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«Qué energía tan monstruosa», pensó Timo Korvensuo. No podía quitarse esa palabra de la cabeza.

Energía, todo era energía.

Estaba sentado a la sombra de la casa, mirando a sus hijos corretear. No había manera de cansarlos, no hacían más que correr, saltar, nadar, reír, gritar y llamarle, y Timo Korvensuo había estado mirándoles un buen rato con una sensación de agradable laxitud, hasta que en algún momento la palabra energía se le había colado en la mente y había anidado allí, y le había vuelto el dolor de cabeza.

Energía. Energía. Fuerza, fuerza monstruosa, que había sido más fuerte que él. Se había mirado a sí mismo. Observador de su propia destrucción. Inevitable. Ligera y silenciosa, derribado con una violencia indescriptible, liviana como una pluma… Había ido entonces a la playa de Naantali, ron una toalla y sus libros de texto… Bocas infantiles, cuerpos infantiles, cuerpos infantiles desnudos y espatarrados…, barcas en el cálido viento, risas a su alrededor, mujeres comiendo helado que de vez en cuando le preguntaban amablemente la hora… y sus libros, cálculo de probabilidades o álgebra, sobre la toalla, granos de arena sobre el papel, letras y números medio tapados, sus ojos velados…, jóvenes cuerpos morenos saltando con agilidad, tirándose de cabeza desde el suelo mojado del pantalán, muy cerca, al agua, fría y clara…, una brisa fresca sobre su piel… y la sensación de ser arrastrado hacia el fondo, suave y cuidadosamente, hacia una maravillosa pesadilla.

Marjatta salió de la sauna, dejó caer la toalla y saltó al agua.

Había estado ensimismado, solo…, más que solo.

Hasta que llegó Pärssinen y le invitó a su casa. Todo era energía y nada era casual.

Nada pasaba porque sí. Eso era lo que había sentido al cruzar por primera vez el umbral de la casa de Pärssinen.

Las persianas cerradas. Manchas de sol en el suelo. Pärssinen había servido un aguardiente de ciruelas en vasos pequeños, había colocado un rollo de película en el proyector y había extendido la pantalla. Mientras pasaba la película Pärssinen estaba siempre, entonces sí, en silencio.

Aku venía hacia él. Corría, tropezó, resbaló y siguió corriendo. Armado de una pistola. Rió, le salpicó la cara de agua y le preguntó si quería jugar con él a la pelota.

—Deja al viejo descansar un rato —dijo Timo Korvensuo.

Aku volvió a correr hacia el embarcadero, Laura y Marjatta le daban patadas a una pelota de colores. Aku gritó que quería ser portero.

Korvensuo tocó el agua sobre su piel. Agradablemente fría. Marjatta parecía no advertir nada. Como si fuera la resaca. Y era cierto que la tenía. Sucedía muy pocas veces.

Aku paró la pelota y la alzó como un trofeo. Laura le arrancó la pelota de las manos y se la volvió a lanzar a Marjatta. Laura era una chica guapa. La amaba.

Pia Lehtinen. De modo que ése era su nombre. No cambiaba nada. Nunca había sabido su nombre, y también vio por primera vez su cara la tarde anterior, en las noticias. Una foto vieja.

Pärssinen estaba tumbado encima de ella, tapándole la cara, y había sido también Pärssinen quien la había arrastrado hasta el maletero. El se había quedado de pie a un lado y no había dejado de mirar la bicicleta. Había enderezado el manillar.

Llamaría a Pekka…, y entonces se lo diría a Marjatta. Iba a ser difícil, tendría que hacer el esfuerzo de mentirle, pero era inevitable… Tenía que hacer algo, no sabía qué, algo… Lo mejor sería seguir sentado en esa silla y no moverse… Tenía que llamar a Pekka…, entrar en casa y llamar a Pekka…, mientras los otros tres jugaban abajo… Tal vez Pekka se sentía molesto…, tal vez pensaba algo… o quizá no…

Se levantó. Dio una vuelta sobre sí mismo, luego otra en la otra dirección y entró en casa. Se quedó parado delante de la ventana, repitiendo en voz baja las palabras que iba a decir.

Marcó el número. Pekka contestó. Su voz sonaba tranquila y juvenil.

—Hola, soy Timo.

—Hola, ¿qué hay? ¿Estáis todavía en el lago?

—Sí, sí, aún estamos aquí…

—Justamente quería llamaros para daros las gracias. Fue una velada estupenda.

—Gracias…, se lo diré a Marjatta…, yo… me acabo de dar cuenta de algo que se me había olvidado por completo… Tengo que ir a Turku a principios de la semana que viene. Se trata de un proyecto bastante grande… Los inmuebles están en Helsinki, pero el posible comprador vive en Turku, había concertado una cita con él…

—Entiendo… ¿Me habías hablado de ello?

—No, no…

—Menos mal, porque no me sonaba de nada. ¿Algo importante?

—Sí, pero aún estamos muy al principio, por eso no he hablado todavía de ello…

—¿De qué se trata?

—Hm… una colonia de adosados, nos encargaríamos de toda la colonia…, pero aún está en fase de construcción… Después de la reunión tendremos más datos…

—Vale, no hay problema, yo me ocupo de la oficina y llamo a Kati. A lo mejor puede echar una mano. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?

—Pues… No mucho, no lo sé. Te llamo el lunes.

—Estupendo. Buen viaje, pues. Y, de nuevo, gracias y saludos a Marjatta.

—De tu parte. Hasta luego.

Korvensuo colgó. Estaba sudando por todos los poros de su piel. Marjatta estaba en la puerta.

—¿Ha habido algo? —preguntó.

—No, no…, bueno…, me he olvidado de una cita…, bueno, casi. Tengo que ir a Turku… Lo mejor sería que saliera ya hoy, porque mañana tengo una cita con el constructor…, una…, se trata de varios adosados…

—¿En Turku?

—No, no, las casas están aquí, en Helsinki, pero el constructor vive en Turku y de momento no puede desplazarse…

—¿Y habéis preparado una cita para el domingo?

—Sí, sólo podía el domingo… Demasiado trabajo, por lo visto.

Dio un paso hacia ella y le acarició la mejilla. Sintió su pelo mojado en la mano.

—Lo mejor será que salga de viaje esta tarde…

—¡No puede ser, hoy pasamos la noche todos aquí! —dijo Aku, que de repente estaba junto a Marjatta.

Korvensuo vio la decepción en su rostro.

—Ahora podemos venir más a menudo…

—¡Habías dicho que ibas a estar el fin de semana! ¡Lo habías dicho! ¡Lo habías dicho!

—Bueno…, entonces… saldré mañana por la mañana. ¿De acuerdo?

Aku se le colgó del cuello. Marjatta sonrió y formó con los labios la palabra «gracias». Korvensuo abrazó fuerte a Aku, tan fuerte como pudo, hasta que Aku, medio riendo, medio asustado, exclamó:

—¡Me haces daño, papá!

—Lo siento… —murmuró Korvensuo, mientras su hijo corría ya de nuevo hacia el lago.