Elina Lehtinen parecía cambiada. Ketola no lograba descifrar en qué consistía el cambio, pero lo percibió, a través del velo de su propia agitación.
Se sentaron en la cocina. Sobre la mesa estaba la tarjeta de visita y, cuando él le preguntó si era posible que se equivocara, Elina Lehtinen le miró, tranquila y profundamente, a los ojos.
—No —se limitó a decir.
Ketola volvió a coger la tarjeta, le dio vueltas en la mano. Una y otra vez. «Timo Korvensuo. Inmobiliaria. Helsinki».
—El lo ha querido así —dijo Elina Lehtinen.
Ketola alzó la cabeza interrogativamente.
—Quería darse a conocer. Quería que yo supiera su nombre.
—No puede saber que tú le has calado.
—Sí lo sabe.
—Ha venido sirviéndose de un pretexto. No ha admitido…
—Sí. No directamente. De otra… manera…
Ketola asintió, aunque no lo comprendió. Distaba mucho de comprender, pero tampoco le pareció estrictamente necesario; qué significaba, al fin y al cabo, toda ésa manía de comprenderlo todo.
—Él quería que yo lo supiera todo. Por lo menos una parte de él lo quería.
Ketola tenía una objeción en la punta de la lengua; se la calló, volvió a bajar la vista hacia la tarjeta e intentó concentrarse en los pasos que debía seguir a partir de ese momento, pero no lo lograba.
Estaba agitado y al mismo tiempo muy tranquilo, y, en algún punto entre esas dos sensaciones, debía de haber perdido su capacidad de expresar con claridad ni tan siquiera un pensamiento. Sintió la tarjeta en la mano. Se lo había imaginado de otra manera. En realidad, no se había imaginado nada.
Pensó en una bicicleta tirada en un prado en la pantalla del televisor y en un día particularmente frío de primavera. Un día de hacía varios meses. Pensó en la lluvia que, ese día, caía con fuerza sobre el toldo de su terraza. Había sido un día extraño, y ahora acababa de pasar algo extraño otra vez. Algo realmente extraño.
Un hombre había pasado por allí y le había dejado a Elina Lehtinen una tarjeta de visita. Dirección, número de teléfono, fijo y móvil. Correo electrónico. Korvensuo, Inmobiliaria.
Sentía la tarjeta en la mano y no sabía qué hacer con ella, y lo único en que lograba pensar desde la llamada de Elina era que, en efecto, había ocurrido. Y que era imposible.
Seguía oyendo la lluvia sobre su toldo, vio el día despejado de verano por la ventana y se puso de pie de repente.
—¿El teléfono?
—Está en el pasillo —dijo Elina.
Asintió, fue al pasillo, cogió el teléfono y marcó. No tenía ni idea de lo que iba a decir, sabía sólo que no podía perder ni un segundo más dándole vueltas al asunto. Tenía que hacer lo que ahora era correcto. Más correcto que todo lo que había hecho en su vida.
Le salió el buzón de voz. La voz era agradable. Simpática. Algo tímida, pero segura. Modesto, pero con confianza en sí mismo. Más joven de lo que Elina le había descrito. El buzón de voz de Timo Korvensuo, no disponible en este momento, pero llamaría en cuanto le fuera posible.
Ketola volvió a marcar. «No hay que pensárselo», pensó. Joentaa contestó cuando estaba ya a punto de colgar.
—Kimmo. Lo siguiente.
—Un momento. Estamos en una reunión. ¿Te puedo llamar luego?
—No. Es importante. Sal, tenemos que hablar.
Kimmo pareció dudar un instante.
—Un momento —dijo al fin, y Ketola le oyó andar, y la voz de Sundström de fondo. Se cerró una puerta.
—Bueno, ahora estoy en el pasillo. ¿Qué hay? —preguntó Kimmo.
—Ha estado aquí. En casa de Elina Lehtinen.
Kimmo no dijo nada.
—¿Entiendes? Ha estado aquí, le ha dejado su tarjeta de visita. Dirección, teléfono, todo.
Kimmo seguía obstinadamente callado y Ketola pensó que ese hombre, en algún momento, iba a conseguir sacarle de sus casillas. Dijo entonces, con todo el poder de persuasión de que fue capaz:
—Elina está segura. Le ha contado un montón de tonterías…, que le gustaría vivir en esta zona y que a lo mejor ella podría ayudarle, etcétera, etcétera. Pero Elina está segura, ¿entiendes?
—Sí —respondió Joentaa.
—Y yo también lo estoy. Se llama Timo Korvensuo.
—Timo Korvensuo —repitió Joentaa.
—Justo. Le tenemos. Sólo tenemos que encontrarle.
—Entiendo —dijo Kimmo con una lentitud exasperante.
Ketola estaba a punto de hacer un comentario sobre la increíble flema de Joentaa, pero no le pareció que fuera el momento adecuado.
—Lo entiendes. Es fantástico. Tenemos que ponernos en marcha.
—¿Adónde?
—Pues allí, a casa de Timo Korvensuo, en Helsinki. Tiene mujer y dos niños.
Tengo que verlo. Había pensado llamar, pero no serviría de nada, la mujer no va a entender en absoluto de qué va.
—Tampoco lo entenderá aunque llames a su puerta.
—Da igual. Tengo que hacerlo. Ahora tengo que seguir mi intuición. Eso es bueno, ¿no? A ti siempre te ha gustado, eso de seguir las intuiciones. Y tú vienes conmigo, te necesito como miembro del equipo de investigación, eso lo entiendes, ¿no?
Joentaa se quedó otra vez callado durante un rato. Ketola se obligó a esperar.
—Hablaré con Sundström —concedió por fin Joentaa.
—Hazlo. Dile que Ketola tiene una de sus ideas disparatadas y que no quieres perderle de vista para que no haga tonterías.
—Eso es justamente lo que pensaba hacer —dijo Joentaa.
—Ah —dijo Ketola.
—Estaré dentro de media hora en casa de Elina Lehtinen —anunció Joentaa, y colgó el teléfono.
Ketola respiró hondo y oyó la voz de Elina a sus espaldas.
—¿Sabes lo que creo? —preguntó ella.
Él meneó la cabeza.
—Creo que ese hombre…, Korvensuo…, para lo que ha venido… —empezó Elina.
—¿Sí? —preguntó Ketola.
Elina miró por la ventana y, cuando siguió hablando, tranquila y en voz baja, pareció no querer dirigirle sus palabras a nadie en particular:
—Quería pedirme perdón.