6

Timo Korvensuo permanecía tranquilamente sentado en una silla en la habitación de un hotel y miraba por la ventana la ciudad, bañada por el sol del atardecer. La ventana estaba entreabierta y una suave brisa le rozaba los hombros.

Oyó a lo lejos la sirena de un coche patrulla. Poco después rotaba una luz azulada en la plaza del mercado. No podía ver lo que pasaba, pero sucedía prácticamente en silencio, sólo unos golpes de vez en cuando, como si alguien diera patadas a los cubos de la basura. Algún borracho despertándose del coma etílico de la noche anterior y con ganas de armar un poco de follón antes de regresar a casa. Nada especial.

La habitación tenía una buena orientación, el sol le daba en el cuerpo y le calentaba. Relajante. El temblor había disminuido. Durante el viaje había empezado a temblar tanto que casi no podía cambiar las marchas, pero había mejorado desde que estaba en la habitación, mirando la ciudad desde la ventana. Le calmaba.

Tenía la sensación de ir recuperando un cierto control. La intuición de un orden determinado. Un ir reduciendo las cosas. Sobre el escritorio había papel de cartas y una carpeta con informaciones sobre los servicios del hotel y la lista de precios del minibar.

Y un deuvedé. En una funda blanca, neutra.

«Nada —pensó—. Absolutamente nada». Al final no quedaban más que recuerdos, pensamientos vagos que muy bien podían ser fantasías. O sueños que uno sueña y olvida inmediatamente, para volver después, en un momento cualquiera, como imágenes difusas.

Tal vez acababa de hablar con Marjatta. Con voz firme. Le había contado todo lo que era digno de saberse y le había deseado buenas noches. Quizá Pia Lehtinen había yacido en el campo. Quizá su voz le había implorado a Pärssinen que parara, una voz que sonaba extrañamente tranquila, que sólo le llegaba de cuando en cuando, porque Pärssinen le tapaba la boca y sus gemidos le impedían oírla. Creía tener la voz en el oído, pero podía equivocarse. Se dejó ir.

En la recepción había dos señoritas vestidas de uniforme que le sonrieron profesionalmente cuando pasó por delante de ellas. Su coche estaba en el garaje. Su ordenador estaba en el maletero y apenas sentía su peso en la mano cuando subió en el ascensor junto a un señor mayor.

El deuvedé seguía encima de la mesa cuando volvió a la habitación. Lo metió en el ordenador y oyó el ligero rumor de la técnica en funcionamiento. Se abrió una ventana en la pantalla. Un botón que se dejaba pinchar.

Una chica morena y pequeña entre dos hombres. La imagen estaba algo desenfocada y difuminada. Korvensuo dejó que siguiera pasando la película cuando fue al cuarto de baño a coger papel higiénico. Cuando volvió, la muchacha miraba a la cámara y uno de los hombres anunció que quería correrse. Timo Korvensuo se puso la mano en la entrepierna y se apoyó en la mesa gimiendo ligeramente.

Más tarde estuvo mucho tiempo sentado al borde de la cama, esperando que la imagen que había visto volviera a perderse en la misma nada de la que había venido.