VERANO 1974
En algún momento se habían subido al pequeño coche rojo y se habían puesto en camino. Antes habían estado sentados mucho tiempo en el piso, pequeño y sombrío. Horas. Días. Semanas.
Al principio, Pärssinen había tenido que atraerlo y le había costado convencerle de que entrara. Luego había llamado él mismo a la puerta y entonces Pärssinen le había abierto. Sentado en su casa, observaba las manchas de luz que se dibujaban en el suelo y escuchaba atentamente la voz de Pärssinen. Una voz baja y monótona que de vez en cuando se perdía en un gallo repentino, para continuar inmediatamente después, apenas audible.
Levantaba a veces la cabeza buscando los ojos de Pärssinen, pero nunca había logrado encontrarlos, porque Pärssinen hablaba siempre con la mirada fija en una pared.
Bajaba entonces la cabeza, cerraba los ojos y seguía concentrándose en la voz de Pärssinen.
Pasado un rato, Pärssinen había sacado un rollo de película de una de las cajas, había puesto en marcha el proyector y mientras pasaba la película se había quedado, por fin, callado.
Mientras Pärssinen permanecía en silencio, él miraba fijamente a la pantalla y movía la mano, metida en el bolsillo del pantalón, arriba y abajo; intuía, mirando por el rabillo del ojo, que Pärssinen lo notaba, pero poco a poco había dejado de darle importancia. Primero Pärssinen se había reído, luego, pasado un tiempo, se había reído él también y, en algún momento, unas semanas más tarde, se pusieron en marcha.
Pärssinen había dicho: «Nos vamos», y él no había contestado. Pärssinen había vuelto a meter la película en la caja, la había colocado en la estantería y se había levantado repitiendo: «Nos vamos».
Creía recordar que, durante un momento, ya no se acordaba de cuánto tiempo pero no podía tratarse más que de segundos, había permanecido sentado. Creía recordar incluso un centelleo en los ojos de Pärssinen, un momento de duda. Pärssinen había dudado de él por un instante, pero al fin se había levantado y le había seguido al exterior, sintiendo un fuerte dolor en el vientre.
El sol calentaba y el viejo coche rojo de Pärssinen tenía encima el barro de meses, si no de años. Se había subido al coche.
En su recuerdo veía a Pärssinen al volante. No se veía a sí mismo en el asiento del copiloto. Durante el viaje, Pärssinen había empezado a hablar otra vez. Inquieto e insistente. Había vuelto a explicarlo todo rápidamente, en detalle, mientras él pensaba en la película, en una escena en particular, en una situación en esa película, ésa… película, una situación en particular, y había sentido entonces que pronto acabaría, al cabo de nada, que empezaba en ese momento, pero que acabaría enseguida. Y Pärssinen había dicho que iban a pasar por esa mierda apartando al mismo tiempo la vista de la calle y mirándole fijamente, y durante un momento, el momento que había tardado en esquivarlos, los ojos de Pärssinen se habían encontrado con los suyos.
Luego había observado a través de la ventanilla la calle reseca y el sol que colgaba por encima de su coche rojo, pensando en una determinada escena de una película, imaginando vivirla realmente, y Pärssinen había reducido la velocidad y había murmurado, al ver algo al borde de la calle: «No, no es posible», sin explicarle por qué no era posible.
Entonces Pärssinen había empezado a soltar imprecaciones mientras conducía el coche fuera de la ciudad y él había sentido que Pärssinen sabía lo que hacía, aunque le había asegurado que nunca había hecho algo parecido y que había sido su encuentro, su trato, su unión, como la llamó una vez, al final, lo que le había hecho ver que tenía que ser y que no tenía sentido resistirse, sino que lo iban a hacer, lo iban a hacer juntos, y mientras Pärssinen conducía por la carretera había intuido que había llegado el momento, que iba a suceder ahora, fuera lo que fuese, y se había grabado en la cabeza la escena de una película que acababa de ver, hasta que por fin se había dado cuenta de que nada importaba y que cualquier tipo de explosión supondría un alivio.
Pärssinen se había desviado y le había dado una palmada en el hombro, indicándole con un gesto que mirara hacia una dirección determinada, a través de la ventanilla del conductor.
Había visto lo que Pärssinen le quería mostrar y Pärssinen había disminuido la velocidad y había gemido. Un susurro o un gemido, no lo sabía con exactitud, no lo había sabido tampoco entonces, pero en cualquier caso Pärssinen había disminuido la velocidad, mirando alternativamente hacia delante y hacia atrás por el espejo retrovisor, había detenido finalmente el coche y, poniendo la mano en la portezuela, había dicho:
«¡¿Listo?!».
Y él, eso lo recordaba perfectamente, había contestado: «¿Qué quieres decir?».
Pärssinen no había reaccionado, sino que se había limitado a decir: «¡Ahora!».
Y entonces Pärssinen se había bajado del coche y le había visto correr, tranquilo y firme, y justo entonces se había dado cuenta de que era el final, era el final absoluto y también el comienzo, y Pärssinen había tirado a la muchacha de la bicicleta y la había arrastrado hacia el descampado y él ya no los veía, sólo la bicicleta, tirada en medio del camino con el manillar en una posición errónea, torcida.
Salió del coche y debió andar veinte o treinta metros por el carril de las bicicletas hasta la bicicleta caída, aunque no lograba acordarse de aquellos segundos en los que había recorrido esa distancia.
Lo primero que hizo fue levantar la bicicleta.
Enderezó el manillar.
Dio unos pasos hacia el descampado y observó a Pärssinen sobre la muchacha.
Vio el culo desnudo de Pärssinen y las piernas de la muchacha. Pärssinen hablaba: «No pasa nada, venga, venga… anda… mmm…». La muchacha estaba callada, probablemente porque Pärssinen le tapaba la boca con la mano. Pärssinen era fuerte, pequeño pero fuerte.
Se quedó quieto un rato, esperando a que acabara. Porque era el fin. Seguro que era el fin.
«N… no. Por favor…, no, déjalo…, no lo hagas…», dijo luego.
Al cabo de un rato Pärssinen se incorporó y se subió los pantalones. «Mierda», dijo. Estaba sudando.
La muchacha yacía inerte y miraba fijamente a Pärssinen.
«Mierda», dijo Pärssinen, y mientras intentaba descifrar en la cara de Pärssinen lo que quería decir con ello pensó que había llegado el fin, y Pärssinen se inclinó hacia la muchacha y le apretó el cuello.
La muchacha apenas reaccionó.
Cuando dio un paso en dirección de Pärssinen, éste se incorporó de nuevo y dijo:
«Mierda, tenemos que deshacernos de ella», y al ver que no contestaba, Pärssinen puntualizó: «¡Desaparecer, tiene que desaparecer! ¿Te enteras? ¡Venga, ayúdame, gilipollas!».
Seguía quieto, mirando cómo Pärssinen arrastraba a la muchacha por el carril de las bicicletas.
«¡Ayúdame, joder!», dijo, y, al ver que no se movía, porque no podía, Pärssinen dejó caer a la muchacha, corrió hacia el coche y lo acercó al sitio donde yacía la muchacha y él permanecía quieto.
Pärssinen se bajó del coche, se puso en cuclillas, pareció concentrarse y entonces izó a la muchacha de golpe y la dejó caer en el maletero. Cerró el capó, tiró la bicicleta al campo y dijo: «¡Vámonos!».
El seguía sin moverse, mirando la bicicleta en el descampado.
«¿Piensas quedarte ahí o qué?», le gritó Pärssinen desde el coche, aporreando la puerta del copiloto.
Se acercó al coche.
Se subió.
Pärssinen puso el coche en marcha. Condujeron un rato en silencio. El sol brillaba con gran claridad. No había ningún otro coche. En algún momento Pärssinen se desvió por un camino en medio del bosque.
«Conozco este sitio», murmuró. La muchacha. Pensaba en las piernas de la muchacha. Llevaba aún los zapatos puestos y estaba tirada en el maletero. «Conozco este sitio. Ahí atrás hay un lago», dijo Pärssinen, conduciendo el coche por caminos forestales cada vez más estrechos.
Durante el camino de regreso, Pärssinen había permanecido en silencio y había sudado. Lo había olido, podía olerlo aún, en el recuerdo. Pärssinen sudaba como nunca había visto sudar a nadie, tenía la camisa gris completamente empapada y pegada al cuerpo. Él no había sudado. Había temblado. Había sentido frío. Si alguien les hubiera prestado un mínimo de atención, habría notado enseguida esa extraña diferencia entre ambos, habría tenido que notar que uno sudaba y el otro tiritaba, a pesar de que iban en el mismo coche, pero no se encontraron con nadie, de manera que nadie pudo sorprenderse por ello.
Sentado junto a Pärssinen en el coche había empezado a reconocer las casas que desfilaban a su lado y las calles por las que pasaban y había pensado en la muchacha. En el momento en que Pärssinen la había tirado al agua, y en una escena de la película que nada tenía que ver con ello y que no lograba quitarse de la cabeza, aunque ya había pasado todo y él no había hecho nada, no había tocado a la muchacha, ni siquiera la había rozado, de eso estaba seguro, se había negado a mover un dedo por Pärssinen.
Pärssinen conducía y él veía a través de la ventanilla un día de verano.
Cuando por fin hubieron llegado, cuando Pärssinen hubo aparcado el coche en el aparcamiento junto al edificio de hormigón rodeado de árboles, se había bajado del coche dejando solo al sudoroso Pärssinen, había subido a su apartamento y había empezado a meter todo lo que estaba esparcido por la casa, todo lo que había en los armarios y cajones, en una bolsa de viaje.
Miraba de vez en cuando el reloj, se había dado veinte minutos, todo lo que no había cabido en la bolsa lo había metido en bolsas de basura, había vaciado el frigorífico y había tirado la comida a la basura, todo a la basura, en muchas bolsas que había dejado junto a la bolsa de viaje, había deshecho la cama y había metido las sábanas en otra bolsa de basura y entonces había bajado, había tenido que hacer tres viajes, abajo, al sol, y luego de nuevo arriba, al apartamento, que estaba en sombra, seguía tiritando, tanto al sol como a la sombra, y había visto a Pärssinen como si estuviera muy lejos, estaba tan concentrado en la tarea de limpiar las ruedas del coche con una manguera que ni siquiera le había visto.
Había estado observando cómo Pärssinen trabajaba a la trémula luz del sol mientras bajaba las bolsas y las tiraba, con movimientos controlados, en el contenedor.
Mientras tanto, habían pasado por allí personas, le habían rozado, habían llegado y se habían marchado, habían estado allí un rato sin pedirle nada, la vieja borracha que vivía justo en el apartamento de al lado llevaba las bolsas de la compra y hablaba sola, y Susanna, la chica que vivía en la casa de enfrente y en la que pensaba a menudo, había pasado por delante de él con dos amigas, y las tres le habían saludado con toda la alegría que era lícito demostrar en un día de verano.
Las chicas habían contado riéndose que venían del lago…, de otro lago, y Pärssinen, no muy lejos, limpiaba y sacaba brillo al maletero sin levantar la cabeza.
Había entrado en la casa detrás de las chicas, llevaban trajes de baño y tenían el pelo mojado y caminaban descalzas, aunque en el asfalto hay muchas veces trozos de botellas de cerveza, en eso había pensado mientras subía despacio la escalera, había cerrado la puerta, había cogido la guía de teléfonos y había llamado a la empresa que se llevaría los muebles y la cama de la casa.
No había sido fácil explicarle al empleado de la empresa que no se trataba de una mudanza, sino de deshacerse de muebles que ya no se iban a utilizar, pero en algún momento lo había comprendido y le había asegurado que estarían allí al día siguiente por la mañana temprano.
Se había quedado un rato mirando los árboles y el cielo desde la ventana y había oído a través de los cristales el ruido atenuado del aspirador con el que Pärssinen estaba limpiando el coche.
Había dado una vuelta más por el apartamento y había llenado otra bolsa de basura con las cosas que aún quedaban por medio, se había paseado aún varias veces por la casa para cerciorarse de que estaba realmente vacía y entonces había salido al descansillo, pintado de blanco, había tirado de la puerta y oído cómo se cerraba, y había puesto la llave en la cerradura para los hombres de la empresa de mudanzas. Luego había bajado al sol.
Había tirado la bolsa a la basura. Pärssinen estaba arrodillado en el asiento trasero del coche limpiando manchas que no había, que no podía haber, ya que la muchacha había estado sólo en el maletero. Imposible parar a Pärssinen. Se había acercado al coche y había dicho: «Me marcho».
Pärssinen se había incorporado y se le había quedado mirando. «Mierda. Ha sangrado. El maletero está lleno de manchas de sangre y creo que el asiento trasero…».
«Me marcho», había repetido, viendo cómo la cara de Pärssinen adquiría un gesto de sorpresa, la misma que sentía él mismo, sorpresa por la absoluta tranquilidad que le rodeaba. La bolsa de viaje le colgaba, ligera, del hombro, el sol calentaba y apenas oía lo que Pärssinen estaba diciendo.
«Me marcho. Nunca volveremos a vernos», había dicho, mirando durante un momento la boca medio abierta de Pärssinen; luego se había dado media vuelta y se había dirigido a la parada del autobús. Pocos minutos después había llegado el autobús, había comprado un billete y se había sentado en la última fila.
El edificio gris que nada tenía que ver con él había desaparecido rápidamente de su vista, el pequeño coche rojo le había parecido, al ver otra vez el aparcamiento desde el autobús, un coche de juguete.
Nunca había vuelto a ver a Pärssinen.