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Era algo más de la una cuando aparcó el coche junto al manzano, frente a la pequeña casa. La casa de Sanna. Era y sería siempre la casa de Sanna, ese pensamiento le asaltaba cada día, le esperaba ya cuando llegaba a casa, noche tras noche, a veces con más fuerza, otras con menos, a veces era un pensamiento agradable, otras le torturaba, otras era simplemente eso, un pensamiento que iba y venía.

Su casa era la casa de Sanna. Había perdido a Sanna para siempre. Sanna estaría allí para siempre. Así de fácil. Y no lograba entender a la gente que no lo entendía. No veía qué había de extraño en ello.

No había demasiadas personas con las que hablara de Sanna, y con ninguna de ellas se había abierto realmente, sencillamente porque no era posible. Porque sentía que no era capaz, que no quería serlo y que al fin y al cabo eso tampoco le ayudaría. ¿Cómo iba a hablar con otras personas de sentimientos cuya esencia ni siquiera él lograba aún comprender?

Y las escasas personas realmente cercanas que, de vez en cuando, intentaban profundizar en el tema, dejaba que se estrellaran contra un muro. Porque tenía que hacerles comprender que una conversación de ese tipo llegaba enseguida a un punto límite que no le era posible superar, ni con toda la voluntad del mundo. Le ponía enfermo oír frases del tipo: «tienes que mirar hacia el futuro», «tienes que salir adelante», «ha pasado ya mucho tiempo y Sanna también lo habría querido».

Por supuesto que él miraba hacia el futuro y que todo seguía adelante, y que Sanna lo habría querido así lo sabía él mejor que cualquiera de sus perspicaces consejeros. El que los demás no quisieran creerlo, no era su problema. Y si a alguien se le ocurría pensar que mirar hacia delante significaba erradicar de su vida todo aquello que tuviera que ver con Sanna, se equivocaba. No había sacado de casa nada. Al principio había sentido ese impulso, había creído que no podría seguir viviendo en esa casa, había pensado que tenía que sacar de los armarios y los cajones todo aquello que le recordaba a Sanna. Pero en algún momento se dio cuenta de que así no funcionaría jamás.

Había vuelto a ponerlo todo en su sitio, había pasado un fin de semana entero colocándolo todo como estaba cuando Sanna aún vivía. Y, cuando por la noche se sentó y miró a su alrededor, supo que había tomado la decisión adecuada y que la única manera que tenía de superar la muerte de Sanna, si es que existía, era en su presencia.

Las mejores conversaciones las había mantenido con Kari Niemi, el director del departamento de huellas. Niemi tenía treinta y tantos años, era tan sólo un par de años mayor que él. Antes apenas habían tenido contacto, pero Kimmo apreciaba su meticulosidad y su esmero en el trabajo y también su indeleble buen humor, aunque a veces también le irritaba.

Sundström contaba chistes sin reírse jamás de verdad, y Kari Niemi se reía constantemente sin que Kimmo recordara haberle oído contar jamás un chiste. Joentaa creía ver, tras la permanente sonrisa de Kari Niemi, a una persona cálida y reflexiva, y con nadie había conseguido hablar de Sanna con mayor facilidad que con él, probablemente porque nunca había conocido, Sanna aparte, a ninguna persona con la que fuera tan fácil permanecer en silencio y supiese estar callada. Sus conversaciones sobre Sanna, sobre su muerte y su vida posterior consistían a menudo en silencios.

Joentaa observó la casa, tras la cual empezaba a clarear la mañana aunque no era más que la una y media. Haciendo un esfuerzo, salió del coche y se dirigió hacia la casa.

Mientras conducía había tenido que luchar contra el cansancio para no dormirse; ahora, sin embargo, se sentía muy despierto y tenía la impresión de tener que pensar muchas cosas al mismo tiempo. Como si tuviera que aclarar algo antes de que se hiciera de día.

Fue a la cocina, se preparó un vaso de leche fría, se sentó en el salón y se puso a contemplar el lago a través de la ventana.

En el otro lago, aproximadamente a una hora de distancia, al otro extremo de Turku, no habían encontrado nada. Por lo menos todavía; al día siguiente los buzos reanudarían la búsqueda. Horas antes había estado allí, a la orilla de ese otro lago, con Sundström y Grönholm, esperando que los buzos sacaran del agua el cadáver de una persona cuyo nombre ahora ya conocían. Quizás.

Kimmo puso el vaso sobre la mesa y se dio cuenta de qué era lo que le mantenía despierto. Por primera vez en el día tenía tiempo para pensar con concentración en lo que había sucedido. Tenía que llamar a Ketola, Ketola podría seguramente ayudarle.

Aunque aún no sabía en qué.

Cuando Grönholm había dicho antes que a lo mejor se trataba de una broma, le había dado, en su interior, la razón. Por un lado, parecía absurdo pensar en una broma, o como quisiera llamarse a una cosa así; por otro lado, era aún más absurdo imaginarse que un agresor volviera a cometer el mismo crimen, en el mismo lugar, treinta años después del primero.

Pero como la desaparición de Sinikka Vehkasalo iba cristalizando, había que desechar la idea de que todo fuera una broma. A Joentaa lo más probable le parecía que se tratara de un agresor que emulaba al anterior; fuera lo que fuera lo que le hubiera impulsado a hacerlo treinta y tres años después. Posiblemente la cruz le había impresionado, la perseverancia con la que recordaba a Pia Lehtinen, esa cruz debía haber removido algo en su interior…

Si el agresor pretendía repetir los hechos de antaño, entonces iban a tardar meses en encontrar el cadáver de Sinikka Vehkasalo, puesto que también habían buscado a Pia Lehtinen durante meses. El paralelismo terminaba ahí por motivos pragmáticos, el agresor actual sabía que buscarían, antes o después, en el mismo lago de entonces y habría escogido por ello otro lugar, un lugar que tardarían en encontrar.

Por otra parte, si para el agresor, por el motivo que fuera, lo importante era la repetición, el hecho de que volviera a suceder lo que había sucedido antaño, entonces esa desviación resultaba extraña…, a menos que no encontraran el cadáver en el lago al día siguiente.

Joentaa se levantó de repente, molesto por sus propias especulaciones, que no conducían a ninguna parte, mientras que en la casa verde claro de Halinen Ruth y Kalevi Vehkasalo estarían sin poder dormir, preocupados por su hija.

Apartó la vista del lago a través de la ventana y la posó sobre las dos fotos que estaban en la librería. Habían estado siempre ahí, desde que se mudaron a esta casa; Joentaa las había quitado unas semanas tras la muerte de Sanna, pero poco después las había vuelto a colocar en su sitio.

Se levantó y las miró de cerca. Una de las fotos mostraba a Sanna de niña, por la fecha en el reverso se sabía que tenía por entonces dos años. Sanna acababa de darle un golpe en la mano a Merja, su madre, para hacer saltar la galleta que tenía en ella. La galleta volaba hacia la cámara, Merja tenía la boca abierta y a Sanna se la veía muy enfadada, probablemente porque su madre había osado pretender comerse la galleta sin darle un trozo a ella. Jussi, el padre de Sanna, debió de sobresaltarse justo en el momento en que apretaba el disparador, porque la foto estaba un tanto movida. Una foto maravillosa. Kimmo se dio cuenta de que sonreía.

La otra foto había sido hecha pocos meses, quizás incluso pocas semanas antes de que le diagnosticaran el cáncer. Cuando todavía estaba todo en orden. Sanna acababa de empezar a trabajar como arquitecto. En la foto estaba de pie ante su mesa de trabajo, Kimmo recordaba que ella había insistido en hacer esa foto, les habían mandado una copia a sus padres. La expresión de su rostro delataba orgullo y felicidad. Y la seguridad de que todo seguiría yendo bien. La mirada de Kimmo se paseó de una foto a otra y se quedó, al fin, prendada, en la imagen de la niña que de un golpe le quitaba a su madre una galleta de la mano.

Sanna.

Sanna, una mocosa con los mofletes colorados.

Fue al baño, se lavó y pasó luego un buen rato tumbado boca arriba sin poder dormir, con los ojos abiertos.