ahora me haces pensar.

—Me gustaría que no lo hicieras —prosiguió ella con solemnidad—. Por tu bien, quiero decir. ¿Me lo prometes?

—¿Qué?

—Que no serás curioso.

—¿Por qué no habría de ser curioso?

Ella volvió la cabeza a un lado.

—Esto no funciona —murmuró en voz alta, hablando consigo mismo.

Frunció la frente. Luego la frunció aún más, parecía estar pensando algo con cierta intensidad.

—¿No puedes decírmelo? —insistió él ahora en voz baja.

Pareció no haberle escuchado. Miraba hacia un lado, y fue como si examinase un problema puramente técnico.

—Vamos, dímelo.

—Dímelo, dice. Quiere que se lo diga. —Meneó la cabeza con lentitud, casi con tristeza. Y luego lo dijo con voz tensa—: Muy bien, te diré esto: cuanto menos sepas, más posibilidades tendrás.

—¿Posibilidades?

—De seguir con vida.