Mientras se acercaban a la casa de madera pintada de verde claro, Joentaa vio tras una de las ventanas el rostro de una mujer y, antes de que hubieran recorrido los últimos metros, se abrió la puerta. Salió a su encuentro un hombre de aspecto fuerte, les saludó con un brioso apretón de manos y con un tono de voz ligeramente demasiado alto:
—Kalevi Vehkasalo. Supongo que hemos hablado por teléfono. Qué bien que hayan podido venir enseguida.
«Aún no quiere darse cuenta de lo que ha pasado», pensó Joentaa.
—Paavo Sundström. Éste es mi colega Kimmo Joentaa —dijo Sundström, con un repentino tono serio e inexpresivo. Un momento antes, en el coche, había tarareado una canción finlandesa que años atrás participara en Eurovisión, riéndose del hecho de que, si su memoria no le fallaba, había quedado en último lugar.
—Pero entren, por favor —dijo Vehkasalo, abriéndoles camino con paso seguro.
Los condujo a la casa y a un salón muy amplio, de las paredes colgaban grandes cuadros abstractos en colores chillones. En el centro de la habitación estaba, de pie, una mujer.
El televisor estaba funcionando sin volumen y sobre la mesa de cristal había un paquete de pañuelos.
—Ruth, mi esposa —dijo Vehkasalo.
Los ojos de la mujer eran pequeños y estaban enrojecidos, su apretón de manos apenas fue perceptible. Joentaa, sin embargo, tenía la sensación de que sólo la presencia de Sundström le hacía ya concebir esperanzas. Los rasgos angulosos de Sundström, alto y de aspecto deportivo, transmitían, incluso antes de que dijera nada, una cierta seguridad.
—Lo que queremos, sobre todo, es saber lo que está pasando —dijo Vehkasalo.
Por lo referente al aspecto exterior, no tenía nada que envidiar a Sundström. Era también un tipo grande de aspecto dinámico y eficaz. Llevaba una chaqueta deportiva pero sin embargo elegante y le transmitió a Joentaa la impresión de reclamar para sí, con cada movimiento, cada gesto y cada palabra, el control sobre lo que ocurría a su alrededor. A Joentaa le pareció comprensible, dado que probablemente había perdido ese control en el momento en que vio las noticias.
—Pero sentémonos, por favor —propuso Vehkasalo, y esperó a que todos se hubieran sentado antes de continuar—. Bueno, en pocas palabras: la bicicleta de la televisión es la de Sinikka. Eso es seguro. Mi mujer está, naturalmente, muy preocupada. Sinikka se retrasa de vez en cuando, pero…, queremos que nos digan qué ha ocurrido.
—Entiendo…, entiendo su preocupación… —comenzó Sundström.
Vehkasalo le quitó la palabra de la boca, su voz tenía, de repente, un timbre diferente:
—No, perdone usted, pero no empecemos con rodeos, no me gustan nada los rodeos. Dígannos qué ha pasado. Es bastante sencillo. Nuestra hija no ha regresado a casa y la policía ha encontrado su bicicleta… ¿Qué ha pasado?
—Me gustaría, primero…
—¿Es usted duro de oído? ¡Quisiera una respuesta clara a mi pregunta!
Vehkasalo dio un golpe sobre la mesa con la palma de la mano, se levantó, se quedó un momento quieto y a continuación se dirigió a grandes zancadas hacia el televisor y lo apagó.
—Kalevi… —susurró Ruth Vehkasalo.
—Aquí tengo unas fotos —dijo Sundström—, lo primero que quiero es que me digan si ésta es la bolsa de deporte de su hija y su ropa.
Le pasó una de las fotos a Vehkasalo, que había vuelto a la mesa, y la otra a su mujer, que asintió enseguida:
—Sí, seguro, es el chándal que le regalamos hace dos semanas por su cumpleaños.
Seguro, Kalevi, es sin duda el chándal que le compré…
Le dio la foto a su marido.
—Y ésta es su bolsa de deporte. Por lo menos tiene una igual. Y una bicicleta con la misma pegatina, pero eso ya se lo he dicho —musitó Vehkasalo.
—Comprendo —dijo Sundström—, tenemos que estar completamente seguros en este punto. Mañana tendremos que enseñarles la bicicleta, pero, a la luz de los hechos, parece que es, en efecto, la de su hija.
—Ahórrese los tópicos —le interrumpió Vehkasalo.
—Antes de que sigamos hablando, me gustaría decir algo muy importante: me gustaría decirles que haremos todo lo posible por encontrar a su hija. En el momento actual, no sabemos más que ustedes. La desaparición de su hija se ha producido hace apenas unas horas y nosotros acabamos de enterarnos de que la desaparecida es, con toda probabilidad, su hija…
—Ahórrese los tópicos —le volvió a interrumpir Vehkasalo.
—Quiero decir…
—Borre usted lo de con toda probabilidad. Es Sinikka. Se trata de nuestra hija Sinikka.
—Lo que quiero decir es que estarnos al principio. Su hija ha desaparecido.
Hemos encontrado su bicicleta y su bolsa de deporte. No ha regresado a casa. Estamos analizando el lugar del hallazgo, y hemos empezado, también, a buscarla. Hay mucho a favor de que vuelva sana y salva…
—Ahórrese todos los tópicos. La bicicleta ha aparecido junto a esa cruz —Vehkasalo hablaba ahora intencionadamente tranquilo y pausado, como si pretendiera explicar un hecho cualquiera—. Todos sabemos lo que le ocurrió a la muchacha de entonces. Lo han dicho claramente en las noticias. La tiraron de la bicicleta y la asesinaron. Eso lo he entendido correctamente, ¿no? ¿Cómo es que la bicicleta de nuestra hija estaba tirada justo junto a esa cruz? ¿Y por qué sale todo ello en las noticias, si, como usted dice, nuestra hija está sana y salva?
—Sólo pretendo informarles de que estamos al principio —insistió Sundström— y pedirles, aunque sé que es muy difícil, pedirles por favor… que conserven la calma.
—Yo estoy tranquilo. Y mi mujer también está tranquila —dijo Vehkasalo, pasándole un brazo por encima del hombro.
Durante unos segundos se hizo un silencio.
—¿Suele su hija hacer a menudo ese camino? ¿El que pasa al lado de la cruz? —preguntó Joentaa en medio del silencio.
La pareja intercambió una mirada.
—No lo sé. ¿Dónde iba? —le preguntó Vehkasalo a su mujer.
—A hacer deporte. Al voleibol. Ha empezado a jugar hace unos meses, para eso le compré las cosas…
—No para de hacer siempre cosas nuevas. Acaba uno por perder el hilo —dijo Vehkasalo intentando sonreír.
—¿De modo que hace siempre ese camino para ir al voleibol? —preguntó Joentaa.
—Sí, creo que sí —respondió Ruth Vehkasalo—, no lo sé con certeza, porque nunca he estado con ella cuando iba allá. Pero creo que sí.
—¿Con qué frecuencia suele jugar?
—Tiene entrenamiento dos veces por semana. Y partido casi todos los fines de semana.
—Es muy deportista —dijo Vehkasalo—, pero, por desgracia, carece de perseverancia. Hace de todo, empieza constantemente cosas nuevas, pero no sigue nunca con ellas. A lo mejor es normal, hoy en día; para mí…, bueno, eso ahora ya no tiene ninguna importancia. —Se calló.
—¿Ha mencionado alguna vez esa cruz? —preguntó Joentaa.
Ambos se le quedaron mirando sorprendidos.
—Quiero decir si alguna vez ha contado que pasaba por delante de esa cruz, si ha hecho algún comentario sobre la inscripción.
—No —contestó Vehkasalo, y también su mujer meneó la cabeza—. No, nunca, ¿por qué iba a hacerlo? ¿Por qué iba Sinikka a interesarse por algo que sucedió hace treinta años, cuando ella ni siquiera había nacido? —dijo Vehkasalo—. No puedo evitar preguntarme qué significa todo ese alboroto. ¿Llega el mismo psicópata después de treinta años y asesina a nuestra hija? ¿Es ésa su teoría o qué es lo que han averiguado hasta ahora en eso punto?
—Nada —dijo Sundström—, hasta ahora, nada. Por supuesto que el lugar del hallazgo es un lugar especial y el paralelismo con el caso de entonces llama la atención.
Pero, para ser sincero, tengo que decirle que no he visto nunca nada parecido. Estamos tan desconcertados como ustedes.
Vehkasalo se limitó a asentir, aparentemente vencido por la apabullante sinceridad de Sundström, y su mujer propuso de repente preparar café y se levantó.
—No, no, gracias —respondió Sundström—. ¿Cuándo salió su hija para el entrenamiento? ¿Han hablado con ella antes de que se marchara?
—Sí, claro. Kalevi estaba en la oficina, pero yo estaba en casa, hemos comido juntas a mediodía y luego se ha marchado al entrenamiento, yo he estado con mi hermana en el centro.
—¿De qué han hablado durante la comida? —preguntó Kimmo Joentaa—. ¿Ha habido algo que ahora, a luz de la desaparición de Sinikka, le parezca raro? ¿Algo de lo que ha dicho?
La madre de Sinikka reflexionó un momento y luego meneó la cabeza pensativa:
—No, de verdad que no. Hemos…, hoy era el último día de colegio, por eso… —se le quebró la voz y empezó a llorar, pero continuó—: Nos hemos peleado, por supuesto, por las notas, y le he levantado la voz, porque… ¡Porque no hacemos otra cosa que pelearnos!
De pronto empezó a gritar y Joentaa sintió cómo Sundström, a su lado, se sobresaltaba.
—¡Porque, sencillamente, es imposible discutir con Sinikka! —gritó—. ¡Porque quiere siempre tenerlo todo y nunca da nada a cambio! ¡Y ahora ya no está! ¡Ya no está! ¡Ahora está lejos, muy lejos! —empezó a golpear a su marido, que estaba sentado junto a ella, tieso como un palo de escoba, y luego se levantó y salió corriendo de la habitación.
Poco después se oyó un portazo. Vehkasalo miró con la boca abierta en la dirección en la que había salido su mujer.
—Lo siento, es… lo lamento mucho —se disculpó—. Voy a… verla.
—Por supuesto —dijo Sundström.
Vehkasalo salió como en trance.
—Por supuesto —repitió Sundström después de un rato, perdido en sus pensamientos, y cogió un bombón de una fuente de plata—. ¿Quieres uno? —preguntó.
Joentaa negó con la cabeza. Se sentía cansado e impotente frente a los padres de la muchacha desaparecida. Pensaba en Sundström y en el hecho de que le entendía aún menos que a su predecesor, Ketola. Había reflexionado a menudo sobre la figura de Sundström, sobre su extraña manera de ironizarlo todo. Al mismo tiempo, sin embargo, en situaciones concretas y problemáticas, demostraba casi siempre ser muy eficaz y en absoluto chistoso.
Kimmo no llegó a ninguna conclusión y en algún momento pensó en Sanna, que siempre se reía de su manía de intentar explicar y comprender todo y a todos hasta el más mínimo detalle.
Oyó a lo lejos la voz de Kalevi Vehkasalo, que intentaba calmar a su mujer en alguna habitación al otro extremo de la casa. Sundström masticaba junto a él un bombón y se dio cuenta de cómo sus pensamientos empezaban a girar en torno a Sanna.
Le vino a la cabeza un pensamiento que había tenido a menudo desde la muerte de Sanna, que durante un tiempo no le dejaba en paz, para pasar luego a parecerle completamente erróneo y carente de sentido. El pensamiento de que él se había liberado de todo aquello que parecía torturar a los demás. Al igual que ahora, había sentido lo mismo en otras situaciones parecidas. Sintió el miedo y la desesperada preocupación de unos padres que no sabían qué podía haberle ocurrido a su hija y, al mismo tiempo, sentía que él nunca más en su vida tendría que tener miedo de nada ni que preocuparse por nada. Porque, a diferencia de los padres de la chica desaparecida, tenía ya esa etapa a sus espaldas, ya había perdido hacía tiempo lo más importante de su vida.
El pensamiento empezó a resultarle incómodo y difuso y, probablemente, hizo algún gesto para sacudírselo de encima porque Sundström preguntó:
—¿Todo claro?
—¿Hm?
—Que si estás bien. Te has sobresaltado de repente —le explicó Sundström.
—No, todo…, no es nada.
Sundström asintió y cogió, con mucho cuidado, como si estuviera haciendo algo prohibido, otro bombón. Se atragantó en el momento que se abrió la puerta a sus espaldas.
—Lo siento —dijo Vehkasalo—, lo siento mucho, mi mujer…, claro, está muy preocupada. Creo…, si fuera posible, podrían hablar mañana con ella; yo sigo a su disposición.
—Por supuesto. Lo entiendo perfectamente. Espero que su mujer logre descansar un poco, esta noche. Sólo un par de cosas y luego nos ponemos en camino.
Vehkasalo asintió y se volvió a sentar frente a ellos.
—Es absolutamente imprescindible una foto de su hija. Una reciente, a ser posible. Es muy probable debamos hacerla pública en los medios. Una foto que… se le parezca los más posible, tal como es hoy en día. Lo mejor sería una foto actual de pasaporte.
Vehkasalo asintió y se quedó un momento pensativo. Se levantó, salió de la habitación y regresó con varios álbumes.
—Mi mujer las ordena siempre enseguida —murmuró hojeando uno de los álbumes—, y en la escuela hacen sesiones de fotos a menudo, hacen también retratos…, aquí, ésta por ejemplo.
Les entregó la foto de una muchacha que miraba muy seria a la cámara.
Sundström le dio la vuelta.
—Está hecha hace poco, perfecto —dijo—, muchas gracias. ¿Podemos llevárnosla?
—Claro —contestó Vehkasalo.
—El resto lo aclararemos mañana —dijo Sundström levantándose.
Permanecieron unos segundos callados, de pie, hasta que Vehkasalo les acompañó a la puerta.
—Espero que… la encuentren —dijo cuando llegaron al umbral.
—Haremos todo lo posible —dijo Sundström.
Cogieron la autovía hacia el centro. Sundström se quedó dormido varias veces, despertándose de repente a los pocos segundos.
—Terrible —murmuró.
Joentaa no sabía a qué se refería, si a la conversación con los padres de la chica desaparecida o a su cansancio o a alguna otra cosa, y estaba a su vez demasiado cansado para preguntar. Se separaron en el aparcamiento del edificio de la policía.
—Hasta mañana —se despidió Sundström, dándole una palmada en el hombro.
—Hasta mañana —dijo Kimmo, se subió al coche y se marchó a casa.