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Elina Lehtinen estaba en el jardín de su casa, mirando trabajar a los hombres.

Estaban a unos cientos de metros de distancia y el atardecer había traído una leve penumbra que duraría hasta el amanecer, pero podía reconocer las siluetas de los hombres a través del campo.

Llevaban monos blancos y capuchas que les cubrían la cara, trabajaban con esmero y perseverancia. Estaba llegando a su fin el segundo día de trabajo de los hombres, hacía ya rato que estaban usando unos focos que daban una luz tenue y todo ello parecía casi como un sueño.

Hacía mucho tiempo que Elina Lehtinen no se sentía tan despierta. Había permanecido muy tranquila, el día anterior, cuando oyó las sirenas, y no le había sorprendido ver que el coche de la patrulla se detenía junto a la cruz de Pia.

Había mirado por la ventana y había visto a los policías inclinarse sobre la cruz.

Hablar entre ellos. Habían permanecido un rato allí, de pie, dando vueltas con cuidado alrededor de algo, no había podido ver de qué se trataba porque los árboles le tapaban la vista. Pero algo habían encontrado.

Uno de ellos fue hacia el coche y llamó por teléfono.

Elina Lehtinen estaba de pie junto a la ventana y sintió como si un pequeño coágulo de vacío le resbalara suavemente por el cerebro, y entonces se dio cuenta, de repente y con asombrosa claridad, de que estaba pasando algo importante. Algo que había estado esperando. Algo que tenía que pasar en algún momento, porque ella se lo esperaba.

Lo que fuera.

Salió y se acercó, junto con otras personas, a la zona acordonada por la policía para ver trabajar a los hombres.

Se quedó allí hasta que cayó la tarde; las personas a su alrededor iban y venían, algunas se quedaban más tiempo, otras menos, y, en algún momento, tuvo a su lado a Turre, su vecino.

Él y su mujer, María, ya vivían allí, en la casa de al lado, cuando la desaparición de Pia, y Elina Lehtinen miró a Turre y leyó en sus ojos una pregunta, pero Turre no le hizo ninguna pregunta y Elina no habría podido darle ninguna respuesta, porque no sabía lo que estaba sucediendo, allí, junto a la cruz de Pia, no tenía ni la menor idea de lo que era. Sabía sólo que se lo había esperado.

Turre dijo en algún momento que su mujer se había caído de la cama en el asilo y que ahora tendría que permanecer un tiempo en el hospital. Elina dijo que lo lamentaba mucho.

Luego se quedó un buen rato mirando la bicicleta que estaba tirada en el camino.

Y a los policías que, cuidadosamente arrodillados ante ella, deslizaban de vez en cuando pequeños objetos en bolsas de celofán.

Turre se marchó en algún momento, sin decir nada. Sólo le rozó, suave y brevemente, el hombro. Elina no sabía si adrede o sin querer, pero al llegar a casa aún sentía el roce sobre su piel, y lo seguía sintiendo ahora, le bastaba con concentrarse en el lugar que la mano de Turre había rozado.

Miró hacia la casa de Turre. No había ninguna luz. Tal vez se había ido a la cama, o estaba en el hospital con María.

Los hombres, mientras tanto, habían empezado pacientemente a guardar sus instrumentos, con movimientos seguros.

Se veía otro foco. Estaba junto a una furgoneta con el nombre del canal estatal de televisión pintado a los lados. Elina vio a un hombre joven enfocar con la cámara una mujer. La mujer tenía un micrófono en la mano y le decía lo que tenía que hacer, no estaba satisfecha, quería que colocara la cámara en otra posición. Eso por lo menos era lo que a Elina le parecía desde la distancia.

Salió de la furgoneta otro hombre y Elina consiguió incluso entender lo que le dijo a la mujer, porque estaba todo en silencio, una tarde silenciosa.

—¡En el aire en veinte segundos! —gritó el hombre.

La mujer del micrófono asintió.

Elina también asintió y entró en casa para ver las noticias.