La casa verde daba la sensación de estar abandonada.
Joentaa miró por encima del hombro y vio que Ketola había aparcado a una cierta distancia y que seguía dentro del coche. Durante el trayecto había estado considerando la posibilidad de pedir a Ketola que entrara con él, que asistiera a la conversación con los padres, pero finalmente había decidido no hacerlo. Ahora, sin embargo, siguiendo un impulso, le hizo señas con la mano para que se acercara. Ketola se bajó del coche, le miró inquisitivamente y se le acercó deprisa.
No veía motivos para no hacerlo y sí había algunos para hacerlo, pensó Joentaa.
Probablemente, debería haberlo hablado antes con Sundström, pero ya no había tiempo para ello.
Ketola fue en su tiempo uno de los investigadores y, aunque no sabían aún lo que había pasado, estaba claro que existía una cierta relación. Podía ser que Ketola, con las investigaciones de entonces en la memoria, advirtiera algo que a los demás les podría pasar desapercibido. Era bueno que estuviera presente.
—¿Quieres que entre? —preguntó Ketola.
—Creo que sería bueno. Si te parece bien… Explicaré brevemente que has sido durante mucho tiempo el jefe del departamento y que participaste entonces en el caso de Pia Lehtinen…
—Por supuesto —dijo Ketola observando la casa—. ¿Crees que hay alguien?
—He llamado esta mañana para avisar que venía —dijo Joentaa tocando el timbre.
La puerta se abrió tras unos segundos, como si Kalevi Vehkasalo hubiera estado esperando que por fin tocaran al timbre.
—Buenos días —dijo, tendiéndoles la mano a ambos y rogándoles que entraran.
A Joentaa le llamó la atención que estaba vestido como si tuviera intención de ir a la oficina o acudir a una cita de negocios. Se había afeitado y olía a loción.
«Las cosas han de seguir como siempre —pensó Joentaa—. Y cuanto menos lo son, más tienen que parecerlo». Entonces pensó en Sanna y no oyó lo que decía Kalevi Vehkasalo.
—¿Perdón?
—Mi mujer… se encuentra mejor…, algo mejor, creo… Vendrá enseguida —repitió Vehkasalo.
Kalevi Vehkasalo evitaba mirar la bolsa de deportes metida en una cubierta de plástico que Joentaa sostenía en la mano.
—Siéntense —dijo Vehkasalo, y Joentaa se sentó en el mismo sitio donde había estado sentado la noche anterior. Sobre la mesita estaba la fuente con los bombones.
Quedaban cinco. Joentaa los había contado la noche anterior, mientras que Sundström se los comía. Había siete, dos se los había comido Sundström y habían quedado cinco, y ahí seguían. Naturalmente. ¿Qué habría podido llevar a Ruth o a Kalevi Vehkasalo a comer bombones? A lo mejor a Sinikka le gustaban esos bombones. Sanna se atiborraba a veces de ellos como una loca y le miraba torcido cuando él se reía de ella.
Apartó ese pensamiento y se concentró en Kalevi Vehkasalo, sentado frente a él de punta en blanco intentando aparentar normalidad.
Joentaa puso cuidadosamente la bolsa sobre la mesa.
—Quisiera… —comenzó.
—Voy un momento a ver si viene mi mujer —le interrumpió Vehkasalo y se levantó, pero de repente se detuvo.
Joentaa se giró y se incorporó para darle la mano a Ruth Vehkasalo.
Su apretón de manos era apenas perceptible y Kimmo Joentaa recordó a Merja Sihvonen, la madre de Sanna, que en los días inmediatamente posteriores a la muerte de Sanna tenía el mismo aspecto que ahora tenía Ruth Vehkasalo. Ésta le estrechó la mano también a Ketola.
—Ésa es la bolsa de Sinikka —dijo casi sin voz.
Joentaa se disponía a retirar la bolsa de la mesa cuando Vehkasalo le detuvo:
—Un momento… —se inclinó sobre la bolsa, examinándola con atención.
—Sí, lo es…, pero eso, de todos modos, ya lo sabíamos —dijo apoyándose bruscamente en el respaldo.
Ruth Vehkasalo estaba de pie junto a Joentaa, miraba la bolsa y lloraba en silencio.
—Eso ya lo sabíamos, Ruth…, no te pongas ahora…, por favor —dijo Vehkasalo.
Joentaa puso con cuidado la bolsa junto al sillón en el que estaba sentado. Ruth Vehkasalo seguía mirando la mesa sobre la que había estado la bolsa.
—Ruth, siéntate ya, aquí a mi lado, por favor —propuso Kalevi Vehkasalo.
Ruth Vehkasalo salió poco después de su entumecimiento y se sentó junto a su marido en el sofá.
—No hay novedades —dijo. No sonaba como una pregunta, sino más bien como la constatación de un hecho.
—No, todavía no —corroboró Joentaa—. Yo…, para empezar, quiero decir que le he pedido a Antsi Ketola que asistiera a esta conversación. Ha sido hasta hace un par de meses el director de nuestro departamento y es el único que trabajó entonces en el caso de Pia Lehtinen. Le he pedido que acudiera…
—Por supuesto —le interrumpió Vehkasalo, ausente—, seguro que es bueno, y que hacen ustedes todo lo posible por… encontrar a Sinikka.
Ruth Vehkasalo le lanzó a Ketola una mirada en busca de ayuda, pero Ketola estaba extrañamente ausente sentado sin decir palabra junto a Joentaa.
—Quisiera repasar brevemente el día de ayer, hasta el momento en que Sinikka salió para el entrenamiento —dijo Joentaa.
—Estuvo en el colegio —explicó Ruth Vehkasalo, hablando con voz monótona y baja, como si ya hubiera dicho esas frases muchas veces, en sus pensamientos, quizá—. Volvió de la escuela hacia la una y estaba, naturalmente, de buen humor, porque ayer empezaban las vacaciones. Quería marcharse enseguida…, pero yo quería hablar con ella de las notas…, porque…, porque hace unos días el profesor de su clase nos dijo, durante el coloquio, que falta a menudo…, y nosotros no lo sabíamos…, así que intenté una vez más hablar con ella, pero no funcionó, no fue posible… Al final ya no aguanté más y le solté un grito…, y entonces ella se marchó a su habitación… Estaba muy tranquila, pero no volvió a mirarme…, quería marcharse a casa de una amiga para ir juntas al voleibol —se interrumpió y miró un momento a su marido, antes de continuar—: Magdalena juega en el mismo equipo de voleibol, de eso se conocen. Si la hubiera dejado marcharse a mediodía, habrían ido juntas al entrenamiento… ¡y todo habría sido diferente! —Se había levantado y las últimas palabras las había gritado.
Ketola seguía impasible, pero Kimmo le oía respirar pesadamente de vez en cuando.
—¿Puede darme el nombre y la dirección de esta amiga? —preguntó Joentaa.
Kalevi Vehkasalo meneó la cabeza.
—Magdalena Nieminen. Vive cerca de aquí. Helmenkatu. El número no lo sé —respondió Ruth Vehkasalo.
—¿A qué escuela ha ido su hija? —preguntó Joentaa.
—Al Instituto Hermanni —contestó Kalevi Vehkasalo.
Joentaa asintió.
—De modo que salió para ir al entrenamiento. ¿Hablaron antes de que se marchara?
—No. —Ruth Vehkasalo miraba los bombones en la fuente—. No, Sinikka puso la música a todo volumen y se encerró con llave. Llamé a la puerta un par de veces, pero no salió hasta el momento en que se tenía que marchar. No dijimos nada, ni una palabra, ella dijo sólo que se iba y me miró de una manera… Creo que quería comprobar si yo iba a intentar prohibirle eso también, y si lo hubiera hecho, se habría marchado de todos modos.
—¿Recuerda usted qué hora era exactamente?
—Debían de ser las dos y media. El entrenamiento empieza a las tres y media, tiene bastante camino y luego aún se tiene que cambiar. Solía salir siempre con una hora de antelación.
—¿Ayer también?
Ruth Vehkasalo asintió.
—¿Qué ropa llevaba puesta exactamente? —preguntó Joentaa.
Ruth Vehkasalo se lo pensó un momento.
—Un pantalón corto rojo y una camiseta verde claro. Y… zapatos verdes, zapatos de deporte…, una de esas mezclas entre zapatos de calle y zapatos de deporte. Sí…, eso es lo que llevaba puesto…, y llevaba la bolsa de deportes…, pero eso ya lo han encontrado…
—¿Dijo ayer…, o en las últimas semanas, o incluso en los últimos meses, algo que ahora, después de lo ocurrido, les parezca relevante? ¿Algo que les haya sorprendido o que les haya quedado en la memoria?
Ambos negaron con la cabeza.
—Les pido por favor que lo piensen una vez más, de todos modos… A lo mejor se les ocurre algo… ¿Un novio?
—¿Uno? —Kalevi Vehkasalo soltó una carcajada y, un segundo más tarde, Joentaa vio en su cara el reflejo de la desesperación que trataba de encubrir—. Es muy…, por lo que a ese tema se refiere, últimamente no logro entenderla del todo —confesó.
—Sólo tiene catorce años —intervino Ruth Vehkasalo—, ha tenido ya algunas… relaciones, pero nunca nos ha presentado a nadie y han sido todos… episodios breves…
Quería hablar con ella de eso…, sobre… ese tema, pero ella se rió y dijo que ya no había demasiado que yo le pudiera explicar…
Vehkasalo se inclinó hacia delante.
—Perdónenme, pero, ¿a qué viene esto ahora? ¿Qué importancia tiene?
—¿Podríamos ver su habitación? —preguntó Joentaa.
Vehkasalo iba a objetar algo, pero luego se limitó a asentir con la cabeza. Los condujo por la escalera hacia el sótano, que era en realidad una vivienda aparte.
—Sinikka tenía este piso todo para ella. Excepto el cuarto de la lavadora, claro —explicó Vehkasalo—, y ésta es su habitación.
Abrió la puerta despacio, como si esperara encontrarse a Sinikka dentro, enfadada porque la molestaban.
La habitación estaba vacía y silenciosa. Vehkasalo hizo un gesto algo torpe de invitación y retrocedió unos pasos.
Joentaa se detuvo en el umbral. Una habitación ordenada. No meticulosa, pero lo primero que pensó Joentaa fue que cada objeto se hallaba exactamente en el lugar donde Sinikka quería tenerlo. Ésa fue, por lo menos, su impresión. Como si todo estuviera repartido y colocado de una manera específica. Lo segundo que le llamó la atención fue que no había ninguna estantería, todo —con excepción de un ordenador sobre una mesa de madera— estaba en el suelo, sobre la moqueta azul pálido, que a la luz del sol daba la impresión de descolorida y al mismo tiempo agradablemente fresca.
En la pared frontal de la habitación se abría una puerta cristalera que daba a una terraza. A la izquierda, contra la pared vacía, había en el suelo un pequeño equipo de música, y junto a él se amontonaban los cedés, pero incluso ese caos hacía el efecto de estar sometido a un orden particular. Contra la pared de la derecha, también en el suelo, había un colchón con sábanas azul claro.
—Ya…, el colchón… Sinikka no quería tener cama —explicó Vehkasalo, que había seguido su mirada—, lo prefería así, quería sólo ese colchón, su cama está en la buhardilla. Quería… Quiere… Le gustan más las cosas así, sencillas…, por lo menos en los últimos tiempos…, o claras, o como uno quiera llamarlas… Tengo sólo una hija, por eso no tengo experiencia con las cosas de la pubertad… De la mía ya no me acuerdo…
Perdón… no hago más que decir tonterías…
—No —dijo Joentaa.
—Se ha cortado también el pelo, así de corto…, como en la foto. Antes tenía el pelo largo…, estaba más guapa…, pero está pasando por una etapa, creo yo…
Joentaa se acercó al colchón. Algunas huellas en las sábanas delataban que Sinikka había dormido en ellas. El día antes, cuando se había encerrado en la habitación para no tener que hablar con su madre.
Bajo las sábanas había un muñeco de peluche de aspecto extraño. Joentaa se inclinó para verlo mejor, pero no logró descifrar de qué animal se trataba. Algo a medio camino entre un oso, un gato y un ratón, le pareció. En cualquier caso Sinikka le había metido cuidadosamente en la cama y le había tapado antes de marcharse.
—Bueno… —murmuró Vehkasalo.
Joentaa observaba el peluche y pensaba en la foto que le había dado Vehkasalo la noche anterior. Sinikka miraba muy seria, casi enfadada, a la cámara, pero a Kimmo se le antojaba ver en alguno de los rasgos de su rostro una amplia y simpática sonrisa.
Tenía que volver a mirar la foto más tarde. Aunque, ¿de qué iba a servir? A lo mejor justo en ese momento estaban hallando su cadáver…
—¿Han visto ya todo? —preguntó Vehkasalo.
—Hm… No, perdón…
Junto a la mesa del ordenador había algo que Joentaa no logró reconocer a primera vista.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Es…, es un mini-trampolín… —dijo Vehkasalo.
—¿Un qué? —preguntó Kimmo.
—Para saltar —dijo Vehkasalo—, desde arriba se oye una especie de chirrido de amortiguador cuando Sinikka salta…, se lo regalamos por su cumpleaños, fue el único deseo que nos comunicó…
Joentaa se quedó un rato mirando el pequeño trampolín, luego se volvió y su mirada encontró la de Ketola, que seguía impertérrito en el umbral y que, más allá de las normales fórmulas de saludo, no había abierto la boca en todo el tiempo. Joentaa vio que Ketola estaba sudando y tuvo la impresión de que para él era una tortura estar ahí.
Quizá le asaltaban recuerdos de entonces, de su primera conversación con los padres de Pia Lehtinen. O quizá se trataba de algo completamente diferente y que nada tenía que ver con su presencia allí. Kimmo apartó la mirada y la dirigió de nuevo hacia Vehkasalo, que se hallaba ahora junto a él, mirando la habitación como si la viera por primera vez.
—Lo absurdo, ¿sabe?, es… —empezó, pero pareció perder el hilo; sin embargo luego prosiguió—: Lo más absurdo de todo es que siento una enorme…, una increíble nostalgia de Sinikka. Sería tan maravilloso si estuviera ahora sentada ahí, en el colchón.
Justamente ahora, que no es posible, es cuando lo quiero, mientras que ayer me daba exactamente lo mismo…, ¿entiende?
—Le estoy muy agradecido —dijo Joentaa—, les avisaremos en cuanto sepamos algo nuevo…
Vehkasalo se le quedó mirando y asintió.
—Bien, pues entonces… —musitó.
Regresaron al salón. Ruth Vehkasalo estaba sentada delante del televisor, leyendo una noticia en el videotexto. La única novedad de la noticia era el nombre de la desaparecida, Sinikka V. En la jerarquía de las noticias, ésta había subido de escalafón desde la noche anterior, estaba entre las noticias nacionales de mayor importancia. A Kimmo no le sorprendió la desaparición de un menor ocupaba siempre, por lo menos en la prensa sensacionalista, las primeras páginas, y, en este caso, el misterioso paralelismo con un caso sin resolver de tantos años atrás no hacía sino potenciar el interés.
Cuando él y Ketola se despidieron, Ruth Vehkasalo se limitó a apartar brevemente la mirada de la pantalla.
—Vuelvan cuando quieran… —dijo Vehkasalo estrechando la mano a Kimmo.
Joentaa asintió y salió al sol junto a Ketola, aún tercamente silencioso.
Ketola caminaba deprisa, siempre un paso por delante de Joentaa, y se despidió de él de manera expedita.
—Menos mal que estoy jubilado. Todo esto me ha afectado bastante.
—Sí… —dijo Kimmo.
Le habría gustado sonsacarle, pero no sabía muy bien por dónde empezar, y Ketola estaba ya, algo tambaleante, de camino a su coche.
—¡Hasta luego! —gritó justo antes de montarse en el coche.
Kimmo Joentaa vio cómo se marchaba y buscó una vez más contacto visual.
Ketola le pasó por delante mirando fijamente a la carretera.
Sundström le había enviado un mensaje a su teléfono móvil. Kimmo sintió un desagradable cosquilleo. A lo mejor habían encontrado el cadáver de Sinikka Vehkasalo.
Cerró los ojos y escuchó la voz de Sundström, que simplemente le informaba de una reunión a las 14 horas.
Se volvió a guardar el móvil y se quedó un rato mirando la casa verde claro al sol.
Vio a Ruth Vehkasalo detrás de la ventana, estaba bajando las persianas.