6

Estaban sentados en la sala de reuniones. La misma donde había estado sentado Ketola hacía treinta y tres años. Con la maqueta sobre ruedas.

—Creo que tenemos algo —anunció Heinonen.

Habló bajo y con timidez, como siempre, pero Joentaa creyó intuir la excitación en su voz.

—Pero aún no sabemos si nos llevará a alguna parte —dijo Grönholm.

Luego ambos se quedaron callados.

—Bueno, ¿qué? —preguntó Sundström.

—Marika Paloniemi —dijo Heinonen.

—Ajá.

—Desapareció en 1983 y nunca volvió —dijo Grönholm—, en mayo de 1983.

Tenía entonces dieciséis años.

—Ajá —dijo Sundström.

—En la declaración de un testigo aparece…, claro que puede ser una coincidencia… —prosiguió Heinonen.

—¿Aparece qué? —preguntó Sundström.

—Un pequeño coche rojo —respondió Grönholm.

Durante un momento nadie dijo nada. Joentaa pensaba en Ruth Vehkasalo. En el momento en que él se había vuelto hacia la casa verde claro y la había visto cerrar las persianas.

—¿Y luego? —preguntó Sundström.

—Luego nada —dijo Heinonen—, el testigo no pudo precisar la marca del coche.

—Vamos, vamos… ¿Quién era el testigo? ¿Cuándo y dónde desapareció la muchacha?

—A la salida del colegio. En Paimio, así que no era nuestra jurisdicción…, quiero decir, nosotros…, nosotros aún no trabajábamos aquí, claro…

—Sí, sí…, pero venga…, seguid contando —les animó Sundström.

—Bueno… en realidad sólo se archivó como caso de desaparición —continuó Heinonen—, no regresó a casa. Solía tomar el autobús y tenía que andar luego pocos minutos desde la parada hasta su casa. Y ese día… —echó un vistazo a las actas—, el 23 de mayo de 1983, no volvió a casa. Y, como ha dicho Petri, desapareció y nunca volvió a salir a la superficie.

Carraspeó, probablemente al darse cuenta de que a Pia Lehtinen la habían encontrado en un lago y de la consiguiente ambigüedad de sus palabras.

—¿Y el utilitario rojo? ¿Y el testigo? —preguntó Sundström.

—Curiosamente, no se hicieron grandes pesquisas. Por eso, porque no había ninguna pista… y porque tenía ya dieciséis años. Y de vez en cuando sucede que alguien con dieciséis años decide, sin más ni más, marcharse de casa —dijo Grönholm.

—¿Había indicios para suponerlo?

—Parecía cuanto menos posible. Vivía con su padre, la madre había muerto dos años antes. El padre estaba todo el tiempo de viaje, era representante de… —también Grönholm bajó la vista hacia los papeles—, de productos farmacéuticos.

—¿Y desde 1983 no hay ni rastro de la muchacha? ¿Cómo se llamaba?

—Marika Paloniemi. No, ni rastro. Desaparecida —dijo Heinonen—. Ya…, y por lo que respecta al utilitario rojo, fue un compañero del colegio quien lo vio, o creyó haberlo visto, pero habló también de un Polo verde claro.

—Ajá —dijo Sundström.

—Dijo haber visto ambos coches en la parada del autobús en la que se apeó, junto a Marika Paloniemi. Ambos se hallaban cerca y en ambos había personas en el interior.

—¿Y desde esa parada la chica tenía que andar cinco minutos hasta casa?

Heinonen asintió.

—¿Y seguro que no llegó a casa?

—Eso es justamente lo que no se sabe a ciencia cierta. Podría ser que llegara a casa y luego se volviera a marchar para no volver nunca —dijo Heinonen—. Pero cuando llegó el padre, por la noche, nada parecía indicar que hubiera pasado por allí. Ni un plato sucio, por ejemplo. El padre dijo que nunca fregaba los platos.

—¿Está eso en las actas?

Heinonen asintió.

—Al padre, aparentemente, no pareció sorprenderle mucho que hubiera decidido marcharse de casa. Tampoco parecía afectarle demasiado.

—Ajá —dijo Sundström.

—Ya… —dijo Heinonen.

—¿Había algún indicio de ello? ¿Faltaba ropa? ¿Cosas que fueran importantes para ella?

—Eso fue prácticamente imposible de averiguar, porque el padre no tenía ni idea sobre las pertenencias de su hija. En su habitación había, en efecto, pocas cosas, lo cual parecía apoyar la tesis de que hubiera hecho el equipaje y se hubiera marchado, así, sin más.

Se hizo de nuevo el silencio.

—Por supuesto que se la buscó, pero, como ya he dicho, sin éxito, y tampoco con demasiado ahínco —explicó Heinonen.

—Ya veo —dijo Sundström.

—Sin embargo, y eso puede resultar interesante, se confeccionó una lista —prosiguió diciendo Grönholm—. Por lo visto, se tomaron en serio la declaración del compañero de colegio…, quizá porque era lo único que tenían… En cualquier caso, se confeccionaron listas con los dos vehículos que éste había creído ver. Y ésta es la lista de los dueños de un utilitario rojo en Turku y sus alrededores —dijo Grönholm, moviendo unas hojas de papel grapadas.

—El joven describió el color del coche como rojo chillón, lo cual reducía un poco el número de vehículos, pero son de todos modos más de quinientos —añadió Heinonen, enderezándose y hablando más alto de lo habitual en él—, por eso se decidió, entonces, tras haberle dado muchas vueltas, no interrogar a los propietarios de los vehículos. Pero nosotros hemos hecho lo siguiente… Entonces, para el caso de Pia Lehtinen, también se confeccionó una lista. Incluso se llegó a interrogar a todos los propietarios, sin ningún resultado…

—Y ahora habéis comparado las listas de 1974 y 1983 y habéis marcado todos los coches que aparecen en ambas… —concluyó Sundström.

Heinonen se hundió de nuevo en la silla.

—Exactamente —dijo.

—Estupendo. ¿Cuántos son?

—Doscientos tres —respondió Grönholm—. Pero los que a nosotros nos interesan son, de momento, sólo aquéllos que tienen en ambas listas el mismo propietario, ya que partimos de la base de que se trata del mismo agresor. Así que quedan sólo ciento cuatro, y de esos ciento cuatro setenta y ocho son hombres.

—Setenta y ocho —musitó Sundström.

—Sí, desgraciadamente. Y, además, hay que tener en cuenta que tampoco se puede descartar que un hombre conduzca un coche que esté a nombre de una mujer… un hijo, por ejemplo.

—Naturalmente —murmuró Sundström y luego, de repente, se mostró de nuevo optimista y se incorporó—. ¿Y cuántas de esas setenta y ocho o ciento cuatro personas viven todavía? —preguntó.

—Tan lejos aún no hemos llegado —contestó Grönholm—, pero estamos haciendo investigaciones, y sabemos con certeza que veintitrés de los setenta y ocho hombres han fallecido —dijo mirando triunfante a todos—. Quiere decirse que, con el debido respeto hacia los muertos, eso reduce ya el número de los propietarios masculinos a cincuenta y cinco.

—Cincuenta y cinco —repitió Sundström—, y quizá se les pueda sumar algún otro…

—Justamente —dijo Grönholm—, esta tarde tendremos toda la información.

—Bien, bien… —dijo Sundström.

—Los cincuenta y cinco, de momento, ya los tenemos listados —explicó Heinonen, pasándoles a los demás un papel impreso en letras pequeñas.

—Sí… —empezó Sundström—, el problema es sólo que ni siquiera sabemos si Marika Paloniemi fue asesinada y tampoco si el coche rojo que dijo haber visto su compañero tiene algo que ver con el asunto. ¿Correcto?

—Correcto —convino Grönholm.

—Y aunque así fuera, estamos intentando aclarar el caso de Sinikka Vehkasalo, desaparecida hace tres días. ¿Correcto?

—Correcto —repitió Grönholm.

Joentaa lo oyó de pasada. Estaba analizando los nombres de la lista, ordenados alfabéticamente.

—Pero seguiremos también esa pista —oyó decir a Sundström mientras clavaba la vista en las letras que componían los nombres. Cincuenta y cinco nombres. Oksanen, Orava, Oraniemi, Palolahti, Pärssinen, Peltonen, Seinäjoki, Sihvonen. Al llegar a ese nombre se encasquilló. Reijo Sihvonen. Nada que ver. También había otras personas que se llamaban Sihvonen, lo mismo que Sanna se había llamado Sihvonen. Oyó como en el fondo un ruido de sillas.

Tenía que llamar a los padres de Sanna. Merja y Jussi Sihvonen. Cada día, cada semana retrasaba esa llamada, y ellos tampoco habían dado señales de vida durante mucho tiempo.

Tenía que llamar también a su madre, que no paraba de escribirle cartas, por lo menos una cada quince días, a pesar de que él nunca contestaba.

—Tenemos que seguir también esa pista —acababa de decir Sundström.

Joentaa asintió.

—Así lo creo yo también —dijo, alzando la vista.

Los demás ya se habían marchado.