Timo Korvensuo conocía el camino. Y en realidad no era posible. Era imposible.
Reflexionó sobre ello mientras conducía.
Esperó a que llegara el momento en que tendría que preguntar a alguien por la dirección que debía seguir, pero ese momento no llegó, y Korvensuo, de todos modos, tampoco habría sabido cómo formular la pregunta.
Conocía el camino. Así de simple. Conducir como un sonámbulo. Los sueños no existían. La cruz parecía pequeña y fina. El campo estaba en flor, amarillo. Tan amarillo como entonces. Idéntico. Pasó de largo. Ni despacio ni deprisa.
No vio a ningún policía. No vio a nadie. Casas en la lejanía, medio ocultas tras el campo. Dio la vuelta, fue en dirección contraria, se paró al borde de la carretera y se bajó del coche.
Cruzó la carretera. El carril de bicicletas pasaba por detrás de los árboles. Se quedó parado a la sombra. En el suelo había trozos de papel. Restos de una cinta de acordonamiento. Junto a la cruz había flores.
«Pía Lehtinen», leyó. Las letras eran grandes, en comparación con el tamaño modesto de la cruz. Y habían sido grabadas en la madera con gran esmero. En blanco.
Detrás, el campo amarillo. «Asesinada en 1974». Esas palabras un poco más pequeñas.
Aku, imitando a la bruja. Laura. En julio iba a cumplir catorce años. Cómo pasaba el tiempo, pensó Korvensuo. «Pärssinen, un viejo portero amable». El cumpleaños de Laura era el 19 de julio. Él había enderezado el manillar de la bicicleta.
—Una triste historia —dijo una voz a su lado.
Se volvió y vio a un hombre y una mujer. Paseantes. La mujer era muy pequeña y tenía el pelo blanco, y el hombre repitió, en voz baja y con los ojos puestos en la cruz:
—Una triste historia. Y ahora ha vuelto a suceder.
—¿Es usted de la policía? —preguntó la mujer.
—Yo…, no, no —respondió Korvensuo.
—Ha habido aquí muchos policías. Pero ayer por la tarde desmontaron todo y se marcharon —explicó el hombre, y su mujer asintió.
—Sí, lo he oído —dijo Korvensuo—, lo han pasado un montón de veces en las noticias.
—Incluso han retransmitido desde aquí, los últimos días —añadió el hombre—, con los policías vestidos de blanco y el campo amarillo al fondo…, podíamos incluso… ver nuestra casa.
Korvensuo asintió.
—Conocemos un poco a la madre de Pia…, Elina…, vivimos en la misma calle —intervino la mujer.
—Pero al otro extremo —especificó el hombre—, al otro extremo de la misma calle.
Korvensuo asintió.
—Bueno… —dijo la mujer.
—Hasta la vista —se despidió el hombre.
Korvensuo se les quedó mirando.
Caminaron un trecho junto al carril de bicicletas y luego doblaron para entrar en el bosque.
Estaba solo otra vez.
«Rojo —pensó—. Ni rastro de rojo».
Su coche brillaba, plateado, al sol. Fue hacia él y se subió. Una oleada de calor.
Escalofríos. Le había vuelto el dolor de cabeza. Se tomó dos pastillas y llamó a información. Elina Lehtinen, en Turku, dijo, y obtuvo un número y una dirección.
Puso el coche en marcha, lo dejó deslizar hasta el final del campo y se detuvo ante la calle que llevaba a la colonia. Apagó el motor y se quedó sentado en silencio.