Hannu Lehtinen hablaba deprisa, pero con prudencia. Había dejado de trabajar hacía unos años, pero la dirección que figuraba en la tarjeta que le había dado Elina Lehtinen seguía siendo válida.
Se sentaron en la terraza, desde la que se veía un jardín pequeño y tan cuidado que no parecía natural. Colores idénticos. Todas las flores a la misma altura. No se veía por ningún lado una pelota de fútbol.
—Cuarenta años —dijo, y Joentaa se le quedó mirando sin entender—. Cuarenta años estuve trabajando para Ventega —explicó Hannu Lehtinen, tendiéndole una tarjeta de visita.
Joentaa la cogió, aunque tenía la misma, la que le había dado Elina Lehtinen.
—Hubo una gran despedida. A veces voy a la oficina a ver a mis antiguos colegas.
Joentaa asintió.
—Comemos juntos en la cantina —dijo—, y luego siempre me cuentan que muchas cosas ya no son como antes, porque yo ya no estoy allí…, pero seguro que no ha venido usted para que le cuente estas cosas…
—No… Yo…
—Ya sé por qué está usted aquí. La muchacha desaparecida…, lo he visto en las noticias.
—Sí…, ya he hablado también con su mujer —dijo Joentaa.
—Elina… ¿Cómo le va? —preguntó, mirándole abiertamente y pensando, al parecer, que era la pregunta más normal del mundo.
—Me temo que no estoy en condiciones de juzgarlo —respondió Joentaa.
—Por supuesto… Perdone —se disculpó Lehtinen.
—Sin embargo, creo que… Me pareció una mujer excepcional —dijo Joentaa, sorprendido de sus propias palabras.
Lehtinen se le quedó mirando un buen rato, asintió apenas y dijo:
—La llamare uno de estos días.
—Bueno… Yo he venido porque quiero preguntarle si cree usted que existe alguna relación —empezó Joentaa.
—¿Alguna relación?
—La muchacha se llama Sinikka Vehkasalo. ¿Le dice algo ese nombre?
Buscamos un nexo de unión.
—¿Un nexo de unión?
—Sinikka Vehkasalo y su hija, Pia. Han pasado treinta y tres años, pero en nuestra opinión tiene que haber algo en común.
Lehtinen se quedó un rato pensativo y al final preguntó:
—¿Por qué?
—¿Qué opina usted? —preguntó a su vez Joentaa—. ¿Qué fue lo primero que pensó al enterarse?
—¿Enterarme de qué?
—De la desaparición de la muchacha. En el mismo lugar donde desapareció entonces su hija.
Lehtinen le miró, pero al mismo tiempo parecía no verle.
—Nada —respondió.
—¿Absolutamente nada?
—No.
—Algo habrá tenido usted que… A lo mejor ha habido un malentendido…
—No —dijo Hannu Lehtinen. Se levantó—. Y ahora quiero que se marche —añadió.
—Estamos… Probablemente estamos buscando al mismo hombre que mató a su hija…
—Quiero que se marche —repitió Lehtinen.
Joentaa se levantó. Mientras andaba se dio cuenta de que le temblaban las piernas.
—No conozco a nadie que se llame Vehkasalo —dijo Lehtinen cuando ya estaban delante de la puerta—. Y sobre todo lo demás no puedo hablar. Le ruego que lo comprenda.
Joentaa asintió y Hannu Lehtinen cerró la puerta.