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Pärssinen estaba sentado en la oscuridad y sintió el sabor dulce y afrutado en la lengua.

Sin el licor de ciruela las galletas no valen ni la mitad, lo había dicho bien claro, pero era comprensible que un policía de servicio tuviera que rechazar su oferta. Sobre todo un policía como ése, que era de los bien educados. De eso se había dado cuenta enseguida, desde el primer momento.

Se sirvió una y otra vez y dejó que su mirada se perdiera en las trémulas imágenes. Una de sus películas preferidas de los últimos tiempos. Una de ésas que se sabía casi de memoria, Cada mínimo gesto. Cada expresión del rostro. Cada mínima variación. Cada uno de los espasmos de los pequeños cuerpos. Cinco hombres y dos niñas. Pensó en el agente de policía.

Sólo una vez había recibido la visita de la policía. En todos esos años. Porque había tenido cuidado. No había vuelto nunca a perder el control, pero una vez, la primera vez, había perdido el control y Timo se había despedido y había desaparecido, así, sin más, y pocas semanas después había llamado a su puerta un policía.

También entonces se trataba de una muchacha desaparecida. Entonces, no sabía por qué, se había meado en los pantalones mientras hablaba con el policía. Había sentido cómo le resbalaban suavemente por los muslos aquellos hilillos de líquido.

Había cruzado las piernas y le había dicho al policía todo lo que quería saber; también en esa ocasión se trataba de su coche, de su pequeño Ford rojo, que tan buen servicio le había prestado durante todos esos años.

Cuando el policía de entonces se había marchado, se había ido inmediatamente a la cama, temblando como un flan, y se había levantado a la mañana siguiente plenamente convencido de que todo había terminado. Pero el policía no volvió jamás, y todo siguió su curso.

Y ayer volvió Timo, al cabo de tantos años, y se había alegrado de verle.

Y ahora otra vez un policía delante de su casa, y no quería decir nada.

Hoy en día, cuando se ponía a pensar en lo que pasó hace tanto tiempo, no reconocía las cosas. Por mucho que lo intentara. Sentía sólo algo cálido, una especie de ola caliente que le envolvía y sepultaba todo aquello que había sido.

Las niñas estaban de rodillas con la cabeza baja delante de los hombres. La escena estaba a punto de concluir, sentía ya ese dolor punzante en la entrepierna y el principio del alivio. Al cabo de un rato se levantó, no sin esfuerzo. Se sentía agotado y un poco mareado.

Le hubiera gustado quedarse sentado, pero tenía que cambiar los aspersores. Y luego tenía que regar los parterres de flores del aparcamiento. Si no, no iban a crecer nunca.

Dos y cuarto.

Regar las flores del aparcamiento.

Lo anotó en su cuaderno antes de salir.