Ketola salió disparado de la casa antes de que Joentaa tuviera tiempo de llamar al timbre e insistió en ponerse al volante.
—Mira, Kimmo, no lo tomes a mal, pero tenemos que darnos prisa.
Joentaa se sentó en el asiento del copiloto y cogió la tarjeta que Ketola le había dado antes de poner el motor en marcha estrepitosamente.
Cuando Ketola arrancó, Joentaa reconoció a Elina Lehtinen a través de la ventana de la cocina y le hizo un gesto de saludo, pero probablemente ya no le dio tiempo a verle. Ketola conducía muy por encima del límite de velocidad y Joentaa miraba por la ventanilla, pensaba en el nombre de la tarjeta de visita e intentaba formarse una opinión sobre todo ello.
Sundström, como era de esperar, se había mostrado escéptico cuando le había contado la conversación con Ketola, y tampoco Joentaa tenía demasiado claro qué pensar. Hubiera querido hablar un momento con Elina Lehtinen sobre el hombre que la había visitado, pero ahora era ya demasiado tarde.
—No le des tantas vueltas, es él —dijo Ketola—. El nombre de la tarjeta es nuestro nombre, y a ese nombre le corresponde el hombre que estamos buscando.
—Es posible —concedió Kimmo.
—Elina no se equivoca —replicó Ketola.
—¿Ha dicho algo más? ¿Cómo ha transcurrido la conversación?
—Su excusa era que estaba buscando una casa en los alrededores. Que quería mudarse allí con su familia. Al cabo de un rato empezó a preguntar por Pia. Y luego a hablar de sus hijos. Aku y Laura.
Kimmo asintió.
—Ha sido así: Elina lo notó enseguida…, antes de que él dijera una palabra ya sabía a quién tenía delante —Ketola conducía a una velocidad vertiginosa por una carretera secundaria y le miraba fijamente—. ¿Entiendes? Lo ha intuido enseguida. En cuanto vio a ese hombre ante la puerta de su jardín sabía ya a quién tenía delante…
Kimmo asintió, haciéndose cargo provisionalmente de la tarea de mirar a la carretera.
—Porque lo estaba esperando —dijo Ketola—, porque lo ha estado esperando durante todos estos años, y ahora ha sucedido.
Ketola volvió a asumir su responsabilidad de mirar a la carretera y añadió:
—El séptimo sentido. A ti te gusta eso, ¿no? Deberías estar encantado.
—Sexto —dijo Joentaa.
—¿Qué?
—Creo que se dice el sexto sentido.
—Ah.
—Eso creo, por lo menos.
—Sí, es posible.
Ketola se dirigió hacia la autopista, que se extendía, amplia y vacía, frente a ellos.
Joentaa sentía un difuso cansancio y los nombres de Aku y Laura vagaban por su cabeza y, de repente, cuando se le estaban ya cerrando los ojos, se preguntó en qué nube estaría Sanna en un día tan despejado como ése.
Sintió que se dormía y, cuando Ketola le despertó, no sabía dónde se encontraba.
—Despierta, querido, ya casi hemos llegado.
Al cabo de unos segundos volvieron los recuerdos y la conciencia.
—Todo bien —farfulló.
—Ya casi hemos llegado —repitió Ketola.
—Bien —musitó Kimmo.
Ketola aparcó el coche ante una casa que a Joentaa le gustó enseguida.
—Número 24, ésta es —dijo Ketola.
Una casa de madera verde claro. Como la de los Vehkasalo. Una casa de madera verde claro rodeada por un jardín verde oscuro que daba la impresión de ser silvestre y al mismo tiempo cuidado. La casa se hallaba en una altura y desde ella se veía, a una cierta distancia, la ciudad, iluminada por el sol. Un niño daba patadas a una pelota roja contra la pared del garaje.
—Bonito —observó Ketola haciendo ademán de bajarse del coche.
—Espera un momento —dijo Joentaa, aún un poco aturdido—. ¿Cuánto tiempo he dormido?
—Pues más o menos todo el viaje, ¿no? —respondió Ketola.
—Deja que me despierte del todo —dijo Joentaa intentando estirarse y masajeándose el cuero cabelludo.
—¿Vale? —preguntó Ketola.
El niño practicaba tiros con la cabeza. Joentaa dijo:
—Quiero ser yo quien lleve la conversación, si te parece. Y si nos damos cuenta de que nos hemos equivocado, zanjamos el asunto lo más rápido posible y desaparecemos ¿de acuerdo?
Ketola se le quedó mirando y respondió:
—Pues claro. Así lo haremos.
Joentaa asintió. Se bajaron del coche. Ketola andaba tan deprisa que en los últimos metros parecía querer quitarse de encima a Kimmo. Tenso y nervioso, pero al mismo tiempo tranquilo y controlado. Así había sido siempre, en las fases decisivas.
El niño estaba tan ensimismado en el juego que ni siquiera advirtió su presencia.
La mujer que les abrió la puerta reía y, evidentemente, esperaba a otra persona.
—Oh —dijo.
—Buenos días. ¿La señora… Korvensuo? —preguntó Joentaa.
—Sí…, perdón…, creí que mi hijo… ¿En qué puedo ayudarles? ¿De qué se trata?
—Señora Korvensuo, mi nombre es Kimmo Joentaa, agente de la policía de Turku. Éste es Antsi Ketola, un… colega…
Le mostró su carnet y vio aparecer en su rostro la inevitable sombra.
—Le ha pasado algo… a Timo…, mi marido se encuentra en estos momentos en Turku…
—No, no —respondió Joentaa—. No se preocupe, se lo ruego, hemos venido porque… estamos investigando un caso y necesitamos un par de datos. Eso es todo…
Joentaa se calló y pensó que hubiera tenido que preparar un poco ese encuentro.
—Ah…, pues entren, entonces —les invitó Marjatta Korvensuo.
—Gracias —dijo Joentaa.
Se sentaron en el salón. Notó la inseguridad y la repentina tensión en los ojos de Marjatta Korvensuo y sintió la impaciencia de Ketola, quien, sentado a su lado, no dejaba de mover el pie. La pelota golpeaba a intervalos regulares contra la puerta del garaje.
—Señora Korvensuo, se trata efectivamente de su marido, Timo Korvensuo…, pero no hay nada de lo que tenga que preocuparse…, queremos sólo preguntarle un par de cosas y, seguramente, lo habremos aclarado todo enseguida.
—Bien, pues adelante —dijo Marjatta Korvensuo.
—¿Su marido, dice usted, se encuentra en Turku?
—Sí. Tiene una reunión con un colega de trabajo… mi marido es agente inmobiliario.
—Correcto. Y ese socio, ¿sabe usted su dirección o su número de teléfono? ¿O el hotel donde se aloja su marido?
—No… —respondió Marjatta Korvensuo—, lo siento, no me ha dicho el nombre…
Ketola se puso en pie de repente.
—Perdone, ¿podría ir al cuarto de baño? —preguntó.
—Por supuesto. A la izquierda de la puerta de entrada —dijo Marjatta Korvensuo.
Joentaa vio cómo Ketola desaparecía a grandes zancadas por el pasillo y se dirigió de nuevo a Marjatta Korvensuo, que prosiguió:
—Timo me ha llamado… desde el hotel. El número debe de estar grabado en la memoria.
Cogió el teléfono, que estaba delante de ellos, sobre la mesita de cristal.
—Aquí. Éste es.
Joentaa cogió el teléfono.
—¿Tiene un bolígrafo?
—Claro.
Se levantó, salió de la habitación y volvió con un bolígrafo. Desde arriba le llegaban a Joentaa risas de muchachas y música alta. La pelota golpeaba contra la puerta del garaje.
—Gracias —dijo Joentaa, y apuntó el número del hotel en la tarjeta de visita.
—Ésa es una tarjeta de Timo… —dijo Marjatta Korvensuo.
—Hm… Sí —dijo Joentaa.
—¿Dónde la han encontrado? ¿Qué es exactamente lo que ha ocurrido?
—Nosotros…, es difícil de explicar. Esta tarjeta se nos ha cruzado…, por así decirlo…, en el camino, en nuestras pesquisas… Pero no tiene usted de qué preocuparse…, se trata sólo de aclarar… determinadas circunstancias…
Ella se volvió a sentar y Joentaa se preguntó por qué estaba diciendo tantas tonterías y por qué ponía tanto empeño en calmar a Marjatta Korvensuo. Intentó concentrarse en sus preguntas
—Su marido —comenzó—, ¿sabe usted si vivió, ni que fuese hace ya mucho tiempo, en Turku? ¿En los años setenta?
—Sí, así es —contestó ella enseguida.
Joentaa sintió un pinchazo en el estómago, aunque estaba claro que eso no quería decir nada por sí mismo. Pensó en el niño que estaba jugando fuera a la pelota. Aku.
—Así es —dijo ella—. Estudiaba en Turku. Matemáticas. Pero luego dejó la carrera y se mudó a Helsinki. Menos mal, si no nunca nos hubiéramos conocido… —sonrió— ¿Por qué es eso importante?
—¿Sabe exactamente… cuándo…, cuándo vivió allí?
Ella reflexionó unos instantes.
—Nunca ha hablado mucho de ello…, en realidad muy poco…, y hace ya una eternidad…, se instaló en Helsinki en 1974, así que ése debió de ser el año en que salió de Turku…
Joentaa bajó la vista hacia la tarjeta y pensó en las viejas actas de Ketola y en la fecha que Marjatta Korvensuo acababa de mencionar: 1974. Estaba en cada una de las páginas de esas actas, sólo cambiaban el día y el mes y, a partir de un determinado momento, el 74 se convirtió en 75. «No quiere decir nada», pensó de nuevo, y entonces se dio cuenta de que la pelota había dejado de golpear la puerta del garaje y, en ese momento, entró corriendo en el salón un niño.
—Oh —dijo sin entonación al ver a Joentaa.
—Hola —le saludó Joentaa, intentando comportarse de manera amable y normal.
—Hola —le contestó el niño.
—Éste es el señor Joentaa —dijo Marjatta Korvensuo.
El niño asintió. Ya menos tenso y pensando en otras cosas, se dio la vuelta y desapareció por el pasillo.
Arriba las chicas se rieron.
Joentaa oyó un ruido de agua y, estaba a punto de hacer una pregunta, cuando de repente percibió un cambio en la expresión de Marjatta Korvensuo. Atención repentina.
—¡Aku! —gritó.
—¿Qué pasa? —gritó Aku.
—¿Dónde estás?
—¡En el baño, mamá! —contestó Aku, molesto.
Se creó un momento de pausa, y entonces ella le preguntó en voz baja a Joentaa:
—¿Y dónde está entonces su colega?
Pasaron unos segundos. Joentaa se levantó y se dirigió hacia el pasillo. Una escalera hacia abajo y otra hacia arriba. Como en casa de los Vehkasalo. Arriba reían las chicas. Se dirigió hacia abajo. Abajo estaba la habitación de Sinikka. En casa de los Vehkasalo. Estaba puesta la lavadora. El pasillo del sótano estaba presidido por una enorme librería que le recordó al jardín. Los libros estaban en todas direcciones, pero al mismo tiempo ordenados. Oyó un ruido familiar, que le recordaba siempre a la iglesia roja frente al mar. El zumbido de un ordenador. Ketola estaba sentado en la oscuridad.
Inclinado hacia delante, con la barbilla en las manos, contemplaba la trémula pantalla.
Parecía haberse calmado. Joentaa permaneció en el umbral de la puerta.
—Este debe de ser el despacho de papá —dijo Ketola.
Joentaa entró en la habitación, meticulosamente ordenada. A diferencia del jardín.
A diferencia de la biblioteca. La habitación parecía consistir en una suma perfecta de ángulos rectos.
—Ha sido bien fácil —dijo Ketola—, hasta para un novato como yo. Al parecer, el despacho de papá es tabú para el resto de la familia.
Joentaa se quedó de pie detrás de Ketola.
—¿Qué te parece si hacemos un show de diapositivas? —dijo Ketola—. Mi hijo Tapani me ha enseñado hace poco cómo hacerlo. Está como una cabra, pero de ordenadores entiende bastante.
Ketola pulsó y las imágenes empezaron a tomar forma antes los ojos de Joentaa.
Despacio. Pasando inexorablemente de una a otra. Oía la voz de Ketola como si estuviera muy lejos.
—El ordenador está a rebosar de ellas, es increíble —dijo Ketola.
—¡Es una desfachatez! —exclamó Marjatta Korvensuo a sus espaldas. Joentaa se volvió y la vio en el umbral de la puerta. Quiso ir hacia ella, pero sus piernas no le obedecieron y ella se acercó demasiado deprisa. El se inclinó sobre Ketola e intentó apagar el ordenador.
—Apártense —dijo Marjatta Korvensuo—. Ya está bien. Esto es una desfachatez.
Y en ese momento llegó a su lado.
Ketola seguía impertérrito y ni siquiera levantó la vista, como si no se hubiera dado cuenta de la llegada de Marjatta Korvensuo.
—¿Qué…? —dijo Marjatta Korvensuo.
—Apaga el ordenador, por favor —dijo Joentaa, pero Ketola lo ignoró.
—¿Qué es eso? —preguntó Marjatta Korvensuo.
Se hizo un largo silencio.
De repente Ketola dijo:
—Tenemos que irnos.
Detuvo las imágenes, apagó el ordenador y se levantó.
—Este aparato no lo toca nadie —le dijo a Marjatta Korvensuo—. ¿Entendido?
Ella no reaccionó.
—Tenemos que irnos, Kimmo —repitió Ketola, pero Joentaa no lograba salir de su estupor.
—Señora Korvensuo, ¿sabe usted dónde se encuentra su marido en estos momentos? ¿Han hablado por teléfono? ¿Ha dicho algo que nos pueda ayudar? —preguntó Ketola.
—Está… en Turku —respondió sin levantar los ojos de la pantalla—. Ya se lo he dicho.
—¿Pero dónde? ¿Dónde exactamente?
—En un lago —dijo ella.
—¿Un lago? —la voz de Ketola hizo un gallo.
—Estaba en un lago. No sé en cuál.
—Pero yo sí —dijo Ketola—. ¡Vamos, Kimmo!
Ketola salió, pero Joentaa se quedó parado junto a Marjatta Korvensuo y siguió su mirada hacia la pantalla vacía.
—¿Quieres hacer el favor de venir, maldita sea? —gritó Ketola desde arriba.
Joentaa se dispuso a andar. Pero se volvió hacia Marjatta Korvensuo y empezó a hablar, sin saber muy bien lo que iba a decir.
—Cuando todo esto se haya aclarado, me gustaría…, cuando haya más tiempo…, quisiera volver… y entonces podremos hablar…
No tenía ni idea de lo que estaba diciendo.
Le tendió torpemente la mano.
Ella asintió.
—Le enviaremos a alguien… que…, me ocuparé de que venga a verla alguien con quien pueda usted hablar…, disponemos de gente capacitada para ello… —dijo.
Ella asintió.
Notó al salir cómo esa imagen de una mujer delante de una pantalla negra se le grababa en la memoria.
Ketola estaba ya sentado en el coche, tamborileando sobre el volante. El niño había vuelto a lanzar la pelota contra la puerta del garaje.
—Hasta la vista, señor Joentaa —gritó al ver a Kimmo subirse al coche.