Timo Korvensuo estaba sentado en la cama. Le quemaban los ojos, tanto que tenía que abrirlos y cerrarlos cada pocos segundos.
El reloj del televisor marcaba casi la una. Tras la ventana se apreciaba un leve atardecer, un poco rosa y un poco azul.
Deseó un invierno oscuro y profundo. Y dormir y soñar. Soñar con una inundación que todo lo arrastrara. Toda esa porquería. Toda esa suciedad que ya no le interesaba.
Fue al baño y controló el estado de sus ojos. Los sentía enrojecidos, pero no lo estaban. Estaban como siempre y el rostro en el espejo era el de un hombre juvenil de cincuenta y pico.
Volvió a la cama. Pensó en Marjatta y en los niños. Estaban otra vez en casa y dormían. Todo estaba en orden, excepto el piloto de control del coche de Marjatta.
Marjatta le había contado que se había encendido a medio camino, mientras volvían de la casa del lago. Se había preocupado y Korvensuo, que de eso entendía un poco, la había tranquilizado. Tendría que ir al taller, pero no era urgente.
Antes, por la tarde, se había acordado de que era domingo y Marjatta seguramente estaría viendo el programa de Hämäläinen. Desde hacía meses, para darle gusto se pasaba la tarde de los domingos sentado en el sofá viendo el programa. Marjatta tumbada en su regazo y él acariciándole la espalda. Muy suave.
Había pensado encender el televisor. Para ver lo mismo que estaba viendo Marjatta, pero no lo había hecho. Había permanecido sentado en la cama y sus pensamientos habían sido sosegados, hasta que en algún momento había pensado que al día siguiente llamaría otra vez a Marjatta. Para decirle que su vuelta se iba a retrasar. Por razones de peso.
Pekka se ocuparía de la oficina.
Marjatta estaba con los niños.
Los niños estaban de vacaciones.
Había estado pensando un rato en lo que haría al día siguiente, pero sin llegar a ninguna conclusión.
Estaba sentado en la cama. Fuera resplandecía el sol de la noche. En una de las habitaciones vecinas alguien abrió una ducha.
Cerró los ojos. La almohada sobre la que dejó caer la cabeza estaba fresca y blanda.
«Nada —pensó—. Absolutamente nada».
Se oía el chapoteo del agua en la habitación de al lado.
Justo antes de quedarse dormido, pensó en Pärssinen. «Un viejo y amable portero».
Entonces vio a un hombre salir de una fachada oscura. Tenía el pelo rizado, una expresión pétrea y parecía deslizarse como sobre raíles. Tenía un cuchillo en la mano y se acercaba a Marjatta y a él. Le explicó a Marjatta que se trataba de un sueño; entonces el hombre del pelo rizado le clavó a Marjatta el cuchillo y, mientras ella se derrumbaba en sus brazos, él comprendía que no era un sueño, porque los sueños no existían.
Se despertó.
Se incorporó. El reloj marcaba las cinco. En su frente acechaban un dolor sordo y un pensamiento muy concreto referente a Pärssinen.