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No había tierra a la vista.

A unos veinte metros por encima del agua, una gaviota hambrienta volaba en círculos lentos, con cierta cautela. Había visto esa cosa que parecía bambolearse, floja, en la superficie; se veía a las claras que estaba muy fatigada para resistir un ataque. La cosa parecía carne, y el vientre vacío del ave envió una orden urgente a las blancas alas, algo así como bajemos y cojamos un bocado rápido. Sin embargo, el cerebro de la gaviota aconsejó un poco de cuidado. La única actitud posible era mirar un poco más de cerca.

El ave bajó a menos de veinte metros. Todavía no se sentía segura y describió otro amplio círculo para nivelarse a diez metros. Durante unos momentos, miró hacia abajo con atención; después emitió un chillido negativo y de desilusión. La cosa que había en el agua era demasiado grande para ser manipulada, y se veía con claridad que era un tipo de animal de los que tienen dientes. La gaviota se dijo que debía seguir viaje, y remontó vuelo a poco más de quince metros, para ir en busca de su almuerzo a otro lugar.

En el agua, el hombre intentaba un torpe estilo braza. Normalmente, era un buen nadador, pero hacía más de tres horas que estaba en el agua, y se sentía enormemente cansado. Le era muy difícil mover las piernas, porque tenía fuertes calambres en los músculos de los muslos; sentía que el punzante dolor le subía por las costillas, o le llegaba hasta el pecho y penetraba hasta comenzar a lacerar sus pulmones.

Sabía que no podría resistir mucho tiempo más.

En definitiva, se dijo, lo que ocurre es que no estás en forma para algo de este tipo. Si te metes en algo así, tienes que estar preparado como corresponde. Quiero decir, que también mentalmente. Se ve que mentalmente no estás preparado, porque ahora diría que estás a punto de abandonar.

Levantó la cabeza y miró a su alrededor, sólo podía ver agua. Era agua tranquila, de un gris verdoso opaco, con franjas, aquí y allá, de topacio sombrío; la débil luz se filtraba a través de una cortina de color gris oscuro. El hombre levantó la vista e hizo una mueca de desagrado hacia el cielo hostil: adelante, ruge de nuevo, si quieres. No me oirás pedir una tregua.

Pero necesitas un respiro. Trató de dar cierta lógica a su resentimiento por el hecho de perder la vida. Esta no había sido gran cosa, y en los últimos tiempos casi todo era un maldito engorro, pero hay que tener en cuenta que es la única vida que tienes. Si la dejas irse, caerás en el olvido. Y no creo que quieras el olvido. Es muy descansado, por supuesto, pero no tiene futuro.

Volvió a mirar en derredor. No había tierra a la vista. Luego, levantó la mirada. Muy alto, en el cielo, se asomaba un poco de amarillo ígneo en el borde de la inmensa nube oscura. Por un instante ansió que se asomara el Sol. En el momento siguiente su cabeza estaba bajo la superficie, y todo su cuerpo se hundía.

Se hundió preguntándose qué había sucedido. Su cerebro se hallaba aturdido por el agotamiento, y no podía entender por qué se hundía. Después, mientras sus pulmones pedían aire, se dio cuenta de que, sencillamente, se había vuelto demasiado perezoso para usar los brazos y las piernas.

Este no es momento de payasadas, se reprochó, y pataleó, agitó el agua con los brazos, mientras mantenía los labios apretados y se suplicaba que tuviese en cuenta que quería seguir con vida.

Porque es posible que valga la pena, le dijo su mente a su cuerpo. Porque aunque nunca hayas sido uno de los afortunados, aunque nunca hayan llegado los dividendos, siempre hubo algunas compensaciones: algún momento de risas, algún domingo en el parque, y uno veía a los chicos corretear, sin preocupaciones, y eso hacía que olvidaras las tuyas. Y estaba la compensación de dormir de vez en cuando como la gente, sabiendo que cuando despertaras por la mañana tendrías ojos para ver y oídos para oír, y brazos y piernas, y todo el resto del equipamiento que algunos otros no tienen la dicha de poseer. De manera que, pensándolo bien, a fin de cuentas no has sido tan desafortunado, y tal vez, si sigues esforzándote…

Se esforzó mucho, sintiendo el tormento del esfuerzo, que le hacía correr, cascadas de fuego por los miembros. El agua era una horda de demonios que trataban de llevarlo hacia abajo, burlándose de él con gritos silenciosos. Y quizá tenían razón. Llevaba tanto tiempo llegar a la superficie, buscar aire… Mientras los demonios decían: «Deja de engañarte», él luchaba contra el ansia de dejar que se salieran con la suya. Continuó luchando para sacar la cabeza fuera del agua.

Sin embargo, en ese instante tuvo la sensación de que no lo lograría. Se dijo que debía mirar algo, cualquier cosa. Abrió los ojos.

Vio el líquido gris verdoso que le cubría, y que le aseguraba que no había nada más que eso: sólo agua, el vasto cementerio de agua salada. Pero no quería aceptarlo, y mantuvo los labios apretados, siguió moviendo las piernas y empujando con los brazos. Mantenía los ojos abiertos y el agua parecía volverse de un gris verdoso más oscuro. Y después se puso negra. Vio la negrura y oyó que los demonios le decían: «Esto es lo que ves cuando se apagan todas las luces». Tal vez sea así, pensó. Y se entregó a ellos, y su cuerpo quedó inerte.

En ese mismo instante vio el cielo.

Y entonces su boca se abrió, grande, y tragó aire y alimentó sus pulmones. Durante varios minutos continuó pataleando, erguido, concentrándose en mantener la boca por encima de la superficie. Ahora te sientes mucho mejor, se dijo; después de todo, quizás llegues a tener esa tregua. Es posible que ahora veas algo agradable.

Miró a su alrededor, y no había tierra a la vista.

No es posible, trató de discutir el hecho. Quiero decir, esto no es el océano. No puede ser el océano, porque es la bahía de Delaware. Estás en algún lugar frente a la costa meridional de Nueva Jersey. ¿Pero cuán lejos de la costa?

No tengo la menor idea. Para ser sincero, ni siquiera estoy seguro de que sea la bahía de Delaware. Ahora no estoy seguro de nada. Me siento tan malditamente cansado…

Vamos, déjate de esas cosas. Si sigues por ese camino te hundirás de nuevo. La única manera de llevar este asunto es con un enfoque técnico. Trata de pensar en términos de números y nombres.

Muy bien: tienes treinta y dos años y te llamas Calvin Jander. Para empezar, ¿qué tal? Mides uno setenta y cinco y pesas ochenta y un kilos. Son dieciocho kilos de más, pero no nos preocupemos por eso en este momento; tal vez ese excedente es lo que te da lo que hace falta aquí: flotabilidad. ¿Algo más? Por supuesto, está el color de tu cabello: rubio. Y tus ojos: grises. ¿Entiendes lo que quiero decir? Vas bien. Hay una larga lista de detalles que conoces con seguridad.

Y después, la ciudad en donde vives: Filadelfia. Y el lugar donde trabajas está en el centro, en el Edificio Wentworth, piso diecisiete. Cattersby y Heggert, Publicidad. Estás en el departamento de análisis, y te pagan 6500 dólares al año. ¿Has visto este año algo de ese dinero? Bueno, supongo que has visto un poco… muy poco. Apenas para unos cigarrillos y una cerveza de tanto en tanto. Y alguna que otra vez haces algunas apuestas en una partida de billares. Nunca más de un dólar por partida.

De modo que yo diría que en los últimos años los gastos para tus necesidades personales suman más o menos unos veinte dólares por semana. ¿Y qué pasó con el resto? ¿Lo depositaste en el banco? Ni hablar. ¿Cómo ibas a hacerlo? Eres lo que se llama el baluarte de la familia, el único sostén de una madre viuda y de cierta vagabunda inservible que resulta ser tu hermana. Sólo las dos, pero a veces tienes la sensación de que estás tratando con un enjambre de avispas. Y cuando no te picaban, zumbaban. En especial durante los fines de semana, cuando lo único que querías hacer era gozar de un poco de serenidad y ellas sólo deseaban hacer ruido.

En definitiva, ellas te pusieron aquí; sí, aquí mismo, en estas aguas; y miras y no ves tierra. Porque al final las cosas llegaron a tal punto, que tenías la necesidad de salir de esa casa los fines de semana o acabar visitando a un especialista en jaquecas.

Así que al principio fue el Parque Fairmount. Te metías en el coche, viajabas hasta el parque y te sentabas bajo un árbol o echabas una siesta. A lo largo de la orilla del río los veías arrojar el sedal con gusanos o dientes de maíz, tratando de pescar carpas o barbas. Antes de darte cuenta, habías comprado una caña y un carrete, y aprendiste a lanzar un anzuelo con carnada al río Schuylkill. Y entonces, hace unas semanas, te cansaste del Schuylkill; los barbos eran demasiado pequeños y las carpas no mordían el anzuelo. Oíste hablar de la bahía de Delaware, y de lo que ofrecía en materia de pejerreyes y lenguados. Entonces, hoy condujiste el Ford a través del puente, a Nueva Jersey, con rumbo al sur, por la Ruta 47.

Sigue así, Calvin, es importante; es lo que se llama navegación. No dispones de una brújula con la cual trabajar, pero tienes el reloj de pulsera y es hermético. De modo que si hacemos algunos cálculos aquí y comparamos la hora con la geografía, tal vez lleguemos a alguna parte con esta expedición.

La Ruta 47 te llevó a Millville. De ahí había dieciocho kilómetros hasta Cedarville, y después de otros ocho kilómetros estabas en la bahía. Un lugar llamado Playa Flaxton. Compraste algunos calamares y gusanos, y el hombre te dijo que eran 50 centavos la hora por el bote de remos. Cuando pusiste los remos y empezaste a remar; eran más o menos las once menos cuarto. Un magnífico día para pescar. Miraste hacia arriba y no había ni una nube en el cielo, tan sólo el sol, que ardía más anaranjado que amarillo, un enorme sol de mediados de julio, que pintaba el agua del color de una moneda flamante.

Remaste un par de cientos de metros y echaste el ancla. Permaneciste allí como una hora. Ni asomo de peces. Levaste anclas y te internaste más. Era fácil remar, el agua parecía cristal, y disfrutabas del ejercicio. De manera que seguiste remando, pensando cuán bueno era respirar el aire salino de la bahía de Delaware.

Eso te enseña lo que puede ocurrir cuando lo pasas bien: resulta tan agradable, que te olvidas de todo. Muy bien podrías componer una canción al respecto. Título: «Me dejé llevar en la bahía de Delaware».

Así que supongo que no puedes culpar a tu madre y a tu hermana. Por lo menos, no de manera directa, porque te equivocaste. Es obvio que te equivocaste. Caíste en el mismo error que cometen muchos… aquellos cuyos nombres aparecen en las columnas de necrológicas del verano. Olvidaste por completo que existe algo que se llama cambio de tiempo. Seguiste remando. Y remando, te internaste demasiado.

El cielo te lo advertía, pero no prestaste atención. No viste las nubes negras que aparecían, el gris metálico del agua; y sólo cuando oíste el trueno, te tomaste la molestia de levantar la vista y darte cuenta de lo que ocurría.

Y ocurrió con gran rapidez. Ese único estruendo del trueno, y después las nubes se abrieron… casi como si fueran bolsas de papel llenas de agua que se desfondaran. Así se desplomó. Quiero decir que se desplomó de veras. Y como si eso no fuera suficiente, estaba el viento. Un viento que azotaba, y agitó la bahía, y viste las enormes olas que se precipitaban hacia el bote. Y entonces supiste que era hora de poner manos a la obra. Empezaste a trabajar con los remos para impedir que el bote fuera golpeado por el costado. Llegó la primera ola y el bote la recibió bastante bien, y se comportó a la perfección con la segunda y la tercera. Luego viste que llegaba la siguiente, muy alta, y mientras hendías el agua con los remos tuviste la sensación de que no servía de nada, que no podrías hacerla. El bote subía por la pared gris oscura, y durante un instante viste la proa, que se asomaba sobre la cresta… y después la precipitación del agua volcó el bote y lo hizo rodar sobre sí mismo, y antes de que te dieras cuenta de nada estabas nadando.

No ibas a ninguna parte; no hacías otra cosa que nadar para no hundirte. En realidad, tuviste tu trabajo nadando durante esos primeros minutos, cuando parecía que las olas llegaban de todas las direcciones para formar un inmenso remolino, contigo en el centro. Y te juro que no sé cómo saliste de eso, pero de alguna manera lo lograste en medio de todo el pánico y el frenesí. Supongo que fue el frenesí lo que te hizo seguir adelante, lo que te impidió aceptar que no tenías la menor posibilidad en esas aguas enloquecidas.

Ni siquiera sé cuánto duró la tormenta. Las tormentas eléctricas duran por lo general cinco o diez minutos. Esa cesó de golpe. Miraste a tu alrededor y el agua estaba en calma. Seguiste mirando en torno tuyo, con la esperanza de ver el bote. No había ningún bote. Por lo tanto, echaste otra mirada lenta y te dijiste que, por supuesto, verías tierra.

Pero sólo viste agua. Recuerdo que pensaste: «Bueno, no es fácil aceptarlo, pero intentémoslo. Ante todo haremos caso omiso del hecho de que la bahía de Delaware es una gran masa de agua. En cambio, nos concentraremos en la idea de que la tierra no puede estar muy lejos». ¿Pero en qué dirección?

Muy buena pregunta. Lo malo es que no había modo de contestarla. Lo único que podías hacer era adivinar. Y todavía sigues haciéndolo. No tienes la menor idea de dónde estás o hacia dónde te diriges. Quizá no vas a ninguna parte; tal vez has estado nadando en círculo.

Levantó el brazo del agua y miró su reloj de pulsera. La esfera indicaba que eran las cuatro pasadas.

Bien, por lo menos sabes qué hora es, se dijo. Pero esa es la única base que tienes. Sin embargo, resulta un tanto alentador. Más que esa; realmente es estimulante saber que has durado tanto tiempo. Yo diría que tienes derecho a unas palabras de elogio por exhibir más perdurabilidad de la que creías tener. Y ya que estás en eso, podrías recibir una felicitación por tu eficiencia: por haberte librado de los zapatos, en realidad de toda tu ropa, salvo los calzoncillos. ¿Y por qué no los calzoncillos? ¿Tienes miedo de avergonzar a los peces?

Bueno, no, no es eso. No sé con seguridad qué es… a no ser que tenga relación con algo llamado orgullo. Eres demasiado orgulloso como para andar por ahí sin ropa. Murió con los calzoncillos puestos…

¿Sabes?, empiezas a divertirme. Todos estos elogios que estás distribuyendo… y si sigues así llegarás a creértelo, pensarás que eres alguien. ¿Lo crees de verdad? ¿Te parece que mereces algún rótulo especial? Te diré una cosa, Jander: el único rótulo que puedes usar con plena justificación es el que dice: «Normal».

Suspiró. Y lo único que consiguió con eso fue tragar agua salada. Se ahogó y tosió, trató de vomitarla y no pudo. Volvía a hundirse.

No, eso no. Te lo ruego, maldito… no. Pues no tienes por qué hacerlo. Porque todavía te queda algo. Puedes seguir moviéndote; por supuesto que puedes… No, estoy demasiado fatigado… Estoy casi a punto de…

Algo le cortó el pensamiento de golpe. Un ruido. Cerró los ojos y se dijo que sólo estaba imaginándolo. No obstante, el ruido creció en intensidad, y cuando se acercó, pudo identificarlo como el repiqueteo de un motor fuera borda.