7

Timo Korvensuo escuchaba a Marjatta respirar, despacio y regularmente, a su lado. Se había enrollado en las sábanas. Que había sido una tarde muy agradable era lo último que había dicho antes de quedarse dormida.

Durante un rato, Timo Korvensuo había oído a través de la ventana abierta las risas sofocadas de sus hijos, Aku y Laura dormían en una tienda al borde del lago.

Luego también sus voces se habían apagado y ahora sólo oía el zumbido de los mosquitos.

Seguía sintiéndose extrañamente ligero. Sin peso. Los invitados se habían quedado hasta tarde. Habían disfrutado de la velada, del calor y de la clara noche, los niños habían jugado, Arvi había contado historias, Marjatta, Johanna e incluso Pekka habían charlado sin parar y se habían divertido.

Incuso la noticia de la desaparición de esa muchacha en Turku parecía haber contribuido a ello; quizá todos ellos, tras un primer momento de hablar sobre el tema, habían percibido aún con mayor intensidad la sensación de vivir en las mejores condiciones…, de estar a salvo… o algo parecido.

A Timo Korvensuo le producía una vaga satisfacción ser capaz de observar y entender a los demás. Aunque eso era, naturalmente, del todo irrelevante. Se estaba desviando, se estaba alejando de algo a lo que aún no se había acercado realmente, a pesar de que intentaba todo el tiempo y exclusivamente concentrarse en ello, en ese algo en particular.

Claro que era importante.

Había sucedido algo importante.

Le costaba mucho trabajo formularlo como un pensamiento, ir al grano.

Había bebido en exceso, no aguantaba casi nada porque nunca bebía. Estaba cansado, pero al mismo tiempo completamente despierto, casi no podía mantener los ojos abiertos pero tampoco cerrarlos, porque en cuanto lo intentaba lo invadía una oleada de vértigo que le provocaba unas náuseas difíciles de controlar.

Consideró la posibilidad de ir al cuarto de baño y vomitar, seguro de que después se encontraría mejor y, sobre todo, lograría aclararse las ideas, necesitaba tener la mente clara.

Permaneció tumbado. Pensando en cuántas veces a lo largo de su vida habría vomitado. No muchas. No podía, nunca había podido. Sólo una vez tuvo una verdadera vomitona, había expulsado todo lo que tenía dentro, hasta que la alfombra quedó completamente cubierta del contenido de su estómago; todavía era niño, lo recordaba perfectamente, un plato de arroz, arroz con curry, que le había gustado mucho.

Y luego otra vez, recordó en ese mismo instante, ese recuerdo había permanecido escondido justo hasta ese momento, pero ahora lo tenía claramente ante los ojos. Estaba de excursión en bicicleta con unos amigos y uno de ellos no paraba de servir un vino tinto barato en vasos de papel, y ya por la tarde había perdido el conocimiento, el único agujero negro de su vida. Por eso no había vivido todo el proceso como tal, sino que, a la mañana siguiente, había olido y sentido la humedad de lo que estaba pegado a su saco de dormir.

Desde entonces no le había vuelto a suceder, y tampoco le sucedería hoy, porque no pensaba levantarse, no pensaba moverse ni un centímetro. No moverse. Se oía el zumbido de un mosquito.

Marjatta dormía tranquila, casi sin hacer ruido, seguro que era la que menos había bebido, sólo la cantidad que podía aguantar.

Korvensuo intentó concentrarse, pero era imposible. Sus pensamientos le daban vueltas en la cabeza y su cerebro parecía de algodón.

Tenía dolor de cabeza, un fuerte dolor de cabeza, hacía tiempo que no le dolía tanto. Por eso tendría al fin que levantarse, necesitaba pastillas, varias de golpe, para ahuyentar ese dolor que había empezado de repente a perforarle, o eso le parecía, el algodonoso cerebro. Levantarse.

Se vio caminando inestable. Oyó, al fondo, la voz de Marjatta, pero no entendió lo que decía, oyó sólo su propia voz gruñir algo: «Sigue durmiendo», eso era, «¡Sigue durmiendo!».

Se quedó de pie ante el frigorífico, con la puerta en una mano y la otra apoyada en la encimera, mirando fijamente una botella de agua helada que pensaba beberse de un solo trago. En cuanto tuviera fuerzas y, sobre todo, las pastillas.

Se dio la vuelta y empezó a hurgar en un cajón. El mareo aumentó. Le temblaban las manos. Encontró la caja de las pastillas y estuvo un buen rato intentando sacarlas de su blíster, sin éxito.

Al erguirse le volvió la náusea. Se quedó mirando fijamente el grifo. Tiró y rasgó hasta que, por fin, tuvo las pastillas en la mano. Las dejó ablandar en la boca antes de coger la botella y vaciarla en su garganta. Ahora la cabeza estaba a punto de estallarle.

—¿Mal? —oyó a sus espaldas la voz de Marjatta.

Se volvió y la vio en la puerta, despeinada y con ojos cansados. Meneó la cabeza.

—Un poco de… presión en la cabeza —respondió.

—¿Me pones a mí también un vaso? —preguntó Marjatta.

—Claro.

Cogió un vaso del armario e intentó llenarlo controladamente, pero le temblaban las manos cada vez más.

—Estás borracho, cariño —dijo Marjatta.

La vio sonreír y asintió con la cabeza.

—Sí, creo que sí —se limitó a decir.

—¿Te encuentras muy mal? —preguntó Marjatta.

Meneó de nuevo la cabeza.

—No…, tú… acuéstate otra vez.

—Sí, muy mal —dijo Marjatta.

—Por favor, acuéstate otra vez…

Se dejó caer en una de las sillas de madera y vio, borroso, cómo Marjatta se acercaba a la mesa, sacaba una silla y se sentaba a su lado. Sintió su mano sobre la suya y se quedó mirando a la mesa.

—Pero…, ¿te preocupa además algo?

En la madera de la mesa había unas letras grabadas. Palabras. Nunca se había dado cuenta. «Laura ama a Saku», decía, y un muñeco de palotes, al lado, se desternillaba de risa. Probablemente obra de Aku.

—¿Has…?

—Timo, te acabo de preguntar algo…

—¿Habías visto esa frase en la mesa? —preguntó.

Marjatta bajó la vista.

—Sí, la ha escrito Aku. Parece que no le gusta que Laura mire a otros hombres.

—Ah… —dijo y vio a Marjatta sonreír de nuevo.

—Ha ido todo bien, ¿no? —preguntó ella.

—¿Hm?

—Los pisos de Helsinki, habías dicho que por fin te los has quitado de encima, ¿no?

—Sí, sí, claro. Es… estupendo…, la semana no habría podido terminar mejor.

—¿Entonces, está todo en orden?

—Pues claro. Es sólo que lo he celebrado con demasiado desparpajo. Pero no es para tanto… ya voy encontrándome mejor.

Sintió la mano de ella sobre la suya.

—Es sólo que no tengo aguante para la bebida, eso es todo —dijo—. Acuéstate otra vez, yo voy enseguida.

Marjatta le acarició un momento la mano y luego, por fin, se levantó y se fue.

—Ya voy encontrándome mejor —repitió él.

—Bueno, pero ven pronto. Si aún estoy despierta, te doy un masaje en la cabeza.

Asintió y oyó retumbar sus pasos, cada vez más lejos, sobre el suelo de madera.

Se encontraba, en efecto, algo mejor. El mareo había cedido un poco. Sentía el dolor palpitarle en la frente, pero la niebla se iba disipando. Pronto tendría otra vez fuerzas para pensar. Con toda tranquilidad.

Con toda tranquilidad.

Observó la frase que Aku había rascado en la mesa. El monigote era divertido.

Aku y Laura dormían en la tienda de campaña. Sus hijos dormían fuera, en una tienda.

Aku y Laura, Aku tenía ocho, Laura trece años. También Marjatta se estaba quedando dormida otra vez, quizá justo en ese momento, o en dos o tres minutos. Marjatta solía dormirse enseguida, en cuanto se acostaba se quedaba dormida y él seguía tumbado a su lado y la oía respirar silenciosamente.

El dolor de cabeza iba disminuyendo. Siempre era lo mismo. Las pastillas, si uno tomaba suficiente cantidad, tenían el efecto de una esponja que todo lo absorbe, y en el lugar donde antes acuciaba un dolor, quedaba tan sólo una agradable sensación de modorra.

Todos dormían, y pronto estaría en condiciones de pensar. Establecer relaciones.

Estaba bajo el efecto de una especie de shock, no podía ser de otro modo. Era lo más normal del mundo que estuviera bajo shock. No había de qué alarmarse.

Recordó la imagen perfecta del sol tras las ventanas de la casa que había enseñado por la tarde a una posible clienta. Una mujer simpática que le había tratado cordialmente, habían mantenido una agradable conversación entre iguales, entre personas que hablan y se entienden mutuamente. Así es cómo funciona. Había sido por la tarde. La mujer se había despedido con amabilidad, diciendo que la casa le gustaba, y luego él había ido al lago, había saltado al agua y había nadado hasta el límite de sus fuerzas, había sentido una gran energía dentro de sí.

Intentó controlar el dolor en las cuencas de los ojos conteniendo la respiración, concentrándose sólo en no respirar.

El nombre del otro era Pärssinen.

Pärssinen. Un nombre. No sabía su nombre de pila Nunca lo había sabido.

Pärssinen.

De vez en cuando se había encontrado a otras personas con ese mismo nombre, hacía pocos meses había incluso vendido una casa a un cierto Pärssinen, junto al aeropuerto de Helsinki y, pese a ello, sin ningún ruido de aviones. Una casa estupenda, y el nombre de Pärssinen no había sido más que una nota al margen en sus papeles.

Marjatta, Laura y Aku. Estaban muy cerca de él, no necesitaría más que unos segundos para estar a su lado, y era bueno saberlo, era una certeza que le tranquilizaba un poco.

El nombre del otro era Pärssinen.

No lograba recordar su aspecto físico, había pasado, durante los días y las semanas siguientes, mucho tiempo intentando borrar de alguna manera a Pärssinen de su memoria, de una manera que no dejara huellas. Tuvo claro desde un principio que Pärssinen era la clave de todo y que, en cuanto ese hombre dejara de existir, desaparecería también el resto. Y había funcionado. Había funcionado donado porque él así lo había querido. Porque había comprendido que no existía otra posibilidad.

Todo carecía de consistencia si se rompía el nexo. Si uno lo decidía, si lo decidía realmente, no quedaba nada, eso lo sabía desde entonces, lo sabía mejor que nadie.

Había funcionado y ahora todo había terminado. Así de fácil. Así de fácil era poner los puntos sobre las íes, y por un momento sintió una especie de satisfacción porque por fin lo había conseguido, porque por fin estaba solo y podía reflexionar.

Cerró los ojos y sintió cómo Pärssinen volvía a despertarse en su cerebro. Todo aquello que Pärssinen había sido. Dejó que sucediera, porque era inevitable. Se apoyó en el respaldo y dejó que sucediera.

Pärssinen. Un hombre bajo y fuerte con una cara redonda y pelo ralo. Llevaba ya unos meses viviendo en el edificio gris a las afueras de la ciudad cuando Pärssinen empezó a trabajar como portero y ocupó el piso bajo.

Durante un tiempo se habían saludado de pasada, luego empezó el verano y, con él, las vacaciones. Pasaba tiempo sentado en el balcón con sus libros, leía y miraba a los niños jugar, mientras Pärssinen podaba los setos y cortaba la hierba de las zonas verdes.

Entonces, uno de esos días, Pärssinen le había hablado. Le había dicho que le había estado observando y que podía ver un cierto tipo de cosas que a los demás les pasaban desapercibidas. Lo recordaba. Lo recordaba perfectamente. Y ahora todo volvía. Sintió cómo le penetraba en el cuerpo. No sólo el recuerdo de esa conversación, sino también de lo que había sentido. Pärssinen no había tenido necesidad de seguir hablando, porque él lo había entendido todo enseguida. Se había visto a sí mismo reflejado en los ojos de Pärssinen, había visto lo que nadie sabía, lo que nadie podía saber, Pärssinen no, y mucho menos él mismo; y había comprendido también que, contra toda lógica, Pärssinen simplemente lo había visto y ese momento en el que comprendió y el momento siguiente le causaron un alivio desmesurado y profundamente pavoroso.

Pärssinen había sonreído tranquilamente, en cierto modo casi amistosamente, y le había invitado a su casa.

Así había empezado todo, y ahora el recuerdo volvía, ahora volvía todo, miró la frase que su hijo había escrito en la madera de la mesa y vio de nuevo el tembloroso proyector, las persianas bajadas, las manchas de sol en el suelo, las películas… Pärssinen sacando los rollos de película de la estantería…, esa película en particular, que él quería ver una y otra vez, su escena preferida en ésa… película, su mano entre los muslos y Pärssinen riendo al verlo, al final se había reído él también, se había sentido libre por primera vez en su vida, libre por completo, y Pärssinen había rebobinado la película hasta que la muchacha estaba otra vez sentada al borde de la cama, con la cabeza baja y moviendo la mano arriba y abajo alrededor de un gran pene y entonces la muchacha había levantado la cabeza y había mirado a la cámara, y él había visto un rostro maravilloso y desconocido, se había incorporado un poco, se había abierto del todo la bragueta y, soltando un grito en sordina, había eyaculado en el suelo de Pärssinen.

Pärssinen se había reído.

Se oyó jadear. Estaba sudando. Estaba mareado.

—Papá, me encuentro mal del helado —dijo Aku.

Abrió los ojos. Aku estaba en la puerta. Quiso levantarse e ir hacia él, pero no pudo. Sintió que miraba fijamente a su hijo, vio en su rostro dolor y algo parecido al miedo, quiso decir algo, quiso…

—¿También a ti te ha sentado mal? —preguntó Aku.