Seis menos cuarto.
Cortar la hierba detrás del número 86.
Lo apuntó en su cuaderno de notas antes de salir.
El sol calentaba. La vieja Kononen, del 89, estaba tendiendo ropa en su balcón y apartó la vista cuando le vio pasar.
Y eso que ya le había puesto aceite al columpio hacía tiempo. Ya no se oía ningún ruido cuando los niños se columpiaban. Como lo hacía ahora el pequeño que le acababa de gritar que iba a darse la vuelta.
«¡Ahora, mira!», le gritó el niño, dándose cada vez más impulso, y Pärssinen tuvo la sensación de que se iba a estrellar de un momento a otro contra el suelo, de manera que se acercó unos pasos para poder cogerle.
Pero el niño siguió balanceándose, mirándole con cara de entusiasmo, y Pärssinen pensó que seguramente era muy divertido columpiarse. Pero no era para él. No a su edad.
Se dirigió a la caseta y empujó la segadora hacia fuera. Se sentó, arrancó el motor y fue hacia la otra parte, hacia la fachada posterior del 86. Empezó a pasar en círculo por la superficie de césped, de la que sabía que le llevaría media hora. Al día siguiente les tocaría al 87 y 88, y pasado mañana al 89 y 90. Y la semana siguiente otra vez la gran superficie alrededor del área infantil. Le gustaba el sonoro zumbido del motor, la violencia sin esfuerzo con la que se tragaba todos los demás ruidos.
Saludó a Virpi Jokinen, que pasó a su lado con sus dos chuchos, y pensó en Timo, que había vuelto. Se preguntó cómo le iría. Había sido un encuentro un tanto extraño, el de hacía unos días. ¿Cuánto tiempo hacía? Lo había apuntado en su cuaderno.
Le caía bien Timo. Siempre le había caído bien, incluso en los tiempos en que se había preocupado, tras su desaparición y aquella cosa horrible que… les había pasado… a él y a Timo.
Se preguntó si Timo lo sabría, si sabría que le caía bien, muy bien, incluso. O si Timo le veía bajo una luz equivocada.
Tenía la impresión de que esta vez Timo no volvería, y lo sentía. Pero a lo mejor se equivocaba, tampoco unos días antes había contado con él, así que era posible que se plantara un día, de repente, otra vez ante su puerta. En algún momento.
Aplacado por esa idea, apagó el motor y contempló la regular superficie del césped. Estaba bonito, le gustaba.
El niño seguía impulsándose hacia el cielo cuando pasó por delante con el cortacésped.
—Cuidado —le gritó Pärssinen, pero el niño no pareció oírle, o bien no estaba para sermones.
Y tenía razón, pensó Pärssinen, él también odiaba los sermones, y ahora empezaba a soltarlos él mismo. Se estaba haciendo viejo.
Fue hacia el nuevo parterre de alrededor del aparcamiento y cambió los aspersores de derecha a izquierda. Ya estaban saliendo flores.
Cuando volvía a su casa, la vieja Kononen le dijo que lo había hecho muy bien, que el columpio ya no hacía ningún ruido.
—¡Gracias! —gritó él a su vez.
Entró en el portal.
Miró el reloj.
Seis y cuarto.
Aspersores del aparcamiento, pensó.
Y una alabanza de la vieja Kononen.
Entró en la penumbra de su casa con una sonrisa en los labios.