Timo Korvensuo, tumbado en la cama junto a Marjatta, se concentraba en su respiración, suave y tranquila.
Los niños dormían en la tienda de campaña.
Por la tarde habían jugado todos juntos a un juego de mesa. Había ganado Aku, en parte porque Timo Korvensuo había dejado que ganase su hijo; había tenido todo el tiempo una suerte extraordinaria con los dados y había tenido que cometer errores de estrategia para compensarla.
Aku era el único que no se había dado cuenta. Marjatta no había parado de sonreír, Laura había arrugado la nariz y Aku, al final, no cabía en sí de alegría.
Laura, sin embargo, había comentado al final que papá no había sido imparcial porque el pequeño Aku no sabía perder y no tenía ganas de que tirara al suelo las figuras y rompiera el tablero. Pero Aku, aún embebido de su triunfo, se había limitado a reír.
Había sido una bonita tarde, Timo Korvensuo había disfrutado segundo a segundo de la inverosímil belleza de esa tarde; por lo demás, no había habido nada, sólo un zumbido en la cabeza y un temblor en los ojos.
Al día siguiente, después del desayuno, tras una corta despedida, se marcharía a Turku.