Elina Lehtinen estaba de pie en silencio, mirando por la ventana abierta cómo el viento peinaba el prado.
Pensó en Turre. En María. María había muerto en el asilo. No se había recuperado de la caída, su cuerpo se había ido haciendo cada vez más pequeño y delgado y, al cabo de pocos días, había muerto.
Así se lo había contado Turre la noche anterior. Habían estado sentados en la terraza, Turre había llorado y Elina había hablado, aunque en realidad no sabía muy bien qué decir.
María y Turre. No habían tenido hijos. Querían a Pia. Siempre le traían un regalo de cumpleaños y sus regalos eran siempre los que más le gustaban a Pia.
Hacía mucho tiempo, pero Elina Lehtinen recordaba perfectamente el brillo en los ojos de Pia en sus cumpleaños. Y a un Turre fuerte como un toro, dándole a Pia su regalo nada más volver ella del colegio. Y a María de pie junto a Turre, rogándole a Pia que abriera enseguida el regalo porque quería ver la ilusión que le hacía.
Vinieron después meses de silencio impotente, porque tras la muerte de Pia ya no había nada que decir. Como mucho, algo equivocado.
Luego años de hablar bajo y con cautela, evitando tocar el tema de ese vacío imposible de llenar.
Más tarde, en algún momento, un tono de voz más natural. Y María diciendo, ante la foto del salón, que echaba de menos a Pia. Al decirlo sonrió y se pasaron un buen rato de pie, una junto a la otra, mirando la foto sin decir nada.
Y luego llegaron los años en los que a María pareció ir escapándosele la realidad y Turre perdió todas sus fuerzas. El día en que llegó Turre y le dijo, mirando el jardín cubierto de nieve, que María debía ingresar en un asilo, mientras Pia, en la foto, no paraba de reír.
El coche deportivo plateado brillaba más que el sol. Había visto al hombre acercarse a la casa y había ido, paso a paso, hacia la puerta para abrirle.
Intentó sentir algo y pensó en María. En su último encuentro. María había llamado a la puerta y le había propinado a Elina una enorme bofetada, antes de que Elina pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando. Que Turre se llevaba putillas a la cama. Un montón de putillas. Putillas. Recordaba la voz de María, y recordaba también que ya no era la suya, así como tampoco eran sus ojos los que la miraban.
Pocos días después, Turre y María se marcharon al asilo, y Elina había ido varias veces a verlos, pero María nunca volvió.
Seguía esperando poder sentir algo, pero no sentía nada, se limitaba a pensar en María y en el hecho de que había muerto, y dos nombres recorrían sus pensamientos, dos nombres de personas que no conocía. Eso, quizás. Una vaga sensación de tristeza.
Había olvidado qué aspecto tenía el hombre. Un coche deportivo plateado, más claro que el sol. Y una tarjeta de visita. La tenía en la mano, lisa y fría.
Se obligó a ir hasta el teléfono y marcó un número. La voz que contestó le sonaba más familiar de lo que había pensado.
—Felicidades —dijo ella.
—Oh…, ¿cómo sabes…?
—Llevabas ya un par de copas de más… y se te escapó lo del cumpleaños.
—Oh —dijo Ketola—, pues… gracias.
—Tenías razón —dijo ella.
—Razón…
—Ha estado aquí.
Ketola no dijo nada.
—Sé cómo se llama —dijo ella.
Ketola no dijo nada. Pasaron unos segundos.
—Voy para allá —dijo Ketola. En su voz había ahora algo extraño, tenso.
Dos nombres. De personas que no conocía.
—Sus hijos se llaman Aku y Laura —dijo antes de colgar.