Sundström parecía optimista. Con unas ganas de bromear que nadie entendía.
Heinonen estaba ensimismado. Grönholm tamborileaba un ritmo monótono sobre la mesa y Kari Niemi exponía al núcleo central del grupo de trabajo los resultados del análisis de las huellas, que no llevaban a ninguna parte.
—Es muy poco —dijo al final.
En la bicicleta se habían encontrado diversas huellas, pero sólo una había podido ser localizada. Ruth Vehkasalo había tocado la bicicleta de su hija.
—El tipo estaba muy enfadado de que les hubiéramos hecho venir, a él y a su mujer —dijo Heinonen—, aunque le dijimos enseguida que siempre lo hacemos así, que se trata sólo de comparar sus huellas con las que encontramos. Para evitarnos un trabajo innecesario, pero no lo ha entendido del todo.
—Yo, en su situación, tampoco entendería nada, me temo —intervino Grönholm.
—Me ha dado pena —murmuró Heinonen.
—Está hecho polvo —añadió Grönholm.
—Kalevi Vehkasalo —dijo Sundström—. El padre ha estado abusando de su hija durante años y años, la hija se va haciendo cada vez más mayor y de repente amenaza con contarle a la madre, en cuanto se presente la ocasión, un par de cosas extrañas. El padre vuelve el día de autos algo más pronto de la oficina, porque la hija le dice que se ha peleado otra vez con la madre y que piensa subir y contárselo todo. El padre está aterrorizado; mientras vuelve a casa ve a su hija en bicicleta, se baja del coche, la para, discuten, ella le pega, le insulta y le amenaza otra vez con contarlo todo. El padre pierde el control, estrangula a su hija…
—La huella de sangre —interrumpió Heinonen.
—… la hiere con un arma blanca, probablemente de muerte, la mete en el coche y la tira al agua o la entierra en algún lado.
—Ni rastro de algo parecido en el coche de Vehkasalo —informó Heinonen.
—También se enfadó cuando lo comprobamos, y es comprensible.
Sundström asintió.
—Nada ni nadie apunta hacia el hecho de que Vehkasalo y su hija tuvieran… un secreto —dijo Heinonen con rodeos.
—Y varios de sus empleados han asegurado que ese día estuvo todo el tiempo en la oficina —añadió Grönholm.
—Por lo cual esa historia es una estupidez —concluyó Sundström—. Sólo quería imaginármela brevemente.
Joentaa examinaba la foto que tenía en la mano. Sinikka Vehkasalo. Una chica seria, con el pelo corto y teñido de negro. Tenía los labios apretados, pero Joentaa creía intuir una sonrisa. La posibilidad de una sonrisa, amplia y feliz. En sus ojos…, ganas de vivir muchas cosas. Cosas bonitas…, cosas importantes…, cosas serias…
Probablemente eran sólo ilusiones suyas. ¿Qué quiere decir una foto? ¿Y de qué serviría, aunque sus conjeturas fueran acertadas?
Joentaa dejó caer la foto e intentó concentrarse en la perorata de Sundström, extrañamente jocosa. Tal vez su intención era mantenerlos despiertos. O mantenerse despierto. Lo habían analizado todo sobradamente. Ninguna sospecha en el entorno más inmediato. Por lo menos ninguna que fuera ni de lejos convincente.
La gente de fuera había descrito a los Vehkasalo como una familia ejemplar, los Vehkasalo habían aludido, sin que nadie les preguntara, al hecho de que tenían problemas con su hija. Que nunca veían a sus amigos y que no lograban encontrar una base de diálogo con ella y que Sinikka ya se había quedado varias veces a dormir en casa de amigas, o incluso de amigos, pero los Vehkasalo no sabían nada más, porque Sinikka se negaba a hablar de ello. Lo mismo, o algo parecido, les pasaba a casi todos los padres y a casi todos los hijos.
En una conversación con Heinonen y Grönholm, Vehkasalo había admitido o, mejor dicho, había dicho por propia iniciativa que pegó a su hija, dos veces, durante las semanas inmediatamente anteriores a su desaparición y se había echado a llorar y no paraba de decir que quería retractarse, anular lo sucedido, sin falta, que daría cualquier cosa por que fuera posible. Joentaa reflexionaba sobre esa declaración mientras miraba la foto. Todos los niños querían que les dejaran en paz. En algún momento. Querían separarse de los padres y encontrar su propio camino. Suponía, porque, claro está, no tenía ni idea de lo que significaba tener hijos ni de cómo había que reaccionar en esos casos. Sanna quería tener niños, él nunca se lo había planteado demasiado en serio. Más adelante, pensaba, y también lo decía, cuando se hablaba del tema.
Joentaa recordaba su propia infancia. Se había marchado de Kitee nada más terminar el colegio, se había independizado de su madre, sintiendo, sin embargo, lo importante que era para él ese vínculo. La conciencia de su existencia. En el caso de Sinikka parecía ser diferente. A primera vista. Superficialmente. ¿Por qué había querido con tanto denuedo Sinikka separarse de sus padres? Joentaa miraba fijamente la foto, como si la muchacha pudiera darle una respuesta.
—¿Todo bien, Kimmo? —preguntó Sundström.
—Sí, sí —respondió Joentaa.
—¿Qué te dice la foto? —preguntó Sundström.
—Pues… ¿Cuál es vuestra impresión?
Joentaa sostuvo la foto de manera que todos pudieran verla. Durante un rato, todos permanecieron en silencio.
—En una palabra —dijo Joentaa.
Seguía reinando el silencio.
—Buena…, quiero decir…, parece simpática —dijo al fin Heinonen.
Grönholm asintió.
—¿Misteriosa? —aventuró luego—, como si, de alguna manera, quisiera parecer misteriosa.
—A mí no me lo parece —dijo Sundström—. No, más bien retraída…, quizá tímida, pero al mismo tiempo no… —de repente se dirigió hacia delante, deprisa, cogió la foto y se la puso delante de las narices—. Yo encuentro que da una sensación… como si… ¡qué sé yo!…
—Triste —dijo Niemi.
Todos se volvieron a mirarle.
—La muchacha está triste —dijo Niemi con su eterna sonrisa en los labios.